La última concubina (36 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Sachi cometió la temeridad de levantar la cabeza. Aquel rostro blando y blancuzco, con la mirada furtiva del eterno cortesano, era inconfundible. Sus miradas se cruzaron un instante, pero la de él no reflejó nada. Aquel día, en la sala de audiencias, Sachi estaba escondida, de modo que él no la había visto.

Lo siguió otro hombre más joven. Era un niño todavía; no debía de ser mayor que Tatsuemon. Luego pasó el tercero. Sachi estaba tan concentrada en sus recuerdos —la había conmocionado tanto volver a ver a Oguri—, que dejó que se le cayera el pañuelo de la cara. Sabía que su blanca piel, su delicada nariz y sus ojos verde oscuro llamaban la atención, y era importante que no atrajera miradas curiosas. Pero todos estaban muy ocupados con sus asuntos, así que nadie lo notaría. Además, esos hombres no la habían visto nunca. Sachi no significaba nada para ellos.

Reconoció el curtido rostro de halcón que vio pasar ante ella: un rostro moreno, de gruesos carrillos, picado de viruelas y con una mueca en la boca. El hombre llevaba un moño de samurái, duro y reluciente, en lo alto de la bronceada cabeza. Era Mizuno, el hombre que acompañaba a Oguri aquel aciago día.

Sus ojos se encontraron, y la sorpresa se reflejó en el rostro de él. Abrió la boca, de labios carnosos, y miró hacia atrás como si hubiera visto un fantasma.

—¡Vete! ¡Vete! ¡Déjame en paz! —gritó sacudiendo un brazo, un extraño tic que Sachi recordaba muy bien; al oírlo, los guardias buscaron el puño de sus espadas.

El tipo tenía los ojos fuera de las órbitas, y la boca muy abierta, como si profiriera un silencioso grito.

Oguri se dio la vuelta y lo fulminó con la mirada.

—Silencio —dijo en voz baja—. ¿Quieres que nos maten a todos?

Los hombres se abrieron paso entre la multitud; los guardaespaldas apartaron a la gente a empujones para abrirles el camino hasta que subieron a los palanquines. Mizuno todavía giraba la cabeza y miraba fijamente a Sachi. Ella los vio alejarse del río, hacia las montañas, seguidos por un largo séquito de porteadores que se tambaleaban bajo el peso de las cajas fuertes. Cada caja la llevaban entre cuatro hombres.

Taki estaba de pie detrás de Sachi.

—Esos hombres... ¿Los has visto? —murmuró—. ¿No era...?

Pero Sachi todavía no daba crédito a lo que acababa de ver, y estaba perpleja ante el comportamiento de Mizuno. ¿La habría visto aquel día en el palacio? No, imposible. Era imposible que la hubiera reconocido. Pero no se habían visto en ninguna otra ocasión. Ésa había sido la única vez que Sachi había visto hombres en el palacio de las mujeres. Y encontrarlos allí, en el camino... Se preguntó qué podía haber provocado que Mizuno reaccionara de esa forma.

—La situación debe de estar muy mal en Edo si hasta ellos se marchan —susurró Taki—. Y ¿cómo interpretas la forma en que te ha mirado?

Sachi sacudió la cabeza.

—Supongo que no están acostumbrados a ver mujeres viajando con tanta libertad —contestó.

Se ruborizó intensamente; estaba avergonzada de haber sido tan estúpida como para llamar la atención de aquel tipo dejando que se le cayera el velo. No podía volver a cometer una torpeza así.

Cuando cruzó el río en dirección a Edo, el transbordador iba casi vacío. Aparte de Sachi, Taki, Shinzaemon y sus porteadores, sólo había un par de campesinos. El río iba muy lleno y al barquero le costaba trabajo agarrarse a su pértiga mientras el oleaje sacudía la barca. Sachi, Taki y Shinzaemon se zarandeaban bruscamente, un frío viento les sacudía las delgadas prendas de algodón. La espuma, helada, los rociaba y les lastimaba la cara. Las gaviotas los sobrevolaban, y los gansos salvajes no paraban de graznar.

La orilla del lado de Edo estaba abarrotada de viajeros con cara de susto, cargados de equipaje. Se daban empujones y codazos para apartarse unos a otros, al mismo tiempo que gritaban: «¡Mi anciana madre está enferma, tiene que pasar primero!», o «¡Nosotros hemos llegado antes y tenemos prisa!». Los barqueros los apartaban a empujones, berreando: «¡Volveos! ¡La barca está llena!» Había gente aferrada a los costados de la barca y amontonada en la proa. Cuando zarpó, el transbordador tenía la línea de flotación peligrosamente alta.

Los tres viajeros atravesaron bosques y páramos y pasaron entre campos de arroz de color marrón, arados y listos para la siembra. Los templos y las aldeas sobresalían como islas en un mar de color verde, y las tiendas y los puestos salpicaban el camino. Las nubes se perseguían por el cielo. Sólo quedaban veinte ri para llegar a Edo: un par de días más de viaje.

Shinzaemon redujo el paso y se colocó al lado de Sachi. De vez en cuando, ella lo miraba —su ancha nariz, su revuelto cabello, sus grandes manos, sus pómulos— e intentaba grabar esa imagen en la mente, consciente del poco tiempo que les quedaba.

Cuanto más se acercaban a Edo, más refugiados encontraban; se arrastraban trabajosamente, serios, tirando de carros donde se amontonaban sus pertenencias. El camino estaba lleno de refugiados. Había largas comitivas de palanquines y literas que avanzaban al trote, precedidas de criados y seguidas de hileras de caballos de carga y porteadores que transportaban cestos y baúles colgados de dos varas. Detrás iban otros más pobres, encorvados bajo bultos de ropa y futones, adelantando a carros tirados por adormilados bueyes. Había monjes con la cabeza afeitada, monjas que murmuraban oraciones y mendigos esqueléticos y harapientos que pedían limosna a gritos. También había grupos de peregrinos que iban chismorreando como si nada hubiera cambiado.

Algunos tarareaban aquella enloquecedora, desafiante e insistente cantinela: «Ee ja nai ka? Ee ja nai ka? ¿A quién le importa un comino? ¿A quién le importa un comino?» Al oírla, otros se enganchaban, y al poco rato todos cantaban, algunos por lo bajo y otros a voz en cuello. Cuanto más repetían aquella frase sin sentido, más salvaje se volvía su mirada. Algunos hasta empezaron a saltar y cantar. Todo se desmoronaba, y la canción parecía querer decir: ¿qué otra cosa podemos hacer que alzar los brazos y bailar?

Sachi y Taki escrutaban los rostros, inexpresivos y agotados, de los viajeros, y se preguntaban si habría entre ellos alguna mujer del palacio. De vez en cuando se oía un grito de advertencia a lo lejos. La gente se apartaba y un palanquín pasaba a toda velocidad; los palanquineros levantaban polvo con sus sandalias de paja.

Sachi y sus acompañantes eran los únicos que iban hacia Edo. Todos los demás huían de la ciudad.

En Honjo cruzaron el río Kanna por un largo puente y descansaron en una casa de té del otro lado. Había allí un grupo de hombres sentados, fumando unas pequeñas pipas. Iban vestidos de chonin, pero hablaban como samuráis. Todo el mundo parecía ir disfrazado.

—¿Hacia dónde vais? —preguntó uno.

Era un individuo menudo con cara de ratón —el falso moño se le había caído un poco—; parecía que hubiera pasado toda la vida encorvado sobre libros de contabilidad en uno de los miserables bloques de viviendas donde vivían los samuráis de rango inferior. Sachi tuvo la impresión de que aquel hombre no sabría qué hacer si algún día se encontraba en medio de una pelea.

Shinzaemon dio una calada de su pipa y señaló con la cabeza hacia el sur, hacia Edo.

El hombre aspiró entre los dientes produciendo un agudo silbido.

—Yo en tu lugar no iría allí —murmuró parpadeando detrás de las gafas y mirando por encima del hombro—. Se están yendo todos. Es una ciudad muerta. Los sureños están a las puertas. Tienen un puesto de control en Itabashi e interrogan a todo el mundo. Dicen que también hay sureños en Shinagawa. Controlan la ruta Nakasendo y la ruta Tokaido. La ciudad está sitiada. Te aconsejo que des media vuelta.

—Sólo somos mujeres —intervino Sachi. Hablaba en el dialecto del Kiso para que no se notara que era una cortesana—. No nos molestarán.

—No podéis ir por la calle como si tal cosa —insistió el hombre, nervioso, dando sorbitos de té—. Es demasiado peligroso. Se han marchado casi todos los samuráis y no hay nadie que mantenga el orden. La ciudad está llena de bandidos y delincuentes. Es una batalla campal.

—La mayoría de esos delincuentes son sureños —terció otro hombre que también parecía un samurái disfrazado—. No hacen más que armar líos.

Sachi estaba deseando preguntarles qué había pasado con el castillo. Pero la gente normal y corriente como ellos no sabía nada del castillo ni de sus habitantes. Lo único que podía hacer era prestar mucha atención y confiar en oír alguna noticia.

El camino serpenteaba entre pantanales, campos de arroz y franjas de alazor, casi en flor, que se extendían hasta las lejanas montañas. Había casas de té con tejado de paja, puestos donde vendían alimentos —estaban situados a intervalos regulares para que los viajeros pudieran descansar— y bosquecillos de cerezos.

Iban caminando a contracorriente cuando vieron, más adelante, a un grupo de sureños. Era fácil distinguirlos: eran tipos retacones y musculosos, con los ojos estrechos y la cara curtida, ataviados con esos extraños uniformes negros y ceñidos. Algunos llevaban cascos cónicos; otros, cintas de pelo blancas. Parecían un puñado de matones que se hubieran separado del ejército y se dedicaran a molestar a los norteños que huían de Edo.

Estaban en medio de la calzada, ocupándola por completo, esperando en actitud agresiva. Sachi comprendió que no tenían más remedio que intentar pasar por en medio de ellos. Caminaba deprisa, cabizbaja, sin levantar la vista del suelo, con la esperanza de que, si imaginaba que era invisible, se volvería invisible. Estaba justo en medio del grupo de soldados cuando alzó la vista y miró a través del velo de su sombrero. Dio un respingo. No podía ser... Desesperada, rezó para que no lo fuera. Conocía esa cara marcada y de piel morena.

En el mismo instante, el soldado se inclinó hacia delante mirando fijamente a Sachi. Una mano mugrienta le arrancó el sombrero. Sachi intentó agarrarlo, pero no pudo.

—¡Vaya, vaya! ¡Pero si es...! —gritó el soldado—. ¡Esa campesina! ¡Esa preciosa campesina de piel blanca!

Asió a Sachi por la ropa y tiró de ella. Forcejeó, pero el hombre era demasiado fuerte.

—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó el soldado, sonriendo y frotando su grasienta cara contra la de ella mientras la miraba con unos ojos pequeños y muy juntos.

Apestaba a suciedad y a sudor. Sachi apartó la cara, asqueada. Sabía que los campesinos eran blanco legítimo, y más aún si eran mujeres. Los samuráis podían cortarle la cabeza a un campesino con impunidad, aunque Sachi no estaba segura de que ese tipo fuera un samurái. De todas formas, estaban en guerra, y los soldados hacían lo que se les antojaba. Los viajeros reducían el paso y se volvían para mirar. Sachi sabía muy bien que a ninguno de ellos se le ocurriría arriesgar la vida para defenderla.

—No —masculló la joven tratando de apartar al soldado.

Estaba aterrada, pero no por lo que pudiera pasarle a ella, sino a Shinzaemon; miró alrededor para ver qué hacían Taki y él. Sabía que esos hombres lo andaban buscando la noche que irrumpieron en la casa de sus padres.

El corazón le latía con fuerza. Le dio un empujón en el pecho al soldado, con todas sus fuerzas. El tipo la soltó y dio unos pasos hacia atrás, tambaleándose.

—Basta —murmuró otro soldado—. Marchémonos o nos meteremos en un lío.

Pero el tipo de la cara marcada miraba a Sachi con sus brillantes ojos. Tenía una mano en el puño de la espada.

—Discúlpenos —dijo ella en el dialecto del Kiso—. No queremos causarles problemas. Por favor, déjennos pasar.

Los soldados vacilaron unos instantes. Sachi dio unos cuantos pasos más entre el gentío, seguida de Taki y Shinzaemon. Los viajeros habían formado un corro, y observaban la escena manteniéndose a una distancia prudencial. De los tejados de los puestos que bordeaban la carretera ascendían volutas de humo. Los cerezos estaban cubiertos de capullos rosados. Todo parecía muy claro y definido, como si Sachi lo estuviera viendo por última vez. Estaba preparada para lo que pudiera pasar.

Uno de los soldados se le acercó, cerrándole el paso.

—¡Eh! ¿Qué hace una campesina con un arma así? —rugió—. Eso va contra la ley. Entréganosla y te dejaremos seguir tu camino.

Entonces el tipo de la cara marcada bramó:

—¡Espera!

Estaba mirando a Shinzaemon.

—Ése de ahí. Lo he visto en algún sitio. ¿No es el que mató a nuestros camaradas en el Kiso? Ese... forajido. ¿Y solo? ¡Tú, enséñanos el hombro!

Los soldados se volvieron, asintiendo con la cabeza. Shinzaemon se había parado en seco. Los miró a todos haciendo una mueca de desdén. Juntó las cejas, concentrado. Sachi comprendió que Shinzaemon estaba calculando sus posibilidades. Quince, quizá veinte, contra uno. Pero tenía que proteger a dos mujeres, de modo que no podía arriesgarse. Tenía que salir vivo, costara lo que costase.

«Ha vivido hasta ahora —se dijo Sachi—. No va a morir todavía, ni nosotras tampoco.»

Tenía la alabarda en la mano. Hasta ese momento la había utilizado como cayado. En un abrir y cerrar de ojos la sacó de la funda. El sol se reflejó en la hoja. Sachi imaginó que volvía a estar en la sala de entrenamiento del palacio. Oía la grave voz de Masa exhortándolas a no pensar, a vaciar su mente, a dejar que sus cuerpos se movieran. La alabarda pesaba más que un bastón de entrenamiento. Cuando Sachi la blandió, la alabarda adquirió impulso por sí misma. Con ella en la mano, se sentía alta, fuerte y segura.

Miró a Taki. Nunca le había visto brillar tanto los ojos. Ella también había desenfundado la alabarda. Ninguna de las dos había tenido ocasión de pelear con ellas. Había llegado el momento de poner a prueba todos esos años de entrenamiento.

Si morían, pensó Sachi, morirían los tres juntos. Se enderezó. Estaba preparada.

De improviso, un par de soldados blandieron sus espadas y se lanzaron sobre Shinzaemon. Pero él era más rápido: dio un grito y esquivó los golpes. Una mano salió volando por los aires. Los dos hombres se tambalearon, retrocediendo. Uno todavía se sujetaba un brazo, y del extremo brotaba la sangre.

Shinzaemon siguió mirando a los soldados mientras limpiaba la sangre de la hoja de su espada.

Otros soldados blandieron sus espadas. Las hojas destellaban al sol. Se oía arrastrar de pies. El metal golpeaba contra el metal produciendo un ruido ensordecedor. Entonces se oyeron chillidos y gruñidos. Los hombres de los uniformes negros se retiraban, chorreando sangre. A uno le salía de un brazo; otro tenía la mandíbula colgando. Uno se apretaba el estómago, de donde se le derramaban las tripas.

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