La tumba de Verne (20 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: La tumba de Verne
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—Pero ¿lo afirmó?

—No —admitió el periodista—. Pero creí leer algo en sus ojos, no sé cómo explicártelo. De todos modos, da igual, porque no sé dónde está ese mensaje ni qué podía contener.

—Si mi padre, como dices, descifró la clave de la carta de Nemo y escribió el segundo artículo para que su informante supiera que lo había logrado, ¿por qué lo haría? ¿Crees que se metió en un lío en ese momento?

Alexia vio la indecisión en los movimientos de Capellán. Estaba claro que él sabía algo más, y supuso que tenía que ver con la carta. ¿Por qué Capellán no admitía que conocía al menos parte del escrito de Gaston? ¿Tal vez desconfiaba de ella?

Al llegar a esa encrucijada Alexia se dio cuenta de que a ojos del periodista ella también podía ser sospechosa. Después de todo, había sido la última persona que había visto con vida a Ávalos. Y aunque estaba la declaración de Herminia, la vecina, que aseguraba haber visto a un hombre saliendo de madrugada de casa del maestro, no se podía olvidar el hecho de que doña Herminia admitió que no tenía las gafas puestas en ese momento. ¿No podía haber confundido a Alexia, que era más alta que muchos hombres y lucía un abrigo que cubría sus piernas, con un misterioso caballero?

De manera que sí, que tal vez Capellán temía estar hablando con la asesina de Ávalos, caviló Alexia. Aunque también podía ocurrir que fuera él quien estuviera involucrado hasta las trancas en todo aquello. No se podía obviar el hecho de que la carta de marras, ya fuera obra de Gaston Verne o de otra persona, era un bocado apetitoso para un escritor de historias extravagantes, como Capellán.

—¿Y las fotografías? —Alexia intentó atacar el problema desde otro ángulo—. ¿Quién hizo todas esas fotografías de la tumba de Verne? ¿Las hizo mi padre? Y ¿para qué?

—Sobre eso no te puedo decir nada, porque no lo sé —confesó Capellán—. Hace un mes, más o menos, estuve de viaje en Italia por razones de trabajo. Durante quince días no hablé con tu padre, y cuando volví aquí de visita me encontré el estudio con todas aquellas fotos. Nunca me dijo si las había hecho él. Tal vez las hizo cuando yo estuve fuera.

—¿Dónde está esa tumba?

—En Amiens. Verne murió en Amiens. Pero te confieso que no tengo ni idea de qué buscaba tu padre en ellas.

Esta vez Alexia creyó que Miguel Capellán le decía la verdad.

—Estamos en un callejón sin salida, por lo que parece —pensó Alexia en voz alta—. Alguien ha entrado en esta casa de madrugada buscando algo que no sabemos qué es, y tal vez ha asesinado a mi padre. Pero no tenemos ni la más ligera idea de lo que vino a buscar. ¿Qué podía ser tan importante como para matar? ¿Por qué arrancaron las fotografías?

Capellán guardó silencio. Alexia lo miró. ¿Admitiría al fin que conocía la existencia de la carta?

—¿La policía cree que ha sido un asesinato? —preguntó Miguel al cabo de unos segundos.

Alexia comprendió que
Tapioca
no iba a soltar prenda, y decidió que ella tampoco lo haría.

—Habrá que ver qué dice la autopsia —respondió Alexia—. Ese policía, Carmona, dijo que me avisaría en cuanto pudiera hacerme cargo del cuerpo. —Ella también se inclinó sobre la mesa y situó sus enormes ojos a un palmo del rostro de Capellán—. ¿Sabes si mi padre tenía planeado irse de viaje?

Capellán se irguió sobre la silla.

—No me dijo nada, pero ahora que lo dices… —Cerró los ojos tras las gafas, como si buscara atrapar un dato que revoloteaba en su memoria—. Me sorprendió ayer ver que tenía junto a la mesa del escritorio la maleta en la que guardaba la Olivetti. Nunca la había visto allí. Supuse que a lo mejor pensaba ir a alguna parte e iba a llevarse la máquina. Incluso estuve a punto de recriminarle una vez más por esa manía suya de no tener ordenador ni teléfono móvil.

—¡Es cierto! Yo también la vi, y me pareció extraño —admitió Alexia, y a continuación se levantó de la silla y subió por las estrechas escaleras hasta el estudio. Supuso, y supuso bien, que Capellán le iba a la zaga dejando la distancia de seguridad necesaria para tener la mejor de las perspectivas.

Cuando llegaron a la guarida de Ávalos la abogada miró debajo de la mesa de nogal y comprobó que, en efecto, allí estaba el maletín de la máquina de escribir. A continuación, rebuscó entre unos papeles que había sobre la mesa mientras Miguel deambulaba por la estancia. A Alexia le pareció que el periodista miraba de reojo el armario donde su padre guardaba la carta de Gaston Verne. Como la puerta era maciza, Miguel no podía ver qué había dentro. De inmediato, pensó en ocultarla en otra parte en cuanto tuviera ocasión. Tal vez Miguel había visto a su padre guardarla allí.

Capellán se acercó a una de las dos ventanas del estudio que daban a la calle Alfonso VIII. Un puñado de personas iban y venían abriéndose paso entre las sombras. La luz de los focos de algún automóvil arañaba el asfalto e iluminaba la antesala de la plaza Mayor.

—¡Aquí está! —exclamó Alexia. Tenía en su mano el folleto del centro geriátrico de Galicia que había encontrado al ordenar la biblioteca y los archivos—. ¿Te había hablado mi padre sobre un lugar llamado La Isla?

Capellán estaba mirando en dirección a la calle cuando Alexia hizo la pregunta, por lo que la abogada no pudo apreciar el modo en que se abrieron los ojos miopes de Miguel, ni tampoco le vio tragar saliva con dificultad. Pero sí le pareció que los hombros de
Tapioca
se enderezaban y que su espalda se envaraba.

Alexia no podía imaginar que aquel hombre sí había robado algo a su padre, ni más ni menos que el manuscrito de su novela. Y aquel hombre había sentido cómo saltaban todas las alarmas en su interior al escuchar el nombre de aquella residencia para ancianos: ¡la misma que Ávalos mencionaba en su obra!

En el manuscrito que había hurtado la noche anterior, Capellán había leído con asombro cómo en
El último Verne
, la novela que Jesús Sinclair, personaje creado por Ávalos y que tanto se parecía al propio maestro de escuela, se mencionaba que un misterioso informador le había hecho llegar una insólita documentación que desvelaba un lado desconocido de Julio Verne. En la última entrega remitida, el anónimo confidente citaba a Jesús Sinclair en una residencia geriátrica llamada La Isla, enclavada en un pueblo perdido de la provincia de Pontevedra, no lejos de Vigo.

Evidentemente, pensó Capellán, aquello no era, no podía ser, una casualidad. Aunque, por otro lado, se dijo, podía ocurrir que Ávalos hubiera encontrado aquel prospecto propagandístico en alguna parte y se le hubiera ocurrido utilizarlo en su historia de ficción. Pero ¿qué sucedería si no era así? ¿Y si realmente Sinclair era Ávalos disfrazado? ¿Y si Nemo había citado en la realidad a Ávalos en ese geriátrico y por eso el maestro estaba preparándose para salir de viaje?

Alexia aguardaba la respuesta de Capellán. Y, cuando pareció que él se iba a girar para decir algo, le oyó exclamar:

—¡Joder! ¡Está ahí! ¡Está ahí otra vez!

Y, diciendo eso, Miguel Capellán se abalanzó hacia la escalera y bajó los escalones de tres en tres echándose a la calle.

Alexia estaba perpleja. Tardó unos segundos en reaccionar, pero finalmente se aproximó a la ventana y miró hacia la calle. La noche era espesa. En un primer momento, no divisó a nadie. Pero instantes después vio a Capellán correr como un poseso en dirección a la plaza Mayor. Y entonces ella también lo vio: ¡el hombre del sombrero!

13

C
uando puso los pies en la acera Miguel Capellán sintió los latidos de su corazón con una intensidad preocupante. La presencia de aquel hombre tocado con un sombrero al que había visto la tarde anterior, cuando visitó a Ávalos por última vez, rondando la vivienda del maestro había provocado un latigazo en su interior. ¿Quién era aquel desconocido?

Al mirar por la ventana desde el estudio de Ávalos, volvió a verlo. A Miguel le pareció que aquel hombre miraba hacia el domicilio del maestro, y sin dudarlo corrió hacia la calle para exigir una explicación.

Al mirar hacia donde la calle Alfonso VIII desembocaba en la plaza Mayor, Capellán lo localizó. La noche se estaba envolviendo en una neblina pegajosa. El hombre del sombrero pareció observar por un instante a Capellán. Cincuenta metros los separaban. Miguel gritó, pero el desconocido no se dio por aludido y se adentró por la calle Fuero. Miguel corrió tras él.

Con el corazón desbocado, a la mente de Capellán acudieron sin haberlas reclamado las alusiones que Gaston Verne hacía en su carta a unos «hombres sin rostro». ¿Se estaba volviendo loco?, se preguntaba mientras corría todo lo rápido que podía.

Al doblar la esquina se zambulló en la angosta calle Fuero, que se ofrecía en una envenenada cuesta para los pulmones y las piernas de Capellán. Miguel escuchó su propia respiración y el sonido de las botas Coronel Tapioca tamborileando sobre las piedras húmedas de la calle. En su vida había corrido de una manera tan veloz, y por un momento creyó posible recortar la distancia que lo separaba del hombre del sombrero, al cual vio acceder a la plaza de La Merced.

La plaza de La Merced, sin duda uno de los rincones más bellos del casco antiguo de Cuenca, estaba abrigada a esa hora de la noche por el silencio y la neblina. No se veía un alma, y Capellán pensó que el hombre del sombrero se había volatilizado. La iglesia de la Merced, que da nombre a la plaza, lo contempló con indiferencia. El escudo heráldico de los marqueses de Cañete lo observó con altivez mientras él tomaba aire. ¿Dónde estaba el desconocido?

Entonces lo vio.

Miguel descubrió que la plaza no tenía un único acceso, como había llegado a pensar. En realidad, una calle angosta se abría junto al edificio del Museo de las Ciencias de Castilla-La Mancha. El hombre del sombrero se adentró en ella, y Capellán lo imitó.

La calle Alcázar, que así se llamaba la estrecha callejuela por donde ambos pasaron como rayos, desembocaba en la plaza Mangana, el corazón del antiguo barrio musulmán y judío de Cuenca.

La gigantesca silueta de la torre Mangana hendía la niebla como una espada espectral. El viejo reloj que la coronaba era invisible, como lo era buena parte de la plaza, a los ojos de Miguel. Más allá de cinco metros, no se veía nada, y el periodista estaba desorientado. No había rastro alguno del hombre del sombrero.

Sin saber qué hacer, Capellán optó para su desgracia por correr hacia el imponente mirador que cuelga sobre la hoz del Júcar, aunque el río, embozado por la bruma, parecía no existir aquella noche.

Tampoco allí estaba el desconocido.

Miguel aguzó el oído. Reinaba tal silencio en la plaza que Capellán se asustó al escucharse respirar. La sangre golpeaba en sus sienes, y por un instante sintió un intenso miedo. Después de todo, no sabía a quién perseguía. Si aquel hombre había tenido algo que ver con la muerte de Ávalos, ¿quién podía impedir que lo asesinara a él allí mismo, al amparo de la niebla?

Unos pasos sonaron entonces apresurados a la espalda de Miguel. Alguien corría hacia el levante de la plaza.

Aún con el sabor del terror entre los dientes, se apresuró a seguir a quien corría. Y una vez más desembocó en un punto que le hizo pensar que no había salida. Era imposible que el tipo se le hubiera escurrido entre los dedos. Pero, de pronto, descubrió una empinada y estrecha escalera que descendía en dirección a la calle Zapaterías. Por ella bajaba el hombre del sombrero.

La distancia entre uno y otro se había reducido, pero no lo suficiente como para que Capellán pudiera distinguir en el desconocido nada que no fuera su abrigo oscuro y aquel sombrero que no perdía ni en mitad de tan frenética carrera.

Cuando el hombre alcanzó la calle Alfonso VIII, Capellán comprendió que tenía la partida casi perdida, pero aun así trató de sacar fuerzas de flaqueza.

Al llegar a la iglesia de San Felipe Neri el hombre del abrigo oscuro descendió por unas escalinatas en dirección a las calles Madre de Dios y del Peso. Una irritante soledad asistió al fracaso de Miguel Capellán en su empresa de dar caza al desconocido, pues precisamente su pista se perdió en la última de esas calles, allí donde en tiempos medievales estuvo el Almotacén musulmán: la aduana donde se pagaban los impuestos en función del peso de las mercancías con las que se comerciaba en la ciudad.

Miguel estaba sin resuello. Dobló el tronco e hizo descansar sus manos sobre las rodillas. La cabeza le daba vueltas imaginando historias de «hombres sin rostro». Pero una idea incómoda le vino a la cabeza: tal vez aquel hombre se había limitado a huir de un loco que lo perseguía. ¿Y si era el hombre del sombrero quien se había sentido la víctima de un posible agresor?

—¡Maldita sea! —se lamentó.

Aún tardó varios minutos en recomponer su respiración. Sintió la boca seca, la frente y la espalda sudorosas, y las piernas le temblaban por tan inusual esfuerzo. Hacía mucho tiempo que Miguel no corría de ese modo, ni de ningún otro.

Cuando alcanzó de nuevo la calle Alfonso VIII y reemprendió el regreso hasta el domicilio de Ávalos las dudas sobre si había obrado como un idiota persiguiendo a un inocente se habían acentuado. No obstante, estaba convencido de que había algo turbio en la muerte de Ávalos. ¿No le había parecido a él escuchar los pasos apresurados de alguien que bajaba las escaleras de la casa del maestro cuando oyó por teléfono la caída del escritor? Además, era evidente que alguien había puesto patas arriba el estudio buscando seguramente la carta de Gaston Verne. Pero, si las cosas ocurrieron de ese modo, ¿qué razón tendría el posible ladrón para rondar de nuevo aquella casa?

—Solo hay una explicación —se dijo—: que la otra noche no encontró lo que buscaba y cree que aún sigue allí.

Ahora bien, ¿cómo podía averiguar si la carta estaba aún en aquel armario donde sabía que Ávalos la guardaba si había observado que la puerta del mismo estaba cerrada con llave? No le pareció prudente confesar a Alexia que él mismo conocía parte de aquella carta, dado que era la documentación básica para la novela que Ávalos estaba escribiendo y cuyo manuscrito él había robado.

Y luego estaba lo de aquella residencia geriátrica: ¡La Isla!

Tenía guasa aquel nombre. En todo aquel enrevesado asunto uno se tropezaba con la figura de Julio Verne a cada rato.

Después de que Ávalos publicara aquel artículo sobre los mensajes cifrados en las novelas del genial bretón, Capellán había comprado un puñado de biografías sobre el novelista y algún ensayo sobre el perfil menos conocido de Verne. Aunque no había tenido tiempo de leerlos todos, recordó que en alguna de aquellas obras se subrayaba la obsesión de Verne por las islas.

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