La última concubina (33 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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—Vivimos tiempos difíciles —dijo Jiroemon lentamente—. Muy difíciles. Yo sabía que las cosas estaban cambiando, pero nunca pensé que cambiarían tanto. Hemos pasado hambre, unos años más que otros. El precio del arroz se ha disparado. Y también nuestros impuestos. La mitad de los jóvenes se han ido a luchar. La mayoría no han vuelto. Hago cuanto puedo para mantener el orden, pero es muy difícil.

Miró a Shinzaemon y a Genzaburo.

—Algunos de nuestros jóvenes regresan, y cuando llegan aquí aún nos causan más problemas —añadió chascando la lengua—. Y otros jóvenes aparecen arrastrando sus propios problemas. Genzaburo ha estado fuera mucho tiempo. ¡Sólo los dioses saben qué ha estado haciendo!

—Me escapé —dijo Genzaburo con su pícara sonrisa—. Entré en la milicia. No quería ser posadero el resto de mi vida, ni talar árboles, para entregarlo todo en impuestos al señor de turno. Antes tenías que ser samurái para entrar, pero ahora aceptan a cualquiera, incluso a los campesinos. Ahora peleo mejor que un samurái.

—¿Ah, sí? —gruñó Shinzaemon mirándolo de reojo—. Eso ya lo veremos.

—Sé montar a caballo. Luché en Kioto. He visto mundo.

—Y Shin —dijo Jiroemon—. Es toda una leyenda por aquí. Jamás pensamos que te conoceríamos.

—Gen y yo nos conocimos en Kioto —explicó Shinzaemon—. Peleamos hombro con hombro varias veces. Me llevé una gran sorpresa cuando lo encontré en el desván. Pero me temo que ninguno de los dos resultó muy útil anoche.

—¿Y tú, Sa? —dijo Genzaburo—. La aldea estaba vacía sin ti. ¡Qué guapa estás! ¡Quién lo habría dicho! Nuestra pequeña Sa. Eres como un personaje de cuento.

Sachi bajó la mirada y se ruborizó. Sabía que Shinzaemon la estaba mirando. La voz de Genzaburo tenía un deje nostálgico, como sí el joven fuera consciente de que Sachi ya no era la misma de antes.

—Yo también he vuelto a casa —dijo.

Jiroemon la miró con gesto grave.

—Aquí no tenemos gran cosa que ofrecerte, hija mía. —Se dio la vuelta y se quedó contemplando el fuego, como si quisiera evitar la mirada de Sachi—. Ahora eres una dama refinada. Ya no eres como nosotros. Somos gente humilde, no podemos darte las cosas a que tú estás acostumbrada. Quédate todo el tiempo que quieras, pero cuando termine esta guerra, debes volver con tu padre.

Las últimas palabras fueron como un suspiro.

Sachi estaba sirviendo el té. Dejó de hacerlo y bajó el brazo, despacio. Pensó que debía de haber oído mal. Miró a su padre sin comprender.

—¿Con mi padre? —preguntó.

—¿No te lo ha contado madre? —Jiroemon estaba llevándose la taza a los labios; la dejó junto al fuego sin haber probado el té.

Otama acababa de entrar. Dobló trabajosamente las piernas y se arrodilló. A Sachi le partía el corazón ver lo encorvada que tenía la espalda. Otama se inclinó hacia delante, hasta que su cabeza quedó muy cerca de la de Sachi.

—Tu padre pasó por la aldea —susurró—. Hace sólo unos días. Debí decírtelo anoche, pero fui incapaz porque hacía muy poco tiempo que habías vuelto.

Esas palabras sacudieron a Sachi como un golpe. Todo empezó a dar vueltas alrededor de ella. Shinzaemon contemplaba las brasas y escuchaba atentamente. Genzaburo trazaba círculos en el tatami con un delgado y bronceado dedo. De pronto Sachi se dio cuenta de que hacía mucho frío.

Había humo suspendido en el aire, ascendiendo lentamente hacia las ennegrecidas vigas. El humo del tabaco se mezclaba con el olor a madera de las piñas que ardían en el hogar. La vieja casa crujía.

—¿Mi padre? Pero... Pero si mi padre eres tú —balbuceó Sachi.

—Tu verdadero padre —dijo Jiroemon.

Sachi clavó la mirada en las brasas. Todos esos años que había pasado en el palacio —en medio del caos y la desesperación, con la amenaza de la guerra y el horror de la muerte de Su Majestad—, siempre había podido recordar la aldea, evocar momentos de una infancia feliz. Quizá tuviera un recuerdo más idílico de lo que lo era en realidad, pero se había aferrado a él como a un amuleto, algo sólido y real en medio de tantos cambios.

Taki había dejado de coser. Miraba a Sachi con fijeza, con el delgado rostro ladeado, como si pudiera ver algo que ella no veía.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Sachi con enojo, conteniendo las lágrimas—. Tú eres mi padre. —Miró a Jiroemon y añadió—: ¡No necesito a ningún otro padre! —Oía su propia voz rompiendo el silencio, resonando en las altas vigas de la habitación.

Saber que era adoptada no suponía ninguna sorpresa; la mitad de los niños de la aldea eran adoptados. Las familias se pasaban los hijos entre ellas, a quien más necesitara un hijo o una hija. Pero todos sabían quiénes eran sus verdaderos padres. Tenían obligaciones filiales hacia ellos, así como hacia sus padres adoptivos. Sachi era la única que nunca había sabido quiénes eran sus verdaderos padres. Siempre había supuesto que habían muerto cuando ella era un bebé, y eso había hecho que fuera aún más fiel a Jiroemon y a Otama. Ellos eran los únicos padres que había tenido.

Se tapó las orejas con las manos. No quería seguir escuchando.

Pero no podía borrar de su mente esos insistentes pensamientos que llevaban tanto tiempo acosándola. Su aspecto, esa piel tan blanca sobre la que todos hacían comentarios. El michiyuki que se había llevado del palacio en llamas, y luego de Kano. Quizá tuviera alguna relación. El fardo que lo contenía estaba amontonado en el pasillo junto con el resto de su equipaje. Ni siquiera se había molestado en deshacerlo. Casi lo veía brillar, irradiando calor, como si fuera a quemar el fino pañuelo de seda que lo envolvía.

—El michiyuki —dijo con un hilo de voz—. Ese abrigo de brocado que me diste cuando me marché al palacio.

—Es tuyo —dijo Otama—. Venías envuelto en él. ¿No es así, padre?

Jiroemon le dio una calada a la pipa, y luego la golpeó en el borde del hogar, lanzando una lluvia de chispas.

—Dijo que se llamaba Daisuké —explicó—. Era un pariente lejano. De una rama de la familia que se había ido a vivir a Edo un par de generaciones atrás. Jamás habíamos sabido nada de ellos.

—Eras una cosita diminuta, perfecta —dijo Otama sonriendo con nostalgia—. Como una niña de un cuento que nos hubieran dado para que te cuidáramos. Y qué piel tenías: blanca y suave como la seda. Tu padre llegó a pie por las montañas; te llevaba envuelta en ese abrigo. ¿Te imaginas? Un hombre recorriendo las montañas con una recién nacida. Dijo que había encontrado nodrizas por el camino.

Se interrumpió y atizó las relumbrantes brasas de la chimenea mientras se enjuaga las lágrimas con la manga.

—Pero... ¿y mi madre? —preguntó Sachi—. Mi verdadera madre. ¿Dónde estaba ella? —Hablaba con una vocecilla aguda y jadeante, como una niña que se hubiera perdido.

—Nos dijo: «Ya sé que este bebé sólo es una niña inútil sin ningún valor. Lo último que necesitáis es otra boca que alimentar, y para colmo una niña. Ya sé que debí matarla. Pero no pude. Es muy valiosa para mí. Es lo único que me queda.» Ésas fueron sus palabras, las recuerdo muy bien. «Es lo único que me queda. Por caridad, hacedme este privilegio. Este bebé. Por favor, cuidádmelo.»

—Tenía mucha prisa, ¿verdad, madre? —dijo Jiroemon.

—Era un chonin, un verdadero dandi. Llevaba un traje muy elegante. Y era muy atractivo, todo un caballero. Nunca habíamos visto nada parecido en esta aldea. Y el michiyuki...

—Dijo que iba a Osaka a buscar trabajo. Y que volvería a recogerte cuando lo hubiera encontrado. Pero pasaron las semanas, los meses y los años, y nunca volvió.

—Creímos que había muerto —murmuró Otama—. Es terrible decirlo, pero... esperábamos que no volviera nunca. Tú eras nuestra pequeña princesa. Queríamos conservarte. Todavía queremos conservarte.

Sachi se tapó los ojos con la manga. La conmovía saber cuánto la habían querido sus padres. Pero todavía había una pregunta que la intrigaba.

—¿Y mi madre? —susurró—. ¿No sabéis...? ¿Nadie sabe...?

Otama y Jiroemon se miraron.

—Ese peine que tienes, ese que tanto quieres —dijo Otama—. También nos lo dio tu padre. Es de tu madre. Dijo que un día, si querías saber quién era ella, podías enseñar el emblema. Que alguien lo reconocería.

Sachi metió una mano en la manga, tocó su peine y pasó los dedos por las púas. Acarició el misterioso emblema que tenía grabado. Cerró la mano alrededor de él y lo apretó tanto que notó los dientes clavándose en su palma. Era el único lazo que tenía con su madre.

Otama inspiró hondo.

—Y hace sólo unos días, volvió a aparecer.

Una lágrima resbaló por su ajado rostro. Tenía la mirada fija en el fuego, como si supiera que si le decía eso a Sachi la perdería.

—Después de tantos años. ¿No es así, padre?

—Se hospedó en nuestra posada —dijo Jiroemon dando un suspiro y asintiendo con la cabeza—. Imagínate. Antes se hospedaban grandes señores. Ahora, nuestro primo Daisuké, tu padre.

—Deberías haberlo visto —dijo Otama meneando la cabeza, maravillada—. ¡Qué ropa llevaba! Uno de esos trajes que dicen que llevan los extranjeros. ¡Y el pelo! Llevaba un peinado que yo no había visto nunca. Muy corto. Todavía es atractivo. Un poco mayor; había engordado un poco, pero seguía siendo muy apuesto.

—Iba buscándote —dijo Jiroemon—. Le dije que la princesa se te había llevado, que llevábamos años sin verte. Nos dijo que iba a Edo y que te buscaría allí.

Shinzaemon se echó hacia atrás sobre los talones, produciendo un susurro. Tenía la vista fija en el tatami y fruncía el entrecejo. Sachi lo miró, desconcertada. Él había visto algo que ella todavía no entendía.

—¿No me habéis dicho que era un chonin? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo es posible que se hospedara en nuestra posada?

En su posada sólo se hospedaban los daimios. A nadie más le estaba permitido hacerlo; al menos, ésas eran las normas cuando ella era niña.

—Bueno, ya sabes cómo funcionan las cosas hoy en día —dijo Jiroemon evitando mirar a su hija—. Todo está patas arriba. Tu padre es ahora un hombre importante.

Hubo un largo silencio.

—Iba con los sureños —murmuró Jiroemon por fin, sin apartar la mirada de las brasas—. Con un general. Ahora es un hombre importante.

Así que era eso lo que Shinzaemon había intuido. Un sureño... Si su padre hubiera resultado ser un criminal; si hubiera resultado ser un gángster o un jugador, Sachi habría podido encajarlo. Pero saber que viajaba a Edo con los conquistadores sureños...

—Debisteis de cruzaros en el camino —susurró Otama.

—Si es un sureño, no es mi padre. —Las palabras salieron de su boca antes de que Sachi pudiera impedirlo.

—¡No digas eso! —la reprendió Otama—. Es tu verdadero padre. Si quiere que vuelvas con él, tenemos que ceder. Es tu familia. No tiene más hijos; no tiene más heredero que tú. Tu deber es ir con él. No tiene nada que ver con lo que quieras o no quieras.

—Los sureños llevan el estandarte de brocado. Ahora se hacen llamar ejército imperial —añadió Jiroemon—. Controlan el sur. Hasta una niña como tú debe de saberlo. Y seguramente tomarán Edo. Dicen que el shogun ha huido. Sus seguidores siguen luchando, pero no pueden hacer gran cosa sin un líder. Nos guste o no, la guerra casi ha terminado. Así es como lo vemos en la aldea. Quizá resulte ventajoso para ti que tu padre esté con los sureños. Ya lo verás.

—Danos una oportunidad —masculló Shinzaemon—. La guerra todavía no ha terminado; no mientras yo siga con vida.

Genzaburo le dio un codazo.

—A los de nuestra clase no nos corresponde preocuparnos por la política —le dijo Otama con firmeza a Sachi—. Tu padre te buscará un buen esposo. Lo mejor que puedes hacer es irte con él.

Sachi asintió en silencio. Aunque los otros no lo supieran, ella tenía otros lazos que la ataban mucho más fuerte que cualquier obligación hacia ese padre desconocido que la había abandonado tantos años atrás. Estaba ligada a Su Majestad, el difunto shogun. Pertenecía a su familia para siempre, y fuera cual fuese su destino, era también el suyo.

IV

Sachi se quedó sentada contemplando el fuego hasta mucho después de que se hubieran marchado todos. Genzaburo y Shinzaemon habían salido a patrullar, por si se acercaban más soldados sureños. Genzaburo quería enseñarle la aldea a su compañero de armas y practicar un poco con la espada. Sólo Taki seguía allí, arrodillada en un rincón de la habitación, cosiendo en silencio.

Sachi intentaba asimilar todo lo que había oído. Creía que volvía a casa, y de pronto tenía la sensación de haber perdido a sus padres; y en cuanto a la aldea, parecía haberse desmoronado y haber quedado reducida a polvo, como Urashima. Y ¿qué había ganado? Un padre arrogante, un sureño; y una madre que apenas existía.

El michiyuki, que cuando lo vio por primera vez parecía brillar con una luz sobrenatural, ya no era más que un fardo andrajoso, amontonado en el pasillo con el resto de su equipaje. Fue a buscarlo, lo llevó a la habitación y empezó a desatar el nudo. Tenía los ojos empañados y apenas veía. Quizá también aquella prenda de brocado desaparecería en una nube de humo y se la llevaría lejos. Casi deseaba que sucediera.

Pero cuanto más peleaba con el nudo, más prieto estaba. De pronto, los hilos cedieron y el michiyuki salió de su envoltorio.

Al desplegarse, el michiyuki llenó la habitación de su misterioso olor a seda. Era precioso: azul cielo, con hojas de ciruelo, de bambú y de pino bordadas —los símbolos del Año Nuevo—, y fino y suave como el pétalo de una flor. Sachi sacudió la tela, impaciente. Le dio vueltas, sin apenas ver el paisaje trazado a lo largo de la orilla. Estaba tan confusa que no distinguía la parte de arriba de la de abajo. Al final encontró lo que buscaba: el emblema bordado en la parte de atrás del cuello y en los hombros.

Se metió una mano en la manga y sacó su precioso peine de carey. Miró el emblema de oro grabado en uno de los bordes, y comprobó que era igual que el emblema del michiyuki. Eso significaba que tanto el michiyuki como el peine habían pertenecido a su madre. Sachi tenía la mirada fija en el emblema, como si éste pudiera revelarle su secreto. Lo más frustrante era que le resultaba familiar.

Taki se le acercó, se arrodilló a su lado y la abrazó suavemente.

—Lo sé —dijo—. He oído lo que te han contado tus padres. No me sorprende. Sabía que tú no tenías nada que ver con un sitio como éste. Ellos son buenas personas, pero no son de tu casta. Con ellos sólo tienes un lejano parentesco.

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