—¿Sabe lo que le digo? —Capellán se levantó del sillón, miró a su alrededor y dirigió el resto de su reflexión a las montañas de libros que dormitaban en las estanterías de Ávalos—. ¡Que les den por el culo a los inquisidores! ¡Que se jodan y sigan viviendo sus patéticas vidas! —Se ajustó las lentes sobre la nariz, se pasó la mano por el cabello rubio y revuelto, y anunció—: Debo marcharme. Se me ha hecho tarde. Al menos ya voy comido.
Ávalos sonrió imperceptiblemente. El miedo a que todo aquello fuera una trampa urdida por los críticos había espantado a Capellán, como había supuesto.
—De todos modos, ya me contará si encuentra usted algo en ese papel.
El maestro le dijo que sí, que por supuesto sería el primero en saberlo. Instantes después, despidió a su visitante, cerró la puerta y se sintió al fin a solas con su idea.
Sin perder un solo segundo, regresó a su estudio y rebuscó entre los libros que había consultado para elaborar aquel artículo sobre los amoríos conocidos y supuestos de Julio Verne. Aquel comentario pueril de Capellán mientras cruzaban el puente de San Pablo le había hecho recordar algo que había leído durante el proceso de recopilación de información sobre el Verne adolescente. «Si nos precipitáramos desde aquí solo un milagro nos salvaría. Y, ya puestos a pedir aventuras, podríamos caer en una barca, en una balsa o algo así para navegar un rato. Algo muy del gusto de Julio Verne», había dicho Capellán mientras miraba al fondo del barranco. «Una barca, una balsa o algo así para navegar», repetía para sí Ávalos mientras trajinaba con los libros. «Algo muy del gusto de Verne». Y de pronto lo encontró: allí estaba lo que buscaba.
Verne había nacido a las doce de la mañana del 8 de febrero de 1828 en el casco antiguo de Nantes, en la llamada isla de Feydeau
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, así conocida porque se trataba de un grupo de edificaciones que se alzaban en medio de los brazos que el curso del río Loira dibujaba a su paso por la ciudad. Se diría una pequeña ciudad construida sobre bancos de arena y separada del resto de Nantes por lenguas de agua dulce.
El joven Verne se pasaba días enteros contemplando los barcos, curioseando por los muelles de una ciudad que, a pesar de estar situada a cuarenta kilómetros del océano, tenía una enorme actividad portuaria gracias a la profundidad y anchura del Loira a su paso por ella. El llamado «comercio triangular», que no era sino un eufemismo con el que se trataba de disimular el comercio de esclavos, tenía en Nantes su punto fuerte
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.
Ávalos leyó apresuradamente, buscando la mención exacta que las palabras de Capellán le habían hecho recordar. Repasó cómo la fascinación de Verne por los viajes lo llevó a idear siendo niño el proyecto de navegar por el Loira en una endeble embarcación que terminó por hundirse y él ganó a duras penas un islote de arena en medio del río. Desde entonces, la pasión del muchacho por el mito de Robinson no tuvo límites y lo utilizó en numerosas novelas.
Pero lo que le interesaba a Ávalos era una frase que había leído en aquellos libros en la que se mencionaba que tal vez el hecho de haber nacido en medio del río, o haber naufragado en él, habían sido la inspiración para algunos de sus relatos en los que las embarcaciones tenían papel estelar. La isla de Feydeau, leyó al fin, no era sino una gigantesca jangada.
—¡Dios bendito! —exclamó Ávalos—. ¡
La jangada
!
Se levantó con más agilidad de la que se suponía en un hombre de su edad que se recuperaba aún de un infarto y se acercó a una de aquellas estanterías repletas de libros. Sus dedos huesudos acariciaron el lomo de varios tomos hasta detenerse en uno de color rojo.
La jangada
.
800 leguas por el Amazonas
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. Al maestro le temblaban las manos cuando abrió las páginas de aquella novela publicada en 1881. Si Capellán hubiera sido tan inteligente como creía ser, habría caído en la cuenta de qué tenía que ver aquella historia con la nota firmada por el misterioso Nemo.
La aventura escrita por el novelista bretón aparentemente no guardaba relación con el caso, pues comenzaba el 4 de marzo de 1852 en los grandes bosques del Alto Amazonas. Sin embargo, un lector avezado hubiera podido ver la sombra de Edgar Allan Poe, uno de los autores más admirados por Verne, desde las primeras líneas, cuando aparece un simio, un guariba, que roba una cajita metálica a Torres, el malvado protagonista de la historia. Aquel guariba era el primer homenaje que Verne hacía a Poe en
La jangada
, pues el simio recordaba el papel estelar que otro animal de la misma especie tuvo en
Los crímenes de la calle Morgue
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.
El segundo y gran homenaje a Poe tenía que ver con los textos escritos utilizando enrevesadas claves, una literatura que Poe había llevado hasta la excelencia en
El escarabajo de oro
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. Ávalos había subrayado en su momento algunas frases de la novela que ahora tenían para él un nuevo significado: «Los textos cifrados viene a ser como las cerraduras de los grandes bancos, que admiten incontables combinaciones». Una frase que alcanzaba todo su sentido cuando los protagonistas descubren, tras muchas peripecias entre las que se incluía un viaje increíble a bordo de una jangada por el Amazonas, que aquella caja contenía un mensaje absolutamente incomprensible. Y, ante su desesperación, entienden que solo descifrando aquel galimatías podrían salvar la vida de Juan Garral, protagonista de la novela que había sido condenado a muerte por un crimen que no había cometido.
De una manera aparentemente fortuita, un barbero llamado Fragoso da la pista al juez Jarríquez, aficionado a los criptogramas, para resolver el misterio.
Al contemplar el críptico mensaje de
La jangada
y cotejarlo con el que él mismo había recibido, Ávalos abrió los ojos desmesuradamente. Tomó un folio en blanco y dispuso sobre él las letras del abecedario excluyendo la
Ñ
, pues esta no existe para los franceses y presumió que el desconocido Nemo habría seguido punto por punto el método que Verne había empleado en su novela.
«Vamos a ver si tengo la misma suerte que el juez Jarríquez», se dijo Ávalos mientras comenzaba a trabajar del mismo modo en que lo hacía el personaje verniano.
Cuando la suerte de Juan Garral parecía perdida, de manera fortuita el juez obtuvo en aquel enjambre de letras sin sentido un apellido: Ortega. Luego, lo aplicó al final del texto, en el lugar donde suponía iría la firma del autor del mismo. De modo que la cosa quedó así:
S U V J H D
O R T E G A
—Lo que hizo el juez Jarríquez fue contar hacia atrás para descubrir cuántas veces debía hacerlo para llegar desde la S hasta la O —dijo en voz alta Ávalos al tiempo que marcaba con un lapicero las letras del abecedario que había escrito en el folio. Así comprobó que la letra O era la cuarta si se contaba hacia atrás desde la S. Después, repitió igual operación con las demás hasta que tuvo una serie de seis números, y los pronunció orgulloso—: 4 3 2 5 1 3.
Siguiendo aquel sistema, aplicándolo a cada grupo de seis letras, Jarríquez descifró el mensaje en
La jangada
, y Ávalos se dispuso a comprobar si era cierta su corazonada. De modo que emuló a Jarríquez y agrupó el texto de Nemo en bloques de seis letras. A continuación, contó hacia atrás el número de veces que correspondía a cada letra (4 para la primera; 3 para la segunda; 2 para la tercera; 5 para la cuarta; 1 para la quinta, y 3 para la sexta), para ver su equivalente en el abecedario. Al cabo de unos minutos, sus ojos azules sonrieron. Creía haber superado el reto que le proponía su desconocido confidente:
LEI SU A — RTICUL — O SOBRE — VERNE. S — ABRE SI — PUEDO C — ONFIAR — EN USTE — D SI INT — ERPRET — A ESTE M —
ENSAJE. — ESCRIB — A OTRO A — RTÍCUL — O SOBRE —
ESTA CI — FRA Y RE — CIBIRÁ — UN TESO — RO: EL MA — YOR SEC — RETO DE — J VERNE
Cualquier otro que no fuera Ávalos habría pensado que todo aquello era una broma estúpida. Pero a él no le pareció obra de ninguno de los lamentables personajes que pretendían dar sentido a sus vidas siendo los vigilantes de los escritos del prójimo. Algo en su interior le dijo que no estaba ante la charada diseñada con mala fe por un mal nacido. Un estremecimiento muy familiar para él salió a su encuentro. Una inquietud que cualquier otro no habría sabido interpretar correctamente. Pero él sí.
Aquella excitación solo la habría podido ignorar alguien que, al contrario que Ávalos, no hubiera tenido una biblioteca repleta de obras sobre templarios, lugares donde presuntamente reposa el Arca de la Alianza, cábala, astrología, profecías, caprichosos círculos aparecidos en los campos de cereales de Gran Bretaña, parajes donde se puede sentir terror, las más extraordinarias conspiraciones históricas de todos los tiempos, casas encantadas o platillos volantes en la antigüedad. Alguien así, alguien como Ávalos, que creía a pies juntillas que las claves para encontrar el Santo Grial estaban ocultas en la catedral de Cuenca, no habría dudado en que el destino le había puesto tras una pista extraordinaria, y se prometió a sí mismo que la seguiría hasta el final.
Fue así como decidió ponerse manos a la obra de inmediato y seguir el dictado que le marcaba aquella nota ahora ya no tan hermética. Un par de días después tenía terminado un nuevo artículo que no tardó en publicarse en la misma revista en la que habría aparecido su reportaje sobre los amores de Verne. En esta ocasión, su prosa descubría para el lector la influencia que Edgar Allan Poe había tenido en la literatura del bretón, además de hacer un atinado análisis de los mensajes crípticos con los que con frecuencia se iniciaban las novelas vernianas, y deteniéndose especialmente en describir los vínculos entre
La jangada
y
El escarabajo de oro
.
Tres días más tarde de la publicación del artículo un anónimo mensajero dejó en el buzón de Ávalos la primera entrega de un insólito documento, un testimonio que, de ser cierto, arrojaba luz sobre rincones oscuros de la biografía de Verne. La información no iba cifrada, pero sí aparecía en el sobre la misma desconcertante firma: Nemo.
Lo que aquellos documentos revelaban, pensó Ávalos, no podía ser una invención. Lo que el tal Nemo le enviaba tenía que ser cierto. Debía serlo.
Para alguien como Ávalos fue sencillo creer tal cosa, pues estaba convencido de que la gente común vivía en un mundo irreal, aunque en su ceguera pensaban que el loco era él; él, que andaba buscando la Mesa de Salomón en pasajes subterráneos de Toledo, que creía que los canteros medievales habían ocultado en sus símbolos gremiales pistas de un gigantesco acertijo y que existían poderes ocultos que dirigen nuestras vidas.
Una persona diferente se hubiera interrogado sobre la autenticidad de aquella información antes de dejar volar su imaginación. ¿Quién podía probar que lo que allí se refería era cierto y no pura invención de un loco o un bromista?
Ávalos se saltó esa parte y abrazó la idea de que estaba ante una historia extraordinaria. Pero ¿cómo podía dar a conocer al mundo la increíble información que Nemo ponía en sus manos sin parecer aún más loco de lo que ya se presuponía que era? Fue entonces cuando desestimó el ensayo. Había que hacer correr la voz de un modo más sutil, y la mejor manera era que todo pareciera una simple fantasía, exactamente igual que hizo Verne. Quien tuviera ojos para ver vería, decidió. Y así fue como por vez primera en su vida Gerardo García Ávalos se lanzó a la aventura de escribir una novela.
Desde entonces, todas las semanas, puntualmente, alguien dejaba en su buzón la nueva entrega de la información que Nemo le confiaba. Pero la gran sorpresa había llegado en la última carta, en la que su confidente le anunciaba que ambos corrían un gran peligro y que lo había elegido a él, a Ávalos, porque sabía de su pasión por el conocimiento de episodios históricos sin resolver. Al parecer, quienquiera que fuera Nemo, sabía muchas cosas sobre Ávalos, sobre su pericia como investigador y sobre su probada honestidad. Por esas razones, Nemo había decidido confiarle cuanto sabía. Se trataba de una información peligrosa, y advertía sobre la existencia de personas muy influyentes que no permitirían que aquella historia saliera a la luz. Debían verse personalmente para entregarle en mano el último capítulo del relato, la clave de bóveda con la que descubriría cuál era realmente el secreto que Jules Verne ocultó durante buena parte de su vida. Había llegado la hora, le anunciaba Nemo, de que supiera leer lo que ocultaba la tumba de Julio Verne.
Ávalos miró una vez más hacia la calle Alfonso VIII, totalmente untada ya de oscuridad. El viento arreciaba y no había apenas peatones. Pasó un coche en dirección a la plaza Mayor, vio a una mujer entrar en La Alacena, y por la acera opuesta —la de los números impares— pasó de nuevo el hombre del sombrero que le había llamado la atención minutos antes, pero entonces Ávalos vio a Capellán subir calle arriba y olvidó al desconocido.
Miró el reloj de bolsillo. Las ocho de la tarde. A Ávalos le gustaba cenar pronto, y temió que esa costumbre, precisamente en un día tan señalado para él como el 5 de noviembre, se tambalease con la verborrea de Miguel Capellán.
E
l viento hería la cara de Capellán mientras subía por la calle Alfonso VIII.
En los últimos meses había convertido en un hábito conducir desde Arganda del Rey hasta Cuenca. Si le preguntasen por qué hacía aquel trayecto de poco más de una hora con tanta frecuencia, seguramente respondería que tras el infarto que sufrió Ávalos estaba preocupado por su salud, que lo admiraba y lo respetaba, que se sentía obligado a velar por el viejo maestro de escuela. Es posible que Capellán añadiera algunas razones más, todas ellas bien medidas y pensadas. Seguramente recordaría que admiraba al hombre que firmaba sus libros como G. G. Ávalos desde que era un niño, desde que empezó a leer sobre enigmas y misterios. Se trataba de libros que aparecían en editoriales menores, pero que estaban cargados de buena literatura, según su criterio.
A continuación, recordaría con su memoria cuidadosamente selectiva la primera vez que habló con Ávalos. El inolvidable encuentro tuvo por escenario uno de aquellos simposios de provincias en los que los investigadores de la capital se dejaban admirar por los asistentes.