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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

La última tribu (6 page)

BOOK: La última tribu
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»Manifestaba valor y voluntad. No tenía un corazón tímido, sino firme, y un espíritu estable, susceptible de trascender las cosas. Por eso era llamado “el hombre de la Vía”. Su pensamiento no se aferraba a las apariencias, como les sucede a los hombres comunes.

—Maestro —intervino Toshio—, ¿querría explicar a nuestro huésped Ary Cohen lo que es el Arte del Combate y en qué consiste? Él no ha sido iniciado en nuestros métodos y nuestros preceptos.

—Es un arte ancestral enseñado por nuestro maestro Sun Tzu.

—Y ¿en qué consiste? —pregunté.

Me dirigió una sonrisa y me preguntó con cierta malicia:

—¿Desea que se lo explique en el tiempo en que consiga mantenerse sobre un solo pie?

Tuve un sobresalto. Me sorprendió que el maestro hiciera alusión a los textos de nuestra tradición oral, la tradición de los rabinos del Talmud.

—No sé si lo haré tan bien como nuestro gran sabio Hillel, pero puedo probar…

De nuevo bajó los ojos y, después de una profunda inspiración, murmuró:

—Son otras reglas, leyes distintas de las suyas…

Cuando salimos de la casa era ya de noche. La ciudad estaba iluminada por luces multicolores proyectadas sobre los innumerables templos. Eso me hizo pensar en Jerusalén, cuando las sinagogas aparecen iluminadas por focos que proyectan sobre sus piedras blancas una luz dorada, como un aura. Una ciudad de templos, como Kioto…

Nos dirigimos al gran edificio moderno y gris que alberga las oficinas de la policía de Kioto, y allí nos confirmaron que el cuerpo de Nakagashi no tenía ninguna huella que permitiera definir la causa de su muerte. En cuanto al cuerpo del hombre de los hielos, se encontraba en un laboratorio de análisis médicos que podíamos visitar el día siguiente.

Toshio me llevó por fin al hotel en que tenía reservada habitación, en Kioto, y en el que también se había albergado Jane.

—Pero usted, Toshio —dije mientras él conducía—, ¿conocía el Arte del Combate?

—Por supuesto —respondió—. He sido iniciado por un maestro.

Pensé que también Jane había estudiado ese arte, que conocía las artes marciales, y que por tanto sabía defenderse, pero la idea no me tranquilizó gran cosa. Yo la creí periodista, y no lo era. La creí arqueóloga, y tampoco lo era. Ahora la creía agente secreta… ¿Qué me ocultaba aún?

«Veamos, Ary —me habría dicho Jane si le hubiese planteado la pregunta—. Soy arqueóloga. Y periodista también, si quieres. Tengo un doctorado en arqueología de Oriente Medio, por Harvard. Mis misiones en la CIA son muy específicas.»

Yo me habría sentado a su lado, la habría rodeado con mis brazos y habría besado sus labios.

«Te amo, Jane —le habría dicho—. Pero no soportaré que me ocultes otro secreto más. Me has comprendido, ¿verdad?»

—Hum —oí de pronto—. Perdone que le moleste, señor Ary, pero ¿va a ejercitarse en el Arte del Combate?

—Prefiero el arte de amar —murmuré.

—Es una verdadera ciencia, señor Ary: es absolutamente necesario practicar para comprenderlo.

—Sí, sí, el arte de amar es exactamente eso.

En la recepción del hotel pedimos la llave de la habitación de Jane.

Era una habitación pequeña y funcional, pero cómoda. Al abrir la puerta, me pareció oler su perfume: un efluvio dulce y rosado, como cuando la había estrechado entre mis brazos, pocos días antes… Aquello evocó como por arte de magia un momento único, y sentí un vuelco en el corazón como si alguien me lo apretara en su puño; todos mis sentidos hibernados despertaron, y se reavivó la llama del deseo que me había abrasado.

Su maleta estaba allí, medio abierta, con sus cosas. Abrí la puerta del armario, donde había algunos vestidos colgados. Al parecer, no tenía intención de huir ni de marcharse para no volver.

Lo que sucedió luego fue una especie de prodigio, y no sé si conseguiré describirlo con exactitud. Pero puedo decir que si permanecí así, sin decir palabra, fue porque todo ocurrió muy deprisa, demasiado deprisa para que yo pudiera intervenir. Dos hombres salieron del cuarto de baño. Iban vestidos de negro y enmascarados.

Al verlos, Toshio se puso en guardia y se entabló un combate entre los tres, en el que Toshio giró sobre sí mismo, más rápido que un corzo joven, para esquivar los golpes que le lanzaban los dos hombres. Por su parte, él no lanzó ningún golpe; se limitó a responder a sus ataques agachándose, con las manos alzadas delante del rostro, hasta el momento en que los dos asaltantes cruzaron una mirada y huyeron por la puerta.

Toshio, sin apenas inmutarse, les vio partir sin perseguirlos.

—Toshio —le dije—, ¿qué ha sido esto?

—Todo está bien, descuide —respondió tras cerrar la puerta con llave—. Pero puedo decirle que esto no volverá a pasar, señor Ary.

—¿Porqué?

—Me ha favorecido el efecto sorpresa. La próxima vez serán más fuertes.

—¿Quiénes eran esos hombres? ¿Y qué hacían en la habitación de Jane?

—Son practicantes. —Se sentó a mi lado—. Creo que el maestro tiene razón, señor Ary.

—¿Razón?

—Debe iniciarse en el Arte del Combate.

—Pero ¿cómo? —dije—. ¿Y en cuánto tiempo puedo aprenderlo? —«¿Y dónde está Jane? ¿Dónde se encuentra?», pensé.

Registramos la habitación metódicamente. Pero no había nada: ninguna señal, ningún indicio. Había desaparecido, sencillamente.

Por la mañana visitamos el laboratorio de análisis médicos. Nos recibió una mujer joven que nos hizo entrar en la sala donde se encontraba el cuerpo del «hombre de los hielos», como lo llamamos en adelante.

Estaba conservado en una especie de urna de cristal en la que la temperatura se mantenía fría. Estaba desnudo, imberbe. Al lado, en una caja también de cristal, estaban sus vestidos, o más bien los harapos del vestido que llevaba. Lo examiné: los colores se habían desteñido casi por completo, pero el tono parecía púrpura o carmesí.

Me aproximé y lo observé con atención. Mi corazón empezó a latir un poco más aprisa.

Era increíble, era absolutamente irreal y era cierto. Ese hombre tenía dos mil años. Por un instante deseé que despertara y desvelara su secreto, como un viejo manuscrito, pero estaba inmóvil en su ámbito frío, en su eternidad muerta, petrificado, fijado para siempre en su impresión de evanescencia.

Los rasgos de su rostro desaparecían, su piel oscura de profundas arrugas se había cuarteado. No era distinto de un hombre de nuestros días, y sin embargo, algo en él parecía venir de otra parte, como un resto de expresión en su rostro.

—¿Dónde fue encontrado?

—Lo ignoramos… Tal vez aquí, en Japón, donde también hay montañas con nieves eternas. Tal vez en otro lugar… ¿Ve usted la señal que tiene debajo del brazo?

En efecto, tenía algo parecido a un pequeño agujero casi al nivel del hombro. La joven me mostró las radiografías que habían hecho.

—Aquí —dijo—, ¿ve este trazo?

—Sí.

—Es la huella de un arma: una flecha o una punta de lanza, no lo sabemos. Este hombre fue asesinado hace aproximadamente dos mil años. Pero no sabemos cómo fue encontrado, qué hacía aquí, en ese templo, quién lo transportó a ese lugar ni por qué razón.

—¿Y el fragmento?

—¿El fragmento?

—El manuscrito encontrado junto a él.

—La policía se lo quedó, como prueba, después del asesinato de Nakagashi.

Me acerqué al cuerpo y de nuevo contemplé el rostro de rasgos evanescentes, la boca, la piel oscura, los ojos apenas visibles.

—¿No es asiático?

—Es difícil decirlo.

La joven investigadora me explicó que un caso así, inédito en la investigación científica, era muy delicado. Descongelar el cuerpo comportaba riesgos importantes, en cada uno de los estadios del proceso podía sufrir daños irremediables. Un equipo de médicos forenses vigilaba de modo permanente la momia, conservada en una cámara fría especial, a la temperatura exacta de 6 °C bajo cero. Analizaban muestras de tejidos y huesos, pero el cuerpo se había deshidratado debido a los vientos fríos y secos. Las membranas celulares estaban intactas y el corazón se había conservado notablemente bien.

En los intestinos, de los que también habían tomado muestras, habían encontrado restos de alimento: la última comida del hombre de los hielos.

También se había procedido a un examen de la boca, pero la mandíbula helada seguía obstinadamente cerrada. La cuestión era la causa de la muerte, porque la radiografía mostraba una gran mancha negra a la altura del pecho, más una forma extraña en la parte superior del hombro izquierdo, un objeto oscuro de pequeño tamaño, un cuerpo extraño. Con mil precauciones, habían pasado al hombre por el escáner, manteniéndolo en contacto con el hielo, y entonces habían visto una punta de sílex alojada en su espalda.

Tal vez partió hacia la montaña ignorante de que lo perseguían. Tal vez estaba huyendo. Cuando fue atacado, tenía el brazo derecho extendido. Intentaba alcanzar algo, pero ¿qué? No se sabía con exactitud cuánto había tardado en morir. Si la flecha había seccionado una arteria, habría muerto en apenas unos minutos; si atravesó una vena, pudo tardar horas. En cualquier caso, no cabía duda de que había sido asesinado.

Al salir del laboratorio, Toshio me propuso que volviéramos a ver al maestro Shôjû Rôjin.

—No —dije—; antes querría examinar el manuscrito. Me gustaría comprobar por mí mismo que se trata de unfragmento hebreo… He de identificarlo… Tenemos que ir a la policía.

—De acuerdo, señor Ary —dijo Toshio con una ligera reverencia—, intentaré concertar una cita. Pero ahora el maestro querrá verlo, porque ha aceptado enseñarle su arte.

—Ya. Pero ¿es posible aprenderlo tan aprisa, o hacen falta años de aprendizaje antes de poder practicarlo?

Entonces Toshio me dio una larga explicación de la que se desprendía que, con un maestro así, bastaban unas pocas sesiones, que por supuesto no podían suplir una práctica de años, pero podían dar una base importante, por no decir esencial, a un neófito como yo.

—Además ¿no es verdad que usted tiene ya práctica, señor Ary?

—¿Práctica?

No conseguía acostumbrarme a esa palabra cuando se aplicaba a algo distinto de la religión.

—Del Arte del Combate.

—Hice Krav Maga durante mis tres años en el ejército. Es el Arte del Combate israelí.

—Ah, bueno…

Sonreí para mis adentros al pensar que, de hecho, el Krav Maga era cualquier cosa menos un arte. Nos enseñaban a cegar al adversario con dos dedos, o a neutralizarlo. Sin embargo, los golpes, extraídos tanto del kárate como del boxeo y la lucha libre, podían resultar de una eficacia temible.

De nuevo, nos hicieron esperar varias horas en la sala de la ceremonia del té. Luego un servidor nos condujo hasta el primer piso de la casa, donde se encontraba el dojo, la sala de combate. Era una estancia sin ningún mueble, excepto un tatami, más grueso que los anteriores, y puertas correderas a ambos lados de las grandes paredes desnudas.

—Hay que quitarse los zapatos y hacer el
sareí
, es decir, el saludo —explicó Toshio antes de entrar—. Todos deben hacer el
sareí
, para entrar y salir del dojo. El Maestro del dojo sólo puede saludar de pie. Pero también hay que saludar cuando el profesor da un consejo o una corrección técnica; y asimismo cuando entra y sale del templo.

Me quité los zapatos y saludé con una ligera inclinación, tal como me mostraba Toshio, y tuve una ligera impresión de deferencia, como si me encontrara delante de un ídolo, que me hizo sentir incómodo.

El maestro Shôjû Rôjin nos esperaba de pie. Nos devolvió el saludo inclinando ligeramente la cabeza.

Toshio tomó la iniciativa y le preguntó si accedía a iniciarme en su arte. Entonces el maestro se volvió hacia mí:

—Así pues, ¿deseas aprender el Arte del Combate, Ary Cohen?

—Soy consciente de la audacia de mi petición, pero he comprendido la importancia que tiene para mí conocer al menos los rudimentos del Arte del Combate, porque sin ellos no estaré seguro en este país.

—Estoy dispuesto a enseñarte el Arte del Combate —respondió el Maestro—. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que me enseñes tú también tu arte.

—¿Mi arte? —dije—. No tengo ningún arte.

—Conoces un arte, ¿no es así? —repuso el maestro con cierta malicia—. Tu arte es el judaismo. Quiero que me enseñes el judaismo.

—Mi arte no se enseña —respondí—. Se practica. Sólo después de una larga práctica es posible comprender las enseñanzas que se han recibido.

—Bien —respondió el maestro—. Acabas de enunciar la primera regla del Arte del Combate…

—Mi arte es un arte de vida —añadí—, no un arte marcial. Engendra la paz.

—Debes saber que el Arte del Combate no consiste en matar al adversario, sino en eliminar el mal. El Arte del Combate tiene como objetivo la vida de la mayoría, al expulsar el mal encarnado en ciertas personas.

Al decir esas palabras, con un gesto ágil se puso en guardia, con las piernas flexionadas, un brazo delante del rostro y el otro más estirado.

Yo lo imité.

—Ahora —dijo el maestro—, coloca el brazo a la altura de la oreja, avanza una cadera para ofrecer una presa menor al adversario, y ataca con el brazo sin mover las caderas.

Lancé mi brazo en un ataque ligero, pero el maestro me cogió la mano y la dobló con la misma agilidad, casi sin esfuerzo, haciendo que me tambaleara.

—Ya ves la importancia de la oscilación —dijo—. En la vida todo es oscilación, la vida misma oscila entre dos extremos, nacimiento y muerte, día y noche, luz y tinieblas. La vida es un paso, y nosotros estamos aquí de paso… En el tiempo de que disponemos, todo lo que podemos hacer es intentar alcanzar el equilibrio.

»El Arte del Combate no es otra cosa que la búsqueda del equilibrio propio y el desequilibrio del adversario. La base del éxito de sus técnicas es el desequilibrio,
kuzushi
. Es muy importante, y la manera de crearlo es distinta. El desequilibrio, ya ves, es el secreto de la victoria.

»Ahora, repite el gesto de ataque que has hecho.

Volví a ponerme en guardia y repetí el ataque, pero esta vez con más fuerza y velocidad, de modo que el maestro no tuvo tiempo de sujetar mi brazo. Sin embargo, lanzó su puño contra mi rostro y yo me aparté a toda prisa, al tiempo que él me daba un golpe ligero en el vientre.

—No todos los desplazamientos tienen el mismo efecto —dijo—. Para conseguir una eficacia mayor, se pueden utilizar fintas y transiciones, que a su vez generan reacciones. En este ejemplo, si querías evitar mi finta habrías tenido que desplazarte más lejos, y por consiguiente con mucha mayor rapidez.
Ma-ai
: así llamamos a la distancia de los cuerpos en la preparación… Puedes alejarte o aproximarte, pero hazlo deprisa.

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