Ávalos lo miró al fondo de los ojos intentando descubrirse a sí mismo cuando era más joven, pero no se encontró en aquellos ojos azules y miopes. Capellán era brillante, inteligente, con excelente memoria para recordar datos, informaciones y detalles; era uno de aquellos alumnos aventajados que repetían como papagayos la lección del maestro, pero era incapaz de soñar como él soñaba en su juventud. En los ojos de Capellán vio ambición, ansia por regresar al éxito, pero no había calor en el fondo de aquel muchacho, y por primera vez desde que lo conocía G. G. Ávalos comprendió que Miguel Capellán no se parecía en nada a él, y que no hubiera deseado tener un hijo como aquel periodista.
Tras cerrar la puerta, el viejo maestro miró por la ventana hacia la calle Alfonso VIII para cerciorarse de que la molesta visita se marchaba definitivamente. Entonces vio acercarse a Alexia por la acera opuesta, caminando como siempre lo hacía, con largas zancadas y perfectamente erguida. Iba embutida en un elegante abrigo y calzaba zapatos de tacón, algo totalmente inapropiado para las empedradas calles conquenses.
—¡Maldita sea! —masculló.
Definitivamente, aquel 5 de noviembre no iba a ser como los demás.
E
l rítmico golpeteo de los tacones sobre las piedras acompañaba las maldiciones que Alexia exclamaba en silencio. Le tenía dicho y redicho a su padre que debía marcharse de una puñetera vez de allí, que las empinadas cuestas y escalinatas del casco antiguo de Cuenca no eran el mejor hábitat para un hombre de su edad y con el corazón frágil como él lo tenía. Pero su padre seguía siendo exactamente igual que siempre: terco como una mula y militante defensor de su independencia. ¿Qué quieres que haga?, respondía él más cerca del reproche que de la interrogación. ¿Quieres que me meta contigo en la tumba de Madrid? ¿Crees que mi corazón mejorará viendo cómo corréis de un lado para otro todos los que vivís allí? Luego se cerraba en banda, y no había modo de sacarle una palabra más.
Alexia levantó la vista al llegar al semáforo situado frente a
La Alacena
. Cruzó la calle tan ensimismada que no prestó atención al dueño del pantalón de pana marrón y chaquetón oscuro que bajaba por la margen opuesta. Únicamente levantó la vista al llegar a la otra acera.
Entonces vio la figura de un hombre que salía de la calle Fuero envuelto en un abrigo oscuro y tocado con un sombrero. Por un instante creyó que era su padre. Pero no, no lo era. Aquel hombre era menos alto que Ávalos y se dirigió hacia las arcadas que sostienen la casa consistorial. Era el hecho de que el desconocido usara sombrero lo que la había confundido.
Alexia rezongó en silencio. No debía haber venido a esas horas. Sabía que a su padre le gustaba cenar pronto, y ya eran casi las nueve de la noche. Debía haber telefoneado. Pero ya era demasiado tarde para arrepentimientos.
El traje de ejecutiva normalmente no le resultaba incómodo, pero en aquellas calles la estrecha falda se le antojaba aún más estrecha. Un abrigo ocre cubría sus largas piernas. Hubiera dado el reino que no tenía por llevar puestos unos pantalones y unas deportivas. Sin duda, con ese atuendo la caminata sería más llevadera. Pero ahí estaba ella, haciendo lo que jamás imaginó unos años atrás: visitar a su padre enfermo.
Alexia nunca había contemplado la idea de que un día su padre podría llegar a estar al borde de la muerte por un infarto. Y, probablemente, si su padre no hubiera sufrido aquel inesperado ataque, ella no habría aparecido por Cuenca, como no lo había hecho en los diez años anteriores. En ese periodo la relación con su padre se había limitado a invitarlo a cenar en Navidad —invitación que él rechazaba siempre que podía innovando a la hora de buscar excusas—, o a llamarle por teléfono de Pascuas a Ramos.
Pero hete aquí que se había producido el infarto de marras. Y, con cuarenta años, Alexia empezaba a vislumbrar que un día su padre también se iría de su lado, como ocurrió con su madre cuando ella era niña. Además, en las últimas semanas había ganado terreno en su interior la certeza de su propia mortalidad. Cuando su madre falleció, ella estaba a punto de cumplir quince años. El mazazo fue brutal, y creyó posible que la muerte la llamara cualquier noche. Pero el paso del tiempo espantó aquellas ideas hasta apartarlas por completo de su mente. La adolescencia y la juventud se llevaron por delante las reflexiones sobre la fragilidad de la vida. Y lentamente, como les sucede a todos los jóvenes, fue creyéndose inmortal.
Veinticinco años después la sombra de la muerte había retornado a la vida de Alexia García Mendoza, socia de unos de los más reputados bufetes de abogados de Madrid, soltera por convicción, adicta a la ropa de marca, vecina de la madrileña calle Velázquez y mujer temible en muchos aspectos. Pero hasta las mujeres más duras y rocosas fueron niñas una vez. E incluso ella se permitió soñar en un tiempo muy lejano, en aquellos días en que veía a su padre llegar de viaje los fines de semana de lugares que a ella le parecían el territorio de los cuentos de hadas. Con los ojos muy abiertos, le veía quitarse el sombrero, besar a su madre y dejar sobre la mesa del salón la cámara fotográfica que, en lo que a su padre se refería, era algo así como el arma del guerrero. Y luego estaban las historias que él contaba, historias con las que creció hasta que escuchó por vez primera risas a espaldas de ella en el colegio. Risas que después volvió a oír en el instituto y en la facultad. Pero eso fue más tarde.
—¿Quieres que te cuente la historia del niño Arturo Grijalba? —le preguntaba su padre muchas noches antes de dormir sabiendo que ella diría que sí con la cabecita, pues las aventuras del niño Arturo Grijalba se encontraban entre sus favoritas.
Entonces Gerardo se esmeraba en arrancar a su voz todos los matices necesarios para enriquecer los acontecimientos ocurridos en el número 2 de la zaragozana calle Gascón de Gotor en el otoño de 1934. En aquel marco cronológico y geográfico se situaban las proezas del niño Arturo, el único niño que, según le contaba su padre, se atrevió a hablar con el «Duende de Zaragoza».
Si le preguntaran a la alta, sofisticada y práctica Alexia García Mendoza si recordaba algo de aquella historia, nos sorprendería con su respuesta. A pesar de las risas a sus espaldas, a pesar de que nada quedaba en ella de aquella niña que escuchaba las historias de su padre, los detalles trascendentales del caso seguían grabados a fuego en su memoria.
Nos podría contar que durante aquel otoño de 1934 el segundo piso del mencionado inmueble de la calle Gascón de Gotor se convirtió en noticia en toda España, y también en Europa
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. En aquel piso vivía la familia Grijalba, aunque el inmueble era propiedad de Antonio Palazón. Era un piso normal y corriente, provisto de una cocina vestida con azulejos blancos que contaba con un fogón de carbón. Los humos salían al exterior por una chimenea en la que estaba instalada una ventanilla de registro. Nada excepcional, nada digno de una historia para ser recordada. Y así había sido hasta aquel otoño, cuando Pascuala Alcocer, una joven criada de dieciséis años, trajinaba en la cocina y al emplear la varilla de hierro con la que atizaba las brasas del fogón escuchó algo inaudito. Claramente escuchó una voz:
—¡
Que me haces daño
!
El padre de Alexia empleaba para la ocasión una voz de falsete que hiciera más teatral la narración, y ella se tapaba con la sábana hasta la nariz. Asustada, Pascuala llamó a una vecina, Isabela. Y ambas volvieron a sentirse aterradas al escuchar:
—¡
Luz, que no veo
!
La historia proseguía mencionando las demás frases que, según los testigos, fue pronunciando durante varios días aquel a quien no se tardó en dar el apodo de «Duende de Zaragoza». A veces, su padre le mostraba unas fotos viejas, en blanco y negro, en las que aparecía la criada Pascuala o la multitud de curiosos que, con el paso de los días, se agolpaba a la entrada del inmueble. Los periódicos más importantes de la época hacían un hueco en sus ediciones para dar la última hora de un caso en el que pronto se vieron involucradas las autoridades.
En efecto, llegó la policía. Y montaron guardia mientras se estudiaba de arriba abajo el piso y sus inmediaciones con el propósito de desenmascarar al bromista que sin duda estaba tras todo aquel teatrillo. Se agujereó lo que se creyó conveniente que fuera agujereado, se exploró el tejado, se cortó el cableado y se impuso la cuarentena al piso. Pero de nada sirvió, porque la vocecilla —que unas veces parecía masculina y otras femenina— retó directamente a la policía. De manera que se llamó al juez Pablo de Pablos, que se hizo cargo de las diligencias. Pero tampoco él pudo evitar que el ya famoso Duende lanzara de vez en cuando improperios, acertara el número de personas que estaban presentes en la cocina o conversara con el niño Arturo Grijalba Torre, que entonces tenía cuatro años de edad. Y al llegar el momento en el que en la narración aparecía la figura del niño Arturo, los ojos de Alexia se agigantaban. ¡Qué valiente había sido el niño Arturo al atreverse a hablar con un fantasma! Pues qué otra cosa podía ser aquella voz que la de un fantasma.
La narración de su padre solía terminar en el momento en el que entraba en acción la Dirección General de Seguridad y se concluía que todo lo había orquestado la criada Pascuala Alcocer, a quien alejaron de Zaragoza tras dictaminarse que sufría algún tipo de histerismo que provocaba aquellas voces. Salvo que, añadía el padre de Alexia besándola en la frente y apagando la luz, la voz habló muchas veces sin estar Pascuala presente. ¿Cómo era posible?
Entonces Alexia se dormía. Se dormía imaginando ser el niño Arturo. Escuchaba al Duendetravieso, que en su última aparición anunció que daría muerte a todos los vecinos del inmueble, y en su aventura onírica su padre la salvaba en el último momento de caer en las garras del fantasma. Porque su padre no tenía miedo a los fantasmas, ni a las casas encantadas, ni a los malvados que custodian los tesoros. Porque su padre, además de ser maestro en la escuela, en sus ratos libres intentaba desentrañar los más terribles misterios.
Con las voces del Duende de Zaragoza aún sonando en el interior de su cabeza, Alexia pulsó el timbre y aguardó a que su padre abriera la puerta. Inconscientemente, miró hacia atrás. Pero no escuchó risas. Hacía ya mucho tiempo que no permitía que hubiera risas a sus espaldas ni delante de ella a propósito de las investigaciones de su padre o de los libros que él había escrito. Libros de los que, por otra parte, ella no conservaba ni un solo ejemplar y que no había leído desde que su madre murió.
Las primeras risas en el colegio las escuchó un día en el que dos niñas cuchicheaban y la miraban con descaro. Alexia se giró y se encaró con ellas. Entonces las dos niñas dijeron aquellas palabras que luego se vio obligada a escuchar muchas otras veces:
—¡Tu padre está loco! ¡Tu padre está loco! —La burla nació envuelta en tono de canción infantil.
La sorpresa de Alexia fue mayúscula al ver a su padre vestido de domingo con el que presumió debía ser su mejor traje y con la corbata aún por anudar. Ella no podía saber que la inoportuna visita de Miguel Capellán había retrasado a Ávalos en sus preparativos para la cena.
—¡Vaya, qué elegante! —exclamó Alexia mientras acercaba la cara para que su padre la besara—. ¿Vas a salir? —Pero al ver la mejor cubertería de su madre dispuesta en la mesa del salón comprendió que no, que su padre no iba a ninguna parte. Y como contar hasta dos es bien sencillo, Alexia se sintió de inmediato incómoda al ver el número de cubiertos preparados—. ¿Esperas invitado o invitada? —preguntó visiblemente molesta.
—Hace veinticinco años que tu madre murió —respondió el maestro con suavidad—. ¿Crees que ha pasado el tiempo suficiente como para que me permitas tener una invitada?
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, casi tanto como cuando era niña y él le contaba la historia del Duende de Zaragoza. A continuación paseó la mirada por el salón pulcramente arreglado, donde nada estaba fuera de su sitio, salvo los libros que aparecían por montones en los más inesperados rincones.
—Tú verás —respondió Alexia—. Ya tienes años para saber con quién te metes en la cama.
Ávalos bajó la mirada visiblemente incómodo. Desde luego aquella no era la niña que se escondía bajo las sábanas al escuchar historias de casas encantadas.
—Si quieres me marcho. —Alexia aún no se había desprendido del abrigo, y en ese momento deseó más que nunca tener unas deportivas y no unos zapatos de tacón para salir huyendo, para correr lo más rápido posible y alejarse de la imagen de su padre en la cama con otra mujer.
—No puedo obligarte a que te quedes, ni te pido que te vayas.
—¿Acaso quieres que vivamos la escenita en la que me presentas a mi nueva madre? —replicó Alexia con el tono más sarcástico y cruel que encontró en su repertorio de letrada ducha en los más variados casos.
—No pretendo eso, porque sería imposible —se defendió Ávalos.
—¿Ahora llega el momento en el que me dirás que mi madre es irreemplazable y que tu nueva pareja no pretende llenar su hueco? —Alexia había ido hasta la cocina y revisaba el menú—. A mamá no le hubieran gustado las chuletas de cordero, pero supongo que a
la nueva
—dijo con retintín— no le desagrada la carne. En cuanto a ti —se volvió para contemplar a su padre, cuya figura se recortaba en el umbral de la cocina aún con la corbata sin anudar alrededor del cuello, con aquel traje pasado de moda y en zapatillas, pues no había podido ponerse los zapatos todavía—, no te conviene beber vino. Ya sabes lo que te dijo el médico.
—Ya sé que a tu madre no le hubieran gustado las chuletas —reconoció Ávalos con una sonrisa amarga—, pero ¿crees que me permitiría a mí comerlas al menos hoy?
Alexia creyó que su padre había perdido definitivamente el juicio. Tal vez resultaba cierto que era un loco. ¿De manera que le pedía a ella, a su hija, su opinión sobre si su madre difunta aprobaría el menú que pensaba degustar con su nueva amante? ¿Qué podía responder a eso?
—Vete a la mierda —replicó llevándose por delante a su padre en medio de su violenta huida hacia la puerta. Pero cuando estaba a punto de abrirla, se dio cuenta de algo. ¿Por qué su padre le había preguntado si su madre aprobaría que él comiera las chuletas
al menos hoy
? Entonces se detuvo y contempló de nuevo aquella triste versión del hombre que en su niñez le habló del valiente niño Arturo Grijalba.