Instantes después se encontraron en Cours des Cinquante Otages, donde otra puerta y otra placa —esta vez indicando que Verne había sido vecino de aquel lugar entre 1829 y 1840— salieron a su encuentro, pero no pudieron encontrar rastro alguno de la piedra que andaban buscando. ¿Adónde podían ir?
Matías Novoa decía que la clave estaba donde Verne nació, pero o bien aquella afirmación era falsa o bien ellos no habían sabido encontrar la clave precisa. O, peor aún, eran dos perfectos ingenuos que se habían dejado arrastrar por la facilidad de Miguel para creer en fantasías.
Pasaron el día vagabundeando sin rumbo por el casco antiguo de Nantes. Se les vio sentarse en las escalinatas de la iglesia de San Nicolás, contemplar melancólicos los muelles del puerto y admirar el monumento que recuerda a Ardan, uno de los héroes que Verne envió a la Luna.
—Hemos sido un par de ilusos —dijo Alexia cuando al anochecer entraron en un coqueto restaurante llamado Aux Petits Aignons, en la calle Suffren, a una manzana de su hotel—. Incluso un soñador como mi padre se hubiera dado cuenta de que buscar una piedra en Nantes es algo absurdo e imposible. —Alexia se sentía de mal humor y se reprochaba a sí misma haber emprendido aquel viaje—. Porque, vamos a ver, ¿de qué piedra hablamos? ¿Es grande o pequeña? ¿Tiene alguna marca que la distinga? Tal vez haya un plano para localizarla, como en las historias de piratas, y nosotros no tenemos ese plano.
—Por supuesto que debe de haber instrucciones concretas —admitió Miguel—. Estarán en la carta que Verne envió a Turiello, pero nosotros no las tenemos. Aunque sí sabemos que el manuscrito está escondido donde Verne nace, lo dice Novoa en el periódico. —Una vez más sacó de la chaqueta la ajada hoja de diario.
—Ya te dije que podía haber ocurrido que Novoa encontrara el puñetero manuscrito. Después de todo, ese periódico es de hace más de diez años, ¿no?
—Yo sigo creyendo que no —respondió Miguel—. Estoy seguro de que Novoa tenía miedo, y por eso se puso en contacto con tu padre. Creo que iba a confiarle cómo encontrar esos papeles, pero alguien se anticipó y acabó con los dos.
Alexia guardó silencio. Acababan de traerle el plato de sopa de cebolla especialidad de la casa. La camarera sonrió al dejarlo sobre la mesa.
—Aquí también vivió Verne —dijo Miguel de pronto.
—¿Aquí? ¿En este edificio?
—No, en el de enfrente. En el número 1, en ese portal de ahí. —Señaló con el tenedor un portal y consultó su bloc de notas—. Desde junio de 1877 hasta septiembre de 1878. Se trasladó con Honorine y con Michel. Alquiló un piso creyendo que aquí, donde estaba el resto de la familia, podría enderezar a su hijo. Fue entonces cuando conoció a Aristide Briand, al político. Entonces Aristide era un niño de la edad de Michel, y la relación que tuvo con él ha hecho que circulara el bulo de que Verne era homosexual.
—¿Y lo era? —Alexia contempló a Capellán a través del humo de la sopa de cebolla.
—¡Qué sé yo! Tu padre escribió un artículo excelente sobre los amoríos de Verne. Si tu padre estaba en lo cierto, Verne tuvo amantes femeninas.
—Pero en sus novelas la mujer no pinta nada —puntualizó Alexia.
—Eso es cierto —admitió Miguel—. Pero no pintan más ni menos que en las obras de otros muchos escritores de la época. No puedes mirarlo todo con los ojos de una mujer de este siglo.
—Ni tú puedes mirarlo todo con los ojos de un soñador, Miguel. —Alexia bebió un sorbo de su copa de vino—. ¿De verdad crees toda esta historia? Quiero decir si piensas que Verne perteneció a una sociedad hermética y todo lo demás. ¿No te parece ridículo creer que conocía el secreto de la inmortalidad y, sin embargo, murió como todo el mundo? ¿Por qué no lo utilizó en beneficio propio?
—¿Y quién te ha dicho a ti que ser inmortal es una bendición?
La cuchara de Alexia se quedó a medio camino entre el plato y su boca. Acababa de perder definitivamente el sentido de la orientación.
—¿Acaso crees que si alguien conociera el secreto de la inmortalidad no lo usaría para sí mismo?
—Verne dijo que se sentía el más incomprendido de los hombres, de manera que no parece que estuviera muy a gusto en el mundo en el que vivía. Tal vez por eso construía mundos alternativos sin darse respiro alguno. Vivía en las páginas de sus libros. En ellos se encerraba desde primera hora de la mañana, seguramente porque cuanto más tiempo estaba en aquella realidad por él construida menos tenía que soportar el tedio de lo cotidiano. ¿Para qué querría ser inmortal un hombre que se sentía así?
—¿Y tú? ¿Cómo te sientes tú?
Miguel acusó el golpe.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué pretendes con todo esto? —Alexia estudió el rostro de aquel hombre vanidoso a quien le gustaba que lo escucharan mucho más que escuchar—. ¿Cómo te sientes tú en este mundo?
—Como una mierda —respondió Miguel sin disimular su amargura—. Como se siente alguien que, tras conocer el éxito, después se despeñó desde la cumbre.
—De manera que buscas una historia que te lleve otra vez al reconocimiento, ¿no es eso? ¿No puedes vivir como los demás? Tienes que sentirte admirado para sentirte vivo, ¿no?
Miguel devolvió a Alexia una mirada fúnebre.
—Tengo una hija, ¿sabes? Una hija a la que no puedo pasar la pensión porque no tengo un puto duro. Y una ex que no hace más que restregarme por el morro mi propio fracaso. De manera que sí, busco una historia cojonuda que me haga vender millones de libros. ¿Hay algo de malo en eso?
—Depende de lo que tengas que hacer para conseguir esa historia, ¿no te parece? ¿Crees que tu hija te admirará solo porque seas un escritor de éxito, o lo hará porque seas un buen hombre?
—Los buenos hombres se mueren de asco —respondió Miguel—. Olvidados, como tu padre. Tu padre era un buen hombre. Demasiado bueno para que le reconocieran sus méritos. Yo no aspiro a ser un buen hombre, ni siquiera un buen escritor. Aspiro a vender libros.
Media hora más tarde la mujer del espejo que tanto se parecía a Alexia desayunaba por segundo día consecutivo en compañía de Miguel Capellán en el saloncito del hotel que ya conocían. Ella aún recordaba la amargura con la que Miguel había confesado la noche anterior que no aspiraba a ser un buen hombre ni un buen escritor. Le bastaba con vender libros, había reconocido.
—Vamos a quemar nuestra última bala en Chantenay —anunció Miguel.
—¿Chantenay?
—Está cerca de aquí —explicó Capellán—. En la época de Verne, era una localidad a las afueras de Nantes, pero hoy está dentro de la ciudad. El padre de Julio compró un caserón en el que la familia pasaba los veranos. Verne escribió allí
De la Tierra a la Luna
y
Veinte mil leguas de viaje submarino
, lo que quiere decir que nunca dejó de visitar esa casa. Algo en ella le atraía.
—¿Crees que tal vez allí encontremos la famosa piedra?
Miguel se encogió de hombros.
—Por probar, no perdemos nada. Luego, nos iremos.
Miguel condujo su coche desde el aparcamiento Graslin hasta el número 16 de la calle Eugène Le Roux, frente a la iglesia Saint-Martin, en Chantenay. Al bajar del coche, miraron con recelo aquel caserón gris con tejado de pizarra. Parecía muy diferente a los grabados que Miguel había visto en las biografías sobre Verne.
—¡Dios mío! ¡No se parece en nada! —dijo. Abrió su bloc de notas—. En las descripciones que he encontrado se hablaba de una gran puerta oscura de dos batientes que daba acceso, a través de un gran patio de granito, a un pabellón de una planta baja. La fachada estaba bordeada de macizos de flores y arbustos. Había también un gran jardín, pero ya ves. —Volvió la mirada a Alexia. Su rostro era el vivo retrato del fracaso—. No hay rastro de aquellos tiempos. ¿Cómo diablos vamos a encontrar nada aquí? Dios sabe qué cambios habrá sufrido la casa.
El inmueble hacía esquina con la calle Réformes. Descendieron por ella, intentando escuchar los ecos de un pasado lejano, cuando Julio Verne era un niño y desde allí contemplaba los barcos que navegaban por el Loira, sin saber que aquellas largas tardes de sueños estaban forjando las aventuras que un día regalaría a millones de lectores.
—¡A tomar por el culo! —gritó Miguel. Una señora que regresaba a su casa con la cesta de la compra lo miró con extrañeza—. ¡A la mierda Verne y el gran secreto de la inmortalidad!
Alexia guardó silencio. De pronto, los papeles se habían invertido. La lógica dictaba que fuera ella quien se lamentara en voz alta. Estaba a más de mil kilómetros de su casa buscando algo tan absurdo como una piedra. ¡Una piedra en toda Francia! Porque, ahora estaba claro, la maldita piedra podía hallarse en cualquier parte, dado que allí donde Verne había nacido no parecía haber rastro de ella. De manera que era Alexia, la racional Alexia, quien debía maldecir en voz alta, y no Capellán. Pero no lo hizo.
Miguel estaba hundido. Alexia creía conocerlo un poco más después de aquellos días juntos. Era un hombre presumido, egocéntrico, acostumbrado a ser escuchado, que ansiaba el reconocimiento público y la admiración. Un tipo que había cifrado todas sus esperanzas en poder darle una lección a Laura y a su familia regresando al panteón de los escritores más vendidos, y había fracasado.
Alexia puso su mano sobre el hombro de Miguel. Él levantó la mirada. Sus ojos estaban al borde del llanto.
—¡Me cago en la puta!
—¿No nos queda otro lugar donde buscar? —preguntó Alexia.
Miguel sacudió la cabeza.
—No se me ocurre nada.
—¿No había un museo dedicado a Verne?
—Sí, pero él no lo conoció, de manera que allí no iba a ocultar nada de nada.
—Ya que estamos, podíamos acercarnos.
El número 3 de la calle L’Hermitage vio bajarse de un Golf de color rojo a una mujer alta, de expresión resuelta, y a un cuarentón con los hombros hundidos y la mirada perdida.
El Museo Jules Verne, un edificio de color blanco y tejado de pizarra, dominaba el curso del río Loira como un centinela. Cerca de donde Miguel había estacionado su coche una estatua recordaba al capitán Nemo. Pero ni siquiera el enigmático personaje logró que Miguel levantara la cabeza.
Pagaron la entrada y caminaron en silencio por el nivel cero del museo contemplando los retratos de Verne y de su esposa Honorine. Retazos de la vida del autor esparcidos en unas salas limpias y claras: muebles que un día le pertenecieron, un reloj, la vajilla familiar… El escenario burgués en el que Julio se veía obligado a vivir mientras fabricaba más y más mundos paralelos en su mente. Historias de viajeros, islas y barcos que le había sugerido su infancia junto al río. Allí estaban las fotografías de la casa familiar en Chantenay, un cuadro que representaba el
Saint-Michel III
y otros jirones de la historia familiar.
—Estamos perdiendo el tiempo —comentó Miguel a Alexia con desgana—. ¿Qué vamos a encontrar aquí?
—Nada, pero ya que he pagado la entrada, quiero verlo todo.
En el nivel inferior salió a su encuentro Jules Hetzel. Las salas ofrecían retratos del editor, reproducciones facsímiles de algunas de las novelas y carteles que anunciaban las adaptaciones teatrales de varios de los
Viajes extraordinarios
.
Miguel arrastró los pies siguiendo a Alexia como un autómata cuando vio que ella bajaba al nivel inferior, el más próximo al río. En su mente solo tenía cabida la desesperación. Si aquella historia fallaba, y era evidente que había fallado, no tenía la menor idea de por dónde podría comenzar a rehacer su vida.
—¿Vienes? —preguntó la abogada—. Una sala de audiovisuales —dijo abriendo una puerta. Al otro lado se escuchaba la voz del narrador que, en francés, hablaba sobre la obra de Verne.
—Te espero aquí —dijo Miguel dejándose caer en un asiento junto a una estantería repleta de novelas.
Todo estaba lleno de guiños al escritor y a su obra. Se había realizado una pequeña recreación del proyectil que envió a la Luna a Barbicane y a sus compañeros, un maniquí vestía un buzo similar al empleado por la tripulación de Nemo, e incluso había una enorme reproducción del juego de la oca diseñado por Verne para la insólita partida que se disputa en
El testamento de un excéntrico
, la novela que Novoa había leído con evidente interés y sobre cuyos márgenes había hecho anotaciones y subrayados.
Alexia miró de reojo a Capellán antes de cerrar tras de sí la puerta de la sala de audiovisuales. El periodista miraba sin ver aquel juego de la oca, seguramente preguntándose qué tenía que decirle aquella novela, qué claves estaban enterradas en ella que permitían llegar a la piedra bajo la cual Verne ocultó su legado, según Novoa.
En la sala había solo dos personas. Alexia se sentó en la última fila. El documental captó su interés de inmediato, pero, apenas cinco minutos después de haberse acomodado en su asiento, Capellán irrumpió en la sala como un ciclón.
—¡Alexia, ven! ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!
Los dos espectadores miraron a Capellán con desaprobación, y Alexia se sintió avergonzada.
—¡Cálmate! ¿Qué pasa?
Miguel sostenía en una mano la amarillenta hoja de periódico y en la otra un ejemplar de
Los hijos del capitán Grant
.
—Ven —solicitó—. Siéntate aquí.
Alexia obedeció y se sentó junto a Miguel de espaldas al río. Frente a ellos, un enorme dibujo representaba la jangada, la de la novela que Verne ambientó en el río Amazonas y cuya clave residía en un mensaje cifrado, como solía ser su costumbre.
—Estaba aquí sentado —explicó Miguel—, mirando ese juego de la oca —señaló la mesa acristalada bajo la cual se exhibía el tablero cuyas casillas eran los estados norteamericanos—, recordando lo que Novoa decía sobre esa novela. Curiosamente, en ella se habla de un hombre que parece haber muerto, pero que luego está vivo, como si hubiera resucitado. A continuación, reparé en el dibujo de la jangada, y me vino a la mente el artículo que tu padre escribió sobre el gusto de Verne por los mensajes cifrados. Y al volverme vi en esta estantería este ejemplar de
Los hijos del capitán Grant
.
—¿Y? —Alexia no entendía el súbito cambio de ánimo que había experimentado Miguel. Capellán estaba eufórico.
—En esta novela, el mensaje está escrito en inglés, francés y alemán. Pero como el capitán Grant lo había metido dentro de una botella y lo había arrojado al mar, la acción del agua borró parte de algunas palabras, de manera que el texto resultaba ilegible. Como consecuencia de ello, cuando los hijos del capitán Grant viajan a bordo del bergantín
Britannia
en busca de su padre, se equivocan de dirección. ¿Te das cuenta? —Miguel tenía los ojos abiertos como platos y miraba a Alexia con la expresión de un loco.