—Se ha hecho referencia a lo que podría o no podría haber dicho Christina Smith de haber testificado. Les sugiero, caballeros, que hagan caso omiso de esas alusiones, por la simple razón de que no han oído ningún testimonio de boca de la señorita Smith.
En tres ocasiones durante su discurso, el juez recomendó a los miembros del jurado a utilizar su «sentido común», un consejo poco claro que me maravilla incluso hoy, y que estoy convencida de que no les sirvió de mucho. ¿Acaso no es cierto que lo que para uno es sentido común para otros puede ser locura? Escudriñé el rostro de Su Señoría, tratando de determinar si quería decir lo que yo esperaba: que debían declararme inocente de los dos cargos. Kinbervie daba toda la impresión de ser un tipo honesto, tranquilo y tolerante que se hallaba sin duda en el bando de la decencia y el discernimiento, pero era imposible saber si, en su opinión, yo también estaba en ese bando.
A lo largo de su intervención tuve plena conciencia de que los ocupantes del banquillo de los acusados nos hallábamos bajo el examen riguroso de todos los presentes en la sala. En el transcurso de los últimos días, la atención se había desviado de nosotros en algún momento, pero ahora volvíamos a ser el centro de la atención, y con más intensidad que nunca. Con todos los ojos clavados en mí, me sentía tan frágil y expuesta como un semillero que se marchita bajo la sofocante mirada del sol del mediodía. Sin embargo, poco podía hacer al respecto; no podía inclinar la cabeza y esconderme en un rincón oscuro. Solo tenía que soportarlo y mantener la compostura. Fuera cual fuese el desenlace, estaba resuelta a conservar mi dignidad.
A las seis y diez, lord Kinbervie mandó a los miembros del jurado a considerar el veredicto. Mientras salían en hilera, él se puso en pie como para estirar las piernas y salió con discreción de la sala. Abogados, representantes y asistentes empezaron a marcharse por distintas salidas. En aquella época era costumbre en Escocia que los detenidos se quedaran sentados en el banquillo de los acusados durante la deliberación del jurado, y allí nos quedamos los tres, entre guardias, policías y celadores, sentados en silencio y rehuyéndonos la mirada, mientras a nuestro alrededor los susurros se convertían en murmullos y los murmullos se alzaban en conversaciones, algunas de ellas acaloradas, hasta que el rumor y la confusión de las voces llenaron la cámara revestida de paneles. Casi nadie permaneció en su sitio mientras el público empezaba a deambular por la galería para hablar con sus amigos.
Tal vez me hallaba en un estado de extrema agitación, pero el torrente de ruido me pareció casi insoportable. Me pregunté cuánto tendríamos que esperar a que el jurado tomara una decisión. ¿Era una buena señal si avanzaban muy despacio en sus deliberaciones? Tal vez no necesitarían mucho tiempo en establecer quién era el responsable del secuestro, habida cuenta de que Sibyl había identificado a Belle y los demás habían reconocido a Schlutterhose. Podrían discutir durante un rato sobre el accidente del tranvía: Pringle se había esforzado en establecer que Rose y la niña a la que habían visto partirse la cabeza eran la misma, pero unos cuantos testigos de Aitchison también se habían mostrado convincentes. Era casi seguro que la decisión final de jurado me concerniría, tanto si estaba involucrada como si no. Eso seguramente sería lo que más se discutiría, teniendo en cuenta lo que habíamos oído durante el transcurso del juicio. Llegué a la conclusión de que, por lo que a mí respectaba, cuanto más tiempo estuvieran deliberando, mejor.
Había transcurrido menos de media hora cuando se oyó el tintineo de la campana. Traté de disimular mi consternación. Hubo un revuelo mientras el público regresaba a sus asientos, y los letrados y sus asistentes salían de las alas y se acomodaban ante su mesa. Al ver a Kinbervie acercarse al banquillo de los acusados, se extendió un silencio sobrecogedor por la sala. Los miembros del jurado entraron en fila y no pude evitar escudriñarlos, buscando en su expresión algún indicio del destino que me aguardaba. Sin embargo ninguno de ellos miró siquiera en dirección al banquillo, y sus rostros se mostraban impasibles como siempre. Tampoco sonreían ni fruncían el entrecejo, y no hablaron entre sí al tomar asiento. Para mi sorpresa, noté que la señora Fee me cogía la mano. Tal vez sabía algo que yo ignoraba; ¿la manifiesta falta de emoción era una mala señal? Ned había estado ausente de la sala durante las intervenciones de los abogados, sin duda para atender a Sibyl junto con Annie, pero lo vi sentado al final de una de las filas del fondo al mismo tiempo que, con el rabillo del ojo, reparaba en una figura que se puso en pie. Era el secretario judicial, quien preguntó:
—Caballeros, ¿han llegado a un veredicto?
Uno de los miembros del jurado, el presidente, se levantó y respondió:
—Sí, señor.
—En relación con el primer cargo, el de asesinato, ¿creen que el acusado Hans Schlutterhose es culpable o inocente?
—Inocente, señor.
—¿Creen que Belle Schlutterhose, o Smith, es culpable o inocente?
—Inocente, señor.
—Y la acusada Harriet Baxter, ¿creen que es culpable o inocente?
—Inocente, señor.
No se oía una sola respiración. Noté cómo la mano de Fee apretaba la mía; pensé que iba a estrujármela. Por unos momentos reinó un silencio sepulcral en la sala. Luego el secretario tomó de nuevo la palabra:
—En relación con el segundo cargo, el de secuestro, ¿creen que el acusado Hans Schlutterhose es culpable o inocente?
—Culpable, señor.
—¿Creen que la acusada Belle Schlutterhose, o Smith, es culpable o inocente?
—Culpable, señor.
—Y la acusada Harriet Baxter, ¿creen que es culpable o inocente?
—Milord, consideramos que los cargos contra la señorita Baxter… —guardó silencio un momento antes de anunciar—: no han sido probados.
No habían sido probados.
Tan concentrada había estado en los dictámenes de culpable o inocente, que había olvidado por completo la idiosincrasia de la ley escocesa, el veredicto de que no hay pruebas. Por un momento me esforcé por recordar qué significaba con exactitud, y si siempre resultaba en absolución. El único ejemplo que conocía era de hacía más de treinta años, el caso de Madeleine Smith. Su veredicto le había permitido irse en libertad. ¿Era eso lo que iba a ocurrir en mi caso? Todos esos pensamientos se agolparon en mi mente mientras aquí y allá se oían jadeos junto con varias aclamaciones, gritos y un amago de aplauso, aunque era difícil saber si eran para felicitarme o para celebrar la condena de los otros dos acusados. Levanté la vista hacia la galería para ver la reacción de Ned, pero casi la mitad del público estaba de pie y ya no lo vi entre la multitud.
Mientras Kinbervie y los funcionarios judiciales intentaban restablecer cierto orden, recorrí con la mirada la cámara buscando a Caskie, pero él también había desaparecido. Después me enteré de que había ido de inmediato a comprobar las precauciones que se habían tomado para asegurar mi salida de la sala sin percances. Mientras, MacDonald permaneció en la mesa de los abogados con la cabeza oculta entre las manos, reacción que fue malinterpretada, como es lógico, por ciertos comentaristas, que prefirieron pasar por alto lo mucho que se había esforzado por evitar que me condenaran.
Una vez restaurado el orden, Kinbervie me miró a los ojos y anunció:
—De acuerdo con el veredicto del jurado, queda absuelta de los cargos presentados contra usted. Señorita Baxter, puede abandonar el banquillo de los acusados.
Se abrió la trampilla y me hicieron salir de la sala a través de la envolvente oscuridad de las escaleras, dejando a Schlutterhose y a Belle a la espera de que Kinbervie les dictara sentencia. Tengo entendido que los condenó a diez años de prisión, una pena bastante severa para un secuestro, lo que me hace sospechar que no pudo dejar de tener en cuenta que la niña secuestrada había muerto.
Caskie había corrido el rumor entre la gente de Parliament Square de que iba a desplazarme en coche de allí a la estación de ferrocarril Waverley. En lugar de ello, su plan era escoltarme fuera del edificio por la parte trasera a través de una verja en el muro, y allí subirnos a un coche de punto que nos llevaría por una ruta tranquila, pasando por Lauriston Place, a la estación de Haymarket. El plan parecía haber funcionado, porque cuando salimos, veinte minutos más tarde, no había ninguna turba esperando en la parte trasera del edificio, y al otro lado de la verja la calle estaba vacía. Salimos a Cowgate, una calle humilde y destartalada de casas vecinales que se extendía por debajo de un puente alto, y fue una sorpresa verme rodeada de gente cabizbaja y apática que se ocupaba de sus asuntos cotidianos. En realidad había mucho bullicio en la calle, donde grupos de hombres y mujeres pululaban aquí y allá. A nuestra derecha vi el coche de punto que esperaba cerca del arco del puente. Había taburetes y sillas, y unas cuantas estanterías esparcidos por los grasientos adoquines donde una mujer vendía muebles en la calle. Mientras Caskie me conducía entre sus mercancías, levanté la vista hacia el parapeto del puente. Detrás de las columnas de piedra había una figura solitaria: un rostro macilento enmarcado por mampostería pálida. Era Ned. Miraba a lo largo de Cowgate hacia el este, tan absorto en sus pensamientos que no nos vio a Caskie y a mí, mucho más abajo en la calle. Tal vez la multitud de Parliament Square había sido excesiva para él y había huido hasta ese lugar, a la vuelta de la esquina, para estar un momento solo. ¿O había imaginado que esa podía ser la ruta que Caskie utilizaría para llevarme a la estación? ¿Había ido realmente al puente para intentar verme o hablar conmigo? ¿Era posible que quisiera darme las gracias por haber acudido al auxilio de Sibyl?
Caskie no reparó en Ned; su mirada estaba fija en el coche de punto, y mientras nos acercábamos a él, se adelantó a toda prisa para hablar con el cochero, y le dio instrucciones de evitar el Grassmarket o cualquier calle donde pudiera haber gentío. La figura del puente todavía no se había movido. Al verme sola por un instante, lo llamé.
—¡Ned!
El sonido de mi voz lo arrancó de su ensimismamiento y volvió en sí. Se inclinó hacia delante y miró entre las columnas del parapeto, pero seguía mirando más allá de mí, hacia un punto más alejado en la calle. Agité los brazos para llamar su atención.
—Aquí, Ned. Estoy aquí.
Y entonces me vio. Su expresión pasó del asombro a la comprensión. No había rastro de color en su rostro. Estaba lívido por completo. Me miró como nunca me había mirado, de un modo que no reconocí. Su mirada era glacial. Sentí frío en el corazón. Luego se apartó del parapeto y desapareció.
Londres
Domingo 17 de septiembre. Por increíble que parezca, casi he llegado al final de mis memorias. Al principio no tenía una idea de cuánto tardaría en escribirlas; habría dicho que tal vez seis semanas. Sin embargo, aquí estoy, unos cinco meses después, y todavía no las he acabado del todo. No sabría decir por qué he tardado tanto, dado que he estado trabajando en ellas, diligentemente, todos los días. Me atrevería a decir que me he dejado llevar en ciertas secuencias, incluyendo, en ocasiones, algunos detalles del diálogo hablado y demás, pero una vez que empecé a recordar esos tiempos en Glasgow, descubrí que me costaba parar. Todo volvía a mi memoria, y habría sido una oportunidad perdida no transmitir los matices.
Le bon Dieu est dans le détail
!, como dicen (¿o deberían decir
le Diable
?).
A medida que me acerco a la conclusión, mis sentimientos son encontrados. Hoy me siento cansada y consumida, y un poco irritable; tal vez me estoy quedando sin fuerzas. En general estoy triste; no solo debido a la trágica naturaleza de lo que ocurrió, sino también porque a pesar del juicio y la tragedia, he disfrutado evocando el tiempo que pasé con los Gillespie, y ahora parece que debo soltarlos; tengo que cortar el cordón de mis recuerdos. No estoy despidiéndome de la familia para siempre, por supuesto. Siguen aquí conmigo. Si me quedo muy quieta casi percibo su presencia.
Para mi pesar, solo tengo unos pocos objetos recuerdo de esa época. Solía guardarlos en un joyero, pero últimamente he descubierto que me ayuda tenerlos aquí, encima de mi escritorio. Me gustar darles vueltas en las manos mientras pienso. Dos objetos sin importancia: un gemelo de cuello, que perteneció a Ned, y una concha de vieira. El gemelo es viejo y sencillo, de latón. La concha es de esas que los vendedores de helados a veces utilizan para servir su mercancía. Vi a Ned tirarla un día en el West End Park, cuando terminó de comerse un helado. En ese momento yo estaba detrás de él, tal vez con Mabel o con Annie. Él estaba con Walter Peden. Hablaban mientras paseaban, y era un bonito cuadro de dos amigos pasando tiempo juntos (por supuesto, Peden solo era irritante después de conocerlo). Tras tomarse el helado, Ned miró alrededor tratando de decidir qué hacer con la concha vacía. Muchos de los visitantes de la Exposición Internacional se limitaban a tirarlas al río o a lanzarlas a los arbustos, pero Ned dejó la suya en la verja de madera que había junto al río. Allí se quedó, brillando blanca y rosa contra la madera oscura mientras seguía andando, y yo me acerqué detrás de él. De pronto Rose y Sibyl pasaron por mi lado corriendo y balbuciendo, como siempre, con sus voces aflautadas. Bordearon la verja y, por un momento, pensé que tirarían sin querer la concha al río, pero no, siguieron correteando y allí se quedó, intacta. Cuando llegué al poste de la verja, casi sin pensar, cogí la concha y me la metí en el bolsillo. Estaba fría, y un poco húmeda, tal vez por la lengua de Ned.
11.30. He echado una maravillosa cabezada y me he despertado completamente renovada. Mañana me pondré en contacto con la agencia para pedir que me envíen otra acompañante. Bien mirado, es un alivio que esa persona se haya ido. Cuando me atacó vi la clase de persona que es en realidad, fría y cruel, con una inesperada capacidad para la violencia. Todo el asunto ha sido muy perturbador. De hecho, me ha dejado febril y con náuseas. He tenido el estómago revuelto varias veces desde que se marchó. Durante un rato me he preguntado si la chica había vuelto a las andadas y me ha envenenado de algún modo. Sin entrar en detalles, parece que haya tragado granos de café, aunque no recuerdo haberlo hecho. Tal vez es solo una reacción ante los inquietantes incidentes de anoche. Es como si estuviera vomitando todos los miedos y sentimientos negativos que he acumulado durante los pasados meses. Pero ¿qué son esas motas oscuras si no son granos de café? Parecen coágulos de sangre. ¿Son alguna clase de cristalización de cada cosa horrible que ha ido acumulándose en mi interior a causa de la presencia de esa chica en mi casa? ¿Podría la ansiedad haber hecho que me sangren las entrañas?