Mi ensimismamiento se vio de pronto interrumpido por un par de manos que me sujetaron por los hombros y empezaron a apartarme del cuadro. Por un instante asumí que mis amigos me habían encontrado y me llevaban a rastras al restaurante Romano, pero cuando me volví, vi que me había apartado un completo desconocido: un caballero barbudo con esmoquin.
—Señora, si no le importa —dijo, y me dejó a unos palmos de distancia, junto a una mesa dorada. Luego se volvió hacia sus acompañantes, un grupo de caballeros de aspecto importante—. Bien, como les decía, este cuadro podría ser de interés. Fíjense…
Mientras seguía hablando, me quedé donde me había dejado, algo aturdida por el hecho de haber sido apartada como un mueble que estorba. Deduje que el tipo barbudo era un guía o un comisario de la exposición; sus compañeros, un grupo de caballeros bigotudos, eran seguramente posibles compradores de la obra.
En el fondo del grupo había un hombre más joven que el resto. Comparado con los demás, su esmoquin no era tan impecable, y exceptuando un pequeño bigote iba bien afeitado. Mientras los demás hombres escuchaban al comisario sin perder sílaba, el joven se quedó mirando el suelo, bastante malhumorado. Tenía la cara colorada y al principio me pregunté si se había excedido con el jerez.
En aquel momento el comisario le hizo señas.
—Señor…, si quiere añadir algo… Por ejemplo, qué se proponía al pintar este cuadro.
El joven lo miró ceñudo.
—No, señor, no quiero añadir nada —replicó con un marcado acento escocés—. Para empezar, un cuadro debería hablar por sí mismo…
—Desde luego —repuso el guía barbudo con una sonrisa. Luego asintió con indulgencia hacia los demás hombres—. Eso dicen muchos de nuestros jóvenes artistas.
El pintor dio un paso.
—Pero eso no viene al caso —continuó, y extendiendo el brazo para señalarme añadió—: Creo que debería disculparse con esta señora.
El comisario soltó una breve carcajada.
—Es cierto que lleva un sombrero alto que no nos permitía ver bien —continuó el pintor—, pero eso no es excusa. Debería haber esperado, o al menos haberle pedido que se apartara, en lugar de actuar como un bruto.
Los caballeros del grupo se miraron sorprendidos. Me volví hacia el comisario; la sonrisa desapareció de su cara.
—Oh, no importa —dije, esperando detener la discusión.
Ignorándome, el comisario se dirigió acaloradamente al artista.
—¿Perdón?
—No es a mí a quien debe pedir perdón —dijo el pintor—. Ahora, ¿quiere hacer el favor de disculparse con la dama?
Con los ojos muy abiertos de la indignación, el comisario se volvió hacia mí.
—Señora —gruñó, y con un taconeo hizo una brusca inclinación. Luego se fundió entre la multitud, diciendo—: Por aquí, caballeros. Síganme. Creo que hay algo más interesante que ver en la sala de al lado.
Algunos miembros del grupo se escabulleron detrás de él mientras los demás titubeaban, ofreciéndome una extraña sonrisa de disculpa o una inclinación de la cabeza antes de seguirlo. El joven artista se había detenido a mi lado.
—Le pido disculpas. Ese tipo es insufriblemente grosero. Permítame que me disculpe en su nombre.
—Oh, no se preocupe, por favor.
El joven escocés miró ceñudo al comisario que conducía a su grupo hacia la puerta.
—Eso no ha sido una disculpa como es debido ni mucho menos. Pero no se preocupe, lo traeré aquí a rastras y lograré que se disculpe.
—No, por favor —le supliqué, antes de que se precipitara a través de la sala—. No haga escenas por mí, se lo ruego. No debe armar alboroto. Además, podría haber vendido su cuadro a uno de esos hombres si hubiera guardado silencio.
—No, nunca lo habrían comprado.
Apenas recuerdo lo que dijimos luego, seguramente los cumplidos de rigor. Solo hablamos un momento, pero me dio la impresión de que el joven se sentía un poco abrumado por la grandiosidad de la ocasión. Mientras hablábamos, no paraba de tirar del cuello de la camisa, como si no estuviera acostumbrado a llevar uno tan alto, y jugueteó tanto con uno de los gemelos del cuello que se le cayó al suelo y rebotó hasta desaparecer de la vista. Los dos nos agachamos para buscarlo, pero antes de que pudiéramos encontrarlo otro comisario apareció y se llevó al artista a la sala contigua para presentarlo a otro grupo de caballeros; al poco rato, mis amigos cayeron sobre mí y me convencieron para que fuera a cenar con ellos.
Ese fue, en resumen, mi encuentro con el artista escocés Gillespie. Pensándolo bien, era muy posible que él y el marido de Annie fueran la misma persona. Una coincidencia interesante, me dije, y así habría quedado el asunto si Elspeth no me hubiera invitado a reunirme de nuevo con su familia el sábado siguiente en las puertas de la pintoresca Cocoa House del parque.
El día señalado, al percatarme de que había llegado al parque demasiado pronto, decidí dar una vuelta por la sección de bellas artes. Debía de ser el último sábado de mayo, y a causa de una racha de buen tiempo (antes de las terribles lluvias de final de mes), había muchísima gente en la exposición. Mientras luchaba por abrirme paso a través de las colecciones de obras en préstamo británicas y extranjeras, recordé que las galerías atraen a un número desproporcionado de sabihondos: personas a las que les gusta exhibirse delante de sus compañeros y ofrecen a todo el que se encuentre al alcance de su oído el beneficio de su sabiduría sobre los cuadros expuestos. En cierto momento llegué a presenciar cómo un hombre se acuclillaba para olisquear un lienzo, antes de declarar delante de sus acompañantes que «era, sin duda alguna, un óleo».
Cansada de las multitudes, me dirigí a la sala de obras británicas en venta, que siempre estaba un poco más tranquila, aunque, como era habitual, había atraído a otra desafortunada clase de ciudadanos: los que no tienen un verdadero interés por el arte pero dan vueltas en grupo, sin apenas mirar los cuadros, buscando el que tenga el precio más alto.
—¡Allá hay uno de cuarenta y dos libras!
—Eso no es nada, Archie. ¡Aquí hay uno de seiscientas!
Ocho libras con diez chelines era el precio de
Junto al estanque
, la única obra de Ned Gillespie que había en la exposición. Ahora que conocía a la familia del artista, me detuve para examinarlo con nuevos ojos.
Junto al estanque
era un lienzo grande, al estilo
plein air
de los contemporáneos de Ned: una escena rural naturalista de una niña persiguiendo unos patos. Esta vez advertí que había utilizado a su hija mayor de modelo. Sin embargo, la niña del cuadro mostraba una expresión angelical: o bien Sibyl había dejado de fruncir el ceño unos minutos o Ned había hecho uso su imaginación. El cuadro tenía un encanto innegable y estaba de moda en ese momento, lo que explicaría su inclusión en la exposición. No fingiré ser una entendida en arte, pero, en mi opinión, el tema era demasiado trivial para justificar el tamaño del cuadro: Sibyl y los patos habrían estado mejor reducidos a la mitad. Aun así, la composición y el uso de los colores eran gratos a la vista, y me veía capaz de decir algún cumplido al marido de Annie sobre su obra en el caso de que coincidiéramos.
No obstante, era imposible pasar por alto que
Junto al estanque
se encontraba en el peor rincón de la sección de bellas artes: en un lugar alto y mal iluminado, encima de una puerta, en el extremo este de la sala de obras británicas en venta, junto a un hediondo desagüe que a menudo se atascaba. Esa situación daba pie a muchas carcajadas por parte de los visitantes, que pasaban con rapidez por debajo del cuadro de Ned mientras agitaban las manos frente a su cara y soltaban comentarios procaces. Yo misma fui consciente de las bromas relacionadas con la aromática ubicación del cuadro, aunque vagamente, como una intrusa. El consenso general era que el estanque debía de ser un «verdadero charco apestoso». Por un tiempo existió el peligro de que esa expresión se convirtiera en el apodo del artista; un dibujo satírico que caricaturizaba a Ned de modo poco amable y que aparecía encima del nombre de Charco Apestoso habría atizado sin duda las burlas si se hubiese publicado, como estaba previsto, en un ejemplar de
The Thistle
. Por fortuna el caricaturista lo retiró en el último momento y el apodo cayó en el olvido.
Pero estoy adelantando acontecimientos.
Alrededor de las cuatro, la hora acordada, salí al sol y me acerqué paseando a la Van Houten’s Cocoa House. Todas las mesas de fuera estaban ocupadas, por lo que busqué un rincón en la hierba desde el que pudiera ver acercarse a Annie y Elspeth.
Desde donde estaba alcanzaba a ver la Kelvingrove Mansion y la cola de visitantes que salían embotados y saciados de ella, después de haberse deleitado en la contemplación de los numerosos obsequios de Su Majestad: los cofres de plata, las hachas, las zapatillas adornadas con piedras preciosas, etcétera; una colección de artículos ostentosos e inútiles que (para mí) tenían una nota de mal gusto cuando se comparaban con la pobreza manifiesta del resto de Glasgow, una ciudad repleta de mendigos, de los cuales muchos eran niños, una injusticia de la que no parecían conscientes esos visitantes. ¿Soy la única que en tales circunstancias me siento tentada a gritar insultos como «¡Estúpidos!», «¡Necios!», «¡Zopencos!»? Una reprime estos impulsos, por supuesto, y trata de no identificarse demasiado con los hombrecillos borrachos y harapientos que a menudo aparecen por los lugares públicos, sacudiendo sus mugrientos puños hacia la multitud y soltando groserías e imprecaciones; a veces me pregunto si no soy yo quien —a fuerza de pura voluntad y de imaginación— ha hecho aparecer a esos pequeños tipos para que reprendan a la multitud en mi nombre: los mismos demonios de mi psique.
Mis ensoñaciones se vieron interrumpidas por la sirena de la pequeña lancha de vapor que pasaba por el Kelvin. Estaba tan absorta en mis pensamientos mientras esperaba de pie en la hierba que había perdido la noción del tiempo. De pronto miré el reloj y vi con sorpresa que eran las cuatro y media, mucho después de la hora en que debía encontrarme con Elspeth; como es natural, entonces no tenía ni idea de que los Gillespie siempre llegaban tarde, en cualquier ocasión. Entré corriendo en Van Houten’s y busqué en todo el salón, pero mis nuevos amigos no estaban por ninguna parte. Decepcionada, me rendí y decidí regresar a mi alojamiento, pasando junto al lago y saliendo por Hillhead.
Más allá de la mansión, tomé el sendero que conducía a un cruce donde convergían varias rutas, justo al sur del lago. Fue al llegar allí donde oí un extraño pitido. Creyendo que quizá se trataba de un pobre perro retorciéndose de dolor, me volví y vi que Elspeth Gillespie se abalanzaba sobre mí. El grito estridente que había confundido con un aullido canino surgía, de hecho, de su garganta, al parecer para llamar mi atención.
—¡Yuju! —gritó—. ¡Yuju! ¡Señorita Bexter! ¡Yuju! ¡Yuju! ¡Yuju! ¡Herriet!
La seguía Mabel, acompañada de un caballero con un canotier (que en ese momento inclinó la cabeza para encender una pipa); detrás de ellos iban Annie y las niñas, con un hombre más joven que tenía la mirada perdida hacia el río. En ese instante el caballero del canotier levantó la vista y exhaló una bocanada de humo. Era ancho de espaldas y de estatura mediana, con facciones regulares y atractivas, y unos ojos tal vez un poco tristes. Lo reconocí al instante como el artista al que había visto unos meses antes en Londres.
Ahí estaba Ned Gillespie en persona caminando hacia mí. Como es natural, ahora me emociono al describir el momento, pero no creo que entonces significara mucho para mí verlo en el parque, sobre todo porque me vi obligada a dirigir mi atención hacia su madre, que ya me tenía en sus garras.
—¡Señorita Bexter! ¡Me alegro de verla! Llegamos un poco tarde, pero nos ha costado organizarnos. Deje que le presente a… —miró por encima de su hombro izquierdo; Mabel y Ned acababan de detenerse y estaban detrás de ella, y Annie se había quedado atrás para evitar que Sibyl hiciera alguna travesura. La mirada de Elspeth se posó, por lo tanto, en el joven que se aproximaba rápidamente—… mi hijo Kenneth. Kenny, cariño, esta es la señorita Herriet Bexter de la que te hablé. ¡La que me salvó la vida!
El joven me saludó brevemente. Debía de tener unos veinticuatro años, y era bastante atractivo, a pesar de tener la nariz un poco chata y el pelo de un color que alguien podría describir, con toda cortesía, como «castaño rojizo». Iba vestido con pantalones a cuadros, chaqué y reloj de cadena, y a pesar de la estudiada indiferencia con que llevaba el sombrero hongo sobre la cabeza, emanaba cierto desasosiego e impaciencia. Lo atribuí (tal vez equivocadamente, como pueden sugerir los sucesos posteriores) a la vergüenza juvenil de que lo vieran
passeggiare
con su madre. Intercambiamos las cortesías de rigor, luego él se volvió hacia Elspeth, diciendo:
—Estaré en el bar, madre. —Y sin añadir nada más, se alejó por el sendero.
—¡No llegues tarde, querido!
Elspeth miró ansiosa la figura que se alejaba, dejándome con su nuera. Comparada con el día que la había conocido, Annie tenía la cara un poco pálida y parecía cansada. Se requería diplomacia, y dado que había hecho un claro esfuerzo por vestirse con elegancia —con un traje de falda estrecha a cuadros escoceses y una boina escocesa verde jade—, le hice un cumplido.
—¡Qué traje más bonito, Annie!
Ella pareció sorprendida.
—Gracias, Harriet. ¿La hemos hecho esperar?
—Un día tan bonito como este no importa esperar un poco.
Me volví hacia las niñas, a quienes la urbanidad requería que también saludara. Con las mejillas radiantes y sus vestidos cortos y tiesos, Sibyl y Rose tenían el aspecto pulido y sumiso de los niños que han sido embutidos en su ropa de los domingos.
—¡Qué guapa vas, Rose! ¡Y tú, Sibyl, qué elegante estás!
La niña menor trató de ocultar la cara, llena de vergüenza, mientras Sibyl alzaba un hombro reticente y me ofrecía una sonrisa afectada, dejando al descubierto sus pequeños colmillos. Pero unos segundos después, la sonrisa desapareció, y me sentí una vez más inquieta por sus ojos apagados, su mirada estoica; no era exactamente maliciosa pero tampoco agradable.
Entretanto, Mabel cogió a Ned del brazo y con cierta mala educación, o eso me pareció, se lo llevó por el sendero, en lugar de detenerse para darme las buenas tardes. No tuvo importancia, pero yo sentía bastante curiosidad por encontrarme de nuevo con el artista. Sin embargo, Mabel era posesiva con su hermano, hasta un punto que casi podría considerarse… «antinatural», pero todas sus acciones en relación con él estaban impregnadas de un instinto posesivo anómalo. Advertí que Kenneth los había alcanzado y me pareció que le pedía prestado dinero a su hermano antes de alejarse a toda prisa; luego Ned y Mabel se detuvieron para charlar con unos conocidos.