La verdad de la señorita Harriet (55 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—¿Cuánto tiempo hacía que no entraba usted en el comedor antes de esa tarde?

—No lo sé…, uno o dos días. Es posible que entrara la noche anterior.

—¿Y las niñas tenían acceso a la habitación a esa hora?

—Bueno…, sí.

—¿No podría haberlo dibujado alguna de ellas, digamos, Sibyl?

—Supongo que sí. Pero vi a la señorita Baxter allí.

—Sí, pero no la vio hacer ningún dibujo en la pared, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—Su reacción inmediata, una vez que se hubo ido la señorita Baxter, fue limpiar el dibujo. ¿Por qué lo hizo?

—Porque sabía que Sibyl se metería en un lío. Siempre se estaba metiendo en líos, y por una vez no era ella quien lo había hecho.

—¿No se le ocurrió pensar que la señorita Baxter tal vez había intentado hacer lo mismo, que había tratado de limpiar el dibujo y deshacerse de él para proteger a Sibyl, exactamente como usted había hecho? ¿No se le ocurrió?

—No, señor.

—¿Estaba emborronado el dibujo?

—No mucho, solo un poco.

—Ha mencionado que limpió el dibujo con un cepillo, agua y jabón. ¿Podría haberlo limpiado solo con la mano?

—No lo creo, al menos no muy bien.

—Ha testificado que, unos días después, habló en privado con la señorita Baxter y le preguntó qué había hecho en el comedor. ¿Qué le respondió ella?

—Bueno, como he dicho, lo negó.

—¿Lo negó?

—Negó que hubiera estado en la estancia. Cuando le dije que la había visto agachada, dijo que ya se acordaba.

—¿De qué se acordaba?

—Dijo que había visto el dibujo en la pared y se había arrodillado para intentar limpiarlo con la mano, pero que no se fue.

—¿Con la mano?

—Sí.

—¿Le pareció que se enfadaba cuando usted la acusó?

—A primera vista no, señor, pero ella siempre se hacía la buena.

—Y, como ha señalado a mi ilustre colega, el señor fiscal, a usted la despidieron unas semanas después, por robar un broche.

—No lo robé yo.

—Como le ha dicho usted misma al señor fiscal… —Hacía mucho rato que habían encendido las luces y MacDonald tuvo que mirar detenidamente sus notas—: «La señorita Baxter debió de robarlo, y luego subió y lo puso debajo de mi colchón, para que yo cargara con el mochuelo. Ella quería que me despidieran por si contaba lo que había visto».

Yo sabía que no le había caído muy bien a Jessie, porque era de «allá en el sur» y demás, pero nunca imaginé que tuviera una opinión tan mala de mí para contar semejantes embustes en el estrado. Como si se me hubiera pasado siquiera por la cabeza hacer algo que causase problemas a Sibyl; la sola idea era ridícula. Por supuesto, mis abogados habían esperado refutar el testimonio de Jessie con la revelación de que era una ladrona, pero no contábamos con que Aitchison, con tanta habilidad, se nos adelantara abordando él mismo el tema del broche, junto con la disparatada afirmación de que era yo quien lo había escondido de manera deliberada en la habitación de Jessie para que la despidieran. Cuando le tocó su turno de interrogatorio, Pringle reforzó esa imagen de mí como una especie de malhechora perversa, y Kinbervie no hizo nada por detener esa clase de testimonios engañosos.

MacDonald hizo lo posible por demostrar que a Jessie la movía el rencor. Lamentablemente, la actitud ingenua de la mujer, así como su falta de sofisticación, cayó en gracia al público, y MacDonald tuvo que esforzarse por reparar el daño que ella había hecho.

—Señorita McKenzie, ¿qué opinión tenía de la señorita Baxter?

Jessie hizo un gesto de indiferencia.

—¿Le agradaba?

—No estaba mal… Tal vez era un poco estirada, eso es lo que pensaba, al menos, hasta que hizo ese dibujo y dejó que yo cargara con la culpa del broche.

Las risas con que fue recibido el comentario fueron contenidas enseguida por Su Señoría.

—¿Qué hay de los ingleses en general? —continuó MacDonald—. ¿Son de su agrado?

Jessie reflexionó un momento sobre ello, luego negó con la cabeza con resolución.

—La verdad es que no, señor.

Esa respuesta deleitó tanto al público que Kinbervie amenazó con desalojar la sala. A continuación se volvió para dirigirse a mi abogado.


Tempus fugit
, señor MacDonald. Si es tan amable de darse prisa.

—Desde luego, milord. —MacDonald dio la espalda a la testigo—. Señorita McKenzie, si me permite recapitular, en su opinión esta señora inglesa, que admite que no le agradaba, hizo un dibujo obsceno en la pared porque sabía que Sibyl Gillespie cargaría con la culpa.

—Sí.

—Y, como usted le plantó cara, se las ingenió para que la despidieran robando un broche y escondiéndolo en su habitación, donde se aseguró de que lo encontraran sus empleadores. ¿Cree que eso sería un resumen exacto de lo sucedido?

—Sí, señor.

MacDonald lanzó una mirada de incredulidad hacia los miembros del jurado.

—¿No es más cierto que solo tenía celos de la señorita Baxter, sobre todo por su afectuosa relación con las niñas, a quienes usted quería?

—No, señor.

—¿No es más cierto, señorita McKenzie, que no hay nada detrás de sus afirmaciones y cuentos?

—Oh, pero sí que lo hay, señor.

—¿No es más cierto que no hay más que ficción, dado que son un simple producto de su imaginación?

—No, señor —protestó Jessie—. No pueden ser producto de mi imaginación porque, verá usted, no tengo imaginación.

Hasta a Su Señoría se le vio soltar una risita mientras recogía sus papeles antes de levantar la sesión por ese día.

Así concluyeron las alegaciones de la acusación. El hecho de que Christina no se presentara fue sin duda fortuito, así como la retirada de la prueba del libro mayor del banco, pero habían salido mal tantas cosas que no estaba de humor para regocijarme. De nuevo en las lúgubres profundidades del edificio del tribunal, permanecí sentada, aturdida y al borde de la desesperación. Con su último comentario Jessie se había ganado al público. La única persona que no pareció divertirse fue la hermana de Ned. Estaba ceñuda cuando se levantó para abrocharse el abrigo, y no logré atraer su mirada antes de que se volviera y saliera con prisa de la sala. Por lo que yo sabía, Mabel había oído las distintas acusaciones que había hecho Jessie cuando la despidieron, pero tal vez había evitado una vez más decírselo a su hermano. Mi temor ahora era que las palabras de Jessie tuvieran más peso pronunciadas desde la tribuna de los testigos. En realidad, el incidente que describió nunca ocurrió; mejor dicho, ocurrió pero Jessie malinterpretó lo que vio.

La idea (tal como la expresaba Kemp en su panfleto) de que el testimonio de Jessie ilustraba algo profundo acerca de mi naturaleza —y merecía, por tanto, ser incluido en el juicio— es errónea. Kinbervie debería haber interrumpido el interrogatorio de Aitchison y despedido a la testigo, puesto que su testimonio no guardaba relación alguna con el secuestro de Rose. Tal como estaban las cosas, la Corona podía servirse de la joven —de su mente atolondrada y de sus conclusiones erróneas— para mancillar, simple y llanamente, mi carácter.

Pero ¿se dejarían convencer Ned y Annie de que yo había hecho algo en realidad para castigar a Sibyl?

21

Como la acusación había tardado dos días en fundamentar sus argumentos, los señores Pringle y MacDonald se vieron obligados a compartir el último día del juicio. La mañana empezó mal cuando Caskie llegó a la celda de detención con la sorprendente noticia de que MacDonald podía llamar a Sibyl Gillespie a testificar. Eso no había formado parte de la estrategia original de mis abogados. Sin embargo, tenían mucho interés en refutar las insinuaciones de Aitchison de que yo era la señora con velo que había mandado a Sibyl a la tienda.

No pude evitar alarmarme.

—¿Está lo suficientemente bien? —le pregunté a Caskie—. Creía que había dicho que seguía inestable.

—Sí. Es arriesgado, pero si logramos que identifique a Belle en lugar de a usted, será un verdadero triunfo.

Cuánto me habría gustado que no hablara con clichés el día más importante de mi vida.

En el piso superior, la sala del tribunal estaba sofocantemente abarrotada. Recorrí con la vista la galería mientras ocupaba mi sitio en el banquillo de los acusados y encontré a Ned en una de las filas del fondo. Miraba al suelo, y su pálido rostro dejaba ver las huellas de un agudo sufrimiento mental. No se veía a Annie por ninguna parte y no estaba segura de qué pensar de ese hecho, ya que podría haberse reunido con él si hubiera querido. Mabel tampoco estaba.

Kinbervie tomó por fin asiento en el estrado. Eran pasadas las diez y yo ya empezaba a impacientarme, muy consciente del poco tiempo que quedaba. Afortunadamente Pringle llamó a pocos testigos en comparación. Según Caskie, la situación no era muy halagüeña para Schlutterhose y Belle. Pringle parecía haberlos persuadido de que su última esperanza era intentar eludir el cargo de asesinato, porque dirigió todos sus esfuerzos a demostrar que Rose había muerto como consecuencia de heridas ocasionadas en el accidente del tranvía en Saint George’s Road.

John Wheatley, el conductor del vehículo involucrado, afirmó que la tarde en cuestión el tranvía avanzaba por Saint George’s Road a la velocidad normal, y entonces advirtió que un hombre con una niña en brazos se disponía a subir por la parte delantera. Cuando el tranvía no pudo frenar a tiempo para recogerlo, el hombre se volvió para mirar calle abajo, en apariencia sobresaltado por el estrépito de un carro al dejar caer su cargamento de piedras. Luego pareció olvidar dónde se encontraba, porque el tipo, sin previo aviso, se cruzó en el camino de los caballos de Wheatley. El conductor afirmaba que había frenado en el acto y tirado de las riendas, pero fue demasiado tarde: uno de los caballos se encabritó y golpeó con el cuello al hombre en el hombro, derribándolo al suelo y haciéndole soltar a la niña. Cuando Wheatley bajó de su plataforma, el hombre volvía a estar en pie y ya había recogido a la niña del suelo. «Estamos bien, estamos bien», dijo.

Su acento le sonó extranjero al conductor, tal vez italiano, pero no podía estar seguro. Según él, el hombre en cuestión era un tipo alto de constitución fornida, con barba y bigote. Corroboró que había parecido ebrio, diciendo que «apestaba como la destilería Dundashill». Cuando se le preguntó si era capaz de identificar al hombre en la sala, Wheatley miró largo rato a Hans antes de responder:

—El detenido es de la misma estatura y constitución. Se le ve más pulcro, pero podría ser porque se ha arreglado. Diría que el detenido se parece mucho al hombre que vi.

Cuando Aitchison procedió a interrogar al testigo, procuró explotar cualquier atisbo de duda.

—¿Y, en su opinión, el hombre que vio ese día era italiano?

—Bueno, a mí me sonó italiano.

—¿No alemán?

—No entiendo mucho, pero pensé que era italiano.

Aitchison evitó preguntarle a Wheatley si la niña había sangrado, por una buena razón: al ser interrogado por Pringle, el conductor afirmó con rotundidad que había visto sangre en la cabeza de la niña. «Estaba claro que sangraba —dijo—. Supongo que se golpeó el cráneo al caer. Tenía sangre en la nuca.»

Otros cuantos testigos del accidente también testificaron que enseguida habían visto sangre en la cabeza de la niña. Todos menos uno identificó a Schlutterhose como el hombre que la había recogido del suelo, después de la colisión, y se había ido a toda prisa. A todos los testigos se les enseñó uno de los retratos que Ned había hecho a Rose, y todos respondieron unánimemente que la niña del cuadro se parecía a la niña que había visto ese día. La mayoría de los espectadores alargaron el cuello en su asiento para ver el retrato, pero Ned miró al suelo, como si no pudiera soportar contemplar la imagen de su hija pintada por él mismo. Durante el resto del tiempo mantuvo la vista clavada en los testigos.

La señorita Celia Stewart era una mujer menuda, pulcra y enguantada de unos sesenta años, con el pelo canoso y ralo, y unas maneras bruscas y escrupulosas.

—El detenido estaba sin duda ebrio —le dijo al tribunal—. Salió a las vías del tranvía sin comprobar si se acercaba alguno, como uno hace, o debería hacer, casi instintivamente hoy día.

—Y, humm…, ¿dónde estaba el tranvía en ese momento? —preguntó Pringle.

—Los caballos estaban a unos ocho pies de él, y avanzaban a un buen paso, no demasiado rápido sino a la velocidad habitual. En un momento estuvieron sobre él. La niña se le escurrió de los brazos al caer.

—¿Soltó a la niña para salvarse?

La señorita Stewart negó con la cabeza.

—No, fue inevitable. No pudo impedir que se le cayera. Él mismo se vio volando por los aires, y la niña se le cayó y aterrizó a unos palmos de distancia.

—¿Está diciendo que no pudo impedir que se le cayera la niña?

—Sí…, no tuvo tiempo para reaccionar, aunque podría haber tenido suficiente juicio para no cruzarse en el camino del tranvía.

—Ahora que todo ha pasado, ¿fue, en su opinión, un accidente?

—Sin lugar a dudas.

Durante el interrogatorio, Aitchison se mostró muy interesado en destruir la idea de que Rose podría haber muerto como consecuencia de esa colisión. Pese a la falta de pruebas que lo demostraran, quería que creyéramos que habían «acabado» con Rose en algún momento después de su llegada a Coalhill Street. Quizá hubo un accidente en Woodside la tarde en cuestión, pero el fiscal estaba resuelto a disipar la creencia de que Hans y Rose podían ser el hombre y la niña afectados, o, en todo caso, que la niña resultó herida de la caída. Las maneras de Aitchison con los testigos de la defensa me parecieron persistentemente altaneras, y su actitud con la señorita Stewart, en particular, desdeñosa. Parecía casi ofendido de tener que interrogar a una anciana cuyas opiniones no venían al caso. La testigo, por su parte, se negó a dejarse intimidar y no perdió ningún triunfo.

—Señorita Stewart, ha dicho usted que se encontraba a cuarenta pies en el momento del accidente. ¿Y pretende que creamos que puede identificar a este detenido, este extranjero, a tanta distancia del tranvía?

—Solo estuve a esa distancia en el momento del accidente. Me acerqué corriendo y cuando el hombre se levantó, estaba tan cerca de él como lo estoy ahora. El detenido es, con toda seguridad, el hombre que vi esa tarde.

Tal vez con acierto, el fiscal abandonó ese enfoque y continuó:

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