—Encantada. Yo soy Harriet…, la señorita Harriet Baxter. Pero, por lo que se refiere a la invitación, no creo que sea posible…
—¡Annie! ¡Dígaselo!
La joven arqueó una ceja y me miró sin entusiasmo.
—Me temo que no nos queda más alternativa.
De ese modo fui invitada a tomar el té al día siguiente en Stanley Street.
¡Una ocasión memorable!
¿O no? Mirando atrás, creo que me sentí bastante satisfecha, pero solo como se siente alguien cuando se le invita a compartir el pan con un indígena. De pronto se crea un vínculo totalmente nuevo con el lugar donde te encuentras. Dejas de percibirlo tan ajeno. Y ante tu mirada parece abrirse un mundo de posibilidades hasta entonces desconocidas.
Al día siguiente, a las tres en punto de la tarde, me detuve frente al número 11 de Stanley Street y pulsé el timbre superior. Había encontrado la dirección sin problema ya que, como había dicho Annie, estaba a la vuelta de la esquina de mi alojamiento. De hecho, cuando me describió dónde vivían, caí en la cuenta de que había pasado por Stanley Street muchísimas veces, porque era una de mis rutas para ir al parque. Al parecer, su suegra ocupaba la casa con puerta principal del otro lado de la calle, pero era al piso de Annie, en el número 11, donde me habían invitado.
En comparación con Queen’s Crescent (una hilera de casas adosadas bien mantenidas detrás de un bonito terreno comunal), Stanley Street era un lugar bastante menos atractivo: una vía pública corta, flanqueada por rejas de hierro rematadas en púas detrás de las cuales había casas de vecinos, bonitas pero ennegrecidas por capas de carbono, un panorama más bien sombrío por la falta de espacios abiertos o de vegetación. Se trataba de viviendas todavía respetables; de hecho, al otro lado del rellano de los Gillespie residía, al parecer, un compositor famoso. Sin embargo, la mayoría de los vecinos de Stanley Street eran mucho menos pudientes que los residentes de las suntuosas casas adosadas de al lado.
Abrió la puerta Annie en persona. Pareció sorprendida, y tal vez un poco irritada, cuando me vio.
—Señorita Baxter… Oh, querida, es puntual.
—Disculpe. ¿Quiere que venga más tarde?
—Oh, no. Pase, pase. Solo que no estamos del todo preparados.
Cerró la puerta detrás de mí, luego se volvió y empezó a recorrer el largo pasillo hacia las escaleras. Como no llevaba sombrero, tuve ocasión de contemplar su cabello en todo su esplendor, una maraña de tirabuzones dorados que le caían en trenzas desmañadas sobre los hombros.
—Es la tarde libre de la doncella —gritó—, así que estamos defendiéndonos como podemos… Espero que no le importe.
—En absoluto.
Alzando la mirada, decidí reservar el aliento para el ascenso. Subimos varios tramos de escalones de piedra, pasando, en cada rellano, por delante de las puertas de otros pisos. La escalera estaba limpia, pero el ambiente se notaba cargado y olía a muchas salsas de carne. Annie iba delante y, al llegar al piso superior, cruzó una puerta abierta que se hallaba a la derecha.
—Ya estamos.
Cuando entré en el piso, unos momentos después, ella había desaparecido. El vestíbulo en el que me encontraba estaba amueblado de forma atractiva pero sencilla, con un perchero y algunas fotos enmarcadas. Una estrecha escalera al fondo debía de dar acceso a un piso superior. En el pasillo había varias puertas pero solo una, situada frente a la pequeña escalera, estaba totalmente abierta, por lo que me encaminé hacia ella. Bastó una mirada a través del umbral para confirmarme que se trataba, en efecto, del salón: una habitación amueblada sin lujos, con una alfombra raída.
Annie ya se había acomodado en un sofá gastado junto a la chimenea. Los demás ocupantes de la habitación eran Elspeth, quien al parecer se hallaba recuperada por completo, y dos niñas, una de unos siete años y la otra quizá cuatro años menor. Cuando crucé el umbral, las niñas corrieron hacia Annie y se aferraron a sus faldas, mirándome con recelo. Mientras tanto, Elspeth se había levantado para saludarme.
—¡Ah! ¡Pase, querida amiga! ¡Mi ángel de la misericordia!
Se acercó a mí, sonriendo de oreja a oreja. Ese estado eufórico contrastaba bastante con la actitud apagada y susurrante que había mostrado el día anterior. (Sentí alivio al comprobar que había vuelto a ponerse la dentadura; generalmente llevaba solo la parte superior.)
—Cuánto me alegro de verla, señorita Bexter. Estamos encantados con su visita.
Ya no hablaba con voz ronca, y me percaté de que tenía un acento bastante peculiar que aplanaba las vocales. Esa pronunciación supuestamente anglificada era, como ya había advertido en mis encuentros con algunos nativos de Glasgow, un artificio que usaban sobre todo las mujeres, quienes creían que les hacía parecer más
refained
. Aunque las palabras en sí eran sin duda de bienvenida, tengo que reconocer que me sentí un poco avasallada, ya que la entonación de Elspeth era una pizca estridente e irritante. No podemos tener todos la voz agradable, y, desde luego, no es esencial en la vida hablar en tonos melifluos; sin duda esa dama tenía muchas cualidades que la redimían, pero la dicción melodiosa no era una de ellas.
Me condujo hacia un sillón situado frente al sofá.
—Ayer no estaba
compos mentis
después de mi desmayo. Pero Annie me ha contado lo que ocurrió. Mi querida amiga, le debo la vida…, ¡nada menos que la vida! —Dicho esto, se rió fuerte y tan cerca de mí que temí por la integridad de mi tímpano.
Retrocedí un paso titubeante (evitando por los pelos una colisión con una vieja estantería portátil) y me dejé caer en el sillón.
—Está en su casa, señorita Bexter.
—Por favor, llámeme Harriet.
—¡Sí, por supuesto, Herriet! ¡Y usted debe llamarme Elspeth!
Sonrió a las niñas, que me lanzaban miradas de recelo, como si fuera un espantajo. Luego su mirada recayó en el montón de papeles que había sobre la mesa.
—Ay de mí, qué lío tengo. —Se acercó corriendo para poner orden—. Debe disculparme, Herriet. Estamos a punto de enviar el boletín informativo de mi querida iglesia, la Free Saint John de George Street. Es lo mismo cada mes. Debo decir que en esta edición se publica un artículo particularmente interesante sobre la misión judía que hay al sur del río. No sé si la conoce.
—No, no la conozco.
—Bueno…, pues debe leer el artículo. Estoy segura de que le interesará. Usted es judía, ¿verdad?
La miré un poco sorprendida.
—No —respondí al cabo de un momento.
—Oh, discúlpeme. Por alguna razón pensé…, aunque ahora que lo pienso no tiene un apellido que suene muy judío, ¿verdad? Bueno, no importa. Es un artículo interesantísimo de todos modos.
El hecho de averiguar que yo no era judía la dejó alicaída por un instante. Se detuvo para respirar, sonriendo (por alguna razón) a Annie, quien le devolvió una sonrisa vaga. Yo estaba a punto de preguntar algo, pero antes de que pudiera pronunciar una sílaba, Elspeth arrancó de nuevo:
—En esta edición también hay un artículo extraordinario del reverendo Johnson. Habrá oído hablar de Jacob Johnson, nuestro maravilloso predicador negro que llegó la semana pasada. Él y su familia vinieron a cenar a casa el miércoles por la noche, ¿sabe? Es un placer tan grande recorrer la mesa con la mirada y ver un abanico de rostros morenos felices. Da mucha paz contemplarlos, por no hablar de lo atractivos que resultan. ¿Sabe, Herriet? A veces me sorprendo deseando que todo Glasgow estuviera lleno de negros, cantando y riéndose de esa forma tan contagiosa que tienen, en lugar de esos escoceses de tez enfermiza y aspecto desgraciado. ¿No sería mucho mejor?
Se rió con alegría y, sin querer parecer maleducada, me reí con ella. Me fijé en que Annie no se reía, pero tenía una sonrisa congelada en los labios mientras miraba por la ventana, en apariencia ensimismada.
—Ahora, señorita Bexter —gritó Elspeth—, si me disculpa un momento, me voy corriendo a preparar el té.
Salió con garbo de la habitación, sin dejar de reírse bobamente, luego empezó a murmurar una tonadilla estridente que se oyó hasta que entró en otra habitación y cerró la puerta detrás de sí. Por un momento se hizo el silencio. Solo fue interrumpido cuando Annie respiró hondo y soltó un gran suspiro, como si el oxígeno hubiera inundado de nuevo el salón. Tal vez la alegre locuacidad de Elspeth era una fuente de vejación para su nuera, porque cuando me volví para mirarla, bajó la vista hacia la niña que tenía en el regazo: su hija de tres años que había gateado mientras Elspeth hablaba largo y tendido. Ahora estaba acurrucada como un bebé y Annie le acariciaba el pelo.
—Vamos, Rose, ya está bien —murmuró. En conjunto era una bonita escena, hasta que uno se percataba de que Annie (después de desabrocharse el corpiño del vestido) estaba dándole el pecho a la niña abiertamente.
Creo que de entrada me cogió desprevenida, ya que nunca había presenciado una escena maternal tan íntima. La sorpresa debió de reflejarse en mi cara, porque Annie levantó la vista y dijo:
—Oh, no se preocupe. Es que no sé qué hacer para que me deje tranquila. Cualquiera diría que quiere meterse dentro de mi piel.
Entonces la niña de siete años se sentó junto a ellas. Había estado nerviosa e inquieta desde que yo había llegado. Al no poder sentarse en el regazo de su madre, se quedó de pie y empezó a golpearle el hombro con la cadera, hasta que Annie se vio obligada a reprenderla. Entonces la niña se arrojó sobre el sofá y se puso a berrear.
No puedo explicar el fervor con que esperé que la causa de esa manifestación de malhumor no fuera impaciencia por ser alimentada del mismo modo que su hermana.
—Chist —dijo Annie—. No llores, Sibyl.
Pero la niña siguió berreando. Como su madre me ignoraba, me vi obligada a darle conversación, elevando la voz por encima del estruendo.
—¿Esperamos a alguien más? —pregunté animadamente.
—No lo creo —respondió Annie de forma vaga—. Sibyl, por favor, calla.
—¿Qué hay de su marido? —pregunté, con la esperanza de encender al menos un ascua de conversación—. Supongo que está trabajando.
Sin embargo, Annie no respondió, tal vez porque volvía a estar ocupada con su hija pequeña, charlando con ella mientras se la pasaba de un lado al otro. Resultaba difícil saber si estaba siendo grosera o no. Aparté la mirada y esta se posó en la niña mayor, que ahora solo lloriqueaba. Para ser sincera, ya en ese primer encuentro la intensidad febril de Sibyl me pareció algo desconcertante. Era una niña preciosa, aunque quizá tenía el labio superior demasiado fino y una tez un tanto cetrina. Ella me escudriñó con expresión malhumorada.
—Tienes la nariz grande —dijo—. Como una bruja.
Me reí alegremente.
—Me temo que sí.
—Si-byl —dijo Annie con tono cansino.
Por toda respuesta, la niña bajó del sofá de un salto y brincó ruidosamente por la habitación, corriendo entre los muebles de un modo frenético que me pareció de lo más peligroso.
Annie se volvió hacia mí.
—Le pido disculpas por Sibyl. Está muy cansada.
—Ya —dije, viendo cómo la niña daba vueltas alrededor de la mesa como un derviche agitado—. Pobrecilla.
En ese momento entró una joven esbelta con una bandeja de té muy cargada. Iba vestida con una elegante blusa de encaje y una falda ajustada, y llevaba el pelo de color castaño recogido en lo alto de la cabeza. Sonreí, preparada para saludar a la recién llegada, pero ella no me devolvió la mirada. Desde ciertos ángulos se la podía considerar una belleza. Tenía el cuello esbelto y las facciones hermosas. Los ojos eran de un azul intenso, casi violeta. Pero había cierta dureza en su rostro, algo en la anchura y la inclinación de la mandíbula que (por desgracia) hacía pensar en una sartén. Dejó la bandeja en la mesa y se acercó a la ventana, donde se cruzó de brazos y miró ceñuda las nubes como si la hubieran ofendido. Asumí que era otro miembro de la familia y me volví hacia Annie, esperando alguna clase de presentación, pero esta no dio muestras de haber advertido siquiera la presencia de la mujer. En lugar de ello dejó a Rose en el suelo y la alentó a jugar con un caballito de madera, mientras Elspeth entraba de nuevo en la habitación con una tetera y una fuente de pequeños pasteles.
—¡Ya estamos aquí! —exclamó, y soltó una carcajada por razones que en ese momento no entendí. (Sin embargo, llegué a darme cuenta de que Elspeth prefería acompañar sus entradas y salidas con un sonido alegre.)
—Elspeth, por favor… Chist —rogó Annie, señalando el techo.
Sin dejar de reír alegremente, Elspeth cruzó el salón hasta la mesa, evitando por los pelos chocar con Sibyl, que pasó como un rayo por su lado. La niña siguió saltando, y al llegar al viejo piano destartalado levantó la tapa y empezó a aporrear las teclas. Annie se levantó de un salto, diciendo de nuevo:
—Chist…, piensa en papá. —Y cerró la puerta del salón mientras Elspeth dejaba la fuente y la tetera encima de la mesa y se volvía hacia mí.
—Sibyl está aprendiendo a tocar una nueva canción —chilló—. Un espiritual negro. Se lo dedicará al reverendo Johnson cuando lo haya perfeccionado. ¿No sería estupendo, Herriet, que nos lo tocara ahora para practicar?
Annie retorció las manos juntas, diciendo:
—No hasta más tarde, Elspeth, por favor. No queremos hacer demasiado ruido con el piano, ¿verdad?
—Vamos —dijo Elspeth—, lo tocarás bajito, ¿verdad, cariño?
Sibyl asintió, y Annie se hundió de nuevo en el sofá, con un suspiro.
—Bueno, supongo…
Elspeth sonrió radiante a su nieta, quien, sin necesidad de que la alentaran, ya había empezado a abrirse paso con torpeza a través de un himno rudimentario. No digo que conociera el título, pero como la mayoría de los de su clase, hablaba una y otra vez de paciencia en esta vida y éxito en la siguiente. De vez en cuando, entre notas equivocadas, Sibyl nos lanzaba una mirada penetrante por encima del hombro para comprobar que prestábamos atención. Annie parecía escuchar con la cabeza ladeada mientras se abrochaba el corpiño. Rose se apoyó en la falda de su madre contemplando a su hermana mayor con los ojos muy abiertos, como si se tratara de un espécimen. La joven de la ventana había sacado un espejo y se retocaba el peinado mientras Elspeth sonreía orgullosa a su nieta y tarareaba de vez en cuando la melodía.
Mientras avanzaba el himno aproveché para pasear la mirada por la habitación. No era exactamente una casa modesta, pero, a juzgar por el aspecto gastado y destartalado de los muebles, la situación de la familia Gillespie no era de ningún modo boyante. La ropa de las niñas estaba limpia, pero no era de su talla y tenía varios remiendos; el mantel de la mesa estaba muy raído por algunas partes; las tazas y los platitos se veían desportillados y agrietados. Encima del piano, junto al montón de partituras, vi por primera vez un canotier de caballero, con el ala estrecha y la copa baja rodeada con una cinta a rayas azules y verdes; un sombrero con cierto encanto que seguramente pertenecía al marido de Annie. Quizá lo había dejado allí la última vez que había estado en esa habitación. ¿Se lo había quitado para sentarse a tocar? ¿O solo lo había dejado encima del piano al pasar?