—¿Y qué le pasó a la niña cuando cayó?
—Se golpeó contra el suelo; cayó de cabeza. Lo vi claramente.
Aitchison la miró con incredulidad.
—A cuarenta pies de distancia, ¿está segura de ello?
—Sí, estoy segura, porque recuerdo que me quedé horrorizada. Si hubiera caído de otro modo, de espaldas, por ejemplo, habría salido mejor parada. Pero la cabeza recibió todo el impacto. La calle está adoquinada por allí y los adoquines son durísimos. En ese momento pensé que sería un milagro si no se había fracturado el cráneo o tenía un trauma cerebral.
El fiscal abrió mucho los ojos y se volvió un poco para que los miembros del jurado pudieran apreciar su sonrisa burlona.
—¿Debo entender, señorita, que es usted una experta en fracturas craneales y traumas cerebrales?
—No exactamente —replicó la señorita Stewart—. Mi especialidad es la obstetricia, que he practicado toda mi vida. Pero de joven estudié medicina en Pensilvania, cuando viví en Estados Unidos.
Aitchison se ruborizó un poco y se le pusieron los ojos vidriosos.
—En efecto —murmuró, bajando la vista y hojeando sus notas.
Semejante desliz no era habitual en un fiscal. No tengo ni idea de si estaba enterado de la formación médica de la señorita Stewart y solo se había olvidado, o si el tema en cuestión no había salido a colación durante las entrevistas preliminares; en cualquier caso, fue un error evidente y creo que dejó traslucir lo alterado que estaba por la no comparecencia de Christina Smith el día anterior.
Después de la señorita Stewart oímos el testimonio de tres médicos: el doctor Heron Watson, el doctor Charles McGillivray y el doctor Alexis Thomson, tres expertos muy respetados en los ámbitos de la medicina y la cirugía. Se habían llevado a término varios experimentos truculentos con animales y cráneos, y los médicos informaron de los resultados, que indicaban que la fractura craneal fue causada por una caída accidental contra una superficie dura, probablemente de piedra.
Al mostrarles la piedra plana de la mesa de las pruebas, los tres médicos coincidieron en que probablemente era demasiado ligera para haber infligido la herida en la cabeza de Rose. El señor Pringle le preguntó al doctor Heron Watson por la mancha rojo oscuro de la piedra.
—Esa marca de ahí, humm…, parece sangre, ¿no?
—No hay sangre en esa piedra —respondió Heron Watson—. Yo mismo lo comprobé.
Pringle fingió sorprenderse.
—¿En serio? Y si no es sangre, ¿qué es?
—Óxido, señor. Solo es óxido. Esta piedra, en algún momento de su historia, debía de apoyarse contra un pedazo de metal…, una cadena, o tal vez un clavo o una vieja hebilla. Si a ello le suma la climatología escocesa, ¿qué obtiene si no óxido?
Todo eso iba a nuestro favor, ya que mostraba la supuesta «arma del delito» como lo que era: un fiasco. Al darse cuenta, Aitchison cambió de enfoque durante su turno del interrogatorio. Obligó a los tres médicos a admitir que, aunque se decantaban por la teoría de que Rose se había hecho daño a consecuencia de una caída accidental, su herida fatal podía haber sido causada deliberadamente, al verse arrojada contra un suelo duro o una chimenea, o al golpearle la cabeza con algo macizo.
Me pareció muy mal que Ned tuviera que oír esos detalles truculentos, sobre todo porque eran una pérdida de tiempo: ninguno de los médicos, ya fuera en representación de la acusación o de la defensa, había sido capaz de descartar la teoría opuesta.
Pringle pasó a presentar a unos cuantos testigos que afirmaron ser amigos y vecinos de la pareja acusada. En marcado contraste con lo que habíamos oído dos días atrás, esas personas testificaron que Hans y Belle eran gente buena, sencilla y de buen corazón que vivía una vida tranquila y abstemia en el pobre pero respetable barrio de Camlachie. Uno no podía evitar preguntarse de dónde habían salido todos esos conocidos tan solícitos. ¡En el Moray Arms, sin duda! A medida que subía al estrado un amigo del alma tras otro, era casi imposible no perder la paciencia; Pringle solo estaba haciendo perder el tiempo al tribunal. Yo estaba fuera de mí, sobre todo al pensar en la inminente comparecencia de Sibyl. Cuando miré el reloj de pared, me pareció que las agujas giraban a gran velocidad.
En cierto momento llamaron a testificar a Nelly Smith, la madre de Belle. Aseguró a Pringle que Belle y Hans habían estado con ella en su casa, desde la mañana hasta la noche del día en cuestión. Pese a las miradas elocuentes que lanzó Pringle a los miembros del jurado, dudo que ninguno de ellos se tomara en serio su testimonio, porque no era una embustera muy convincente, y uno suele asumir que una madre hará lo que sea para proteger a su prole. Además, lo que dijo contradecía la declaración de Schlutterhose.
MacDonald obtuvo el único hecho ineludible de su testimonio.
—Tiene otra hija, ¿no es cierto, señora Smith?
—Sí…, Christina.
—Christina Smith. ¿Y puede decirme dónde trabajó Christina, la hermana de Belle, de febrero a octubre de mil ochocientos ochenta y ocho?
—Sí, señor. Trabajó en Woodside, para el señor y la señora Gillespie.
Llegó un murmullo del público.
—Su hija Christina, la hermana de Belle, trabajó durante varios meses para los Gillespie, los padres de Rose, la niña que desapareció.
—Sí.
—Se supone que Belle sabía que Christina trabajaba allí y conocía a los Gillespie.
—Me imagino que sí.
—¿Sí o no?
—Sí.
—Y se supone que Belle había oído hablar, a través de Christina, de la señorita Baxter, la amiga de los Gillespie, la dama inglesa adinerada.
Nelly pareció recelar.
—No sé nada de eso.
—¿De veras? Muy interesante… Gracias, señora Smith.
Por último, Pringle llamó a su último testigo, Jem Wright, un individuo con bigote y toda la cara cubierta de venas capilares rotas. Cuando le tocó el turno del interrogatorio mi abogado sacó lo mejor de él, en el sentido de que eclipsó el testimonio de los otros «amigos».
—¿Cuánto tiempo hace que conoce al acusado? —le preguntó MacDonald.
—Unos dos o tres años, señor.
—¿Y dice que Hans Schlutterhose es abstemio?
—Exacto, señor.
—¿Y un buen tipo?
—Sí, señor, un buen tipo. La amabilidad personificada.
—¿Dónde conoció al señor Schlutterhose? —preguntó MacDonald con toda naturalidad.
—Esto…, no lo recuerdo bien. Quizá en el General Wolfe, señor, o en el Coffin, o en el Moray Arms…, o quizá en el Sarry Heid.
El público logró contener la risa. MacDonald pareció reflexionar unos momentos.
—¿El General Wolfe, el Coffin, el Moray Arms, el Sarry Heid? —repitió—. Son tabernas que se encuentran por el Gallowgate de Glasgow, ¿no es cierto?
—Eso es, señor.
—Pero, señor Wright, ¿no acaba de decir que el acusado no bebe?
—Ah, sí, no bebe…, ni una gota.
—En ese caso, si me permite la pregunta, ¿qué hacía en todas esas tabernas?
—Oh, no bebía, señor. Estaba…, humm, lo más probable, señor, es que solo estuviera… —Jem titubeó un momento, hasta que le llegó la inspiración y se le iluminó la cara—. Conociendo al gran tipo, seguramente estaba buscando pelea.
Ante las carcajadas que siguieron, el juez advirtió al público que haría desalojar la sala, amenaza que acalló el estrépito en el acto.
Todavía optimista por su intercambio con Jem, MacDonald abrió su intervención llamando a Elspeth Gillespie. ¡Elspeth! Qué extraño era oír su nombre y verla entrar en la sala del tribunal. Me buscó con la mirada mientras cruzaba la habitación y vi con alivio que me saludaba con una expresión compasiva.
—Señora Gillespie —empezó diciendo MacDonald—. ¿Conoce bien a la señorita Baxter?
Elspeth parpadeó. Parecía algo nerviosa, y no paraba de agarrarse la ropa y retorcer las manos.
—La consideraría una amiga. De hecho, Harriet Baxter me salvó la vida.
—¿Le salvó la vida? ¿Cómo ocurrió?
Elspeth pareció encantada con la pregunta. Yo misma había oído esa historia muchas veces en el pasado.
—Bueno, fue hace casi dos años… —empezó, pero Aitchison se puso en pie enseguida.
—La verdad, milord, no veo que venga al caso ese incidente, sobre todo si ocurrió hace tanto tiempo.
—¿De veras? —le preguntó Kinbervie, rascándose la oreja—. Bueno, señor fiscal, usted mismo nos ha ofrecido testimonios bastante antediluvianos.
—Milord, si me permite continuar —dijo MacDonald—, creo que nada podría ejemplificar mejor el carácter de mi cliente que el incidente que está a punto de oír.
Kinbervie suspiró.
—Ya, bueno, oigamos qué tiene que decir esta señora, y entonces sabremos si viene o no al caso. —Miró a la testigo—. Si es tan amable de continuar, señora.
—Gracias, milord —dijo Elspeth, e hizo una inclinación.
Continuó describiendo lo ocurrido esa calurosa tarde de finales de primavera de 1888, cuando se desmayó en Buchanan Street y se tragó la dentadura postiza. La revelación fue recibida, inevitablemente, con risas; hasta a Kinbervie se le vio soltar una risita. Cuando se le interrogó más a fondo, Elspeth declaró que, de no haber sido por mí, habría sucumbido a la melancolía al final del anterior verano, después del secuestro de su nieta; a este suceso le siguió la partida del reverendo Johnson, quien (según nos enteramos después) solo se había hecho pasar por predicador y había robado el Penny Orphan Fund de Elspeth. También enumeró otras buenas acciones que yo había hecho, aquí y allá, en el vecindario, entre ellas apoyar económicamente a su doncella Jean cuando su padre había caído enfermo. En todas sus respuestas, Elspeth me describió como un auténtico dechado de virtudes. No es necesario reproducir aquí de manera literal sus amables palabras; sin embargo, había algo claro: su confianza en mí era absoluta y estaba convencida de mi inocencia. ¡Qué persona más buena y encantadora! Cuando MacDonald puso fin a su interrogatorio, yo casi lloraba de gratitud y vergüenza: ¡y pensar que, en cierto momento, había albergado pensamientos muy poco caritativos sobre la madre de Ned!
—Señora Gillespie, para resumir, ¿cómo describiría a la señorita Baxter?
—Oh, es un alma tan buena y generosa. Siempre pensé en Herriet como en una buena samaritana, o tal vez un ángel de la misericordia.
—Gracias, señora Gillespie.
Pringle se levantó para proceder al interrogatorio. Se le veía bastante más alegre que durante toda la semana. Parecía estar lanzando una ofensiva final; eso o estaba anticipando con cierto placer el final del juicio.
—¿Vio a alguien la tarde en cuestión? —le preguntó a Elspeth—. Cuando Rose se perdió. ¿Vio, por ejemplo, a alguno de sus vecinos por la calle?
Elspeth titubeó.
—Bueno, vi a Herriet.
El señor Pringle fingió sorprenderse.
—¿Vio a la acusada, Harriet Baxter? ¿Dónde la vio?
Elspeth se volvió hacia el banquillo de los acusados, y por un instante nuestras miradas se encontraron. No fui capaz de determinar nada de su expresión, aparte del hecho de que sufría visiblemente. Se volvió de nuevo hacia Pringle.
—En Stanley Street. Yo estaba en Woodlands Road y me dirigía a una reunión de la iglesia. Había comprado unos bollos para llevarlos y volvía a pasar por el extremo de nuestra calle para dirigirme al tranvía.
No me había parado a pensarlo hasta entonces: ella me había visto esa tarde.
—Permita que esclarezca este punto —dijo Pringle—. ¿La tarde en cuestión, no vio ni una sola vez al señor Schlutterhose o a su mujer?
—No —admitió Elspeth—. Nunca los había visto.
—Pero vio a la señorita Baxter en la calle.
—Sí, creo que se dirigía a la casa de mi hijo, el número once.
—Aunque… podría haber seguido andando hasta Queen’s Crescent, ¿no es cierto?
Era evidente que Pringle había decidido imitar la estrategia de Aitchison, intentando implicar que yo no tramaba nada bueno y tal vez iba incluso al encuentro de Schlutterhose. Dudé que alguien diera crédito a semejante escenario. Sin embargo, cuando levanté la vista hacia la tribuna del jurado, vi con alarma que los caballeros allí sentados seguían el interrogatorio con gran solemnidad.
—Tal vez —admitió Elspeth—. Podía dirigirse a su casa, ya que vive en esa dirección. Pero imaginé que iba al número once.
—Gracias, señora Gillespie.
Al volver a la mesa de los letrados, Pringle lanzó a los miembros del jurado una prolongada mirada cuyo significado era bastante claro: crean a esta mujer necia, si quieren, pero si tienen algo de sentido común se darán cuenta de que la han engañado.
Antes de que Pringle llegara siquiera a su asiento, Aitchison se había lanzado a interrogar a la testigo.
—Volviendo a Buchanan Street la tarde que se desmayó. ¿No es cierto, señora Gillespie, que había visto a la señorita Baxter antes de ese día?
—No lo sé —respondió Elspeth—. Pensé que tal vez la había visto la semana anterior, al entrar en el salón de té Assafrey cuando mi hijo y yo salíamos.
—Es curioso que la señorita Baxter aparezca a menudo en algún lugar cercano a usted o a su familia. Señora Gillespie, ¿puede hacernos una aclaración? Todo el tiempo se refiere a la «casa» de su hijo, y sin embargo… —Se interrumpió un momento para mirar sus notas, luego continuó—: Tengo entendido que su hijo no vive en una casa sino en el piso superior de un edificio.
—Oh, disculpe —dijo Elspeth—. Es que tengo la costumbre de decir «casa». Verá, vivo en una casa con portal…, una de las pocas que hay en nuestro barrio.
Lamentablemente sonó como un alarde. El fiscal le sonrió con desdén.
—Qué bonito. Continuemos. ¿Cuántas veces diría que la señorita Baxter visitaba la «casa» de su hijo? ¿Una vez a la semana? ¿Dos? ¿Cinco?
—Unas tres veces a la semana. A veces más, a veces menos.
—Tres veces…, a veces más. Y esto sin contar las numerosas ocasiones en que todos parecían encontrarse con ella por la calle. ¿No le parece excesivo?
—Bueno…, la verdad es que no. Éramos… éramos amigas…, vecinas.
—¿Cómo describiría la relación de la señorita Baxter con su hijo?
Y así continuó, de manera implacable. Lejos de su terreno, Elspeth tenía poca astucia y Aitchison fue lo bastante hábil para hacer resaltar sus cualidades menos atractivas. No era difícil retratarla como una mujer necia, vanidosa y charlatana, con tendencia a la fanfarronearía y una comprensión limitada de la realidad. Observé, horrorizada, cómo lograba parecer tan cegada por su propia autosuficiencia que era incapaz de ver la verdad, o al menos, la verdad que él defendía, que era que se había dejado engañar por una persona inteligente y manipuladora, una solterona solitaria que se había metido en la familia Gillespie con camelos. Pobre Elspeth. Cuando bajó del estrado, intentó animarme con una sonrisa insulsa, pero no logró ocultar la ansiedad en su mirada cuando la acompañaron fuera de la sala.