La última concubina (27 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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—Hay una fuerza de pacificación que va hacia Kioto —gritó otro—. Si pensáis tomar el camino de la Montaña Interior, será mejor que os deis prisa si no queréis que se os echen encima. Venid con nosotros y uníos a la resistencia. Vamos a refugiarnos en Aizu. Libraremos una gran batalla. Acabaremos con esos traidores sureños. ¡Será una victoria gloriosa!

Cuando toda la procesión —guerreros, criados, estandartes, mozos, sirvientes, porteadores y caballos de carga— hubo pasado por las puertas del extremo más alejado del puesto de control, Shinzaemon y Toranosuké entregaron sus salvoconductos para que los examinaran. Cuando por fin recibieron la autorización para pasar, Sachi le dio un poco de dinero a Tatsuemon, el joven paje de Toranosuké, para que se lo diera como propina a los guardias.

Casi habían cruzado las enormes puertas cuando un guardia de mirada de lince bramó:

—¿Chonin, dices? ¿Con esa piel? ¡Yo no creo que sean chonin!

Debía de haber visto la pequeña y blanca mano de Sachi apartando la delgada cortina de la litera. Sachi asió la daga que llevaba escondida en la faja.

—Hemos tenido espías de Edo por aquí; buscaban a unas damas del shogun. Dicen que se han perdido —dijo el guardia.

—No sé nada —murmuró Toranosuké—. Éstas son nuestras primas de Edo.

—Nuestros permisos están en regla —añadió Shinzaemon—. Meteos en vuestros asuntos. Por aquí las cosas están cambiando muy deprisa. ¡Nos veremos en el campo de batalla de Aizu!

IV

Yuki pasó mucho tiempo callada; tenía la carita pálida y tensa, y las coletas, inmóviles en lo alto de la cabeza. Pero entonces debió de darse cuenta de que estaba abandonando su hogar para siempre. Miraba tenazmente por debajo de la cortina a medida que la ciudad de Kano se hacía cada vez más pequeña detrás de ellos. Sachi, aliviada de salir, por fin, de aquella ciudad de fantasmas, ni siquiera quiso mirar.

Los caminos estaban mucho peor que unas semanas atrás, cuando llegaron a Kano. Estaban llenos de roderas y boquetes, y cubiertos de sandalias de paja rotas. Nadie se había molestado siquiera en recoger los excrementos de caballo, que estaban esparcidos por el suelo. Había franjas de miscantus en las cunetas, y ramas rotas en los árboles que marcaban la distancia. Muchos pueblos estaban rodeados por empalizadas improvisadas, y había grupos de granjeros montando guardia, empuñando mosquetes, lanzas de bambú y garrotes.

Al principio avanzaron entre campos de arroz, huertos y montículos de tierra helada de color marrón. Los resecos tallos de arroz perforaban la sucia nieve. Aquí y allá había almiares medio derrumbados, coronados de nieve. Los árboles bordeaban el camino, y, de vez en cuando, llegaban a una aldea o a un puesto con tejadillo de paja donde ofrecían té y comida. En el horizonte, las montañas asomaban como dientes irregulares.

A mediodía se detuvieron en una posada para descansar. El posadero los miró de arriba abajo.

—Bueno, parecéis una banda de rufianes, pero supongo que como viajáis con mujeres... —dijo antes de dejarlos entrar en su establecimiento.

Por lo visto, a los hombres les beneficiaba viajar con mujeres casi tanto como a ellas. Quizá ésa fuera la razón por la que Shinzaemon había querido llevarlas. Aunque no sabía por qué, esa idea entristeció a Sachi. De todos modos, ya no tenían ocasión de hablar, pues no estaban solos, y las mujeres viajaban escondidas en las literas.

Al principio, Toranosuké y Tatsuemon iban delante y Shinzaemon detrás, pero cuando se hubieron alejado de la ciudad, Toranosuké fue rezagándose hasta colocarse junto a Shinzaemon. De vez en cuando, Sachi oía un fragmento de su conversación. Se dijo que necesitaba saber qué estaba pasando. Pero tenía que admitir que también la reconfortaba oír la grave voz de Shinzaemon.

—El director de esa prisión es un imbécil —dijo éste—. Debí cortarle la cabeza. Pero ya es demasiado tarde. Ya nada le haría cambiar, ni las razones ni los sobornos. Pero seguro que habría encontrado alguna forma de entrar. Debí entrar allí y sacarlo yo mismo. —Sachi dedujo que hablaba del padre de Yuki.

—Hiciste lo que pudiste, Shin —dijo Toranosuké—. Ya tendrás ocasión de vengarte. Vivimos tiempos sangrientos. Limitémonos a hacer todo lo posible para morir en combate y de forma digna.

Hubo un largo silencio. El entrechocar de espadas, el crujido de las herraduras de paja de los caballos sobre el suelo helado y las rítmicas pisadas de los palanquineros resonaban de forma inquietante en la gélida atmósfera.

—¿Has oído de qué hablaban en el puesto de control? —preguntó de pronto Toranosuké.

—No he podido evitarlo. Ahora ha huido del castillo de Edo.

Sachi estaba adormilada, acurrucada para protegerse del frío, mientras la endeble litera avanzaba lentamente con un balanceo. Pero despertó de golpe cuando oyó que mencionaban el castillo de Edo.

—Buscó refugio en el templo Kanei-ji. Ha tomado las órdenes sagradas.

—¿Las órdenes sagradas? Lo que hace es esconderse. Se ha enterado de que el ejército sureño se ha puesto en marcha y se dirige hacia Edo. ¡Se rendirá antes de que llegue allí! ¿Y dice que es un samurái? ¿Es ése el hombre por el que vamos a dar la vida?

—No tenemos alternativa —le espetó Toranosuké—. Somos servidores de la familia Tokugawa desde hace muchas generaciones. No luchamos por él; luchamos por los Tokugawa y por la causa del norte. Hemos de pensar en nuestro honor, Shin. Tenemos que luchar, ése es nuestro deber. Hasta la muerte. No importa quién sea el shogun, ni qué haga. Tenemos que plantarles cara a los clanes del sur. Están sedientos de poder. Asesinarán, quemarán y dejarán el país entero reducido a cenizas si creen que ésa es la forma de llegar al poder. Dicen que quieren echar a los extranjeros, pero luchan con armas inglesas. Hay que detenerlos.

Sachi dejó de oír lo que decían; por lo visto, se habían separado un poco del grupo. Entonces el viento volvió a llevarle sus voces.

—¿Sabes que los sureños se hacen llamar ejército imperial? —dijo Shinzaemon con su grave voz—. Ahora nos dicen que el emperador es nuestro verdadero amo y que todo el que se oponga a él es un traidor.

—Muchos daimios están esperando a ver de dónde sopla el viento. Uno a uno, todos van uniéndose a los sureños. Nadie quiere que lo llamen traidor.

—No hay nada que hacer. ¡Si cumplimos nuestro deber y defendemos a nuestro señor, nos acusan de traidores!

—Eso, si pierden los Tokugawa. Tendremos que hacer todo lo posible para que ganen. Si cae la familia Tokugawa, cae el gobierno. Se derrumba todo. Entonces esos malditos extranjeros introducirán sus ejércitos y tomarán el poder. Son como moscas atraídas por un cadáver.

Sachi intentó entender todo aquello. Si el señor Yoshinobu había huido del castillo y los sureños se estaban acercando, ¿qué podía haberles pasado a la princesa y a la Retirada? Ellas jamás huirían, ni se dejarían capturar con vida. Debían de estar esperando, sacándoles brillo a sus dagas. Y ¿qué había querido decir el guardia del puesto de control cuando había dicho que había espías buscando a las damas del shogun? Eso sólo podía significar que la estaban buscando a ella, a la concubina de su difunta Majestad. Tembló con sólo pensarlo. Entonces recordó el entrenamiento que había recibido. No debía olvidar que era una guerrera, una mujer de hielo y fuego, una consorte de los Tokugawa.

—Y esta estúpida expedición tuya, Shin... —Toranosuké bajó la voz, pero Sachi alcanzó a oír lo que decía—. Desde luego, es un buen subterfugio viajar con mujeres. Pero meternos los tres en las fauces de los sureños... Por el capricho de unas ociosas cortesanas... ¿A qué viene que de repente te interesen tanto las mujeres? Estás perdiendo el juicio. Si te relacionas demasiado con mujeres y niños, acabarás convirtiéndote en una mujer. ¡Hemos de deshacernos de ellas antes de que nos pongamos blandos todos!

Esa noche pararon en una destartalada posada que encontraron en los límites de una aldea. Para cuando las mujeres se apearon de las literas, los hombres habían desaparecido con los porteadores.

Sachi enderezó poco a poco la espalda y estiró las piernas, y entonces se sacudió las faldas del kimono. Estaba dolorida después de un largo día dando sacudidas en la litera. Se limpió la cara con la manga y se miró en un espejo. Tenía la cara cubierta de mugre. Sus mejillas, suaves como la porcelana, estaban salpicadas de barro, y su negro cabello estaba alborotado y cubierto de polvo.

Taki se estaba frotando el delgado cuello y desperezándose.

—Estoy entumecida —refunfuñó.

Con sus grandes ojos, su puntiaguda barbilla y sus aristocráticas facciones, parecía aún más fuera de lugar en aquel remoto páramo que en Kano. Sachi le sonrió. Sacó un peine de la manga y empezó a peinar a Taki, arreglándole las puntas rebeldes. Sabía que Taki la acompañaría fuera a donde fuese, por lejano y descabellado que fuera su destino. La consolaba saber que tenía una amiga tan leal.

La habitación estaba oscura, húmeda y sucia, y era mucho más pequeña que la habitación donde se habían alojado en Kano. Una anciana posadera les sirvió tordos asados en pinchos, verduras de montaña en conserva y carne de jabalí.

—Nosotros lo llamamos ballena, ballena de montaña —explicó la mujer mientras les servía el jabalí—. Así podemos comerlo y seguir siendo buenos budistas.

Pero las mujeres no tenían hambre, y menos aún para comer aquellos platos tan extraños.

—¿Qué estará pasando en Kano? —preguntó Yuki cuando la posadera se hubo marchado.

Estaba muy seria, y sus ojos tenían una expresión diferente, como si hubiera tenido que crecer de golpe.

Las mujeres permanecieron en silencio mientras arrastraban la comida por los platos. Todas estaban pensando lo mismo.

Para consolarse, sobre todo, Sachi empezó a hablarle a Yuki de su aldea. Le describió el bullicioso río, el sol elevándose sobre las montañas, los tejados de tejas, los bosques donde jugaba de niña. Describió el rostro amable y cansado de su madre, las hábiles y grandes manos de su padre, la gran casa con sus viejos y pulidos suelos de madera. No se había percatado de las ganas que tenía de volver a ver aquellos amados rostros.

De pronto pensó que la aldea debía de estar muy cerca. Estaba en la ruta Nakasendo, en las montañas de Kiso. Cabía la posibilidad de que pasaran por allí.

De pronto lo vio todo con claridad, como si se hubiera levantado la niebla. Al fin y al cabo, ella no quería ir a Edo; al menos, no directamente. Taki, Yuki y ella podían esconderse en la aldea. Allí estarían más seguras que en Edo. A los sureños no se les ocurriría jamás buscarlas en un pueblo tan pequeño como aquél. Podían refugiarse las tres allí hasta que la situación se hubiera calmado.

Era su única oportunidad de ir a su casa. Cuando las cosas se hubieran calmado, volvería al palacio y permanecería encerrada el resto de su vida. Sachi era la concubina del difunto shogun; nunca podría escapar de eso.

Sabía que ir a la aldea era arriesgado. No tenía ni idea de qué había pasado durante su ausencia, ni si seguía estando donde siempre. Ni siquiera sabía exactamente dónde estaba. Sólo sabía que tenía que llegar allí.

V

En la ciudad de Mitake tomaron la ruta Nakasendo. Ante ellos empezaban a alzarse las montañas.

—A partir de ahora seguiremos a pie —dijo Toranosuké—. Pronto el camino será demasiado empinado para transportar las literas. Y llaman demasiado la atención.

El camino iba derecho hacia las montañas, serpenteando entre desmoronadizos peñascos volcánicos y cumbres rocosas que se alzaban hacia las nubes. Por la tarde llegaron al puesto de control de Hosokute. Había una empalizada alrededor de la ciudad, y guardias apostados en las puertas que controlaban a los viajeros. Veinte soldados armados con rifles fueron hacia ellos haciendo crujir la grava. Las mujeres se habían asegurado de que llevaban la cara bien tapada. Los dejaron pasar sin muchos problemas, pero interrogaron meticulosamente a los hombres.

Sachi estaba de pie a un lado del puesto de control, tratando de no llamar la atención.

—¿De Kano, dices? —oyó decir a un oficial—. Ya sabemos cómo sois los de Kano. Hemos tenido muchos problemas con vosotros. Y esos salvoconductos que lleváis... Supongo que serán auténticos, ¿no?

—Estoy harto de política —gruñó Shinzaemon en su basto dialecto de Kano—Tenemos que escoltar a estas mujeres. Tienen parientes en el interior. Sólo obedecemos órdenes.

—¿Ah, sí? —dijo el oficial arqueando una ceja—. Será mejor que tengáis cuidado. Las tropas imperiales vienen hacia aquí. Si os encontráis con ellas, más vale que las convenzáis de que estáis en su bando.

—Esos guardias se arriman al sol que más calienta —masculló Shinzaemon cuando hubieron pasado el control—. Me apuesto algo a que hace unos días defendían al shogun. Y ahora son todos legitimistas imperiales. La próxima vez deberíamos atacarlos antes de que nos interroguen.

Detrás de una hilera de destartaladas posadas, las montañas se alzaban formando una línea de peñascos que destacaba contra el cielo. Taki y Yuki las contemplaron boquiabiertas, pero para Sachi no eran más impresionables que los riscos que se alzaban junto a su aldea. De niña, ella había trepado por cumbres como ésas con la facilidad de un mono de montaña.

El camino ascendía entre bosques de árboles sin hojas junto al risco. Las losas que bordeaban el camino estaban cubiertas de hielo y de nieve. Taki y Yuki avanzaban con dificultad, resbalando continuamente y deteniéndose cada vez con más frecuencia, jadeando, para recobrar el aliento. En el último puesto de control habían comprado botas de paja tejidas especialmente para resistir en la nieve, con púas que los ayudaban a agarrarse al suelo; pero aun así, el camino era traicionero.

Al principio, a Sachi le costaba tanto como a ellas avanzar. Cuando paraba para recobrar el aliento, las veía sentadas en la cuneta, mucho más abajo de donde estaba ella. Toranosuké y Tatsuemon estaban a su lado, pacientes, esperando a que se recuperaran.

¡De nuevo en las montañas, después de tantos años! Se respiraba un aire fresco y limpio. Sachi empezó a sentirse mejor. Caminaba a buen ritmo, notando cómo el frío aire le llenaba los pulmones.

Más adelante iba Shinzaemon, liderando el grupo. Trotando por el empinado camino, con su poblada cabellera y sus negros y amenazadores ojos, parecía un zorro, o un oso. Ya no parecía enjaulado como en el elegante y remilgado mundo de samuráis de Kano. Se encontraba de nuevo en su elemento, dirigiéndose hacia donde estaba la acción.

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