Tal vez es bueno purgarse de esos repugnantes aditamentos, evacuar todo lo malo que ella trajo consigo a este piso.
Lunes 18 de septiembre. Bueno, qué pérdida de tiempo. No volveré a utilizar la agencia Burridge. Clinch nunca ha sido muy educada, pero hoy su descortesía ha rayado en la insolencia. Apenas puedo creer todas las estupideces con que ha salido, diciendo que sus chicas son criaturas dignas de confianza e incapaces de obrar mal, etcétera. Me he visto obligada a recordarle que, en un pasado no tan lejano, dos de sus «criaturas dignas de confianza» se habían esfumado en mitad de la noche, sin decir una palabra, porque eso es lo que pasó con Marjory, y luego con Gwen, la primera y la tercera de las candidatas que me recomendó: dos chicas que parecían adecuadas al principio pero que en ambos casos hicieron las maletas y se marcharon al cabo de unas pocas semanas, sin darme ninguna explicación ni justificación. En cuanto a Dora, la segunda chica, cuanto menos hable de ella mejor: de haber sabido que tenía un temperamento tan terrible, nunca la habría aceptado. En pocas palabras, el procedimiento de verificación del personal de Burridge no es lo bastante estricto. ¿Cómo entró Sibyl en sus archivos? Seguramente no saben nada de la verdadera historia.
Por lo que sé, nadie de Burridge ha hablado con ella. Creo que Clinch se ha encontrado una carta cuya en el felpudo cuando ha abierto la oficina esta mañana. Me ha dado la impresión de que era solo una nota breve, en la que «la señorita Whittle» presentaba su renuncia no solo a mí sino también a la agencia. Clinch me dice que la señorita Whittle se propone regresar a Dorset. ¡Ja! He tratado de explicarle que la señorita Whittle no es quien afirma ser, pero Clinch se ha negado a escuchar. Cuando me ha amenazado con no enviarme a más chicas, le he parado los pies.
—¿Cree que quiero a alguna de sus horribles empleadas? Solo he telefoneado para informarle de que esto no se va a quedar así.
—Haga lo que quiera, querida…, ya ve cuánto me importa.
—¡Ya lo creo que lo haré! Ah, y la palabra es fichero.
—¿Cómo dice?
Se la deletreé.
—F-I-C-H-E-R-O. No casillero, como le gusta decir tan ridículamente.
Eso fue el final de Clinch; la he despedido.
Ahora tengo la frustrante tarea de empezar de nuevo a buscar en otra agencia. Todas las que se suponen de «primera categoría» han resultado ser todo lo contrario, y en los últimos años me he limitado a Clinch y a gente de su calaña. Es muy agotador y molesto, pero hay que hacerlo. No he comido nada desde ayer exceptuando un Oval Osbourne pasado, y sin embargo, aunque no he cocinado, empieza a haber un tufillo en la casa, y todos los ceniceros están llenos, y las moscas se están convirtiendo en una lata. No entiendo de dónde salen, porque he cerrado todas las ventanas. Me doy cuenta de que hay moscas en todas partes, allá donde miro, esas moscas perezosas que revolotean y salen disparadas de debajo de la pantalla de la lámpara que hay en el centro de la habitación. También hay grandes moscardones que entran y salen con un zumbido, y se estrellan contra los cristales de las ventanas. Me ponen la piel de gallina. Moscas y olor a podrido…, ese es el precio que paga una por quedarse sin servicio.
El doctor Derrett ha telefoneado esta mañana, bastante enfadado, para preguntar por qué no he ido al hospital para hacerme la radiografía. Insiste en concertarme una cita para otro día, pero tendrá que esperar, porque tengo bastante que hacer si quiero terminar el manuscrito, así como revisar todo lo que he escrito hasta ahora. Todavía tengo que escribir lo que pasó después del juicio. De la parte final —las secuelas de la tragedia— no he escrito nada. En realidad, no he pensado siquiera en qué pondré en esa parte. Supongo que debería decir algo sobre lo que me ocurrió a mí: el regreso inicial a Londres y demás, y el descubrimiento de que, incluso allí, la prensa sensacionalista me haría la vida imposible. En los días que siguieron al juicio viví en un temor constante a las represalias, y después de varias semanas muy nerviosa aquí en Londres, decidí que había tenido suficiente. Mi padrastro seguía enfermo y no podía regresar de Suiza, y, pensando encontrar allí una especie de refugio, le envié un telegrama anunciándole mi intención de reunirme con él. Sin embargo, la contestación me llegó a través de su administrador. Me informaba de que habían desaconsejado todas las visitas en un futuro inmediato, y me sugería que escribiera de nuevo en unos meses, cuando tal vez la situación hubiera cambiado.
Después de eso, en una especie de impulso, me compré un pasaje a Nueva York. Una tarde, pocos días antes de mi partida, me encontré en Piccadilly con unas horas libres. Acabé paseando por el parque, y antes de llegar al otro extremo había decidido seguir andando hacia el oeste y despedirme de Eaton Square, el hogar de mi niñez. Ramsay mantenía la casa cerrada y esta solo se abría en las raras ocasiones en que venía a Londres, pero yo no tenía ninguna intención de entrar, solo quería mirar la vieja casa por fuera.
Oscurecía cuando salí a King’s Road y me acerqué a la hilera de casas adosadas, que me pareció mucho más alta de lo que recordaba. Caminé por la estrecha acera bordeando los jardines. Más adelante, al otro lado de la calle, vi la casa en mitad de la hilera, las columnas nervadas del pórtico, y, en el primer piso, el balcón estrecho que abarcaba todo el salón. Debajo de uno de los plátanos había un victoria vacío; el caballo, un semental, había sido atado a una reja y el cochero estaba apoyado contra ella, fumando una pipa. Me detuve para acariciar el morro del animal, luego miré al otro lado de la calle, las ventanas de nuestra casa, en particular las del tercer piso, donde estaba el cuarto de juegos. Para mi sorpresa, mientras miraba se encendieron unas luces aquí y allá: en el pasillo, en el salón delantero, y en varias habitaciones del piso de arriba. Se me ocurrió que Ramsay tal vez había prestado o alquilado la casa a alguien, aunque me parecía poco probable.
Seguía allí de pie, intrigada por las luces, cuando un hackney se detuvo frente al pórtico. Imagínense mi estupefacción cuando vi bajar a Ramsay del coche de punto. Pagó al conductor y luego subió con brío las escaleras y entró en la casa. Unos minutos después apareció en la ventana del salón y cerró los postigos.
Creo que permanecí allí varios minutos. Cuando quise darme cuenta, el cochero del victoria estaba a mi lado y me hablaba.
—¿Le pasa algo, señora? Tiene mal aspecto.
—¿Qué? Oh, no…
—Estaba tan pálida que me ha parecido que iba a desmayarse.
—No, estoy bien… ¿Trabaja en una de estas residencias?
—Sí, señora. —Señaló la casa de al lado de mi padrastro—. Allí.
—¿Vive alguien en la casa de al lado? —le pregunté—. ¿Quién es el hombre que acaba de entrar hace un momento?
—Oh, es el señor Dalrymple. Suele estar en Escocia, pero ya lleva aquí varias semanas.
—¿Cuántas semanas?
El hombre se frotó la barbilla.
—Diría que al menos un mes. Creo que fue bastante antes de San David cuando llegó. Pero apenas lo vemos…, no ha salido a la luz del día desde que regresó.
Podía imaginármelo. Sin duda no quería anunciar su presencia en el país, ya que tanto las autoridades escocesas como yo misma habíamos creído que estaba agonizando en Suiza. Podría haber hablado en mi defensa, y sin embargo había optado por desentenderse de mí y fingir que estaba enfermo. De todos los desaires y agravios que había recibido de él, ese era sin duda el peor. Y, sin embargo, lo curioso es que casi no sentí nada…, nada en absoluto.
Unos días después me subí a un barco rumbo a Nueva York. No hay mucho que decir del tiempo que viví allí. Aparte de un pequeño malentendido —tan pequeño que nunca llegó a los tribunales— logré disfrutar de una existencia relativamente anónima en Estados Unidos.
Más importante que hablar de mí es decidir y planificar qué voy a escribir sobre los Gillespie y lo que fue de ellos.
Imagino que Mabel y Peden tenían previsto volver a Tánger poco después del juicio, pero se vieron obligados a permanecer en Glasgow cuando se hizo evidente que Wool an Hosiery estaba a punto de cerrar. Ned, que estaba a cargo de la tienda solo nominalmente, no se encontraba en condiciones de llevarla, y no había logrado hacer que el negocio diera beneficios. Como la principal fuente de ingresos de la familia procedía de lo recaudado con las ventas, Mabel y Peden se hicieron cargo del negocio y trataron de salvarlo. Peden desalojó a sus inquilinos y él y Mabel se trasladaron a su antigua casa, en Victoria Crescent Road. En un intento de obtener más ingresos, Elspeth se vio obligada a tomar inquilinos en el número 14. Sin embargo, el papel de casera no iba mucho con ella y nunca estuvo del todo satisfecha con esas nuevas disposiciones.
En cuanto a Sibyl, su aparición dramática como testigo parecía haber sido su ruina: la dejó al borde del abismo. No se sabe con exactitud qué ocurrió justo después del juicio, pero me consta que ingresó de nuevo en el sanatorio de Glasgow esa misma semana. Al parecer, Ned hizo varios intentos de llevarla a casa en los meses que siguieron, pero sus esfuerzos fueron inútiles, porque esta vez Sibyl estaba de verdad en pésimas condiciones y la decisión de dejarla salir ya no era competencia de su padre. A la larga se sumió en un estado catatónico y se negó a reconocer a los que la conocían, entre ellos a sus padres.
Rechazada por Sibyl, Annie reanudó el estilo de vida peripatético que había adoptado mientras buscaba a Rose y empezó, una vez más, a vagar por las calles de la ciudad de Glasgow, convirtiéndose en una imagen frecuente para aquellos que la reconocían. Con el tiempo empezó a alejarse más, hasta que al final dejó de regresar a su casa y se convirtió en una especie de vagabunda. No enloqueció del todo, pero desarrolló una fobia a los espacios cerrados. En algún momento, lamentablemente, la relación entre Ned y ella llegó a su fin. No estuve allí para verlo; por esta época yo estaba afincada en Estados Unidos, pero me llegaron rumores de que ya no eran marido y mujer. Al final Annie desapareció y no he logrado encontrar ninguna pista sobre lo que fue de ella: ni una nota en la prensa, ni un obituario, ni una lápida. Tal vez sigue ahí fuera, recorriendo las carreteras y caminos de Escocia; por alguna razón me la imagino como una vieja arpía, con harapos ennegrecidos, greñas grises y zapatos con los tacones gastados.
En cuanto a la madre de Ned, murió al parecer por causas naturales en el invierno de 1891. De hecho, fue una extraña coincidencia que por esas fechas yo soñara con que Elspeth se ahogaba con una piel de beicon, pero más tarde averigüé que, según la autopsia, había sufrido un infarto masivo.
Después de la muerte de su madre, Ned se hundió aún más. Antes del juicio había vuelto a pintar, pero tengo entendido que lo dejó de nuevo, después de que Sibyl volviera al sanatorio. La puerta de su estudio se cerró con llave; nunca volvió a entrar en él. Para ganarse la vida se vio obligado a volver a trabajar como dependiente en Wool and Hosiery, pero supongo que Mabel y Peden lo mantuvieron por caridad, ya que no valía mucho como vendedor. Por lo que sé nunca volvió a pintar. Después de estar a punto de alcanzar la fama, en la época de la Exposición Internacional, se hundió en la oscuridad. Hoy día uno habla de los «chicos de Glasgow», Lavery y compañía, pero nunca se relaciona el nombre de Gillespie con ese grupo informal de pintores. Creo que Walter Peden lo animó para que volviera a pintar, e incluso persuadió al señor Whistler para que le escribiera una carta, pero todo fue en vano. Entretanto, los sentimentales retratos de animales de Peden alcanzaron una gran popularidad.
En lugar de pintar, Ned se obsesionó con reclamar toda su obra, hasta los cuadros que no significaban nada para él, como los retratos que había hecho por encargo. Creo que inventó exposiciones inexistentes y tomó en préstamo lienzos que luego nunca devolvió. Su objetivo al recuperar esos cuadros no estuvo claro entonces. Nunca los expuso, sino que los guardaba en una vieja caballeriza convertida en taller en el fondo de la casa de Peden.
En primavera de 1892 Ned se fue a vivir al taller mientras intentaba reclamar los cuadros a sus dueños. Personalmente no tuve noticias de él, aunque debía de saber que estaba en posesión de su cuadro de Stanley Street, que cuelga en mi dormitorio. Como ya he dicho, cuando Euphemia Urquart se negó a prestarle su retrato, él trató de entrar en la casa, solo para ser detenido por su mayordomo. Según me enteré por alguien que conocía a una de las doncellas de los Urquart, el subinspector Stirling fue llamado a Woodside Terrace y se le pidió que investigara el intento de robo. El contenido de los bolsillos de la chaqueta de Ned, que dejó atrás al huir, delató su identidad. Sin embargo, Stirling tuvo compasión del artista; tal vez se sentía culpable por haber tardado tanto en resolver el misterio de lo ocurrido a Rose. En cualquier caso, convenció a los Urquart para que no presentaran cargos y el asunto quedó olvidado.
Una vez que cesaron los rumores sobre el cuadro de los Urquart, apenas supe nada de Ned, hasta finales de 1892. En octubre, el tercer aniversario de la fecha en que Sibyl había ingresado en el sanatorio, tengo entendido que Ned hizo una gran pila con todos —o debería decir casi todos— sus lienzos, dentro del taller de Victoria Crescent Lane, y le prendió fuego. El edificio no tardó en arder como una hoguera. Al principio creyeron que Ned había quedado atrapado en el piso de abajo, pero cualquier persona que se encontrara aprisionada dentro habría escapado, ya fuera por allí o por una ventana del piso de arriba, porque había sido una caballeriza y el primer piso no era muy alto. Sin embargo, los investigadores encontraron la puerta cerrada por dentro, y Ned no había intentado escapar del edificio por ninguna de las dos salidas.
Cuando me enteré de la muerte de Ned hacía mucho que se había celebrado su funeral. Tuve que llorarla en privado, como la de mi padrastro, que también murió en mi ausencia, en 1895, cuando su último artefacto, un baño-ducha importado, le explotó estando él dentro. El funeral de Ramsay se organizó con tantas prisas que no tuve tiempo de regresar a Inglaterra. Sólo volví en 1913. Entonces el juicio de Hans y Belle Schlutterhose, así como mi parte en él, ya se habían olvidado. Mi padre había cedido sus tierras y sus propiedades al municipio de Glasgow, pero con mi pequeña renta y la venta de la casa de mi tía pude establecerme aquí, en Bloomsbury, y disfrutar de algo parecido a la tranquilidad. Esto es, hasta la publicación de cierto panfleto provocador.