—Es 5 de noviembre —dijo Ávalos—. Todos los años, este día, ceno con el recuerdo de tu madre en el otro extremo de la mesa.
Entonces Alexia rompió a llorar. Lloró como no recordaba haberlo hecho desde que era niña. Su trabajo, su vida entera le impedía hacerlo. Para una mujer como ella, una profesional que aspiraba a ser tan buena como cualquier hombre, llorar era un lujo que no podía permitirse. Y, de no practicarlo, la musculatura y los humores que intervienen en el llanto se habían oxidado, como le había sucedido a amplias extensiones de su corazón.
Allí estaba aquel hombre alto, delgado, desgarbado, con un traje oscuro y en zapatillas contemplándola con ternura. Le vio acercarse y abrazarla. Y en medio del llanto le escuchó decir:
—Ninguna mujer podría competir con tu madre. Y sí, ya sé que no me dejaría comer chuletas un día cualquiera, pero ¿no crees que hoy a lo mejor sí me lo permitiría? —Ávalos separó su cara de la de su hija, levantó la barbilla de Alexia, la miró a los ojos y añadió—: Después de todo, es nuestro aniversario, ¿recuerdas?
Lo recordaba, naturalmente. De pronto un río de imágenes vino a su mente. Imágenes repletas de sonrisas de su madre junto al singular maestro de escuela con quien había decidido casarse. Un hombre a quien todos tenían por excéntrico, pero del cual nadie podía decir que fuera una mala persona. Era cierto que tenía aquella manía de buscar misterios, de escribir libros sobre lugares imposibles y de contar historias en las que parecía mentira que creyera un hombre leído como él, pero Alejandra era feliz junto a él. Y cada 5 de noviembre el matrimonio se iba a un buen restaurante de Cuenca para celebrar su aniversario.
De pronto, el aluvión de imágenes cesó en la mente de Alexia. Lo hizo justo en el momento en el que se filtró entre aquellos recuerdos la muerte de su madre. ¿Dónde coño estaba su padre aquel día? ¿Eran más importantes aquellos sueños estúpidos suyos que su propia esposa? ¿Cómo pudo permitir que ella muriera sola, junto a su hija, mientras él buscaba el Arca de la Alianza en el norte de Francia?
En los labios de Alexia se estaba formando aquel reproche, el mismo que tantas veces había lanzado a su padre y que había abierto una brecha insalvable entre ambos durante años. Pero, en el mismo instante en el que iba a pronunciar aquellas palabras, sonó el timbre.
Alexia pensó que tal vez su padre la había engañado y que realmente aguardaba a una mujer. Ávalos, por su parte, alcanzó el pleno convencimiento de que aquel 5 de noviembre llevaba camino de ser inolvidable.
Alexia miró a su padre con una interrogación pintada en el rostro. ¿Quién demonios era aquel tipo vestido con un chaquetón raído y unos pantalones de pana que parecían comprados en un mercadillo?
La expresión que descubrió en su padre le hizo pensar que tampoco él esperaba al hombre que sonreía bajo el umbral de la puerta. Alexia lo miró de nuevo de arriba abajo con aquella incisiva mirada suya que tanto desconcertaba a los hombres y tanto intimidaba en los juicios. El escrutinio le permitió advertir un tono entre gris y azulado en los ojos del impertinente visitante escondidos tras aquellas gafas que parecían el complemento más caro de todo su aliño indumentario. Comprobó que podía mirarlo desde una altura ligeramente superior, tal vez la justa ventaja que le proporcionaban a ella sus tacones. Atribuyó por ello al desconocido una altura de unos ciento setenta y cinco centímetros —los mismos que ella alcanzaba cuando descendía de sus puntiagudos pedestales—. Estudió en unos segundos el resto del mapa físico de aquel desconocido: cabello corto, de color pajizo y más escaso de lo que quizá él desease, algo que delataba la disposición nada casual del mismo. Alexia supo desde el primer instante que el aspecto revuelto del pelo, sostenido con gomina, era una estrategia para cubrir los vacíos que la incipiente calvicie estaba provocando en la cabeza de su dueño. Por lo demás, no era un hombre especialmente atlético, pero no podía aplicársele el calificativo de fondón, puesto que sería inexacto. La barba se adivinaba rasposa y evidenciaba una falta de rasurado que Alexia calculó en casi una semana. El suéter negro de cuello vuelto impedía ver con más claridad qué había allí debajo, pero a primera vista no parecía que hubiera nada de interés. Por último, observó que calzaba unas botas Coronel Tapioca que no la desagradaron. La descripción se completó con el tono de voz del recién llegado, algo que Alexia descubrió cuando él abrió por fin la boca.
—Me tiene que perdonar —se excusó Capellán con fingido lamento—, pero he debido de olvidar mi teléfono móvil en su estudio.
A Alexia no le agradó aquel tono de voz, que juzgó demasiado engolado y menos masculino de lo que a ella le gustaba. Aquel hombre, al que calculó una edad similar a la suya, tenía algo de juvenil ingenuidad no del todo enterrada bajo el personaje que se había creado y que a ella le pareció frío, calculador y de poco fiar. Y eso lo reconoció sin esfuerzo porque en eso sí que ella se parecía a
Tapioca
, como calificó al amigo de su padre en silencio.
—Pasa, pasa —escuchó Alexia decir a su padre—. No te quedes ahí en la puerta. —A continuación Ávalos miró alternativamente al hombre del chaquetón y a ella misma y dijo—: Te presento a mi hija Alexia. Alexia, este es Miguel Capellán, un periodista a quien conozco desde hace años.
Alexia vio que el tal Capellán hacía una audaz aproximación para besarla en la cara, apertura de ajedrez que ella combatió elegantemente alargando la mano como único saludo. Entonces comprobó que Capellán podía competir con ella en un campeonato mundial de manos frías.
—Lo siento —sonrió el periodista. Resultó que tenía una dentadura bien cuidada—. Siempre tengo las manos heladas.
—Como habrá advertido, a mí me sucede lo mismo —replicó Alexia sin mayores ceremonias—. Ya ha oído a mi padre, pase y busquemos ese teléfono suyo.
Ávalos encabezó la cordada que ascendió por las estrechas escaleras hasta el último piso de la vivienda. Tras él caminaba Alexia, a quien Capellán había cedido el paso, aunque el gesto fue interpretado por ella no tanto como una gentileza como un modo de procurarse una perspectiva impagable de su trasero y de sus piernas. Era una artimaña tan ridícula como infantil, lo que sirvió a la abogada para apuntalar aún más su teoría del niño dormido que había bajo
Tapioca
.
Podía haber hecho algún aspaviento o alguna finta que le hubiera permitido eludir la ascensión hasta el estudio, pero prefirió no hacerlo solo por darse a sí misma el gusto de darle el gusto a aquel personaje que tan astuto se creía.
Hacía mucho tiempo que Alexia no entraba en la guarida de su padre, pero recordaba la mesa de nogal, la eterna Olivetti, los papelotes, las estanterías incapaces de acoger la marabunta de libros que lo inundaban todo. Sus ojos perspicaces tropezaron con títulos cuya sola lectura le produjo malestar:
El retorno de los brujos
,
Pasaporte a Magonia, Recuerdos del futuro, Mágica Fe
,
El enigma sagrado
,
La ruta sagrada
… Prefirió no seguir leyendo.
Mientras su padre y
Tapioca
buscaban el teléfono móvil de este último, Alexia advirtió algo nuevo en aquella osera en la que su padre consumía su vida: ¿qué eran aquellas fotografías?
Se aproximó hasta una de aquellas instantáneas y la miró ensimismada. Se estremeció al ver de cerca a aquel musculoso hombre de mármol que pugnaba por abandonar la tumba aún con el sudario y la losa sepulcral sobre la espalda. ¿Quién era aquel hombre? Se acercó aún más y entornó los ojos, los cuales adquirieron un aspecto felino semiocultos tras las largas pestañas. Al leer el nombre del difunto su rostro se crispó, y un torrente de reproches pareció a punto de brotar de su boca perfilada de rojo, pero en ese mismo instante Capellán gritó:
—¡Lo encontré!
Alexia se volvió y descubrió a Capellán mostrando orgulloso su teléfono, que al parecer se había deslizado por entre el sillón de lectura de su padre. Alexia dedujo que
Tapioca
había estado sentado allí no hacía mucho tiempo, tal vez aquella misma tarde. Se preguntó qué tendría que ver su padre con aquel desconocido que, definitivamente, no le gustaba en absoluto. La ira que había destellado en sus ojos al ver el nombre de Julio Verne en las fotografías no se había borrado del todo, pero la abogada se obligó a contenerse.
Tapioca
era un estorbo, se mirara por donde se mirara.
—Bueno, Capellán, pues no te entretengas más, que se te va a hacer tarde —dijo Ávalos empujando al periodista hacia la escalera. Alexia advirtió incomodidad en su padre. Le pareció evidente que quería deshacerse de su amigo a toda costa y supuso que en aquellas prisas había algo más que su deseo de celebrar el aniversario de boda junto al recuerdo de su madre.
Alexia decidió que la cena podía aguardar unos minutos, al menos hasta que ella saliera de dudas sobre la identidad de Capellán. Avanzó con decisión, se interpuso entre
Tapioca
y la escalera y preguntó:
—Papá, ¿no vas a decirme a qué se dedica tu amigo?
Miguel Capellán pareció tan encantado al escuchar aquella pregunta como si el cielo se hubiera abierto para él. Resultó evidente que él tampoco quería irse aún. Tanto alborozo percibió en él, que Alexia llegó a dudar sobre si realmente había olvidado el teléfono móvil en aquel sillón o había sido un pretexto para regresar al domicilio de su padre.
—Soy periodista, especializado en todos estos temas —respondió señalando las superpobladas librerías del estudio.
—¡Acabáramos! —exclamó Alexia mirando a su padre. Ahora comprendía la razón por la cual él quería quitarse de encima cuanto antes al inoportuno visitante. Sabía que aquellos temas la sacaban de quicio—. ¡Otro chiflado!
—Oiga, que yo no la he insultado —se defendió Capellán.
Pero Alexia lo ignoró y dirigió sus reproches hacia su padre.
—Si tan importante es para ti este día, si tanto recuerdas a mamá, ¿cómo permites que chalados como este vengan a tu casa precisamente hoy? ¿No tuviste suficiente con no estar junto a ella cuando murió? ¿Cuándo vas a dejar toda esta mierda? —Y rubricó su ira con un manotazo a varios libros de la estantería más próxima.
Drácula
, de Bram Stoker, y
La historiadora
, de Elizabeth Kostova, cayeron desde la sección de novela gótica y abrieron impúdicamente sus páginas. Desde el suelo de madera, ambos libros escucharon el resto de la discusión.
—¿Nunca me vas a perdonar? ¿Cómo iba a saber yo que tu madre iba a sufrir aquel derrame cerebral si cuando me marché estaba perfectamente?
—Si no te hubieras ido… —Los labios de Alexia temblaban. De pronto se interrumpió sin saber qué añadir. Al cabo de unos segundos se escuchó a sí misma decir una estupidez—: Si no te hubieras ido ella no habría muerto.
Semejante extravagancia se disolvió en el silencio.
Miguel Capellán
Tapioca
tenía la boca abierta como un tonto. Había comprendido de pronto el motivo que había separado a padre e hija hacía tantos años. Por su parte, Alexia masticó el silencio y advirtió por primera vez en su vida el regusto amargo de la ira sin fundamento. ¿Cómo podría haber impedido su padre un derrame cerebral? ¿Hasta cuándo pensaba seguir echando sal en aquella herida? Pero al ver de nuevo las fotografías que adornaban el estudio su furia se retroalimentó.
El primer sonido que rompió el áspero silencio fue el producido por el arrastrar de zapatillas de Gerardo García Ávalos. Cuando estuvo junto a Alexia la abrazó. Por encima del hombro de Alexia miró a Capellán y le hizo un gesto para que los dejara solos. Afortunadamente, el periodista comprendió lo que se esperaba de él y salió furtivamente del estudio, bajó las escaleras y segundos después cerró la puerta tras de sí.
Cuando se sintió a solas con su padre, Alexia se obligó a recuperar la ira que unos minutos antes había prendido en su corazón.
—¿A qué viene esto, papá? —preguntó señalando las fotos—. ¿Es que nunca vas a dejar de estropearme la vida?
—Te aseguro que no tiene nada que ver con lo que ocurrió entonces —respondió Ávalos con voz cansada—. Te pedí mil disculpas por haber ridiculizado a aquel novio tuyo con los artículos que escribí.
—No era mi novio —protestó Alexia—. Además, ¿estás seguro de que fue él quien quedó en ridículo? —añadió con amargura—. No te imaginas lo que la gente dijo de tus ideas sobre Julio Verne, y lo que yo tuve que oír una vez más.
Ávalos suspiró. Una herida antigua y profunda palpitó en lo más hondo de su corazón. Una herida que creía cerrada y que ahora podría reabrirse con todo aquel asunto de Nemo. Intentó reconducir la situación y recuperar a la mujer que había abrazado unos minutos antes.
—¿Quieres quedarte a cenar conmigo? —escuchó Alexia decir a su padre.
Ella lo miró a la cara y vio sus ojos cálidos.
—No. Esta noche es tuya y de mamá.
Él sonrió. Alexia creyó que iba a decir algo, pero lo que tuviera que decir parecía resultarle difícil de expresar. A continuación lo vio caminar arrastrando los pies hasta el armario que tenía tras la mesa de nogal.
—Si algún día tienes que abrir este armario, la llave está aquí escondida —dijo Ávalos señalando la parte posterior del mueble—. La tengo ahí pegada con cinta adhesiva.
Alexia estuvo a punto de hacer algún comentario a propósito de las paranoias de su padre, de sus extravagantes ideas sobre peligros imaginarios. Ya no era la niña que escuchaba las aventuras del Duende de Zaragoza.
Su padre abrió el armario y ella pudo ver que cogía varios sobres de color ocre.
—Estoy escribiendo una novela —confesó—. Por primera vez en mi vida, estoy escribiendo una novela. —Señaló una colina de papel formada por algo más de un centenar de folios guardados bajo llave en aquel armario—. No se me ocurrió otra forma de contar lo que me está sucediendo.
Alexia entornó los ojos. ¿De nuevo aquellas historias delirantes? ¿Otra vez tras una pista que al final simplemente conducía a otra pista y terminaba arrastrando a su padre a correr eternamente hasta la línea del horizonte sobre el mar?
—¿Qué es lo que te está sucediendo? —preguntó a pesar de que temía la respuesta. Estaba harta de las locuras de su padre y de todos aquellos lunáticos que lo rodeaban, como
Tapioca
.
—Me gustaría que guardaras esto. —Ávalos puso entre las manos de su hija aquella colección de sobres de color ocre—. Hace unos meses recibí el primero de estos sobres enviados por alguien que firmaba como
Nemo
. —Al escuchar aquel nombre, Alexia miró las fotografías de la pared y su cuerpo se tensó involuntariamente. Al ver su reacción, Ávalos imploró su comprensión—. Escúchame, por favor. Todo esto no tiene nada que ver con aquel amigo tuyo, te lo aseguro. —Alexia pareció relajarse—. Estos son los originales. Hice copias de todos los documentos. Hoy precisamente le dejé una fotocopia a Capellán de los dos primeros textos que recibí, porque me está volviendo loco para que le cuente todo este asunto. —Ávalos intentó sonreír. Alexia guardó silencio—. A lo mejor un día tienes ganas de leer esto, aunque solo sea para que comprendas que no estoy tan loco como todos creen. —Hizo una pausa y miró a su hija a los ojos—. Para que no sigas avergonzándote de mí.