La última concubina (24 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Para entretenerse, le enseñaba a Yuki poemas de la Nueva colección de poemas clásicos y modernos. La enseñaba como la princesa la había enseñado a ella, haciéndole recitar los poemas una y otra vez hasta que pudiera hacerlo sin pensar. Estaba asombrada de lo rápido que aprendía la pequeña. A Yuki le gustaban sobre todo los poemas del monje Saigyo. «Son tan trágicos —decía—. Me ponen muy triste.»

Además, Sachi, como hacía la princesa, escribía todos los poemas con su mejor caligrafía para que la niña los copiara. En el palacio no sólo había aprendido el hiragana, el silabario que todas las mujeres necesitaban dominar, sino también los caracteres chinos en que estaba escrita la literatura clásica. Empezó a enseñárselos también a Yuki, pese a que tía Sato argumentaba que si la niña recibía una educación demasiado buena, nadie querría casarse con ella.

—¿Dónde está tu esposo? —le preguntó un día Yuki con su habitual franqueza—. ¿Se ha ido, como mi padre?

—No tengo esposo —respondió Sachi, desprevenida.

—¿Por eso no tienes hijos? —insistió Yuki.

Tenía razón. Era inusual que una mujer madura como Sachi no tuviera hijos, y más aún que todavía no se hubiera casado. Sachi tenía dieciocho años. Como todos los demás, había añadido un año a su edad el día de Año Nuevo.

—No puedo casarme —explicó Sachi con dulzura—. Estoy demasiado lejos de mi casa. Cuando vuelva con mi familia, mi padre buscará una casamentera.

—Pero entonces serás demasiado vieja —objetó Yuki.

Sachi asintió. Esas palabras le produjeron un profundo desasosiego.

Pero ¿dónde estaba su hogar? En este mundo, todos tenían un hogar. Pero Taki y ella eran como hierbas flotando en un estanque, separadas de sus raíces, o como fantasmas celosos, suspendidos entre un mundo y el siguiente. Necesitaban volver al palacio de Edo o con sus familias. No podían seguir escondiéndose, viviendo sólo a medias para siempre, por muy amables que fueran sus anfitriones.

Todos los días —a veces con Taki, a veces sola—, Sachi cogía una colcha y salía a la galería. Se sentaba y contemplaba el jardín, meditando sobre el extraño destino que las había llevado a Taki y a ella allí, e intentando imaginar qué les depararía el futuro.

V

Poco después de los festejos de Año Nuevo, cuando estaban retirando las decoraciones para quemarlas, el cielo se cubrió de nubes grises. Empezaron a caer unos enormes copos blancos, lentamente al principio, y cada vez más deprisa. Esa tarde, cuando Sachi salió a la galería, los árboles, las rocas y el farol de piedra caído componían un misterioso paisaje de fantasmagóricas y blancas figuras, cubierto por una gruesa capa de nieve. Se tapó con una colcha y se sumergió en aquella quietud.

De pronto se oyó un ruido. Sachi se sobresaltó. Debía de ser el crujido de los tallos de bambú al doblarse bajo el peso de la nieve. O quizá fuera un animal, o un espíritu. Nadie iba nunca a esa parte de los jardines. Aquél era su escondite secreto; suyo y de Taki.

—Señora —susurró una voz—, no tengáis miedo.

Una figura surgió de las sombras junto a la casa; iba tan abrigada que sólo se le veían los ojos. Fue hacia ella haciendo crujir la nieve, dejando un rastro de huellas con la marca de la trama de sus botas de paja. Siguió a lo largo de la valla de mimbre hasta que estuvo tan cerca de ella que Sachi veía el vaho que echaba por la boca. Reconoció de inmediato aquellos penetrantes ojos negros y aquella grave voz. Era Shinzaemon.

Sachi se enderezó y se ciñó la colcha.

—Esto es muy indecoroso, señor. —Habló en voz baja, mirando nerviosa por encima del hombro.

Quizá Taki estuviera en la habitación que tenía a sus espaldas y pudiera hacerles de carabina. Pero la habitación estaba vacía. Sachi no supo decidir si se alegraba o se lamentaba de que Taki no se encontrara allí.

—Necesito veros a solas —murmuró él con apremio—. Hay espías por todas partes.

Se quedó un momento allí plantado, trasladando el peso del cuerpo de una pierna a otra, mirando al suelo, con una mano en el puño de la espada. Ahora que no había nadie alrededor, parecía menos seguro de sí mismo. El que estuvieran allí un hombre y una mujer, solos, era una situación inconcebible. Era algo completamente insólito. Hasta cuando Sachi se había acostado con el shogun había habido damas de honor en la habitación.

—Le estamos muy agradecidas a vuestra familia, señor —balbuceó Sachi, sin saber muy bien qué decir.

—Lo siento —replicó él—. No debí traeros aquí. Fue un error, un terrible error. Prometí protegeros, pero he fracasado. Pensé que esta casa podría ser un refugio. Pero me equivocaba. Aquí no estáis a salvo; nadie lo está. El daimio... Todos nosotros somos leales a los Tokugawa. Pero el daimio actual...

Bajó un poco más la voz y miró alrededor, como si incluso en aquel jardín, tapiado, sobre el que caían unos gruesos copos de nieve, pudiera haber alguien escuchando. Sachi se inclinó hacia delante y aguzó el oído. Estaban tan cerca que notaba el calor de su cuerpo y veía cómo su aliento movía el pañuelo que le tapaba la cara. Al respirar, percibía un débil olor a sudor, mezclado con olor a humo de tabaco y a polvo. Ese olor tan primitivo, tan natural, tenía algo que le produjo un escalofrío.

—El actual daimio es... un hombre sin honor. Se negó a enviar tropas cuando el shogun se lo pidió. Ha estado esperando para ver de dónde vendría el viento. Quiere asegurarse de que está en el bando ganador. Mi primo era... es uno de sus consejeros. Ha hecho cuanto ha podido para persuadirlo de que lo correcto es apoyar al shogun, pero entre los consejeros del daimio hay hombres muy poderosos que son partidarios del sur.

Su primo... ¿Cómo podía ser...?

—¿Por eso habéis venido? ¿Para ayudar a vuestro primo?

—Fui estúpido. Nosotros somos ronin. Aquí hay hombres que nos matarían si pudieran. Pero Toranosuké, Tatsuemon y yo decidimos volver.

—Así que veníais hacia aquí...

—... cuando nos encontramos con vuestro palanquín. —Asintió con la cabeza—. Como servidores de Su Majestad, era nuestro deber protegerlas. Pero también necesitábamos volver aquí cuanto antes. Creíamos que éste todavía sería un refugio seguro para vosotras, pero...

Bajó la mirada y frunció el entrecejo. Más allá de los aleros, caía una densa cortina de nieve.

—Vuestro primo... —dijo Sachi con un hilo de voz; de pronto lo entendió y le dio un escalofrío—. El padre de Yuki...

Sintió una punzada de dolor al imaginar la radiante y esperanzada cara de la niñita. No se atrevía a hacer más preguntas.

Los oscuros ojos de Shinzaemon se entrecerraron.

—Crecimos juntos. Es como un hermano para mí. Es un buen hombre, un hombre de honor.

—Y ahora...

—Está en la cárcel. —Sachi se sobresaltó—. El daimio decidió apoyar a los sureños. Mi primo ha sido condenado a muerte. He intentado liberarlo. Todos los días voy a las puertas de la cárcel. Creo que todavía hay esperanzas.

—Fue por culpa nuestra —dijo Sachi, horrorizada—; por culpa nuestra tuvisteis que viajar más despacio y no llegasteis aquí a tiempo.

Él sacudió la cabeza.

—Habríamos llegado demasiado tarde de todas formas —murmuró—. El daimio ha dado carta blanca a los sureños. Ha habido una purga. Los ronin del sur ejecutan a cualquier sospechoso de apoyar al norte. Además, aprovechan la situación para resolver viejas rencillas. Muchos han sido encarcelados o asesinados; familias enteras han sido eliminadas y sus nombres han sido tachados del registro. Hasta ahora han dejado en paz a mi familia, pero nadie sabe cuándo les llegará el momento.

Hizo una pausa, como si ordenara sus ideas.

—Como damas de la corte de Su Majestad, corréis un grave peligro aquí. Fuimos nosotros quienes os trajimos, y es nuestra responsabilidad que no sufráis daño alguno. No salgáis de la casa bajo ningún concepto. Nos marcharemos tan pronto como podamos.

Impresionada por sus palabras, Sachi miró con fijeza la única parte del cuerpo de Shinzaemon que veía: sus ojos. Una fuerte mano reposaba en el puño de la espada. Incluso allí estaba preparado para cualquier eventualidad. El dorso de su manto estaba espolvoreado de nieve. Detrás de él, el jardín relucía, blanco y fantasmagórico. Las ramas de los árboles y los altos tallos de bambú oscilaban y se doblaban bajo el peso de la nieve.

Hubo un largo silencio.

—No sé nada de vos —dijo Shinzaemon—. Y no soy nadie para hacer preguntas. Sólo sé que sois una dama del palacio del shogun. Cuando tuvimos el privilegio de proporcionaros ayuda, viajabais en el palanquín imperial. Como leales servidores de Su Majestad, nuestro deber es protegeros por todos los medios que tengamos a nuestro alcance.

Sachi asintió. Se sentía como en trance.

—Una vez que salgamos de aquí, nuestro destino estará en nuestras propias manos —dijo recordando quién y qué era—. No os sintáis en la obligación de ayudarnos. Pero os agradeceremos que nos aconsejéis acerca del estado de los caminos.

—No puedo dejaros marchar solas —insistió él—. Es demasiado peligroso. Os escoltaremos hasta donde queráis ir.

Shinzaemon mudó la expresión, y Sachi se percató de que la miraba abiertamente, incluso sonriendo. Debería haberse enojado por su atrevimiento, pero en lugar de eso se derritió bajo su mirada.

—Vuestros ojos... —murmuró él—. Son finos como las hojas de miscantus, y... verdes. Verde oscuro. Perdonadme, sólo soy un tosco ronin. Jamás pensé que llegaría a ver a alguien tan... Jamás imaginé que conocería a alguien... —Miró al suelo e hizo unas marcas en la nieve con la punta de su bota de paja.

«Perdonadme —murmuró—. No soy nadie para hablarle así a alguien como vos. Pero aquí estamos. Debe de ser el destino. Él nos ha unido. El karma nos ata.

Frunció el entrecejo, como si supiera que había ido demasiado lejos.

—Tengo que marcharme —gruñó, y se dio la vuelta con brusquedad, como si algo tirara de él contra su voluntad—. Volveremos a vernos aquí.

VI

Se acercaba la fiesta del setsubun, la celebración que señala el primer día de la primavera, cuando se lanzan granos de soja. Tía Sato abrió de par en par las puertas de la habitación de Sachi y Taki. Las dos jóvenes, que estaban leyendo juntas, levantaron la cabeza, sobresaltadas. Tía Sato estaba sin aliento, y llevaba el pelo más alborotado de lo habitual.

—Han venido Shinzaemon y el maestro Toranosuké, señoras —anunció entre jadeos—. Quieren veros. Dicen que es urgente. Si queréis, puedo llevarles un mensaje, o puedo haceros de carabina.

Sachi dijo con firmeza:

—Los recibiremos. Quédese aquí, por favor.

Los dos hombres y el joven Tatsuemon esperaban en el vestíbulo; las espadas asomaban por debajo de sus gruesos mantos de invierno. Tío Sato estaba con ellos; llevaba unos impecables pantalones hakama, tenía la redonda cabeza inmaculadamente afeitada y el pelo untado con aceite y recogido en un rígido moño, como correspondía a un elegante e íntegro samurái. Comparados con él, los tres ronin, con la cabeza sin afeitar y con las lustrosas colas de caballo atadas con cordón morado, parecían unos salvajes.

Todos estaban ceñudos. Pero no era el típico gesto de los samuráis. Se apreciaba en sus miradas algo que inquietó a Sachi.

Toranosuké dio un paso adelante y saludó con una inclinación de cabeza. Sachi había olvidado que debajo de aquella barba incipiente se escondía un hombre atractivo de delicadas facciones.

—¿Qué noticias tenéis? —preguntó la joven, eludiendo el intercambio de cumplidos de rigor—. ¿Cómo están las cosas en Edo?

—Le ruego que nos disculpéis por nuestra rudeza —dijo Toranosuké lentamente—. Tenemos informes, pero las noticias son confusas. Es posible que haya habido una batalla al sur de Kioto.

—¿Al sur de Kioto? —repitió Sachi con un grito ahogado.

—Cerca de las ciudades de Toba y Fushimi. Todavía no tenemos muchos detalles. Nos han dicho que los enfrentamientos duraron tres días. Hubo cientos de muertos y heridos. Los batallones del norte lucharon con valentía, pero... Es posible que haya habido insubordinación. Nuestros hombres...

Tres días de enfrentamientos. Y por su tono de voz, parecía que los norteños habían sido derrotados.

Sachi miró a Shinzaemon, temiendo que él hiciera algún gesto que delatara su secreta entrevista, pero él seguía ceñudo.

—¿Queréis saber qué nos han contado? —gruñó interviniendo en la conversación.

Empleaba el basto lenguaje de los hombres, el dialecto de Kano. Resultaba extraño —y extraordinario— tener acceso al mundo de los hombres, estar presente mientras ellos hablaban de guerra y de política, asuntos sobre los que las mujeres, normalmente, nunca oían hablar. Por un instante Sachi sintió una secreta emoción, como una niña que escucha la conversación de los adultos.

—Os lo contaré —prosiguió él—. El tercer día, nuestros hombres se retiraron al castillo de Osaka para reagruparse. Se reunieron en la gran sala y suplicaron al señor Yoshinobu que dirigiera personalmente las tropas en la batalla. —Sachi sabía que el señor Yoshinobu había abdicado de su cargo de shogun; ya no gobernaba todo el país. Pero seguía siendo el jefe de la casa de Tokugawa y el señor feudal de los clanes del norte, que peleaban para contener el avance de los sureños—. Sabían que si él se ponía al mando serían invencibles —continuó Shinzaemon—. La mitad de esos hombres resultaron gravemente heridos. Algunos habían perdido algún miembro. Pero todos estaban deseando volver al campo de batalla y liquidar a los traidores sureños de una vez por todas.

—Basta, Shin —bramó Toranosuké—. ¡Recuerda dónde estás!

—Déjame terminar —gruñó Shinzaemon—. El señor Yoshinobu juró que se pondría a la cabeza del ejército al día siguiente. Y entonces... —Hizo una pausa, y sus labios compusieron una mueca de desprecio—, entonces huyó con unos cuantos de sus consejeros. Por lo visto, había un paso secreto que conducía al puerto. Cuando llegaron allí, ni siquiera encontraron su barco, así que se escondieron en un acorazado extranjero.

Tenía el rostro colorado, como si fuera a estallar de rabia e indignación.

—¿Un acorazado extranjero? —preguntó Sachi con voz temblorosa.

—Un barco americano. Zarparon hacia Edo al día siguiente.

—¡Ha huido! —dijo Sachi.

Era espantoso, pero encajaba. Estaban hablando del hombre que le había arrebatado el trono a su amado shogun, el hombre que lo había deseado tanto que no había vacilado en ordenar el envenenamiento de su predecesor. ¿Lo tendría todo planeado desde mucho antes?

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