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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

La última tribu (4 page)

BOOK: La última tribu
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—No soy yo, te digo. No lo soy. Ahora deseo llevar otra vida.

—¿Cuál? ¿Crees que podrás escapar de ti mismo? ¿Crees ser dueño de todos tus actos? Reflexiona, Ary, sobre todo lo que sabes y todo lo que ignoras aún… Piensa en las palabras de nuestros textos, de nuestros antepasados… —Cerró los ojos y murmuró—: «Su sabiduría superará la de Salomón, será más grande que los patriarcas, más que los profetas que vinieron después de Moisés, y más ensalzado que Moisés. Es un buen pastor, que se preocupa por su pueblo; meditará sobre la Torah y cumplirá las leyes. Enseñará a todo el pueblo judío, revelará nuevas ideas y manifestará los misterios ocultos de la Torah. Todas las naciones reconocerán su sabiduría, y él será también el guía que les instruirá.»

—Me voy —dije.

—¿Adónde?

—Jane ha sido enviada a una misión en Japón.

Ni siquiera parpadeó. Sabía que yo había abandonado mi misión junto a los esenios, tan cerca de la meta, y sabía que lo había hecho por ella.

—He conocido por casualidad a uno de tus alumnos, en Qumrán —dije—. Me ha contado que han encontrado un nuevo fragmento, un fragmento atípico.

—Sí, con expresiones evangélicas.

—Pero ¿qué significa eso?

—Que ese texto va a desencadenar una nueva polémica. Contiene la evocación de un personaje poderoso que aparecerá en una época de tribulación, y que es llamado «Hijo de Dios», o «Hijo del Altísimo». Todas las naciones le obedecerán. Son expresiones que recuerdan a los Evangelios…

—Sabíamos que Jesús fue un esenio.

—Pero todos pensaban que la novedad del cristianismo era la idea de un Mesías que era a la vez hombre y Dios. Ahora sabemos que la idea viene de Qumrán, y por consiguiente de los esenios. —Se inclinó hacia mí y murmuró—: Desde el punto de vista histórico, ese texto remite a la persecución de los judíos bajo el tirano sirio Antíoco IV, en los años 170 a 164 antes de Cristo. El segundo nombre de ese rey era Epífanes, que significa «Aparición», lo que implica la noción de un rey humano como encarnación de Dios. Las pretensiones humanas a la divinidad nunca fueron bien recibidas en el seno del judaismo. Por mi parte, me pregunto si no podría interpretarse ese texto de una manera muy diferente: el que se llama «Hijo de Dios» es un desalmado, el que ocupa el lugar de Dios es después derribado por «el pueblo de Dios», que tiene a Dios de su lado. Desde esta óptica, el «Hijo de Dios» sería el Anticristo. ¿Qué piensas tú?

—Necesito que me ayudes —dije.

—¿Que te ayude? Claro que sí. ¿En qué?

—Se ha encontrado un manuscrito en un templo de Kioto.

—¿Qué clase de manuscrito?

—Por las fotografías que he visto, se trata de un manuscrito hebreo escrito al parecer en lengua aramea.

Mi padre me miró con incredulidad.

—¿Cómo es posible?

—Habrá que aclarar ese misterio. Y también descifrar el manuscrito. Por eso tengo que ir allí.

En ese momento, una formación de cuatro cazas F16 cruzó el cielo con un rugido terrible. Mi padre siguió los aviones con los ojos y luego me miró, confiado, tranquilo, como si supiera que el destino imperturbable me devolvería a él.

—Según nuestros maestros —continué—, el Mesías no vendrá hasta que el reino más minúsculo no se incline ante Israel, porque está escrito: «En ese tiempo el regalo será ofrecido al Señor por los pueblos dispersos.»

—Los exiliados han vuelto a su tierra. ¡Dicen que están llegando aún de todas partes: de Rusia, de Etiopía, de América del Sur!

—Dicen que el Hijo del Hombre no vendrá hasta que en Israel no quede ningún alma orgullosa, porque está escrito: «Eliminaré a quienes se regocijan en su orgullo y dejaré entre vosotros a un pueblo pobre y afligido que encontrará refugio en el nombre de Dios.»

—¿No estamos afligidos por esta guerra salvaje?

—Según nuestros maestros, Jerusalén será salvada sólo por los justos, porque está escrito: «Sión será salvada según el juicio, y convertida a la justicia.» Y está escrito también: «Todo tu pueblo será bueno, y heredará la tierra para siempre.»

—¿No somos nosotros el pueblo? —objetó mi padre.

—Pero la fecha no ha sido precisada, e Isaías dijo: «Él llegará a su hora.»

—También está escrito: «Yo apresuraré su venida.»

—Se dice que el Mesías reconstruirá el Templo, reunirá a los dispersos de Israel y restaurará las leyes.

A estas palabras, mi padre respondió con una sonrisa extraña.

—En efecto.

Cuando me despedí, tuve la extraña impresión de que no volvería a verle en ese lugar.

Y él me saludó como si yo fuera a volver, aureolado de gloria, ante él, ante ellos, que me esperaban ya.

Partí con esa impresión de malestar, que se prolongó incluso en el taxi que me llevó al aeropuerto. Me adormecí en el trayecto y desperté en Ben-Gurion, en medio de un sueño extraño. Yo estaba en una casa desconocida, que se suponía era la de mis padres, pero no lo era. Parecía más bien una casa de veraneo. Una mujer dormía en una habitación.

Yo dormía en una estancia distinta, hasta las cinco, luego hasta las siete de la tarde. Me desperté, fui hasta la habitación vecina y la vi en la penumbra. Me fui y ella me siguió, la saludé, pero la muchacha se apartó y decía cosas desagradables de mí, a mi espalda.

Al despertar busqué el sentido de ese sueño, pero no lo encontré. Pensé que el porvenir me lo aclararía. Así son a veces los sueños: premoniciones que sólo pueden comprender el que sabe interpretarlos y el que vive su continuación. «Viene la mañana, y le sigue otra noche. Si quieres plantear de nuevo la pregunta, vuelve.»

II.
El pergamino del maestro

Entonces los sacerdotes Cohen tocarán las trompetas de la memoria para declarar la guerra a los Kittim. Las vanguardias se dispondrán en punta entre los dos frentes y, cuando se aproximen, los Cohen tocarán por segunda vez. Luego, cuando lleguen al alcance de las lanzas, cada hombre empuñará su arma y los seis Cohen tocarán las trompetas de los muertos, darán la señal mediante un sonido estridente y otro ahogado. Los levitas y todos los hombres de los cuernos de carnero emitirán un estruendo terrible, y ése será el inicio de la matanza de los kittim.

Manuscritos de Qumrán,

Pergamino de la guerra

Así pues, Jane —Jane Rogers, agente de la CIA— había decidido partir. Pero ¿por qué desapareció así, sin una palabra? ¿Por qué me dejó aquí, sin decirme nada? Tuve miedo por ella, además de sentirme mal. Tuvo que hacerlo, pensé para tranquilizarme, era una orden de misión y no podía decírmelo, y no quería decirme que no podía.

Pero todo eso, ¿no eran elucubraciones mías, sueños, deseos? De hecho, ignoraba por qué se había marchado tan aprisa y tan lejos, después de lo que ella me había murmurado, de lo que yo había dicho, de lo que habíamos vivido juntos. Se fue sin un gesto, sin una palabra, dejándome solo, en la sombra, en la desesperación intensa de su marcha.

¿Tal vez había huido de mí? ¿Tal vez partía para alejarse de mí, tal vez no me amaba ya, o no me había amado nunca? Pero si ése era el caso, ¿tenía derecho yo a perseguirla hasta el fin del mundo? ¿Cómo saber? ¿Cómo interpretar su silencio? ¿Cómo comprender?

Me preguntaba ya si esa orden no era otra manipulación de Shimon Delam, que había comprendido que yo no querría nunca investigar para él, pero menos aún querría vivir sin ella.

Y era cierto: ahora me parecía que, desde que la había encontrado, no había vivido sino para ella, sin saberlo; era a ella a quien amaba, sin confesármelo. Todo lo que yo siempre había buscado estaba ante mis ojos y no lo veía. Tenía que seguirla, como había hecho siempre, por una necesidad interior que reina sobre el alma y el cuerpo, y que se llama amor.

Yo sabía que los esenios pensaban que me estaba dejando arrastrar por la mujer tentadora que aparta al hombre de su camino. Pensaba que sin duda sabían que yo la amaba, y que no tenía intención de volverme atrás. Qué decepcionados debían de sentirse, ellos que habían depositado tantas esperanzas en mí, y qué amarga debía de ser su pena. Casi habían llegado a la meta en que habían creído tanto y desde hacía tanto tiempo, y en el momento crucial, en lugar de pronunciar la palabra que había de propiciar el advenimiento del Eterno, había pronunciado el suyo, el nombre que estaba continuamente en mis labios.

Era tan bella, tan intrépida y voluntariosa… Era como una estrella fugaz; suscitaba deseos de dicha y felicidad, y yo habría querido llevármela lejos de todas las vicisitudes de la vida, lejos de su profesión. ¿Por qué no me había dejado esa opción?

Al preparar mi equipaje para ese viaje precipitado, había dejado mis túnicas blancas de esenio, mis vestidos de escriba, de sacerdote, de Mesías, pero había llevado el peto del Sumo Sacerdote. Pensaba que las piedras preciosas me ayudarían ahora que ya no tenía ánimo para orar.

Mi padre me enseñó que las doce piedras tenían virtudes curativas, y así se lo había transmitido su padre, y el padre de su padre. La piedra de la tribu de Rubén, el rubí, tiene propiedades tranquilizantes; el topacio de la tribu de Simón limpia la sangre y enseña los beneficios de la duda; el berilo de Leví acrecienta la sabiduría y ayuda al aprendizaje; la turquesa de Judá calma el ánimo y desvanece las preocupaciones; el zafiro de Isacar fortalece la vista y extiende la paz; el jacinto de Dan insufla vigor al corazón y trae la alegría y el éxito a quien lo lleva; el ágata de Neftalí promete la paz y la felicidad y elimina el mal de ojo; el jaspe de Gad da fuerza contra la inquietud y el temor; la esmeralda de Aser potencia el valor y el éxito en los negocios; el ónice de José aumenta la memoria y permite hablar con discernimiento; el jade de Benjamín previene las hemorragias, agudiza la vista y ayuda en los partos. Sólo faltaba una piedra: el diamante de Zabulón, la piedra que asegura la longevidad…

Por la mañana no me puse mis filacterias. Por la noche no pronuncié la oración. Mi oración de la noche era Jane, y la de la mañana también. Sólo quería estar junto a ella.

Ya no quería ser un religioso, porque profesaba la religión del amor, y no quería ser un esenio porque quería vivir con Jane antes del fin del mundo, y tampoco quería ser el Mesías porque quería que el mundo siguiera existiendo, para poder seguir amando a Jane.

En conclusión, era de nuevo tal como había sido en mi infancia, y había dejado en la ignorancia y el olvido todos los años de aprendizaje. Ya no me acordaba de nada: había nacido al amor, había nacido por el amor.

Tomé el avión que había de llevarme, después de una escala en Europa, al país del Sol Naciente.

Confortablemente instalado en mi asiento, extraje las fotografías de mi bolsa de viaje. Me quité las gafas redondas con montura de acero y las coloqué encima, como una lupa, para examinar la imagen con mayor comodidad. De pronto, mi corazón empezó a latir más deprisa, más fuerte, al contemplar la fotografía del manuscrito que, según Shimon, había sido encontrado junto al cadáver. Al mirarla de cerca, reconocí la textura del pergamino y la escritura fina y apretada propia de los manuscritos hebreos.

Ese manuscrito parecía un original, pero ¿quién lo había llevado a un lugar como aquél, y por qué motivo? ¿Era reciente? ¿Era antiguo? ¿De cuándo databa?

Para responder a esas preguntas, habría sido preciso examinarlo en detalle, y más de cerca. Por esa razón Shimon me enviaba a Japón, y también por eso yo habría necesitado a mi padre, que era un experto en ese delicado terreno.

En París, durante la escala, pensé en todos los momentos que había pasado en esa ciudad con ocasión de la investigación sobre los manuscritos del mar Muerto; y cada vez Jane había estado allí. Fue en París donde la conocí, en un apartamento en que había entrado forzando la puerta sin saber que ella había hecho lo mismo unos minutos antes. Creo que de inmediato supe que la amaba, por más que sepulté ese sentimiento en el fondo de mi ser durante años y en medio de mil tormentos. Era como si el corazón, mucho antes que la razón, presintiera la verdad profunda de las cosas, olvidada y disfrazada por los prejuicios de la vida. Después, no habíamos dejado de vernos, de entrevernos, de perdernos y encontrarnos, de buscarnos, el uno sin el otro, el uno por el otro, sin reencontrarnos, hasta amarnos; ¿y perdernos de nuevo? ¿Hasta cuándo, Dios mío?

Por fin, subí al inmenso avión de la Japan Air Lines, en el que Shimon había tenido la previsión de encargar una comida
kosher
, cosa que nunca había hecho por mí, ni siquiera cuando yo era ultraortodoxo. ¿Era una forma de llamarme al orden, él también? ¿A mi misión, no mi misión mesiánica, sino a la que me veía obligado a cumplir para él?

En cualquier caso, advertí la extrema amabilidad de las azafatas, que me dedicaron atenciones que no tenían con los demás pasajeros. Fueron más que amables: me trataron con una especie de deferencia o respeto. Venían con frecuencia a interesarse por mi comodidad, y me traían un vasito de sake, un zumo de naranja, o bien bombones. Para mi asombro, una de ellas me dijo:

—Es usted sacerdote, ¿no es así?

—Sí —respondí—. En fin… lo era. Pero ¿cómo lo sabe?

—En Japón son los sacerdotes quienes siguen regímenes especiales.

Mi espíritu se extravió en un sueño que me condujo hasta orillas del mar Muerto, en los tiempos en que era sacerdote, yo el Cohen, hijo de Cohen, de la estirpe de Moisés y Aarón, el Sumo Sacerdote. Y viví en aquel país árido, a ejemplo de los hebreos, que habían recorrido el desierto. En ese desierto había empezado todo. La palabra de Dios a nuestro antepasado Abraham: «Deja tu país, tu familia y tu casa.» «¿Para ir adonde?» «Al país que yo te indicaré.» Dios prometió a Abraham una tierra, una posteridad tan numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar. A Moisés le confió las tablas de la Ley. Luego el pueblo fue expulsado de su tierra, el Templo fue destruido, y la gran mayoría de los hebreos se dispersó por los cuatro puntos cardinales. De las doce tribus que formaban el pueblo de Moisés, únicamente subsistieron dos: la de Judá y la de Benjamín, y de ellas descienden todos los judíos actuales.

Curiosamente, me di cuenta de que esa historia, que siempre me hacía vibrar, ahora me resultaba lejana. No era indiferencia, sino una especie de desapego. Pensaba en ese pueblo como si me fuera extraño. Yo había decidido consagrar mi vida a la suya, pero ahora estaba habitado por otra cosa, y su destino ya no me conmovía. Había nacido entre ellos, pero ¿debía sacrificar mi vida a esa leyenda, a su historia? Yo que nunca había entendido cómo mi madre, que era rusa, sentía indiferencia por las tradiciones de su pueblo; yo que la criticaba por vivir en lo que me parecía la negación de sí misma, por primera vez concebía la posibilidad de desear no ser judío, de no querer ser diferente. Veía en Israel a un pueblo como otro, un país como otro. Sí, como otro. Así, yo no tenía una misión particular: bastaba que yo lo decidiera. Todo es cuestión de elegir, y no hay destino, ley ni deber distintos de los que nosotros mismos nos imponemos. ¿No es cierto?

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