La verdad de la señorita Harriet (51 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Aquí tengo que hacer una pausa, porque no sé muy bien qué decir del testimonio de Annie. Ante todo, hay que tener en cuenta que era una madre que lloraba la muerte de su hija y que se hallaba en un estado frágil. En ciertos sentidos diría que su coraje era encomiable. Annie siempre había sido una criatura como de otro mundo y, por naturaleza, era tan etérea como una voluta de humo, y aquel día parecía no solo ensimismada sino también frágil y, en ocasiones, algo trastornada. Pese a ello, se abstuvo de hacer gestos histriónicos y no derramó una sola lágrima en la sala, a pesar de que, como madre de Rose, tenía buenos motivos para estar destrozada. A menudo he intentado ponerme en su piel, y me imagino que, durante meses, toda clase de personas debían de haberle llenado los oídos de veneno, confundiéndola y distorsionando su opinión sobre mí. Con toda probabilidad no sabía qué dirección tomar, en quién confiar o a quién creer. En su situación yo tal vez habría reaccionado de la misma manera, volviéndome recelosa, desconfiada…, sufriendo incluso delirios, como admito que se la veía a ella sobre el estrado.

Sus palabras han quedado registradas para siempre en
Juicios célebres
y en el panfleto de Kemp, por si a alguien le interesa leerlas. Si me hubieran permitido hablar en mi defensa durante el juicio, habría señalado unas cuantas inexactitudes e interpretaciones erróneas. El tiempo lo distorsiona todo, y es bien sabido que Annie siempre ha tenido mala memoria. Por ejemplo, teníamos grandes esperanzas en que, durante el interrogatorio, MacDonald me situara con ella en Stanley Street a la hora aproximada en que Rose fue secuestrada. Nadie estaba seguro de la hora del secuestro, pero la policía calculaba que había ocurrido entre las tres, cuando la señorita Johnstone había visto a los secuestradores por su ventana, y las tres y media, cuando la señora Arthur vio a Hans correr por West Prince’s Street con Rose en los brazos. Pero Annie se mostró exasperantemente vaga sobre cuándo había llegado yo al número 11. Confirmó que había estado con ella la mayor parte de la tarde, pero no pudo, o no quiso, concretar la hora exacta en que llegué.

—Podría haber sido a las tres —le dijo a Aitchison—. Pero también más tarde. No miré el reloj.

—¿Podría haber sido a las cuatro?

—Tan tarde no creo…, pero no estoy segura.

También recordaba de manera errónea los primeros tiempos de nuestra amistad, declarando que la misma tarde que nos conocimos yo le encargué un retrato, lo que, por supuesto, no era cierto.

Aitchison pareció muy interesado en el retrato. Después de establecer que mi padre había encargado y pagado el cuadro, le preguntó a Annie si el señor Dalrymple había efectuado el pago en persona.

—No —replicó ella—. Fue Harriet quien nos dio el dinero de su parte.

—¿Entonces él encargó y pagó el retrato, pero ustedes nunca lo conocieron?

—Eso es.

Lanzándome una mirada astuta, Aitchison le preguntó:

—¿Dónde se encuentra el retrato?

—En su casa de Helensburgh —respondió Annie—. Creo que es donde él vive.

—¿Cómo lo sabe? Me refiero a dónde se encuentra.

—Por ella. Creo que dijo que él lo quería para su salón.

—Entiendo…, para su salón. Bien, hábleme más de la señorita Baxter. Tengo entendido que hicieron amistad y a usted le caía bien.

—Sí, al menos por un tiempo.

—¿Cambiaron sus sentimientos hacia ella?

—Sí.

—¿Se produjo algún incidente que provocara tal cambio en sus sentimientos?

—En realidad no. Solo ocurrió con el tiempo. Se volvió un poco… entrometida. Una vez me la encontré por la calle y me preguntó adónde iba, y yo le dije que iba a comprar una botella de cerveza para Ned, mi marido. Entonces Harriet me preguntó qué clase de cerveza y cuando le respondí que no estaba segura, que tal vez Murdoch, se rió y dijo: «Oh, no le compre Murdoch. No le gusta tanto». Me sorprendió el comentario, pero me encontré a mí misma preguntándole qué clase de cerveza debía comprarle. Ella sugirió que Greenhead. Y acertó, porque cuando más tarde se lo pregunté a Ned, me dijo que esa era su marca preferida. Ella debía de habérselo oído decir o… No lo sé. Pero hizo que me sintiera incómoda… y me chocó que ella supiera lo que a él le gustaba o le dejaba de gustar.

—¿Que la señorita Baxter conociera mejor las preferencias de su marido que usted?

—Sí. No me pareció… decoroso.

—Ahora, señora Gillespie, ¿podría trasladarse al sábado trece de abril del año pasado? ¿Puede recordar qué pasó aquel día?

Pese a mi ansiedad, casi me reí, porque Annie apenas se acordaba de qué día de la semana era, y no digamos qué había pasado hacía un año. Pero, para mi sorpresa, respondió enseguida de forma afirmativa, lo que hizo que me preguntara si había ensayado la pregunta.

—Sí, fuimos a Bardowie todos…, es decir, mi marido, mis hijas y yo, a una finca que es propiedad del padrastro de Harriet. Ella quería enseñárnosla. Tenía pensado pasar allí el verano. Había montado un estudio de pintura en una de las habitaciones, en una torre.

—¿Un estudio? ¿Para su marido?

—No…, a ella le había dado por pintar…, o eso es lo que me dijo.

—¿No la creyó?

Annie reflexionó unos minutos antes de responder.

—Me pareció un poco raro. Le gusta el arte, pero nunca había mostrado ningún interés en pintar. Hasta que mi marido empezó a dar clases en la Escuela de Bellas Artes.

—Entiendo…, ¿y qué hizo entonces?

—Se apuntó a las clases.

—¿De veras? ¿Y a usted le pareció extraño?

—Bueno, un poco.

—¿Por qué le pareció extraño?

—No lo sé…, la veíamos bastante por esa época. Supongo que la considerábamos una amiga. Solo me sorprendió que se apuntara a las clases de Ned.

—Y…, volviendo a ese día en Bardowie…, ¿qué ocurrió?

—Bueno, nos invitó a pasar el verano allí con ella. Podíamos quedarnos todo el tiempo que quisiéramos. Tenía esa idea de que podríamos pintar todos allí. Dijo que Ned podía instalarse en el estudio, y que yo y ella lo haríamos en otras habitaciones.

—¿Y aceptaron el ofrecimiento?

—No…, no exactamente. Mi marido es muy educado, le cuesta mucho decir que no. Dijo que le parecía una idea estupenda, y creo que Harriet quizá se llevó una impresión errónea y creyó en realidad que íbamos a instalarnos todos con ella.

—¿Usted quería aceptar el ofrecimiento?

—No. Los dos sabíamos que no íbamos a ir.

—¿Por qué no?

—No habría sido decoroso. Habría sido excesivo. Además, esperábamos pasar el verano en la costa este. No le dijimos con claridad que no, pero tampoco que sí, y confiamos en que se olvidara de ello.

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Bueno, esa tarde volvimos a casa. Pero unos días más tarde Harriet volvió a pasar por casa cuando mi marido no estaba. Quería saber cuánto tiempo estaríamos en Bardowie. No quise que se llevara un chasco demasiado grande. Me pareció que era mejor decirle que no allí mismo, para no llevarla a engaño. Le dije que no íbamos a instalarnos con ella.

Aun mientras lo escribo, me inunda la exasperación. Como ya he dejado claro, si Annie rechazó esa invitación, estaba en todo su derecho. Nunca me atrevería a decir que mentía, pero tal vez fuera una pequeña escena que había inventado en su imaginación…, algo incluso que quería que fuese cierto y se había convencido a sí misma de que lo era. Personalmente, no recuerdo aquella conversación. Pero Aitchison la presionó como una urraca acecharía a un polluelo.

—¿Y cómo reaccionó ella?

—Es posible que se ofendiera y la tomara conmigo. Estaba enfadada.

—¿Perdió los estribos?

—Oh, no…, Harriet jamás perdería los estribos. Pero vi que en su fuero interno estaba furiosa. Tenía una taza de té en las manos en ese momento y estaba a punto de dejarla en el estante, y la hizo añicos entre los dedos de lo fuerte que la agarraba.

De nuevo, Annie debía de estar confundida. Es cierto que rompí una taza, pero fue un accidente. No fue porque la agarrara demasiado fuerte sino porque se me escurrió de los dedos.

—¿Cambió su actitud hacia usted en los días siguientes?

—No sabría decirlo, pero a veces parecía… Me pareció sorprenderla una vez mirándome de una forma extraña. Tal vez fuera yo…, pero hizo que recelara un poco de ella.

—Ha dicho que ella la miraba de una forma «extraña», ¿podría ser más precisa?

—No lo sé… Había algo en su mirada que no era agradable.

Dejó esa vaga afirmación suspendida, sin examinar, a pesar de que podría haber querido decir cualquier cosa con ella.

No es mi intención refutar frase por frase otras partes de la declaración de Annie ante Aitchison, ya que por alguna razón estoy bastante agotada. Tal vez vuelva a ello más tarde, cuando haya descansado. No hay necesidad de dar vueltas al interrogatorio de Pringle, ya que se limitó a presionar a Annie para que corroborara que yo había actuado de forma extraña el día que Rose desapareció y los que siguieron. El problema (para él) fue que ese día aciago, la pobre tenía otras preocupaciones y no me prestó mucha atención; además, todos debimos de comportarnos de forma extraña ante el secuestro de una niña a quien adorábamos.

MacDonald tuvo la consideración de contenerse y no mostrarse demasiado despiadado con Annie, pero, abandonada a su merced, se hizo evidente que no estaba del todo bien de la cabeza. Este hecho tal vez no sea evidente de inmediato si se lee la transcripción, porque esta no puede evocar su imagen de pie en el estrado. Recuerdo bien su aspecto porque la miré varias veces de reojo. Con franqueza, parecía un espectro, un lastimero y atormentado fantasma. La impresión general era de alguien que ha perdido el control, alguien a quien se le ha escabullido de las manos la realidad.

Después del testimonio de Annie, Aitchison llamó a declarar a la señora Esther Watson, de Londres. Yo había tenido amistad con la señora Watson hacía varios años, cuando todavía vivía mi tía aunque su salud era precaria. Esther y su marido, Henry, eran instructores de la Asociación de Ambulancias Saint John, y yo los había conocido en una de las clases para señoras de Primeros auxilios para los heridos. Ninguno de los dos tenía dónde caerse muerto, pero habían sido afortunados y heredado una encantadora mansión antigua en Chelsea. Además de las clases en Saint John, Esther era soprano de ópera. Henry, que había estudiado derecho, no ejercía la abogacía. Me divertía su compañía, al menos al principio. Me atrevería a decir que eran algo engreídos, y que tendían a hablar solo de lo que a ellos les interesaba, pero eran bastante agudos, y los tres pasamos mucho tiempo juntos y no tardamos en hacernos grandes amigos.

Con todo, al ver a Esther Watson en el estrado de los testigos, supe que podía esperar algo insidioso. La verdad es que habíamos roto de forma bastante desagradable unos años antes de que me fuera a vivir a Glasgow. Bien mirado, debería haber sabido que pasaba algo el día que Henry me llevó a su gabinete para enseñarme su colección de imágenes estereoscópicas y esta resultó ser una serie de fotografías obscenas de mujeres rollizas medio desnudas. Creo que esperaba que esas imágenes me excitaran, y que mirarlas juntos fuera el preludio de un fogoso encuentro en el sofá. Unas semanas después, en otra ocasión en que su mujer había salido, trató de meterme la lengua en la oreja. Todo fue muy violento y una vez más me vi obligada a poner fin a mi visita. Esther debió de sospechar algo, porque vino a verme más tarde exigiendo saber qué había entre Henry y yo. Lamentablemente, estaba resuelta a responsabilizarme a mí de lo ocurrido, cuando la culpa la tenía el viejo verde de su marido. De todos modos, me pregunté qué enfoque podía dar a los acontecimientos durante el interrogatorio, porque no tenía ninguna duda de que esa era la razón que había detrás de su comparecencia como testigo de la acusación.

Debe señalarse que, por doloroso que sea para mí, me dispongo a dar cuenta exhaustiva de esta parte del juicio. Una conciencia culpable podría tratar de ocultar declaraciones como las que hizo Esther Watson aquel día. Pero, como estoy segura de que es evidente a estas alturas, mi único deseo es ser franca y abierta, por encima de cualquier reproche.

Aitchison no perdió el tiempo y fue al grano.

—Conoció a la señorita Harriet Baxter en el año mil ochocientos ochenta y tres, ¿no es cierto?

—Sí. Mi marido y yo damos clases en la Asociación de Ambulancias Saint John. Yo doy clases a las señoras y la señorita Baxter asistía a mis clases.

—¿Y cómo surgió su amistad con la señorita Baxter fuera del aula?

—Bueno, coincidimos unas cuantas veces aquí y allá, en el teatro o por la calle. Cuando terminó el cursillo seguimos tratándola. Ella venía a vernos a Chelsea. Tenía mucho interés en los primeros auxilios. Con el tiempo hicimos amistad, porque era muy simpática, acomodaticia y servicial. Por ejemplo, nos remendó todas las sábanas viejas, cortándolas por la mitad y cosiendo los lados. Y un día salió sola al jardín y podó el seto porque, según ella, daba demasiada sombra sobre el gabinete. Henry se quedó encantado.

—¿Podría decir que se hacía útil? —observó Aitchison.

—Sí.

—¿Tiene hijos, señora Watson?

—No. Me temo que no hemos sido bendecidos en ese sentido.

Era mortificante. Esther estaba ofreciendo la interpretación de su vida: una voz suave con una dicción impecable, el sombrero y los guantes pulcros, la mirada recatadamente baja. A los cuarenta y cinco años que calculé que tenía, seguía siendo atractiva aunque de una manera un tanto ampulosa, como un tulipán a finales de mayo. Por lo que yo sabía, su carrera operística se había estancado, y en esos momentos solo aparecía en comedias musicales ligeras, lo que debía de ser humillante, pero Henry y ella necesitaban el dinero.

—¿Y usted y la señorita Baxter siguen siendo amigas?

Esther me miró y titubeó antes de responder. La frialdad de su mirada me dejó horrorizada.

—No…, mi marido y yo nos vimos obligados a dejar de tratarla.

—Por favor, explíquese.

Pero antes de que pudiera hacerlo, MacDonald se había puesto en pie.

—Protesto, milord. El testimonio de esta testigo no parece guardar relación con los cargos presentados contra la señorita Baxter.

El juez se volvió hacia Aitchison.

—¿Señor fiscal?

—Milord, puede estar seguro de que el testimonio de la señora Watson arrojará luz sobre las pruebas directas del caso.

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