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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

La última tribu (16 page)

BOOK: La última tribu
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—¿Tenéis una Torah? ¿Un texto, un escrito?

—No.

—Los musulmanes tienen el Corán, los budistas tienen los sutras, los cristianos su Biblia y los judíos sus Escritos. ¿Y vosotros?

—El sintoísmo no tiene nada. Todos nuestros escritos, Ary, se han convertido en cenizas… Nuestra memoria quedó asolada en una guerra que nos enfrentó a los budistas, en el siglo VIII. Ellos incendiaron nuestra biblioteca y quemaron todo nuestro patrimonio: nuestros escritos, nuestros textos sagrados. Todo se convirtió en humo, y ahora no nos queda nada. Nada más que nuestros ritos, nuestros templos y nosotros mismos, los descendientes de los sintoístas originales… El día de Año Nuevo, más de ochenta millones de japoneses visitan los santuarios, en Ise, Izumo Taisha, Meiji Jingu o Inari, Hachiman o Kami… Los japoneses suben a las montañas en Kukai o Nichiren. Porque eso es todo lo que nos queda.

—¿Y no tenéis nada escrito? ¿Ningún pergamino, ningún manuscrito?

—Hay algunos escritos, de la antigua mitología, pero no son más que fragmentos. Nos quedan nuestras divinidades, los kamis.

—Entonces, ¿sois politeístas?

—Pero decimos que hay un solo kami, y todos los kamis comparten la misma cualidad, pero un solo kami puede ser dividido en varias partes que pueden funcionar en lugares distintos: en Takaamahara, el cosmos; Takamanohara, el sistema solar; y Onokoro-jima, la Tierra. Cada parte tiene su propia función, que actúa como los miembros del cuerpo humano, con una unidad orgánica. Lo uno es múltiple, pero lo múltiple es uno.

»Ya ves que el sintoísmo es sencillo… En el sintoísmo, nuestro objeto de referencia es un
may gohei
, un pedazo de papel recortado y sagrado que refleja la simplicidad de la creencia sintoísta.

—Y el fundador de vuestra religión, ¿quién es?

—No tenemos un fundador. O al menos no conservamos recuerdo de él.

—Pero todas las religiones tienen un fundador: el budismo, el islam, el judaismo, el cristianismo…

—Pues al nuestro no lo conocemos. Hemos perdido su pista. ¿Sabes lo que es, Ary Cohen, perder la pista? ¿No tener nada en lo que basarse? ¿Haber perdido todos los textos, toda la memoria, no saber ya de dónde venimos?

—Creo que ahora lo sé.

—Siéntate —dijo—. Voy a mostrarte una cosa.

Obedecí.

—¿Estás bien sentado?

—No lo sé. ¿Hay una manera buena de sentarse?

Indicó con la mano la manera como estaba sentado él, con la espalda recta y la cabeza como una prolongación de la columna vertebral.

—¿Cómo puedes luchar si no buscas el equilibrio?

Me dio un ligero empujón y caí hacia atrás.

—Ahora empújame tú.

Lo hice con todas mis fuerzas, pero no pude moverle.

Volví al Beth Shalom. En la sala principal encontré al maestro Fujima sentado, leyendo un libro. Levantó la mirada hacia mí.

—Ary
San
—dijo—, le esperaba.

—Maestro Fujima —dije—, también yo le buscaba. Tengo que hacerle unas preguntas.

—Le escucho.

—El monje Nakagashi ¿formaba parte de su congregación?

—Sí, vino aquí y lo aceptamos porque era amigo de mi hija Isaté.

—¿Qué ocurrió con Nakagashi?

—Quería integrarse en nuestro grupo. Parecía perdido, y le ayudamos. Conoció nuestro secreto…

—¿Vuestro secreto?

—Le hablamos del hombre de los hielos.

—¿Fueron ustedes quienes lo encontraron? ¿Dónde y cuándo? ¿Estaba con él el manuscrito?

—Me plantea demasiadas preguntas a la vez, Ary Cohen. No puedo responder a todas… Pero ese hombre venía del Tíbet. Fueron los campesinos de la aldea quienes lo encontraron en la nieve. Cerca de la frontera china hay un monasterio budista en lo alto de las montañas.

»Únicamente algunos iniciados tienen derecho a ir allí, si conocen al lama. Y nosotros lo conocíamos, porque vino a verme a mi casa de Tokio para que copiara algunos de sus manuscritos. Por esa razón me hizo llegar al que usted llama “el hombre de los hielos”. Pensaba que ese hombre no era budista sino sintoísta, y que teníamos que verlo.

Me pregunté si era posible que ese monasterio fuera el mismo al que se había retirado Ono Kashiguri cuando encontró el
satori
.

—Sí —dijo el maestro Fujima, como si me leyera mi pensamiento—. Allí fue encontrado el hombre de los hielos. Ahora me parece que ha venido a perseguirnos, como un tengu…

Di cuenta a Shimon de las últimas novedades de la investigación. Después le dije que quería volver a Israel.

—¿Piensas que Fujima está implicado en el asesinato deNakagashi?

—No lo sé. Es posible. Después de todo, tenía que guardarle rencor por ser el amante de su hija. Sin embargo, no creo que practique el Arte del Combate, y es bastante anciano. De todas maneras —repetí—, en ningún caso voy a viajar al Tíbet. Quiero volver, Shimon, mañana mismo sacaré billete para Israel.

Hubo un silencio.

—¿Y Jane? Gracias a tus informaciones, hemos averiguado que el jefe de la secta, Ono Kashiguri, acaba de partir hacia el Tíbet, a un monasterio junto a la frontera china.

—¿Y ella lo acompaña?

—Al parecer, sí.

—Hay que abandonar esa pista de inmediato. Es un error. Jane sabía lo que hacía al cortar todos los contactos. Eso puede ser muy peligroso para ella. Y yo no quiero salir en su busca.

—Allí es donde tienes que ir si quieres averiguar más cosas sobre el hombre de los hielos —me interrumpió Shimon, imperturbable—. Pero cuidado: en el Tíbet y el Xinjiang China ha impuesto su ley. Es imposible cualquier contacto con extranjeros, bajo pena de prisión. En particular, los monjes tibetanos están mal vistos por los chinos, que les califican de separatistas. El castigo previsto es una reeducación mediante trabajo en unos campos… siniestros.

—No —dije, al tiempo que pensaba que ni siquiera habría sabido situar el país en un mapa—, no iré allí. ¿Por qué tendría que ir? No sé nada del Tíbet ni de sus problemas con China, y no me importa lo más mínimo.

—Bien —repuso Shimon—, voy a explicártelo todo. El país fue ocupado en 1950 por el ejército chino. En marzo de 1959 hubo una sublevación en Lhasa, la capital del Tíbet. Para proteger la vida del Dalai Lama, al que creían en peligro, los tibetanos se agruparon alrededor de su palacio. Por esa razón, el Dalai Lama decidió exiliarse en la India: pensaba que su marcha evitaría un baño de sangre, y le siguieron centenares de miles de refugiados. En marzo, los soldados chinos mataron a ochenta y siete mil personas en Lhasa. Utilizaron toda clase de medios para aniquilar la resistencia nacional tibetana. Se dice que un tibetano de cada diez ha pasado diez años de su vida en prisión o en un campo de trabajo. La ocupación china ha causado la muerte de al menos un millón doscientos mil tibetanos. A nadie le importa, pero es la verdad. De modo que prudencia, Ary, prudencia cuando vayas allí.

Mientras me hablaba, me puse a examinar la piedra que me había dado el maestro Fujima. La había colocado sobre mi mesilla de noche, en su saquito. Era pequeña pero despedía mil reflejos. De pronto se me ocurrió una idea.

—… y nadie podrá ir a rescatarte de una prisión china —seguía Shimon—. ¿Ary?

La voz inquieta de Shimon resonaba en el auricular.

Abrí mi saco de viaje y saqué con precaución el peto del
efod
, la vestidura del sacerdote, que había envuelto en una tela. Extraje el peto, que tenía engastadas las once piedras de las once tribus. Coloqué el diamante en el hueco vacío, el de la tribu de Zabulón.

Encajó a la perfección, como por arte de magia.

—¿Ary?

—Oh, Dios mío…

—¿Qué, Ary? ¿Qué ocurre?

—La piedra —dije, y todo mi cuerpo temblaba—. Es la piedra que faltaba en el
efod
. Oh, Dios mío. Ese hombre…

—¿Qué hombre?

—¡El hombre de los hielos! ¡Es un Cohen!

—¿Cómo? —exclamó Shimon—. ¿Qué dices? Ary, ¿estás seguro?

Examiné la piedra: no había duda, encajaba en el hueco al milímetro. No podía tratarse de una coincidencia. Y únicamente los sumos sacerdotes podían llevar consigo esa clase de piedras. Pero ¿por qué ésa? ¿Por qué no el
efod
entero? ¿Significaba eso que el hombre era de la tribu de Zabulón, puesto que había cogido el diamante? Tal vez quería poder demostrar quién era, y por esa razón se había llevado la piedra…

—Dicen que en Japón la gente puede volverse loca —dijo Shimon—. Se han dado casos.

—¡Luego, es un sumo sacerdote! Tal vez ese hombre es mi antepasado…

La noche antes de mi partida para el Tíbet estaba en la orilla de un río y perseguía a un hombre que tenía el cuerpo untado de aceite. Me pedía una cerilla. Yo le decía que era muy peligroso y él me contestaba que no.

Se la pasé y empezó a llamear; él intentaba apagar el fuego con su saliva, pero su lengua también ardía, de modo que tomé la cerilla en mi boca y la apagué con mi saliva. ¡Oh, Dios! Desperté tembloroso de esa pesadilla, y recordé los sucesos del sueño y los de la víspera, peores aún que los del sueño.

Lo lamenté todo: no haber pronunciado el nombre de Dios en la ceremonia de los esenios, y sí en cambio el de Jane; haberla seguido y escuchado, haber venido aquí por ella. Y sobre todo, sí, sobre todo, lamenté haberla conocido.

Habría podido librarme de ella y contemplar el espacio ilimitado. Pero en lugar de eso me encontraba en la esfera de la nada, solo e impotente. Todas las palabras del mundo se habían perdido.

V.
El pergamino de la montaña

Se tenderá sobre un lecho de tristeza, en un lugar de suspiros residirá. Se mantendrá solitario, apartado de todo riesgo. Lejos de la pureza, a doce codos, ellos le hablarán; a esa distancia, al noroeste de toda vivienda, allí residirá.

Manuscritos de Qumrán,

Leyes de pureza ritual

Tomé el avión que me llevó a Katmandú. Desde allí, un autobús me condujo a Bayi, en la carretera Tíbet-Sichuan, donde tomé otro que llevaba cerca del monasterio al que debía trasladarme. La estrecha carretera cruzaba las ocres colinas. El vehículo superó una primera cadena montañosa, cubierta de flores y vegetación exuberante, antes de llegar a una inmensa meseta que apareció de repente, como si surgiera por encima de las nubes.

Luego el camino ascendió. Tuve miedo cuando vi que el autobús enfilaba a toda velocidad un puente colgante verde y amarillo que atravesaba un río. Después de una curva muy cerrada, apareció la primera cumbre blanca en forma de campana: el país de las nieves eternas.

El camino continuó por el flanco de una montaña. Muros y techumbres, mástiles de los que colgaban banderas, anunciaron las primeras aldeas tibetanas. Por el camino transitaban los yaks y en los valles pacían los corderos. El camino alcanzó un nivel superior y apareció un paisaje aún más amplio, más bello, más sereno. Luego cruzamos un puerto de montaña donde se acumulaban piedras sueltas, y finalmente un largo altiplano gris y árido.

Dos camiones militares nos cerraron el paso. El autobús se detuvo en el puesto de control. Un policía chino subió y pidió el pasaporte a todos los viajeros. La atmósfera era tensa porque iban muchos tibetanos. Las distintas verificaciones hicieron que pasara media hora larga hasta que el policía se fue, no sin dedicar una última ojeada al vehículo.

Llegamos a un pueblo del que cruzamos la parte china, en la que vivían los campesinos en casas de adobe, con puertas decoradas con piedrecitas de colores. Las mujeres llevaban vestidos de raso tupido, verde oscuro o negro, y pañuelos de cabeza anudados al cuello. Los hombres llevaban solideos blancos en la cabeza, y los ancianos tenían largas barbas blancas. Delante de mí pasó una pareja de ancianos: la mujer, descarnada, tenía los ojos hundidos y el rostro arrugado y agrietado como un pergamino antiguo.

Al borde del camino estaban sentados los molineros, con grandes sacos de harina. Había también hombres subidos en burros que transportaban objetos o alimentos. Se habría dicho que se trataba de personajes intemporales, surgidos de un pasado muy lejano, de una época antigua, tal vez mítica.

Finalmente, después de cruzar un pequeño puente, lo vi: el monasterio estaba colgado de la montaña. El camino que conducía a él era empinado. Por el fondo del valle, rodeado de montañas cubiertas de nieve, corría un arroyo. En la ladera se veían cuevas naturales en la roca. Estábamos a más de tres mil metros de altitud.

Alrededor, valles y pastos se extendían en forma de landas salvajes en las que pacían corderos guardados por pastores.

Cruzamos la muralla roja que rodeaba el monasterio.

En el patio deambulaban los monjes de cráneo afeitado, vestidos todos de la misma manera, con una especie de hábito de un hermoso tono anaranjado.

Entré en el gran edificio de madera roja y me presenté en la recepción del monasterio. Había allí dos monjes, encargados de acoger a los recién llegados. Uno se presentó como el maestro de canto del monasterio. Más tarde supe que habían cumplido más de quince años de trabajos forzados, y que hasta hacía poco no estaban autorizados a llevar el hábito monástico.

Me esperaban: Toshio, como de costumbre. Había organizado mi visita a la perfección. Oficialmente, me encontraba allí para un retiro de varios días recomendado por el maestro Fujima. Me asignaron una tienda de pieles de yak, sujeta por unas estaquillas exteriores. En el centro tenía una abertura por la que salía el humo de un fuego de bosta seca que ardía día y noche.

Mi tienda estaba situada delante del edificio principal, en un campo, en medio de otras tiendas parecidas. Alrededor se alzaban casas de pequeñas dimensiones, construidas con una mezcla de madera y tierra, también habitadas por monjes. En el centro de aquel conjunto estaban el monasterio y el centro de retiro.

Dejé mi equipaje en la tienda y me dirigí al monasterio. Los caballos de los monjes pacían en libertad, a la espera de ser montados: era, al parecer, el único medio de locomoción local. Delante de la entrada había jóvenes tibetanos, bien abrigados con pieles de carnero.

En el interior del edificio principal se elevaba un humo que olía a enebro. Me acerqué al lugar del que parecía proceder. Allí había unos monjes que golpeaban rítmicamente unos tambores de cuero. También ellos iban vestidos con gruesas pellizas de carnero. Me explicaron brevemente que aquellas danzas tenían por objeto celebrar el advenimiento del gran maestro Padamnasanbhava, quien había propagado el budismo por el Tíbet en el siglo VIII.

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