Julian le puso la mano en el cuello.
—Es sólo un
brunch
, cariño. Un poco de café, unos bollos y fuera. Todo irá bien, ya lo verás.
—Sí, seguro, con mi padre y Cynthia parloteando sin parar, a su manera alegre y frenética, mientras tus padres los juzgan en silencio, como dos estatuas de piedra. Sí, será una deliciosa mañana de domingo.
—Cynthia y mis padres pueden hablar de asuntos profesionales —propuso Julian sin mucho convencimiento. Al ver su cara de «ni siquiera yo me lo creo», Brooke se echó a reír.
—¡Dime que no lo has dicho en serio! —exclamó ella, mientras los ojos empezaban a llenársele de lágrimas por la risa. Salieron a la superficie en la calle Setenta y Siete con Lexington, y emprendieron el camino hacia Park Avenue.
—¡Pero es verdad!
—Eres un cielo, ¿lo sabías? —preguntó Brooke, acercándose a él para darle un beso en la mejilla—. Cynthia es enfermera en un colegio. Mira si los niños tienen amigdalitis y les aplica linimento para los calambres. Jamás sabría decir si el bótox es mejor o no que el ácido hialurónico para suavizar las líneas de la sonrisa. No creo que sus experiencias profesionales tengan mucho en común.
Julian puso cara de fingida ofensa.
—Me parece que se te ha olvidado que mi madre ha sido elegida como una de las mejores especialistas del país en la extirpación de venas varicosas —dijo con una sonrisa—. Sabes lo importante que fue aquello.
—Sí, claro. Importantísimo.
—Vale, vale, ya te entiendo. Pero mi padre puede hablar con cualquiera; ya sabes lo adaptable que es. Cynthia se quedará encantada con él.
—Es un tipo fantástico —convino Brooke, antes de cogerlo de la mano mientras se acercaban al edificio de los Alter—, pero es un especialista de fama mundial en cirugía de aumento de mama. Es natural que las mujeres piensen que les sopesa mentalmente las tetas y que las encuentra inadecuadas.
—Eso es una estupidez, Brooke. ¿Tú crees que todos los dentistas que conoces en sociedad te miran fijamente la dentadura?
—Sí.
—¿O que los psicólogos que encuentras en una fiesta te psicoanalizan?
—Sí, estoy completamente convencida.
—¡Pero eso es ridículo!
—Tu padre explora, manipula y evalúa mamas ocho horas al día. No digo que sea ningún pervertido, sino que tiene el instinto de estudiarlas. Las mujeres lo percibimos; es lo único que digo.
—Bueno, eso nos deja con una pregunta evidente.
—¿Ah, sí? —preguntó ella, consultando el reloj, cuando ya se divisaba la marquesina del portal.
—¿Tienes la impresión de que te estudia las tetas cuando estás con él?
El pobre Julian parecía tan desolado ante la sola mención de esa posibilidad que Brooke hubiese querido darle un abrazo.
—No, cariñito, claro que no —susurró, apoyándose contra él y estrechándole el brazo—. Al menos ahora no, después de todos estos años. Conoce la situación, sabe que nunca caerán en sus manos y creo que por fin lo ha superado.
—Son perfectas, Brooke. Absolutamente perfectas —dijo Julian de manera automática.
—Ya lo sé. Por eso tu padre se ofreció para operármelas a precio de coste cuando nos prometimos.
—No se ofreció para hacerlo él, sino su colega, y no te lo propuso porque creyera que lo necesitabas…
—¿Por qué, entonces? ¿Porque creía que tú lo pensabas?
Brooke sabía que no era así. Lo habían hablado un millón de veces y sabía muy bien que el doctor Alter le había ofrecido sus servicios del mismo modo que un sastre se habría ofrecido a cortarle un traje, pero el incidente todavía la irritaba.
—Brooke…
—Lo siento. Es sólo que tengo hambre. Tengo hambre y estoy nerviosa.
—No será ni la mitad de malo de lo que crees.
El portero saludó a Julian chocando las manos en alto y con un palmoteo en la espalda. Sólo cuando los hubo conducido al ascensor y estaban subiendo al piso dieciocho, Brooke se dio cuenta de que no habían llevado nada.
—Creo que deberíamos salir corriendo y comprar unos pastelitos, unas flores o algo así —dijo, mientras tironeaba con urgencia del brazo de Julian.
—Vamos, Rook, no te preocupes. Son mis padres. No se fijarán en eso.
—Ja, ja. Si de verdad crees que a tu madre no le importará que lleguemos con las manos vacías, es que vives en un mundo de ilusiones.
—Nos traemos a nosotros mismos. Eso es lo que cuenta.
—Perfecto. No dejes de repetírtelo.
Julian llamó a la puerta, que se abrió de inmediato. En el vestíbulo les sonreía Carmen, niñera y ama de llaves de los Alter desde hacía treinta años. En un momento particularmente íntimo, al principio de su relación, Julian le había confiado a Brooke que había llamado «mamá» a Carmen hasta su quinto cumpleaños, porque no sabía qué otro nombre darle. Ella en seguida le había dado un fuerte abrazo.
—¿Cómo está mi niño? —le preguntó Carmen, después de sonreírle a Brooke y darle un beso en la mejilla—. ¿Te alimenta bien tu mujer?
Brooke le estrechó cariñosamente un brazo a Carmen, preguntándose por milésima vez por qué no sería ella la madre de Julian.
—¿Le ves aspecto de estar muriéndose de hambre? Algunas noches tengo que quitarle el tenedor de las manos.
—¡Ése es mi niño! —exclamó Carmen, mirándolo con orgullo.
Una voz estridente les llegó desde el salón, al final del pasillo.
—Carmen, querida, di a los chicos que pasen, por favor. Y no olvides recortar los tallos cuando pongas las flores en un jarrón. En el nuevo de Michael Aram, por favor.
Carmen buscó las flores con la mirada, pero Brooke le enseñó las manos vacías. Después se volvió hacia Julian y lo miró.
—No lo digas —masculló Julian.
—De acuerdo. No diré que te lo dije, porque te quiero.
Julian la acompañó al salón (Brooke hubiese querido saltarse la reunión en el salón y pasar directamente al
brunch
) —, allí encontraron a las dos parejas sentadas una frente a otra, en dos sobrios sofás idénticos y ultramodernos.
—Brooke, Julian. —La madre de Julian sonrió, pero no se puso en pie—. Me alegro de que hayáis conseguido venir.
De inmediato, Brooke interpretó el comentario como un ataque a su impuntualidad.
—Sentimos mucho llegar tarde, Elizabeth. El metro estaba tan…
—Bueno, pero ya estáis aquí —dijo el doctor Alter, con las dos manos unidas en una postura un tanto afeminada en torno a un redondo vaso de naranjada, exactamente tal como ella imaginaba que sopesaría los pechos en su consulta.
—¡Brookie! ¡Julian! ¿Qué hay de nuevo?
El padre de Brooke se levantó de un salto y los abarcó a los dos en un gran abrazo de oso. Era evidente que le incomodaba un poco que el factor campo favoreciera a los Alter, pero Brooke no podía culparlo.
—Hola, papá —dijo, devolviéndole el abrazo. Se dirigió hacia Cynthia, que quedó atrapada entre todos en el sofá y le dio un curioso abrazo, medio de pie y medio sentada—. Hola, Cynthia. Me alegro de verte.
—Y yo de verte a ti, Brooke. ¡Estamos tan emocionados! Aquí tu padre y yo estábamos comentando que apenas podemos recordar la última vez que estuvimos en Nueva York.
Sólo entonces Brooke tuvo ocasión de fijarse realmente en el aspecto de Cynthia, que llevaba un conjunto de chaqueta y pantalón rojo bombero, probablemente de poliéster, blusa blanca, zapatos negros planos y triple vuelta de perlas falsas al cuello, todo ello coronado por un peinado con muchos rizos y mucha laca. Parecía como si estuviera imitando a Hillary Clinton en un debate del Estado de la Nación, dispuesta a destacar en un mar de trajes oscuros. Brooke sabía que sólo intentaba encajar en su concepto de cómo debía vestir una mujer adinerada de Manhattan, pero sus cálculos habían resultado completamente erróneos, sobre todo en medio del piso minimalista y de inspiración asiática de los Alter. La madre de Julian era veinte años mayor que Cynthia, pero parecía diez años más joven, con sus vaqueros oscuros y su ligerísimo chal de cachemira sobre una ceñida túnica sin mangas. Llevaba un par de delicadas bailarinas con discreto logo de Chanel, una única pulsera de oro y un anillo con un diamante enorme. La piel le resplandecía con un saludable bronceado y leves toques de maquillaje, y llevaba el pelo suelto sobre la espalda. Brooke se sintió inmediatamente culpable; sabía lo muy intimidada que debía de estar Cynthia (después de todo, ella solía sentir lo mismo en presencia de su suegra), pero también le carcomía la conciencia por haber promovido la reunión. Incluso el padre de Brooke parecía incómodamente consciente de que sus pantalones de explorador y su corbata estaban fuera de lugar al lado del polo de algodón del doctor Alter.
—Julian, cielo, ya sé que tú quieres un Bloody. ¿Y tú, Brooke? ¿Un Mimosa? —preguntó Elizabeth Alter.
Era una pregunta sencilla; pero como muchas de las cosas que preguntaba aquella mujer, le pareció una trampa.
—A decir verdad, a mí también me gustaría un Bloody Mary.
—Desde luego.
La madre de Julian frunció los labios en una especie de indefinible desaprobación de la bebida. Hasta ese momento, Brooke no había podido averiguar si la poca simpatía que le demostraba su suegra tenía que ver con Julian y con el hecho de que ella lo apoyaba en sus ambiciones musicales, o si se debía pura y simplemente a que ella no le gustaba.
No les quedó más opción que ocupar las dos sillas restantes (de respaldo recto y de madera las dos, y muy poco acogedoras), que estaban enfrentadas entre sí, pero metidas en cuña entre los dos sofás. Brooke se sentía vulnerable e incómoda y trató de iniciar la conversación.
—¿Cómo ha ido todo estas últimas semanas? —preguntó a los Alter, mientras sonreía a Carmen, que acababa de traerle el Bloody Mary en un vaso alto y ancho, con una rodaja de limón y un tallo de apio. Tuvo que hacer un esfuerzo para no bebérselo de un trago—. ¿Mucho trabajo, como siempre?
—Sí, ¡no puedo imaginar cómo lo hacéis para mantener ese ritmo! —intervino Cynthia, en un volumen un poco más fuerte de lo aconsejable—. Brooke me ha dicho cuántas… ejem… intervenciones hacéis en un día. ¡Y claro, eso cansaría a cualquiera! En el colegio, cuando tenemos un brote de anginas, yo estoy al borde del colapso. ¡Pero vosotros…! ¡Cielos, Louise, lo vuestro debe de ser una locura!
El rostro de Elizabeth Alter se quebró en una ancha sonrisa condescendiente.
—Sí, bueno, nos las arreglamos para estar siempre ocupados. Pero ¿no es aburrido hablar de nosotros? Prefiero oír a los chicos. ¿Julian? ¿Brooke?
Cynthia volvió a recostarse en el sofá, desanimada y consciente de la reprimenda. La pobre mujer estaba atravesando un campo minado y no tenía referencias para orientarse. Se frotó la frente con una expresión ausente, y de pronto pareció estar inmensamente cansada.
—Sí, claro. ¿Qué tal os va a vosotros dos?
Brooke sabía que no merecía la pena contar nada de su nuevo empleo. Aunque era su suegra la que le había conseguido la entrevista de trabajo en Huntley, lo había hecho solamente después de asegurarse de que Brooke no estaba dispuesta a considerar una carrera en la prensa, ni en la moda, ni en las casas de subastas, ni en las relaciones públicas. Si su nuera tenía que usar forzosamente el título de nutricionista, no acababa de entender por qué no podía ser asesora de
Vogue
o abrir una consulta privada para su legión de amigas del Upper East Side, o cualquier otra cosa con un poco más de glamour que «un deprimente servicio de urgencias, con borrachos y vagabundos sin techo», según sus propias palabras.
Julian notó que había llegado el momento de salvarla.
—Bueno, a decir verdad, tengo algo que anunciar —dijo con una tosecita.
De pronto, aunque Brooke estaba tan emocionada por Julian que casi no podía contenerse, sintió que la recorría una oleada de pánico. Se sorprendió rezando para que no dijera nada de la presentación, porque estaba segura de que la reacción de sus padres lo defraudaría y no quería verlo pasar por algo así. Nadie provocaba tanto en ella ese instinto protector como los padres de Julian; la sola idea de lo que iban a decir inspiraba en Brooke el deseo de rodearlo con sus brazos y llevárselo directamente a casa, donde estaría protegido de su mezquindad y, peor aún, de su indiferencia.
Todos esperaron un momento, mientras Carmen llevaba otra jarra de zumo de pomelo recién exprimido, y entonces volvieron a prestar atención a Julian.
—Me ha dicho… eh… mi nuevo representante, Leo, que Sony quiere organizarme una presentación esta semana. El jueves, concretamente.
Hubo un momento de silencio, en el que todos esperaron a que alguien dijera algo, pero finalmente fue el padre de Brooke el primero en hablar.
—Bueno, aunque no sé muy bien qué significa eso de la presentación, parece una buena noticia. ¡Enhorabuena, hijo! —dijo, inclinándose por encima de Cynthia para palmotearle la espalda a Julian.
Aparentemente irritado por el uso de la palabra «hijo», el doctor Alter hizo una mueca en dirección a la taza de café, antes de volverse hacia Julian:
—¿Por qué no nos explicas a los legos lo que quiere decir eso? —preguntó.
—Sí, por favor. ¿Significa que por fin alguien va a escuchar tu música? —intervino la madre de Julian, sonriendo a su hijo, con las piernas recogidas bajo el cuerpo como una chica joven.
Los demás prefirieron pasar por alto el énfasis en ese «por fin»; todos, excepto Julian, cuya expresión reflejó el golpe, y Brooke, que lo notó.
Después de todos esos años, Brooke estaba más que acostumbrada a oír a los padres de Julian diciendo toda clase de cosas horribles, pero no por eso los detestaba menos. Cuando empezó a salir con Julian, él le fue revelando poco a poco hasta qué punto desaprobaban sus padres la vida que había elegido. Brooke había sido testigo de la oposición de los padres de Julian a la sencilla alianza de oro que él insistió en regalarle para su compromiso, en lugar de la «joya del patrimonio familiar de los Alter» que su madre pretendía darle. Incluso cuando Brooke y Julian accedieron a casarse en la casa de la familia en los Hamptons, sus padres habían digerido mal la insistencia de la pareja en celebrar una fiesta con pocos invitados, discreta y fuera de temporada. Después de su boda y en los años transcurridos desde entonces, cuando los Alter empezaron a comportarse con más libertad delante de ella, Brooke había observado en incontables cenas, almuerzos y celebraciones lo insidiosos que podían llegar a ser.