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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

La última tribu (20 page)

BOOK: La última tribu
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»Estás todavía demasiado apegado a lo que crees la realidad de las cosas, y así te dejas atormentar por el deseo o el rencor, el placer o el dolor, los beneficios o las pérdidas, la gloria o la infamia, la alabanza o la crítica, y tu espíritu se bloquea. Ahora bien, has de saber que todo lo que te sucede no tiene realidad tangible. La verdadera naturaleza de lo real es el vacío, por mucho que no lo parezca. Por eso has de liberarte del ascendiente de la ilusión.

—¿Qué más puedo hacer?

—Si sabes dejar que tus pensamientos se disuelvan por sí mismos a medida que surgen, atravesarán tu espíritu como un pájaro el cielo: sin dejar huellas.

Luego, un día, cuando volví a plantearle una vez más la misma pregunta de siempre, el lama me dio esta respuesta sibilina:

—Ya te he dicho que está aquí.

—¿Dónde?

—¿Cómo puedo responder a una pregunta tan mal planteada?

—¿Cómo debo plantearla?

—Me preguntas sin cesar dónde está Ono Kashiguri. Invariablemente te respondo: está aquí. Pero ¿por qué no me preguntas si sé
quién
es Ono Kashiguri?

Medité largo rato esas palabras del lama. Estaba convencido de que encontraría la respuesta en la pregunta, porque mi instructor me había enseñado que una pregunta bien planteada contiene en sí misma una parte de la respuesta. En cambio, una pregunta mal hecha es como un velo colocado sobre su respuesta.

Para meditar adopté la buena posición, con las palmas de las manos y las plantas de los pies vueltas hacia el cielo. La meditación purificaba los sentidos y el espíritu de todo objeto. Gracias a ella podía alcanzar la idea de la longevidad. Gracias a ella, sobre todo, había descubierto el tiempo. El tiempo que enseñan, el real, el que puede ser experimentado, no el tiempo que se padece. Antes, yo anhelaba tanto obtener satisfacción que trataba el tiempo como un objeto, como una mercancía. Tras superar la infancia, arrastrado por la agitación y la inquietud, únicamente veía el tiempo en términos de límites, de cantidades. Atrapado por el movimiento inexorable, la fuga, la pérdida, el no retorno, me había alejado del tiempo y lo vivía de una manera falsa, injusta, a la altura de mis deseos, y eso me condenaba a nunca disponer de tiempo suficiente, a consumirlo. Aprendí a olvidar el tiempo que no tenía, y descubrí el que sí tenía, y la particular sensación del tiempo que pasa, y del que se fija súbitamente en un instante de eternidad.

Me escapé, lejos del tiempo útil. Lejos del espejo con el que tenía una cita todos los días. Olvidé el tiempo de las mañanas, el de los relojes, el de las construcciones pesadas, las pirámides y las catedrales. Entré en el sentido íntimo del mundo, el de sus ritmos, lentos o rápidos, y de sus transformaciones inasibles. El tiempo, ese maestro, me enseñó que nada es contradictorio y que, al nacer a una verdad, muero a otra. Me reveló también la existencia del presente, en constante relación con la eternidad. Comprendí que no era posible medir el tiempo. Un instante, la duración de un relámpago, puede ser muy largo. Un largo rato puede ser muy corto.

Me encontraba en algún lugar del presente, entre el pasado y el futuro. Había regresado al origen.

¿Cómo decirlo? Comprendí, por la manera como el lama había reformulado la pregunta, «quién es Ono Kashiguri», que éste se encontraba entre nosotros y que yo lo conocía, pero aún no lo había reconocido.

El lama me había puesto en el camino, sin renunciar por ello a su voto de no revelar la identidad de sus discípulos si éstos no lo deseaban.

Al día siguiente, en el instante mismo que resonó el gran toque de gong de las cinco de la mañana anunciando las primeras meditaciones, me levanté ágilmente.

En ese momento comprendí que ya no sufría. No sufría de amor por Jane. El recuerdo de mi tormento no se alejaba, pero se difundía por mi cuerpo y se propagaba por el universo, expandiéndose.

Mi cabeza estaba rapada y llevaba hábitos de monje. Mi piel se había oscurecido y curtido por el frío y el sol. Mi voz se había hecho más suave, más uniforme. Entonces el lama me llamó a su lado.

Sentado en la posición del loto en un sillón, me indicó que me aproximara. Nos rodeaban varios monjes jóvenes. Según el ritual, me incliné tres veces.

Un monje colocó sobre mis hombros un manto amarillo. Entonces el lama humedeció la parte superior de mi cráneo con agua sagrada para eliminar las influencias nefastas. Luego me hizo seña de que me acercara. Con unas tijeras doradas, cortó mi último y solitario mechón de pelo, lo colocó sobre una bandeja que sostenía un monje situado a su lado, hizo voltear tres veces un incensario humeante en torno a mi cabeza, y vertió sobre ella el agua sagrada.

—En adelante, tu nombre será Jhampa.

Tomó un colador, lo sostuvo por un borde y yo por el opuesto.

—Ha sido dicho que te servirás de este colador para ir a buscar agua. De este modo evitarás matar a los animales pequeños, por minúsculos e invisibles que sean.

Dejó a un lado el colador y tomó un cuenco de granos de arroz.

—Así ha dicho el Buda: quienes siguen mis enseñanzas nunca morirán de hambre.

Me tendió una tela amarilla.

—Sea cual sea el lugar en que te sientes para meditar, habrá de ser sobre esta tela.

Agarró una punta de mi hábito.

—Gracias a su hábito, un monje conservará siempre el calor de su cuerpo.

»Para conseguir la voz de la omnisciencia, habrás de respetar tu corazón de novicio: no matar, no robar, no mentir, no calumniar, no tener relaciones sexuales. Así te alejarás de la fuente de los sufrimientos del
samsara
. Respondiendo a tu nombre, abandonarás a tu familia y al mundo exterior.

Luego se inclinó hacia mí y preguntó:

—¿Conoces los inconvenientes del
samsara
?

—Sí, los conozco.

—A partir de hoy, ¿respetarás tus votos?

—Sí, los respetaré.

Entonces me ofreció una mezcla de arroz y uvas fritas con mantequilla, y té con mantequilla.

Los ancianos eruditos entraron en la sala. Les observé con atención mientras los monjes jóvenes servían el té salado con mantequilla. Sin cesar, me preguntaba: «¿Quién es Ono Kashiguri?» La mayoría eran muy jóvenes, imposible que fuera uno de ellos. Otros en cambio eran demasiado viejos.

Una hora más tarde, estábamos sentados en la posición del loto. Mis piernas empezaban a dar signos de entumecimiento. Al cabo de dos horas, mi atención empezó a flotar.

Y no me sorprendía estar allí, con el cráneo rapado, en medio de todos, vestidos de rojo y amarillo, en aquella sala iluminada con lámparas de sebo, perfumada por los densos vapores del incensario, entre los murmullos sordos de las plegarias.

Pensé en mi padre, perdido allá lejos, en las alturas de Jerusalén, y pensé en los esenios en la meseta de Qumrán, y pensé en Jane: y ese pensamiento oprimió mi corazón.

Me di cuenta de que mis pensamientos se detenían y de que todas mis meditaciones me llevaban a Jane. De nuevo estaba inquieto, como presintiendo un peligro inminente.

De súbito me encontré a orillas de un lago, al pie de los picos nevados, y lo vi con claridad en la superficie del agua. Ono Kashiguri… ¿no practicaba el Arte del Combate? ¿No tenía el don de hacerse pasar por otra persona? Por dos veces había visto a un hombre en la casa de las geishas, y por dos veces las mujeres que me acompañaban habían dado muestras de temor. Cojeaba, parecía ebrio, tenía un ojo tapado con un parche.

Salí de la sala y cogí un bambú cortado, y tinta procedente del hollín de las chimeneas finamente molido y mezclado con agua y cola natural. Pensé en lo que me había enseñado mi instructor: «Toda la felicidad del mundo procede de los pensamientos altruistas; y toda su desgracia, de la búsqueda del bien propio.»

Y experimenté la sensación de un gran silencio. ¿Para qué tantas palabras? «El necio está atado a su propio interés, y el Buda se consagra al interés de los demás.»

Dibujé al hombre que había visto en la casa de las geishas, intentando recordar sus rasgos. Examiné mi dibujo, acercándolo y alejándolo, haciendo que las sombras se movieran, despojándolo de sus artificios.

Entonces fui a ver al lama y le enseñé mi dibujo. Él lo miró y dijo:

—¿Has visto antes a este hombre?

—En Kioto.

El lama me observó con atención. Yo nunca había visto en su rostro sereno la menor expresión reveladora de una alteración. Pero por una vez, para mi asombro, alcancé a distinguir alegría en sus ojos oscuros.

—Así pues, Jhampa —dijo—, tu percepción se ha abierto por fin. Ahora sabes quién es Ono Kashiguri. Ahora sabes interpretar los signos, y puedes comprender y escuchar lo que voy a decirte.

—Sí, maestro.

—¿Conoces la historia del lago? Es nuestra propia historia, nuestro origen…

Bajó de su sitial y se sentó a mi lado, con las piernas cruzadas como yo. Sus ojos profundos como un mar silencioso no dejaban de mirarme, y yo no apartaba mi mirada de ellos.

—Se dice que en el principio había un lago de aguas perfectas, en el que vivían los naga, serpientes mágicas y guardianes de las aguas. En el centro del lago creció un tubérculo con brotes, un loto de mil pétalos, y todos los dioses y diosas descendieron para rendir homenaje al loto, y la tierra tembló. Vivía allí un héroe que se llamaba Dulce Gloria, en sánscrito Manjushri. Vio el lago y el loto, y se sumió en un éxtasis. El lago estaba en un paso de la montaña donde vivía la Tortuga, y Dulce Gloria abrió con su espada una abertura por la que escaparon las aguas. Es lo que hoy se llama Fuerza del Chobhar. Pero la Tortuga se sintió tan ofendida que su cólera no remitió hasta que Manjushri le ofreció un templo consagrado a la Gran Compasión. Manjushri quería desecar el lago, pero el demonio Chepu se oponía. Entonces Manjushri lo cortó: las rocas y las piedras del valle son la sangre de Chepu.

»Pero lo más difícil eran los verdaderos amos del lago: los príncipes naga, medio reptiles medio hombres, a los que Manjushri pidió que permanecieran en el valle para asegurar su fertilidad. Sin embargo, ya no había agua, y por consiguiente no había sitio donde pudieran vivir. Los príncipes naga querían irse a vivir al fondo del océano. Se establecieron junto a las fuentes del actual río Vishnumati. Los demás hermanos se quedaron en el valle para asegurar la fertilidad de la tierra, la prosperidad de los seres que la habitan y la regularidad de las lluvias que propician las cosechas. Manjushri les ofreció un estanque y un palacio submarino: la extensión de agua de Taudaha, al suroeste de la Fuerza de Chobhar.

»El valle era fértil. Un día la tierra se levantó alrededor del estanque y formó una colina que recibió el nombre de “colina ordenada por un
vajra
”. El
vajra
, tallado en un hueso del sabio védico Dadhichi, era a la vez un arma, un cetro y el símbolo de la indestructibilidad. La colina se llama hoy Svayambhunath, que significa “protector espontáneo”.

»Manjushri se sintió satisfecho del mundo que había creado y se retiró detrás de la colina para contemplar la Dimensión Espontánea de lo Real en el loto de ocho pétalos, y, mientras meditaba, su templo apareció espontáneamente a su alrededor.

—Comprendo —dije—, es lo que me ha pasado a mí mientras meditaba.

—Ahora, Jhampa, dime lo que deseas saber y te lo diré.

—Desearía saber por qué aceptó a Ono Kashiguri en su mansión.

—Todo empezó cuando el pastor chiang min encontró al hombre de los hielos. La comunidad campesina vino a comunicarnos el hallazgo, y también el de un manuscrito que no podían leer, encontrado junto al hombre de los hielos. El cuerpo y el manuscrito fueron llevados a Japón por el monje Nakagashi, que se encontraba aquí de retiro.

—¿Qué ponía el manuscrito?

—Tampoco nosotros conocíamos esa escritura. Por esa razón hicimos que el cuerpo del hombre y el manuscrito fueran remitidos al maestro Fujima, que es calígrafo y conoce todas las escrituras antiguas.

—¿Qué dijo el maestro Fujima?

—El hombre de los hielos era uno de los suyos, no de los nuestros.

—Pero ¿cómo lo supo él?

—Vestía como un monje sintoísta, y además tenía la marca del santuario de Ise, en Japón.

—¿Qué marca?

El lama extrajo de su gran túnica un pequeño medallón con una estrella de cobre que parecía muy antigua, similar a las que pueden verse en los museos de Israel.

—La estrella de seis puntas, los dos triángulos superpuestos. La marca del santuario de Ise.

—¿Por qué fue encontrado ese hombre aquí, si era un sacerdote sintoísta?

—Lo ignoramos. Tal vez estaba realizando una peregrinación por algún motivo ritual…

—Bien —dije, perplejo ante la estrella de David, que él llamaba «la marca del santuario de Ise»—. ¿Qué relación tiene eso con Ono Kashiguri?

—Antes que nada, debes saber que ha partido esta mañana hacia el monasterio Johpang, en Lhasa.

—¿Cómo? ¿No podía habérmelo dicho antes?

—No podía, Jhampa, porque eso es algo que no debe ser revelado a nadie, para no exponerte tú y exponernos a nosotros a un terrible castigo. Las deidades, para vengarse de tu indiscreción, pueden volver contra ti sus poderes maléficos, e incluso algunas, irritadas, podrían abandonarnos para siempre.

—¿Por qué volvió Ono Kashiguri a verle? ¿Por qué aceptó usted que fuera mi instructor?

—Vino a vernos para apoderarse de esto —dijo el lama señalando el pequeño medallón—. Pero no se lo he entregado. Fui yo quien decidió que fuera tu instructor…

—¿Por qué?

—Porque tú me lo pediste… ¿No decías que querías verle?

—Sí —dije, comprendiendo por fin el alcance del juicio erróneo que había tenido respecto de mi instructor, y también de mi maestro, cuya obstinación no había entendido.

—Jhampa —prosiguió él—, ahora que te he revelado lo que querías saber, debes decirme cuál es tu secreto.

—¿Qué secreto?

—Acércate.

Acerqué la cabeza a su oído. Me examinó con sus ojos benévolos, y vi en su frente los signos, algunas arrugas profundas venidas del mundo de las luces.

—Sabes, Jhampa, que los monjes como nosotros están siendo perseguidos y corren el peligro de desaparecer. Durante la invasión china del Tíbet, en 1966, un millón de hombres y mujeres, la sexta parte de la población, murió debido a la persecución del ejército chino y al hambre. Seis mil monasterios fueron destruidos, nuestros libros fueron quemados o arrojados a los ríos; y nuestras estatuas, fundidas para fabricar fusiles y cañones. Se prohibió la enseñanza del budismo. Se encerró y torturó a los monjes y las monjas. Nuestros templos fueron utilizados como silos de arroz, y perdimos nuestra tierra y nuestros maestros.

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