La verdad de la señorita Harriet (49 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—¿Podría haberla causado un instrumento romo? ¿Una piedra plana, por ejemplo?

—Es posible.

Fueron a buscar la piedra plana de la mesa de las pruebas: una piedra que, según el inspector Grant, se había encontrado «justo debajo de la ventana de la habitación en la que vive Schlutterhose con su mujer». En un lado se veía con claridad una mancha roja oscura, pero misteriosamente tanto Aitchison como Thomson la pasaron por alto. Según Thomson, podía haberse utilizado esa piedra o una parecida para infligir las heridas de Rose, aunque era más probable que el arma fuera una piedra más pesada. Molesto con esa rectificación, Aitchison lo presionó.

—Si no fue esa piedra, díganos, solo para que quede claro, si las heridas de la niña podrían haber causadas al ser arrojada de manera deliberada contra una superficie dura, una pared, tal vez, una mesa, una chimenea…, incluso el suelo.

—También es posible.

Interrogado por Pringle y a continuación por MacDonald, el forense confirmó que no había marca ni hendidura reconocible que hiciera pensar que la herida había sido infligida por repetidos golpes de una piedra u otro instrumento romo, y dio a entender que se debió a un solo golpe.

—Humm —musitó Pringle—. ¿No es cierto, señor, que la niña podría haber sufrido un fuerte impacto en la cabeza de alguna otra forma…, si iba en brazos de un adulto alto que es posible que fuera golpeado por algo que se movía a bastante velocidad…, un coche de tiro, por ejemplo? El adulto es derribado al suelo, y la niña sale dando volando por los aires y aterriza a poca distancia sobre la superficie dura de la carretera. En pocas palabras, una caída fatal.

—No descartaría esa posibilidad.

—En otras palabras, doctor Thomson…, humm…, ¿está o no de acuerdo en que la herida podría haber sido causada de forma accidental?

—Sí.

A continuación Aitchison intentó demostrar que Hans era relativamente inofensivo cuando estaba sobrio, pero que había que evitarlo cuando bebía. Varios residentes del barrio lo habían oído pelearse con su mujer. De hecho, la misma noche que Rose había desaparecido, un joven aprendiz que vivía en la puerta de al lado oyó discutir a la pareja. Aunque no se entendía lo que decían, oyó a Belle despotricar contra su marido, luego él le gritó hasta que, al cabo de un rato, solo se oyó un llanto.

Aitchison pasó por alto esa referencia al llanto, pero más tarde Pringle volvió a ello:

—¿Puedo preguntar si era un llanto masculino o… humm… femenino?

—Ambos, señor —respondió el aprendiz.

—¿Lloraban los dos? ¿La señora Schlutterhose y su marido?

—Sí, señor.

Pringle miró al jurado de forma elocuente antes de volver a su asiento.

La dueña de la taberna McGuire, en el Gallowgate, testificó que había servido a Hans y a Belle la noche en cuestión, y que, más tarde, ellos le habían pedido un papel y se habían puesto a escribir una carta en una esquina. Nos enteramos de que un experto en caligrafía había comparado varias muestras de la letra de Hans con la de la carta que apareció en el vestíbulo la mañana siguiente a la desaparición de Rose y que, después de analizar el estilo y los errores de ortografía y gramática característicos del alemán, el experto había llegado a la conclusión de que Schlutterhose era, con toda probabilidad, el autor de la nota de rescate. George Graham, el dueño de una casa de empeño del Gallowgate, identificó las botas con botones que se encontraban en la mesa de las pruebas, y testificó que Belle, una clienta habitual, las había empeñado, según su libro, el 7 de mayo de 1889, tres días después de que Rose desapareciera.

—¿Y cómo actuó Belle Schlutterhose al darle estas botas? —preguntó Aitchison—. ¿Advirtió algo extraño en su comportamiento?

—Me pareció que estaba bien —respondió Graham—. Hasta nos reímos por algo.

Estas palabras fueron recibidas con grititos de desaprobación por parte del público.

Y así continuó. Testigo tras testigo hizo declaraciones que eran sin lugar a dudas perjudiciales para Schlutterhose y su mujer. Se nos inducía a formarnos una imagen de ellos como sujetos irresponsables, deshonestos, tempestuosos y poco fiables, así como crueles e inmorales. Pese a los esfuerzos de Pringle durante su turno de interrogatorio, Aitchison actuó con asombrosa pericia. Parecía un hecho indiscutible que Hans Schlutterhose había secuestrado a Rose y huido con ella, y que su mujer había sido su cómplice. La prueba más ambigua concernía al accidente del tranvía. En su afán de obtener una condena por asesinato, el fiscal había hecho lo posible por arrojar dudas sobre la identidad del hombre y de la niña que habían chocado con los caballos del tranvía. También había logrado plantear interrogantes sobre la persona que había sido vista con Hans en los jardines de Queen’s Crescent o en sus proximidades, el 4 de mayo, y había dejado a todos los presentes con una sola pregunta en mente: ¿Quién era esa mujer, Belle o la inglesa?

Hacia el final de la tarde, Aitchison pidió que se leyeran en voz alta las declaraciones de Belle y Schlutterhose. Belle había hecho poco más que confirmar su identidad y no había tenido nada que decir sobre los cargos. Hans, en cambio, había hablado largo y tendido. El juez advirtió al jurado que las afirmaciones recogidas en la declaración habían sido realizadas en respuesta a las preguntas formuladas por el fiscal o el juez suplente de primera instancia, y que todas las imprecaciones y groserías habían sido borradas del texto. A fin de aclarar parte de lo que sigue debo incluir aquí una transcripción. Podría prologar este ridículo documento con miles de advertencias y negaciones. Que conste, pues, que lo incluyo aquí sin comentario alguno. Sin duda el lector será capaz de juzgar por sí mismo de un solo vistazo lo absurdo que es.

DECLARACIÓN DEL DETENIDO

En Glasgow, a 18 de noviembre de 1889, ante Walter Spence, juez suplente de primera instancia de Lanarkshire, comparece el detenido, quien tras ser advertido y examinado en legal forma, declara:

Me llamo Hans Schlutterhose. Me llevé a la niña pero no fue un asesinato. Fue un accidente. No fue idea mía llevármela. Habríamos cuidado de ella. Por Dios, se suponía que iba a ser solo por una noche.

Tengo treinta y seis años. Vivo con mi mujer, Belle, en el número 8 de Coalhill Street, Glasgow. Mi mujer no tiene nada que ver con esto, nada.

Nací en Bremen, Alemania, y hace siete años que vivo en Glasgow. Llegué a Londres en 1879, a los veintitrés años. Vine a Glasgow en 1883. Actualmente no estoy trabajando. Mi último empleo fue hace seis meses, en la destilería Loch Katrine de Camlachie. Hacía diversos trabajos, sobre todo trasladando barriles. Era un trabajo horrible. Estuve dos o tres meses, no recuerdo bien cuánto. Pagaban mal y me falló la salud.

Me llevé a la niña la primera semana de mayo, un sábado, no recuerdo la fecha. Me han enseñado un calendario y puedo confirmar que fue el 4 de mayo. Para empezar fui yo solo a Queen’s Crescent para echar un vistazo. Con ello quiero decir preparar el terreno. Iba a preparar el terreno primero y no pensaba secuestrar a la niña hasta un par de semanas después, cuando todo estuviera listo.

Eran las dos y media cuando llegué a Woodside. Las hijas de los Gillespie estaban jugando en los jardines. Todas las calles que rodean los jardines estaban tranquilas, no había ni un alma. Vi que era una buena oportunidad y que no debía dejarla escapar. Podíamos llevarnos a la niña y nadie lo vería. Podíamos llevárnosla sin problema en ese preciso momento. Nos la llevaríamos al Grand Hotel y allí tomaríamos un coche de punto.

Quiero decir que yo me la llevaría. Porque iba solo. Mi mujer no estaba allí. Estaba en casa. No sabía nada de todo esto. Me niego a continuar.

Me acerqué a la verja de los jardines y di dinero a la hermana mayor. Le dije que fuera a comprarme algo a la tienda. Le di un chelín. No recuerdo qué le pedí que comprara. Quizá té. Ella se fue corriendo. Luego le dije a Rose que su madre la esperaba en Skinner y que compraríamos un helado. Ella se vino conmigo de buena gana, cogiéndome de la mano. Pero caminaba muy despacio. Al final la cogí en brazos y me la llevé calle abajo, por West Prince’s Street.

Todo fue bien hasta que llegamos a la calle principal, Saint George’s. Estaba cruzando la calle cuando de pronto me vi arrojado al suelo. Me habían arrollado los caballos de un tranvía. El conductor iba demasiado deprisa. Los caballos aparecieron como salidos de la nada. No fue culpa mía. La niña salió volando por los aires sin que yo pudiera retenerla en mis brazos, y aterrizó a poca distancia. Calculo que a unos diez pies. Yo no quería hacerle daño, la culpa la tuvo el conductor. Se bajó de un salto y la gente se acercó corriendo para ver si estábamos heridos. De modo que recogí a la niña del suelo y huí con ella por una calle.

Me acaban de enseñar un plano y puedo confirmar que la calle por la que huí fue Shamrock Street. En este punto todavía llevaba en brazos a la niña. Cuando nos alejamos de la gente, la miré y vi que tenía algo de sangre detrás de la cabeza, no mucha. Debía de haberse golpeado la cabeza al caer al suelo. Si no recuerdo mal, se había golpeado contra los adoquines. Le envolví la cabeza con mi chaqueta para detener la sangre y la llevé en brazos hasta que paré un coche de punto en Cambridge Street. Se durmió en él.

Fuimos a mi casa de Coalhill Street. Cuando llegué la niña seguía dormida. Belle aún no había vuelto, de modo que tendí a la niña sobre un colchón. Le puse la chaqueta debajo de la cabeza a modo de almohada. Todavía le salía un poco de sangre, no mucha. Me senté y enseguida me quedé dormido porque estaba muy cansado. Mi mujer llegó a casa una hora después. No puedo decir de dónde venía. Va a la suya. Cuando entró, echó un vistazo a Rose y me dijo que estaba muerta. Al principio no la creí y traté de despertar a la niña. Pero la pobrecilla había muerto. Dios mío. Yo no quería hacerle daño. Disculpe, no puedo decir nada más.

Estoy listo para continuar. Cuando supimos con seguridad que la niña había muerto mi mujer se quedó muy afectada. Cubrí el cuerpo con periódicos para ocultarla pero no podía lograr que Belle se calmara. Al final metí a la niña en un baúl para hacerla desaparecer de nuestra vista. Mi mujer no quería estar en la misma habitación que el cadáver, de modo que salimos. Primero fuimos al Coffin en Whitevale Street, pero es tan pequeño que no puedes hablar en privado, de modo que de ahí fuimos al McGuire, en el Gallowgate. Es una taberna grande y no nos conocen tanto allí, así que podemos hablar.

Mi mujer, como es natural, estaba muy confusa porque ella no sabía nada de la niña, no estuvo involucrada. ¿Qué está diciendo? ¿Qué ha dicho? Será mejor que cierre la boca. [El detenido se pasa al alemán].

Estoy listo para continuar. Tomamos unas copas en McGuire para calmarnos. Estábamos muy tristes. La niña debía de haberse partido la cabeza al golpeársela contra el suelo y yo no pude evitarlo. Estaba en estado de shock. Le dije a mi mujer que iría a la policía y les contaría la verdad, pero ella no quiere que la deje sola. Al final decidimos irnos a Estados Unidos. Yo sabía que íbamos a necesitar dinero si queríamos llevar una vida decente, y como la niña había muerto decidí pedir un rescate al padre, el artista. Le escribí una nota y pagué a un chico para que la llevara a Woodside. Era un chico de la calle. Le pagué un chelín por llevar la nota y dos por guardar silencio. Nunca he vuelto a verlo.

Me acaban de enseñar una carta, marcada con un 1, y reconozco mi letra. Es la que yo escribí y envíe al señor Gillespie.

La mañana que murió la niña, mi mujer se marchó a eso de las diez. No quiere estar allí con el cadáver. Irá a donde sea hasta que el cuerpo haya desaparecido pero yo tengo que esperar hasta que se haga de noche para esconderlo. Poco después de que mi mujer se vaya oigo que llaman a la puerta. Cuando abro, veo a la señora que me pagó para que secuestrara a la niña. Sabía dónde vivía porque…, no recuerdo por qué lo sabía. Debí de decírselo yo. Nadie más se lo dijo.

Se quedó en el rellano. Se negó a entrar porque creía que la niña estaba allí y habló en un susurro. Me dice que Rose ha desaparecido y quiere saber si me la llevé, y si he escrito una nota de rescate. Le explico que hemos actuado porque no había nadie en la calle y era una buena oportunidad. Pero la señora no está contenta. Me dice que no debería tener a la niña allí. Quiere saber por qué no he seguido sus instrucciones y he alquilado una habitación. Me dice que lo he hecho mal, y que tengo que llevar a Rose a Woodside enseguida y dejarla en la esquina, donde pueda volver a casa ella sola.

Fue entonces cuando le dije que la niña había muerto. Le conté el accidente y que la niña se había golpeado la cabeza contra el suelo. Al principio la señora no me creyó. De modo que la llevé hasta el baúl y lo abrí. Cuando vio a la niña muerta, se puso muy pálida y se sentó en el suelo. Se sostuvo la cabeza así [el detenido hace una demostración]. Pensé que iba a desmayarse. Unos minutos después, cuando se levantó, me pareció que iba a atacarme. Dijo cosas horribles, poco propias de una señora, y luego se fue, pero volvió veinte minutos después. Se mostró fría conmigo aunque le repetí que fue un accidente. Me dice que me deshaga del cadáver, lo entierre en un foso muy profundo en las afueras de la ciudad. Me dice que no dirá una palabra a nadie. Le dije que no se preocupara, que Belle y yo nos íbamos a ir a Estados Unidos. «Supongo que querréis más dinero», dijo ella, y entonces le dije que nos quedaríamos con el rescate. Eso no había entrado en sus planes. Dijo que me daría el dinero que necesitara, pero que no debía escribir más notas al señor Gillespie. Quedamos en reunirnos unos días después para que me diera más dinero. Luego se fue.

Esa noche enterré el cadáver. Alquilé un carro y esperé a que se hiciera de noche, luego puse a la niña en el carro y lo conduje por Carntyne Road hasta las afueras. La enterré dentro del bosque, donde no se viera desde la carretera. ¡Que Dios me perdone!

La señora que me pagó se llama Harriet Baxter. No recuerdo de qué la conozco. La conocí en alguna parte. Ahora lo recuerdo, fue en la Exposición Internacional, hace dos años. Mantuvimos una conversación allí. Así es como la conocí. Volví a verla unas cuantas veces, por casualidad, aquí y allá. La vi una vez el pasado abril y me dijo que quería que hiciera algo por ella. Dice que quiere hacerle una broma a un amigo. Quiere que ese amigo crea que su hija ha desaparecido. Como la niña la conoce, la señorita Baxter necesita que se la lleve un desconocido. Eso es lo que me pide. Dice que solo he de tener a la niña una noche, después debo dejarla ilesa en la calle. Solo una noche, porque no quiere que su amigo se preocupe demasiado. Tenemos que tratar bien a la niña. Tenemos que darle buena comida y juguetes, lo que quiera. La señorita Baxter pagará todo. Hemos de alquilar una bonita habitación para tenerla allí, y hemos de alquilar un carro cerrado para llevárnosla fácilmente y devolverla de igual modo. La señorita Baxter dijo que debíamos alquilar una bonita habitación para que la niña no se asustara y para que no la vieran nuestros vecinos.

Cuando hablo en plural me refiero a la señorita Baxter y yo. No a mi mujer. Ella es inocente.

Cuando la señorita Baxter me pidió ayuda yo le dije que no, porque eso significaba violar la ley. Pero ella me dijo que no violaría la ley, que solo era una pequeña broma a un amigo. De modo que acepté ayudarla. Después de eso la vi tres o cuatro veces los sábados, cuando solo tenía media jornada. Quedamos en Lockhart Cocoa Rooms, en Argyle Street. Siempre está tan lleno que pasamos inadvertidos. La señorita Baxter no escribía nada, de modo que repitió una y otra vez el plan, lo que había que hacer. Había pensado en todo, hasta el último detalle. Dijo que era preciso que reconociera a las niñas, de modo que un sábado, tuve que esperarla en Charing Cross para que me las enseñara cuando pasara por su lado. Otro día me enseñó los jardines donde ellas jugaban y la esquina donde debía dejar de nuevo a la niña. Ella no caminaba a mi lado. Iba delante y si quería señalarme algo, se agachaba para atarse los cordones de un zapato y me hablaba en voz baja cuando yo pasaba por su lado. Me dijo que echara un vistazo al barrio dos o tres veces los sábados por la tarde y averiguara cuáles eran las mejores calles para huir con la niña. También debía observar a la policía, averiguar con qué frecuencia y a qué horas patrullaba la calle, etcétera. No recuerdo las fechas pero siempre era sábado cuando nos reuníamos.

Acaban de enseñarme un calendario de 1889 y puedo confirmar que los días que nos vimos en Lockhart fueron el 13, el 20 y el 27 de abril. El 20 también me llevó a Woodside para enseñarme el barrio. El 27 fue cuando se llevó a las niñas a pasear más allá de Charing Cross para que yo las viera. Quiere que me lleve a la niña a mediados de mayo o más tarde, cuando haga más calor. Estaba segura de que podía encontrarlas en los jardines la mayoría de los sábados. Fue una coincidencia que cuando fui a echar un vistazo ese día ya hiciera bastante calor y las niñas estuvieran jugando en los jardines.

La última vez que vi a la señorita Baxter en Cocoa Rooms fue unos días después del entierro de la niña. Me dio otras veinticinco libras. En total habíamos recibido cien libras de ella, pero eso había sido hacía seis meses. Ahora el dinero era insuficiente. Iba a pedirle más.

No sabría decir por qué la señorita Baxter querría hacer algo así. Nunca le pregunté sus motivos. No era un plan tan espantoso, ya que cuidaríamos bien de Rose y la devolveríamos al día siguiente. Si no hubiera estado mal de salud nunca me habría prestado a hacerlo. La culpa la tiene la señorita Baxter. En cuanto a lo que le ocurrió a la niña, fue un accidente. Fueron los caballos. Iban demasiado deprisa. Por lo que se refiere a eso la culpa la tuvieron los caballos.

La chaqueta que enterré con la niña era marrón. La había llevado durante años. Quedan unas veinte libras del dinero, que es lo que la policía encontró en el armario de mi casa. No fuimos a Estados Unidos porque ¿cómo íbamos a conseguir más dinero de la señorita Baxter? Ya eran las tres cuando quedaba con ella en Lockhart y siempre era sábado. Nada de todo eso habría ocurrido si no fuera por esa mujer. Ojalá nunca la hubiera conocido. Fue idea suya, y es por tanto culpa suya. Yo solo fui un león. Solo fui un león en este asunto. Desde entonces no hay día que no piense en entregarme a la policía. Para que conste, me dio veinticinco libras el 13 de abril, y cincuenta libras el 20 de abril. Y el 11 de mayo, después de la muerte de la niña, me dio otras veinticinco libras.

Niego que estuviera borracho cuando me llevé a la niña o cuando me atropelló el tranvía. Antes de secuestrarla me pasé por una taberna de George’s Road, pero solo tomé unos tragos. No recuerdo cómo se llamaba la taberna. No estuve mucho allí, tal vez unas horas. No estaba borracho. ¿Dice Belle que estaba borracho? La que estaba borracha era ella. Si no se hubiera ido y me hubiera dejado solo tal vez no me habrían tirado al suelo. Supongo que está diciendo que intentó impedir que secuestrara a la niña. Bueno, ella estuvo allí. Estuvo conmigo. Es tan culpable como yo. Puede decirle que se [una serie de palabras borradas]. [El detenido pasa a hablar en alemán y se niega a continuar].

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