Cuando terminó su inspección se tropezó con la mirada de Capellán, que parecía estar atontado después de enredarse en los ojos verdes de Alexia. ¿Qué estaría pensando aquel tipo?, se preguntó la abogada. Y lo que era más importante: ¿cómo debía comenzar la conversación?
En efecto, ahí radicaba la dificultad, pues no sabía qué convenía decir ni qué resultaba razonable preguntar. ¿Qué sabía Capellán de su padre? ¿Qué pintaba aquel cuarentón con entradas en aquel asunto?
Pero fue el periodista quien rompió el hielo y comenzó a hablar como de costumbre: mucho y dándose más importancia de la debida.
—Me ha sido imposible venir antes —explicó mientras se quitaba el chaquetón raído—. Ese inspector, Carmona, es un tocapelotas de primera. Me ha interrogado hasta que le han dolido las muelas de tanto preguntar. Por quitármelo de encima, hubiera admitido haber matado a Kennedy. —Se rascó el cuello, y a continuación los ojos de Alexia reclamaron toda su atención, como si se preguntara dónde los había visto él antes—. Discúlpeme, lo primero que debía haber hecho era expresarle cuánto lamento la pérdida de su padre. Él ha sido para mí…
—Estaría bien que empezáramos por ahí —le interrumpió Alexia—. ¿Me podría decir qué relación tenían usted y mi padre?
—Claro, claro. —Capellán se dio un golpecito en la frente, reprochándose su falta de tacto—. Olvidé que usted me conoció ayer y…
—Sí, ayer —corroboró Alexia, y tras unos segundos de silencio añadió—: Justamente unas horas antes de que mi padre muriera.
—Oiga, ¿no pensará usted que yo tengo algo que ver? —Capellán arrojó el chaquetón sobre una silla del salón. Alexia descubrió que llevaba un suéter diferente al negro del día anterior. Este era marrón—. Llevo toda la tarde explicándoselo a ese policía. ¡Joder!
Se sentaron uno frente al otro en las viejas sillas del salón. La mesa en la que Ávalos había disfrutado de su última cena servía de barrera de protección para ambos.
Alexia escuchó decir al periodista que había conocido a Gerardo García Ávalos veinte años antes. Él estudiaba entonces periodismo, y ya le apasionaban los misterios. Ella guardó silencio. Él prosiguió.
Había leído todos los libros de aquel hombre que firmaba sus obras como G. G. Ávalos. De hecho, por aquel entonces había escrito él mismo un ensayo inspirado en las investigaciones de Ávalos, comentó, omitiendo la copia casi literal de muchas de las ideas del viejo maestro. De modo que cuando lo conoció en un simposio celebrado en el sur de España, Capellán se sintió el más feliz de los hombres.
—Hablamos hasta el amanecer en el hotel donde ambos nos hospedábamos —recordó—. Desde entonces, he pasado más tiempo con su difunto padre que con ninguna otra persona. Gracias a él publiqué hace unos años una novela que tuvo un enorme éxito. Seguramente habrá oído hablar de ella —se vanaglorió.
Pero cuando citó el título de su gran obra, Alexia negó con la cabeza. No, no lo había leído, dijo.
—No pierdo el tiempo con ese tipo de literatura.
El ego de Capellán debió de sentirse herido, pero se recompuso lo mejor que pudo, se retrepó en su silla y avanzó en su relato imperturbable.
Reconstruyó para Alexia la misma historia que horas antes había desgranado para el inspector Carmona: su relación de estrecha amistad con el maestro de escuela, sus frecuentes visitas a Cuenca por razones que iban mucho más allá del trabajo, su preocupación por el estado de salud de Ávalos desde que sufrió aquel achuchón en el corazón, su visita la tarde anterior a su muerte y su marcha dejándolo en compañía de su hija, a quien no había tenido el gusto de conocer hasta aquel día. Y no, mintió, no volvió a casa de Ávalos. Y no, aseguró, no tenía ni idea de que el viejo escritor tuviera enemigos. En cuanto al posible robo, del que también el funcionario Carmona le había comentado alguna cosa, Capellán respondió que no tenía ni la más mínima sospecha de que Ávalos guardara en su casa nada de valor.
—¿Por qué cree usted entonces que el estudio de mi padre estaba patas arriba? —Alexia lo miró como ella sabía hacerlo. Aquella mirada suya intimidaba a todos desde que era una niña.
Capellán se revolvió en su silla. ¿Dónde había visto él aquellos ojos o unos muy parecidos?
—No tengo ni idea —respondió—. Su padre siempre tenía sus cosas ordenadas. Le faltaba espacio para tanto libro, eso sí —comentó mirando los numerosos libros que estaban dispuestos formando columnas en el salón.
Alexia estudió a aquel cuarentón sin saber qué pensar. Capellán observaba en ese momento con cierto interés el óleo titulado
Carpe Diem
, aquel que representaba un atardecer sobre un camposanto anónimo. Se preguntó si su padre le habría contado algo a Miguel sobre la singular herencia del tío Tomás.
—¿Sabía que ese cuadro lo dejó el tío Tomás en esta casa? —dijo Capellán.
—¿El tío Tomás? —Alexia se quedó de una pieza. De modo que aquel tipo sabía hasta quién fue el tío Tomás.
—Sí, ya sabe —respondió Miguel—, el tío de su padre, el que le dio en herencia esta casa.
—Ya sé quién fue el tío Tomás —replicó Alexia sin disimular su enojo. Le molestaba que su padre hubiera tenido tanta confianza en aquel desconocido—. Pero lo que yo quiero saber es quién pudo querer robar a mi padre.
—Como le dije, no tengo ni idea.
Alexia dudó. No sabía qué pasos dar a continuación. ¿Debía mencionar la carta del sobrino de Verne? Capellán conocía su existencia, puesto que su padre le había confiado que había prestado al periodista las fotocopias de las dos primeras entregas. No obstante,
Tapioca
no había dicho ni media palabra sobre las cartas enviadas por Nemo. Alexia dedujo que si él no mencionaba aquel dato era porque tenía algo que ocultar. De todos modos, hizo un intento.
—Dígame, ¿le habló mi padre de que estuviera trabajando en algo que pudiera ser incómodo para alguien? ¿Había descubierto alguna cosa comprometida?
—Que yo sepa, no —respondió Miguel.
A Alexia le pareció que Capellán también estaba estudiándola, pero no podía imaginar por dónde discurrían los pensamientos de su adversario.
Mientras la miraba, Miguel se preguntaba si sabría ella algo de la carta de Gaston o de la novela. ¿Sabía Alexia que su padre estaba escribiendo una novela? ¿Se había dado cuenta de que el manuscrito había sido robado?
—¿Y de qué hablaron ayer?
Capellán acusó el golpe, pero trató de recomponerse.
—De la catedral de Cuenca y del grial —respondió.
Alexia no tardó en arrepentirse por no haberlo interrumpido de inmediato, puesto que el periodista se lanzó por el tobogán de los mitos y comenzó uno de aquellos extravagantes relatos propios de tipos como su padre. Pero Ávalos era un hombre humilde, nada dado a los protagonismos, mientras que a Capellán, como no tardó en descubrir Alexia, le gustaba darse importancia. Nada le provocaba mayor placer que tener un auditorio entregado que alabara su erudición.
Para empezar, aseguró Capellán, había que diferenciar el objeto (el vaso supuestamente utilizado por Jesús de Nazaret en la Última Cena), el símbolo (la búsqueda de la perfección) y la sangre real o descendencia de Jesús con María Magdalena.
Ella estuvo a punto de cortar allí mismo la exposición de Capellán, quien parecía a sus anchas interpretando el papel de erudito, pero fue incapaz de meter baza, pues Miguel ni siquiera la miraba. Ya no hablaba para ella. Capellán hablaba para sí mismo, y parecía complacido con lo que escuchaba, sin pararse a pensar que nadie en su sano juicio daría crédito a la historia de los amores entre Jesús y Magdalena. Para empezar, Alexia tenía dudas sobre la propia realidad histórica de ambos personajes.
La segunda parte del relato tenía que ver con el escudo de Cuenca. ¿Se había fijado Alexia en cómo era el escudo de la ciudad? ¿No? Bueno, pues sobre un campo de gules, y con la corona real encima, aparece un cáliz de oro, y sobre este, una estrella de plata de ocho puntas. A decir de Capellán, la historia que se cuenta sobre el significado de esos símbolos es una milonga, y así lo creía también Ávalos, que fue quien le abrió los ojos al respecto.
—¿Sabes cómo explican lo del cáliz en el escudo? —preguntó Capellán. Pero, una vez más, no aguardó la respuesta de Alexia—. Pues nos quieren hacer creer que como el asedio de Cuenca, que estaba bajo el poder de los árabes en 1177, comenzó el 6 de enero, la estrella simboliza a la que guio a los Reyes Magos. Y como el rey Alfonso VIII tomó la ciudad finalmente el 21 de septiembre, festividad de San Mateo, el cáliz representa al santo. Pero ¿quién coño se puede creer esa historia? —Se pasó la mano por la barba rasposa—. Te diré lo que pensaba tu padre, que es lo que yo mismo pienso.
Alexia descubrió a continuación que su padre estaba convencido de que existía una línea de descendientes de la Sangre Real en Europa. Es decir, que algunas personas procedían de la, para ella, imaginaria relación entre María Magdalena y Jesús. Escuchó a Capellán mencionar a la dinastía Plantagenet, señores de Anjou, como uno de esos linajes. Otro sería el de los Plantavelu, que ocuparían el ducado de Aquitania. Ambas líneas se encontraron tiempo después, cuando Enrique II Plantagenet, duque de Anjou, contrajo matrimonio con Leonor de Aquitania. Y justamente de la saga de Aquitania procedía Alfonso VIII, el rey que expulsó a los musulmanes de Cuenca.
¿Y qué hizo ese monarca? Pues según la teoría de Ávalos y de otros estudiosos del asunto, dejó constancia de ser descendiente directo de la Sangre Real exhibiendo el grial en el escudo de la ciudad recién tomada.
—Tu padre creía que las pistas para localizar el grial están en esa catedral —concluyó Capellán señalando con la barbilla hacia la plaza Mayor.
Alexia no salía de su asombro. ¿Realmente su padre podía dar crédito a semejante historia? Unos segundos después, se respondió afirmativamente en silencio. Claro que sí. ¿Por qué la sorprendía? Su padre podía creer todo aquello a pies juntillas, pero lo que ahora importaba no era eso.
—¿Y de eso estuvieron hablando ayer?
—Por favor, no me sigas tratando de usted —respondió Capellán. Al mirar de nuevo a Alexia no pudo sostener la mirada—. Bueno, de eso y de temas parecidos.
—¿Tal vez sobre Julio Verne?
Capellán se encogió sobre la silla.
—¿Verne?
—Sí, Verne. —Alexia percibió el efecto que el nombre del escritor había provocado en Capellán—. ¿Dónde están las fotografías de la tumba de Verne que mi padre tenía en su estudio?
—¿Cómo dices?
—Me has oído perfectamente —respondió Alexia, aceptando el tuteo que Miguel le proponía. Estaba dispuesta a apretar las tuercas a
Tapioca
—. Mi padre tenía ayer fotografías de la tumba de Verne en las paredes de su estudio, pero hoy no hay ninguna. Alguien registró de arriba abajo sus cosas, y no creo que fuera buscando el grial, precisamente. De modo que no me cuentes más historias de las suyas. Guárdatelas para tu próximo
bestseller
.
Alexia no supo nunca el doloroso efecto que aquel comentario tuvo en el malherido ego del periodista. ¿Un
bestseller
?¡Sabía Dios si volvería a ser capaz siquiera de escribir una novela!
Con los ojos verdes hundidos hasta el tuétano del periodista, la abogada le escuchó narrar una historia que, esta vez sí, le pareció creíble, aunque no estaba segura de que Capellán estuviera revelando todo lo que realmente sabía sobre aquel enredo.
—Verás, todo lo que sé es que hace unos meses tu padre me enseñó en el puente de San Pablo un mensaje remitido por alguien que firmaba como Nemo. —Capellán buscó la incredulidad en el rostro de Alexia al escuchar aquel nombre, pero ella no se inmutó—. Ya sabes, como el protagonista de dos de las novelas de Verne. En su carta, el tal Nemo remitía un galimatías de letras unidas entre sí, sin signos ortográficos ni nada. Era una retahíla absurda que no parecía significar nada de nada.
Alexia disimuló un escalofrío al saber de aquel jeroglífico. Las recomendaciones de George Sand a Verne que había leído en la carta de Gaston cruzaron por su mente sin poder evitarlo.
—¿Y por qué le enviaron ese mensaje a mi padre?
—Tu padre había escrito varios artículos sobre la vida de Verne. De hecho, había publicado uno poco antes de morir.
—¿Qué contaba mi padre en ese artículo?
—En el fondo, nada especialmente relevante, pero tu padre tenía una forma maravillosa de narrar las cosas. —Capellán estuvo a punto de decir que ya le hubiera gustado a él tener ese don, pero no lo hizo—. Hablaba de los amores de juventud de Verne, de su aversión al matrimonio, que finalmente venció casándose él mismo, de las presuntas amantes que se le atribuyen, e incluso mencionaba las teorías que lo tildan de homosexual. Supongo que son cosas que podrán encontrarse en cualquier biografía que exista sobre Julio Verne.
—Y, sin embargo, alguien eligió a mi padre para mandarle un mensaje sin sentido.
—Así fue, aunque yo no estoy tan seguro de que no tuviera sentido.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, tu padre no me lo confesó, pero a mí no me costó mucho imaginar que había resuelto el acertijo de alguna manera cuando al mes siguiente publicó en la misma revista otro reportaje. Esta vez se centraba en la costumbre que Verne tenía de encerrar información cifrada en sus novelas empleando acertijos, o jugando con los nombres de sus protagonistas. Tu padre hacía hincapié en aquel artículo en la influencia que Edgar Allan Poe tuvo en Verne, con relatos como
El escarabajo de oro
.
Al escuchar el nombre de Poe, Alexia dio un respingo involuntario. Capellán debió de darse cuenta, supuso. No obstante, se recompuso y animó al periodista a proseguir con su explicación.
—Creo que tu padre escribió aquel segundo artículo porque había descifrado el acertijo de Nemo, y al publicar el reportaje se ponía de alguna forma en contacto con su informante.
¿Por qué su padre no le había comentado nada de aquella adivinanza?, se preguntó Alexia. Pero no le resultó muy difícil imaginar el motivo: ella no le hubiera prestado atención o, simplemente, no le hubiera creído. ¿De qué se lamentaba ahora si jamás había prestado atención al mundo en el que su padre vivía?
—Yo creo que tu padre aplicó una cifra a aquel mensaje y resolvió el enigma que planteaba —apuntó Capellán—. Pero nunca me confesó tal cosa. —Se inclinó sobre la mesa del comedor y añadió con mucha pompa—: Es más, creo que utilizó para resolverlo la cifra que se emplea en
La jangada
, una novela de Verne. Un día aventuré esa posibilidad, y él no lo negó.