Pronto sabríamos de Schlutterhose y Belle en persona, cuando leyeran en alto sus declaraciones ante los tribunales. Me estremecí al pensar las desagradables calumnias que podían contener esos documentos.
Mientras tanto, gran parte de esa primera mañana se fue en una contienda entre Aitchison y Pringle. La acusación se proponía establecer que Schlutterhose era el principal secuestrador, y con tal fin Aitchison llamó a muchos testigos que lo habían visto en el área de Woodlands el día que Rose desapareció. Por ejemplo, la señora Mary Arthur, de West Prince’s Street, declaró que había visto al alemán bajar corriendo la calle con una niña en los brazos. Según ella, iba bebido.
—Bien… humm…, ¿dice que estaba bebido? —le recordó Pringle cuando tomó la palabra—. ¿Qué le hizo pensar eso?
La señora Arthur adoptó una expresión mundana.
—Me he casado tres veces, señor, y soy tres veces viuda; reconozco a un hombre borracho cuando lo veo.
—Ha dicho que caminaba con paso inseguro y se tambaleaba. ¿Al verlo, temió por la seguridad de la niña?
—Lo sentí por ella.
—¿Por si se le caía de los brazos al hombre?
—Sí…, pero más por tener un mal padre, tan borracho a mediodía…, una conducta vergonzosa.
A continuación, Aitchison llamó a Robert Dickson, el encargado de la destilería Loch Katrine, quien testificó que había contratado a Hans Schlutterhose dos meses durante la primera mitad de 1889. Le contó a la sala que Hans había aparecido en la destilería el miércoles 8 de mayo por la tarde para presentar su renuncia, en la que alegaba que había recibido una herencia. Dickson dijo que eso le había evitado el problema de despedir a Schlutterhose, de quien sospechaba que hurtaba y quien no había ido a trabajar desde que se había marchado varios días antes con el pretexto de que se encontraba mal. Interrogado por Aitchison, Dickson dijo que apenas recordaba cómo iba vestido Hans normalmente y no reconoció la chaqueta marrón. Sin embargo, Thomas Holland, un encargado de la panadería Dennistoun, se mostró convencido de que la prenda se parecía mucho a la que solía llevar Schlutterhose. Holland verificó que los datos del recibo salarial que habían encontrado en el bolsillo de la chaqueta coincidían con las fechas en que él había contratado a Hans. Afirmó que, pese a la buena impresión que le había causado al principio, lo había echado apenas tres semanas después, por llegar tarde y en estado ebrio. Ante esta declaración, Schlutterhose murmuró algo e hizo un gesto obsceno a su ex jefe, conducta que sospeché que no ayudaría mucho a su causa.
Cuando le tocó el turno del interrogatorio, Pringle logró establecer que los sacos de harina de Scotstoun Mills estaban en todas partes de Glasgow, y que cualquier ciudadano podía tener uno en su posesión, pero esa fue la única incursión que hizo en el terreno de Aitchison.
La dueña de una lavandería, Grace Lamont, testificó que Belle Schlutterhose había trabajado como ayudante en su establecimiento la primavera anterior, varios meses antes de que renunciara en mayo, alegando también haber heredado algo. Lamont aseguró que había estado a punto de despedirla, de todos modos, porque corrían rumores de que tenía otro empleo.
Al oír esas palabras, Aitchison arqueó una ceja.
—¿Qué clase de empleo?
Lamont apretó los labios.
—Preferiría no decirlo, señor.
—Por favor, señora, haga un esfuerzo… ¿Qué clase de empleo?
—De la clase inmoral.
A continuación varios taberneros y dueños de tiendas de bebidas alcohólicas testificaron que la pareja figuraba entre su clientela habitual. Hans y Belle eran bebedores consumados que a menudo estaban sin blanca, pero al parecer en la primavera de 1889 habían heredado algo de dinero y empezaron a gastarlo a manos llenas, aunque ninguno de ellos parecía estar trabajando, hasta que los arrestaron.
A continuación Aitchison llamó a Thomas Wilkie, un dentista de Saint George’s Road. La tarde que Rose desapareció, el dentista oyó una conmoción en la calle, y al mirar por la ventana, vio a un hombre despatarrado delante del tranvía tirado por caballos, y a su lado una niña tumbada en el suelo.
—¿A qué conclusión llegó? —preguntó Aitchison.
—Pensé que se había producido un accidente. El hombre y su hija pequeña habían sido arrollados por los caballos.
—¿Podría describir a la niña? ¿El cabello? ¿Cómo iba vestida?
—Tenía el cabello castaño, creo, y el vestido que llevaba era verde —respondió Wilkie.
—¿Ha dicho cabello castaño y un vestido verde? ¿Está seguro? ¿No era rubia? ¿Seguro que el vestido no era azul?
—Tal vez tuviera el pelo sucio, pero el vestido seguro que era verde.
—¿Y reconoce aquí en la sala al hombre que vio ese día?
—No estoy seguro. El hombre que vi era de la misma estatura, pero tenía bigote e iba más harapiento. Este hombre parece diferente.
Aitchison señaló a Hans.
—¿No puede jurar que este sea el hombre que vio?
—No, señor.
—¿Y vio algo de sangre en la niña?
—No señor. No vi sangre.
La expresión del fiscal no era muy reveladora, pero vi que estaba encantado con las respuestas de Wilkie. Eso me confundió por un momento, hasta que comprendí la impresión que ese testimonio pretendía causar en la mente de los miembros del jurado. Sabía por Caskie que Pringle llamaría a varios testigos que habían estado en el lugar del accidente y que testificarían que habían visto sangre en la cabeza de la niña. Dado que el argumento que el fiscal pretendía demostrar era que la herida fatal de Rose se había cometido más tarde, como consecuencia de un ataque deliberado, Aitchison seguramente deseaba minar de todas las maneras posibles los testimonios de los próximos testigos de Pringle.
A continuación oímos a Peter Kerr, un cochero de punto, quien afirmó que había llevado a Hans y a Rose por toda la ciudad. Le dijo a Aitchison que la niña parecía estar bien, con la excepción de unos pocos gimoteos que cabía esperar de una niña cansada y que cesaron en cuanto se quedó dormida durante el trayecto. Tampoco había visto sangre, ni en la cabeza de Rose ni en la chaqueta de Schlutterhose.
—¿Nada de sangre? —lo presionó Aitchison—. ¿No vio signos de heridas?
—No, señor.
Eso quedó claro hasta que durante el interrogatorio de Pringle se enredaron las cosas, una vez más, cuando Kerr afirmó que el pasajero vestía de color oscuro.
—Oscuro, oscuro —murmuró Pringle—. Y, recuérdeme, ¿llevaba puesta la chaqueta?
—Como ya he dicho, había envuelto en ella a la niña.
—Envuelto, dice. ¿Cómo? ¿Alrededor de las piernas? Humm…, ¿alrededor del cuerpo?
—Más bien alrededor de la cabeza.
—La niña tenía la cabeza cubierta con la chaqueta oscura. Entonces no es posible, señor Carr…
—Kerr, señor.
—Kerr, discúlpeme… No es posible, en tales circunstancias, que hubiera visto si le sangraba la cabeza a la niña.
—No, supongo que no.
Cuánto me alegré de que Ned y Annie no estuvieran en la sala oyendo hablar de sangre. Mientras pensaba en ello, lancé una mirada al público y me sorprendió reparar en una cara familiar en la última fila de la galería: la de Mabel. Debía de haber entrado con discreción en el transcurso de la mañana. En ese momento estaba inclinada hacia delante, escuchando el testimonio de Kerr. Se la veía tan esbelta como siempre, y todavía era una belleza, siempre que no sacara el mentón, lo que le daba un aspecto obstinado y pugilista. Mientras hacían bajar del estrado al cochero, Mabel se volvió hacia el banquillo de los acusados y nuestras miradas se cruzaron. Temí que apartara la vista. Pero no, en lugar de ello asintió de forma casi imperceptible, y yo asentí a mi vez, muy alentada, porque si la hermana de Ned no había perdido la fe en mí seguramente tampoco lo había hecho el resto de la familia.
Me obligué a concentrar de nuevo toda mi atención en el estrado de los testigos. Thomas Downie, propietario del Carnarvon Bar en Saint George’s Road, identificó a la pareja y declaró que la había atendido a mediodía. No la había visto antes, pero recordaba su aguante con el whisky y la cerveza, y el marcado acento del alemán. Según Downie, los dos estaban borrachos cuando se fueron del establecimiento, y la chaqueta manchada de sangre que había sobre la mesa de las pruebas se parecía mucho a la que había visto llevar a Hans aquel día. Cuando le preguntaron por el velo de Bella, si lo llevaba bajado o recogido, él afirmó que le había cubierto la cara. Al oír eso, Aitchison fingió sorprenderse.
—¿Cómo puede estar tan seguro entonces de que la señora que estaba con el señor Schlutterhose era su mujer?
—Era uno de esos velos cortos que dejan ver parte de la cara. Además, tenía la misma figura… delgada.
Aitchison pareció sopesar sus palabras antes de volverse hacia mí, y me miró de un modo que se me revolvieron las entrañas de terror. Luego, tras una teatral pausa, le preguntó al testigo:
—¿Cómo describiría la figura de la señorita Baxter?
Contuve el aliento, al darme cuenta, de pronto, de lo que se proponía el fiscal. El tabernero parpadeó y se encogió de hombros.
—Diría que delgada.
—¿Es o no tan delgada como la señora Schlutterhose? En tal caso, ¿no describiría a la señorita Baxter también como delgada?
—Es posible.
—Piénselo bien. ¿Podría ser, por lo tanto, la señorita Baxter la mujer que vio ese día en compañía del señor Schlutterhose?
Downie hizo una mueca, pero asintió.
—Es posible.
¡Santo cielo! Aun sin saber nada en absoluto de la ley, vi lo que se proponía Aitchison. No solo iba a presentarme como la instigadora de esa tragedia. También, por alguna razón, parecía resuelto a dar a entender que podía incluso haber ayudado de hecho a Schlutterhose a secuestrar a la hija de mi amigo…, y eso a pesar de que Annie seguramente testificaría que había estado con ella toda la tarde. Horrorizada, me volví para mirar a MacDonald y a Caskie, para ver si ese planteamiento también los había cogido por sorpresa. Mi abogado estaba encorvado en su asiento, tapándose la boca con una mano, pero MacDonald me miraba, rascándose la parte inferior de la barbilla y bostezando, en apariencia impertérrito.
Recé para que, durante su interrogatorio al testigo, lograra salvar la situación. Pero el daño estaba hecho. La duda se había instalado en la mente del tabernero, así como en la de los miembros del jurado, y al final Downie afirmó que la mujer con velo podía ser ella o yo.
Por primera vez me permití contemplar la noción de perder el caso y acabar en la horca. Tal vez parezca sorprendente que, en los dos meses que llevaba en prisión, nunca hubiera considerado la posibilidad de que me ahorcaran, pero la mayoría de los presos inocentes se niegan a creer que pueda pasar lo peor, y yo no era una excepción.
El siguiente testigo de Aitchison resultó ser igual de ambivalente. La señorita Florence Johnstone, una anciana viuda que residía en el número 63 de West Prince’s Street, le dijo al tribunal que tenía la costumbre de mirar por la ventana de su salón y que, el día en cuestión, vio a un hombre y a una mujer en la esquina este de Queen’s Crescent, donde nace la calle. La pareja parecía discutir por algo. La señorita Johnstone identificó enseguida al hombre que había visto como Schlutterhose.
—Se ha afeitado, pero este hombre es su viva imagen.
En cuanto a la mujer que lo acompañaba, la viuda no estaba tan segura.
—Llevaba el velo bajado, pero era uno de esos velos finos. Casi estoy segura de que era la mujer sentada en el banquillo de los acusados.
Aitchison mostró los dientes en lo que supuse que pretendía ser una sonrisa.
—Señora…, en el banquillo de los acusados hay dos mujeres. ¿A cuál de las dos se refiere? Señale sin miedo.
Inexplicablemente, otra vez parecía resuelto a situarme en la escena del crimen. La señorita Johnstone alzó una mano y con gran alivio vi que señalaba a Belle.
—¿Está del todo segura de que no podría haber sido la otra dama aquí presente, la señorita Baxter? —insistió el fiscal—. Mírela bien. Sin prisas.
—Bueno…, ahora que lo dice, supongo que podría haber sido ella…
—Entonces, está diciendo que la señora que tiene ante usted en el banquillo de los acusados, la señorita Baxter, podría haber sido la mujer que acompañaba al señor Schlutterhose aquel día, en West Prince’s Street.
—Bueno —respondió la señorita Johnstone—. Tal vez.
Eso era catastrófico, sobre todo porque, durante su interrogatorio, MacDonald había sido incapaz de erradicar las dudas que Aitchison había sembrado en la mente de la testigo… Y llegado a ese punto, Su Señoría decidió que había oído suficiente por una mañana y levantó la sesión para comer.
Cuando el público empezó a avanzar hacia las salidas, levanté la vista hacia la galería, pero Mabel ya se había escabullido; no se la veía por ninguna parte. Sin duda se había apresurado a ir a la sala de espera para ofrecer la crónica de la mañana a Ned y Annie.
La señora Fee y yo permanecimos sentadas durante el sofocante receso, bajo la mirada vigilante del agente Neill. Caskie se había encerrado en alguna parte con MacDonald y solo me hizo una breve visita poco antes de que volviéramos a la sala. Le había desconcertado el intento por parte del fiscal de situarme en el lugar del secuestro y tenía un aspecto taciturno.
—No sabemos de qué va todo esto, señorita Baxter. Lo más probable es que solo sea para causar daño. Quiere sembrar la sospecha en la mente del jurado, involucrarla a usted todo lo posible. Me aterra pensar qué otro as se guarda en la manga, pero procure no preocuparse, señorita Baxter. Sabemos que estuvo con la señora Gillespie toda esa tarde, y Aitchison sabe que vamos a demostrarlo más allá de toda duda, en cuanto tengamos la oportunidad.
—Esperemos que Annie tenga claro a qué hora llegué a su casa —comenté.
—Sí —dijo el abogado, aún más pesimista si cabía.
Gran parte de la tarde se dedicó a las pruebas médicas. Oímos la declaración del doctor Frederick Thomson, forense, quien describió cómo podría haber muerto Rose. Thomson había examinado el cuerpo de Rose en la tumba del bosque y luego durante la autopsia. Es innecesario que reproduzca aquí los detalles desagradables de su testimonio. Baste decir que descubrió que la niña se había fracturado el cráneo de un modo que, con toda probabilidad, resultó fatal, si no en el momento del accidente, sí poco después. El cuerpo no presentaba otras heridas, rupturas, dislocaciones ni marcas, y la fractura parecía haber sido causada por un solo impacto contra una superficie plana y dura.