Enseguida vi claro que Ned había invitado a Peden con la esperanza de que yo le comprara alguno de sus cuadros. De hecho, en cuanto dejé mi cesta, Ned me sugirió con generosidad que mirara la carpeta de Walter antes de ver alguno de sus cuadros. En la exposición se mostraban algunas obras de Peden y no me habían parecido extraordinarias. Pero, para complacer a mi anfitrión, acepté sin problema, y fui recompensada cuando vi lo satisfecho que parecía.
—La obra de Walter es magnífica —apuntó—. No creo equivocarme al decir que es uno de nuestros mejores artistas.
Desde luego, Peden no lo contradijo. Se dispuso a sacar de la carpeta una serie de acuarelas que lanzó sobre la mesa, una tras otra, como si no tuvieran mucha importancia para él. Habían sido ejecutadas con bastante competencia pero, tal como imaginaba, la mayoría de ellas eran retratos de animales bastante inexpresivos: vacas, ovejas, patos, una cesta con gatitos, un poni, una paloma, varios
gosses de riches
con sus crías, etcétera. Supongo que alguien tiene que pintar el ganado y los animales de compañía, pero era un tema que jamás me había interesado. Hice todo lo posible por no desviar la mirada hacia las pilas de lienzos que había por todas partes apoyados en las paredes, y el cuadro del caballete que estaba de espaldas a nosotros, en el fondo de la habitación. Aunque la claraboya estaba abierta, en la buhardilla hacía calor y parecía un lugar poco apropiado para un estudio. La luz era escasa y, puesto que la ventana estaba más orientada al oeste que al norte, seguramente era poco uniforme. El techo, que se inclinaba tanto que casi tocaba el suelo, suponía un peligro para cualquier persona de estatura normal. Podía imaginar los golpes que se habría dado mi anfitrión.
—
Psittacus erithacus erithacus
—anunció Peden, arrojando sobre la mesa el dibujo de un loro gris—. Son aves muy inteligentes, originales de África, y como sin duda sabe, señorita Baxter, bastante apreciadas por los antiguos griegos y romanos por su capacidad para hablar, a veces con frases completas.
—Sí, por supuesto —repuse—. ¿Y puede decirme qué le comunicó esta magnífica ave?
—Da la casualidad de que esta era muda —resopló Peden.
—¿No hablaba nada?
—No…, hacía poco que el dueño la había hecho disecar.
Una confesión tal vez poco digna, pero para demostrar que no se sentía incómodo, bailoteó allí mismo, con los párpados caídos y una sonrisa extasiada en la cara.
—¡Extraordinario! —exclamé—. En ese caso, debo felicitarle. Ha hecho un gran trabajo al traerlo de nuevo a la vida. Si no me equivoco, hasta ha puesto brillo en sus ojos.
Sonreí a Ned, que asintió contento; luego, tras señalar con un gesto el resto de las hojas de la mesa, me preguntó:
—¿Ha visto algún dibujo que le guste en particular?
—¡Oh, no, todos son realmente buenos! Y si alguien fuera aficionado a los retratos de animales y tuviera dinero que invertir, estoy convencida de que no podría encontrar nada mejor que estas maravillosas pinturas.
Tal como había esperado, mis palabras dejaron bastante claro que no tenía intención de comprar nada, y Peden, algo airado, empezó a recoger su obra.
—Estoy de acuerdo con usted, Harriet —dijo Ned—. Los cuadros de Walter algún día valdrán una fortuna. Tiene muchísimo talento.
—Ahora ya conozco al señor Peden y su obra —repuse—. Gracias por presentármelo. Pero tengo gran curiosidad por ver su obra reciente.
Ned lanzó una mirada preocupada al caballete y sentí una oleada de impaciencia, pero en ese momento se oyeron pasos en el rellano y Sibyl irrumpió en el estudio, colorada y sobreexcitada. Corrió hasta Ned y tiró de su mano.
—¡Papá! ¡Papá! —gruñó—. Venga a ver lo que he hecho.
—¿Que vaya a ver qué?
—Mi helecho. ¡Lo he plantado en una maceta! ¡Venga a verlo!
La niña se aferró a su padre como una pequeña garrapata, tirando de él con sorprendente fuerza, no solo de la mano sino también del bajo de la americana, tensando la tela por las costuras.
—No, Sibyl —dijo él—. Tengo visitas. —Yo estaba a punto de lanzar el sombrero al aire y soltar tres hurras (en un sentido metafórico, por supuesto), cuando él añadió—: Trae aquí los helechos, si quieres. Pero rápido. Papá está ocupado.
Sibyl desapareció al instante escaleras abajo. Ned se rió, meneando la cabeza con cierta exasperación.
—Le pido disculpas… Están plantando esos dichosos helechos.
—¡La pteridomanía! —exclamó Peden—. Esa temida enfermedad. —Alejó su cuerpo del mío para dirigirse a mí de lado, por encima de su hombro—. Parece ser que las damas como usted se cansan de las novelas, los cotilleos y las labores de ganchillo, y encuentran entretenimiento en los helechos. Apuesto a que tiene una colección de helechos, señorita Baxter.
—¡Por desgracia, no! —repliqué—. Con todas mis novelas, cotilleos y labores de ganchillo no me queda tiempo para los helechos.
El lector avispado sin duda se habrá percatado de que mi comentario encerraba ironía; pero el señor Peden asintió con aire de suficiencia, como si hubiera demostrado su argumento.
Los pasos resonaron una vez más en el rellano y Sibyl volvió a la habitación, seguida de Rose, que entró furtivamente, con más timidez. Cada una llevaba un helecho en una maceta de colores (amarilla la de Sibyl, azul la de Rose) y los dejaron en la mesa para que los admiráramos. Sibyl empujó su planta hacia Ned, obligando a Peden a dar un salto para rescatar su carpeta.
—¡Cuidado! —murmuró, y empezó a atar las cintas con grandes aspavientos.
—¡Este es el mío, papá! —gritó Sibyl, sin hacer caso—. ¡Mire el mío!
—El mío es el más bonito —dijo Rose bajito.
Sibyl se volvió hacia ella.
—¡No, no lo es! —siseó—. ¡Tú solo eres un bebé gordo y grande!
—Vamos, mi niña preciosa —dijo Ned, con una carcajada.
Cogió a Sibyl en brazos y la cubrió de besos. En ese momento se oyeron más pasos en el rellano y apareció Annie en el umbral, vestida con ropa de calle.
—¡Estáis aquí! —exclamó, desatándose el sombrero—. Buenas tardes, Harriet. Walter. Ned, cariño. —Y nos sonrió vagamente, como a través de una hermosa bruma.
Peden hizo una pequeña inclinación con un floreo. Sibyl bajó de los brazos de Ned, y las dos niñas corrieron hacia su madre, alzando la voz para ser oídas.
—Pasa, querida —dijo Ned—. Qué alegría verte.
Se me ocurrió preguntarme si había una nota de ironía en sus palabras, pero al parecer no la había; la contemplaba con genuino afecto. Annie respondió bajando la cabeza y mirándolo a través de sus pestañas, una mirada lo bastante seductora para que cualquier observador se sintiera
de trop
.
—¿Qué tal te ha ido la clase, querida? —le preguntó Ned—. ¿La has disfrutado?
—Sí —respondió ella, examinando la cinta de su sombrero, que acababa de caer en su mano y requeriría unas puntadas—. Pero esta tarde ha venido una modelo y ha sido dificilísimo. No he dado pie con bola. Necesito práctica.
—Mi mujer es modesta —dijo Ned, y luego le sonrió—. Pinta mucho mejor que yo.
Annie abrió mucho los ojos con fingido horror.
—¡No digas tonterías! Pero ¿por qué no bajamos todos y tomamos un té? Hay mucha gente aquí arriba, ¿no?
—Oh, no —me sorprendí diciendo, y todos se volvieron hacia mí. Carraspeé—. Quiero decir que… solo tengo una hora y esperaba tener tiempo para ver la obra de Ned. Estoy segura de que al señor Peden le vendrá bien una taza de té, pero Ned y yo tal vez… —Miré a mi anfitrión esperando que me apoyara, y, para mi alivio, asintió.
—Sí, baja, Walter; yo ya tomaré el té más tarde, cariño.
Eso último no iba dirigido al calvo del señor Peden, por supuesto, sino a Annie, la de los cautivadores rizos dorados. Ella miró ceñuda a su marido antes de volverse hacia su amigo.
—Bueno, Walter, parece que tendrá que soportar mi compañía.
Peden cerró los ojos y danzó ante ella.
—Sería un placer…, señora G, pero me temo que debo irme.
—Qué lástima —dijo Annie, y se volvió hacia Sibyl y Rose—. Sed buenas y bajad los helechos al comedor. Y decidle a Christina que nos suba el té aquí.
Las niñas recogieron sus plantas y salieron, seguidas de Peden, que cruzó la habitación balanceando la cabeza y dando puñetazos al aire, como si fuera miembro de la tribu zulú y no del Club de Ajedrez de Glasgow.
—«Sale, perseguido por un oso» —entonó mientras se iba—. Sin duda reconocerá la cita, señorita Baxter.
Decidiendo que lo mejor era ignorarlo, me limité a sonreír y a apartarme de su camino. Él se detuvo en el umbral.
—
Cuento de invierno
—dijo—. En caso de que esté totalmente perdida.
—¿Perdón?
—Shakespeare, señorita Baxter. Shakespeare. —Y con estas palabras se escabulló escaleras abajo.
Annie se había dejado caer en el viejo diván destartalado y se desataba los zapatos. Yo había esperado quedarme un rato a solas con el artista, para ver sus cuadros y preguntarle si estaría interesado en hacer mi retrato. Sin embargo, en presencia de un tercero me sentía un poco forzada y cohibida.
Ned se quedó de pie con las manos en los bolsillos mirando por la claraboya más allá de los tejados, hacia la torre de Saint Jude. Parecía incómodo y me pregunté la razón. Mirando hacia atrás, quizá le diera vergüenza que alguien contemplara su obra, ya que era algo que siempre lo cohibía. En ese momento solo percibí su incomodidad y, viendo que no hacía ademán de enseñarme sus lienzos, saqué el tema de mi padrastro y su petición de que encargara mi retrato.
—Me pregunto, Ned, si tendría la amabilidad de considerar aceptar el encargo. Puedo asegurarle que le pagará bien.
El artista y Annie se miraron. Suspirando, él se volvió hacia mí.
—Es muy amable, Harriet, pero me temo que no puedo asumir más trabajo por el momento.
Annie dejó caer los zapatos ruidosamente en el suelo.
—Está entre los candidatos a elegir para pintar a Su Majestad en agosto.
Los miré a los dos, estupefacta.
—¿A la reina? ¿De veras?
Ned pareció ruborizarse.
—Bueno, no es seguro.
—Pero ella vendrá a inaugurar la exposición —señaló Annie—. Y quieren que se pinte un cuadro para conmemorar el día.
—¡Santo cielo! —exclamé—. Qué emocionante. Pero, disculpe la pregunta, si la visita no es hasta agosto, ¿no tendría tiempo antes de…?
—Lamentablemente, no es tan sencillo —repuso Annie—. Tienen que escoger entre seis artistas, cuatro de ellos reconocidos y un par de nombres nuevos, como el de Ned. Cada uno ha de presentar varios cuadros, como muestras, y basándose en ellos el comité tomará una decisión.
Ned carraspeó.
—Un retrato por encargo nos vendría muy bien para la economía familiar, Harriet, pero tengo que trabajar a jornada completa en mis cuadros. Lo siento mucho.
—Lo entiendo. Tiene que pensar a largo plazo. El hombre que sea escogido para pintar a la reina seguro que tendrá el futuro resuelto.
—Sí. —Ned se rascó la cabeza pensativo. Luego se le iluminó el rostro—. ¿Qué hay de Walter?
Annie puso una cara triste.
—Walter no es uno de los seis.
—No —dijo Ned—, pero estoy seguro de que estará encantado de pintar el retrato de Harriet.
—¿El señor Peden? Sí, sin duda es una opción que hay que considerar. Ahora, Annie, si es tan amable, ¿le importaría indicarme dónde está el aseo? Me gustaría lavarme las manos.
—Enseguida —dijo ella, balanceando los pies—. Está en el piso de abajo, a la izquierda de la puerta de la calle.
Me apresuré a salir y bajé al vestíbulo. Las niñas debían de estar en la cocina con Christina, porque oía su parloteo infantil por encima del estruendo de las cazuelas. Entré en el pequeño aseo que había debajo de las escaleras y abrí el grifo. En realidad tenía las manos limpias; solo había querido evitar una situación incómoda, ya que no tenía ningún deseo de que me retratara Walter Peden, y necesitaba tiempo para serenarme y buscar una excusa educada. Mientras observaba cómo caía el agua por el desagüe, decidí decirle a Ned que, si él no podía pintar el retrato, le pediría a mi padrastro que escogiera él al artista.
Y así habría sido si, de regreso al estudio, no hubiera visto un montón de dibujos esparcidos por el suelo junto a una silla del pasillo. Annie debía de haberlos dejado en ella al regresar de su clase y tal vez las niñas los habían tirado al pasar. Me agaché para recogerlos, mirándolos distraída. El boceto superior era un retrato de una mujer vestida y posando como una princesa rusa. Me quedé tan estupefacta ante la excelente ejecución del retrato que me detuve para mirarlo mejor. Las líneas eran osadas, la composición airosa. Para mis ojos inexpertos, parecía una obra muy elegante y con aplomo. Favorablemente impresionada, recogí el resto de los bocetos y los contemplé. Annie había quitado importancia a su talento, pero de pronto vi que era, en efecto, una gran artista por derecho propio. Qué pareja más talentosa, pensé. Y mientras volvía a poner los dibujos en su sitio y regresaba a la buhardilla tuve la idea.
En el piso de arriba reinaba el silencio, aunque Ned y Annie seguían en el estudio. Mientras cruzaba el rellano los entreví a través del umbral. En mi ausencia el artista se había colocado detrás del diván y se había inclinado para abrazar a su mujer. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás, con los ojos cerrados, mientras él ocultaba la cara en su cuello. Me fijé en que los primeros botones del vestido estaban desabrochados, luego vi que él había deslizado las manos dentro del corpiño, para ahuecar las manos sobre sus senos.
Me detuve en seco, preguntándome si debía alejarme de puntillas, cuando un tablón del suelo crujió bajo mi pie. Consciente de pronto de que yo me acercaba, Ned se apartó de su mujer y empezó a inspeccionar su pincel mientras ella se peleaba con los botones del vestido. Decidí echar cara a la situación y fingir que no había visto nada, y entré con toda naturalidad en la habitación.
—¡Aquí está, Harriet! —exclamó Ned—. Qué ligera de pies es.
—¡Sí, pero desafortunada en el juego! —triné, diciendo la primera bobada que se me pasó por la cabeza, pues me sentía aturdida tras haber presenciado un abrazo tan íntimo. Incapaz de contenerme, balbuceé—: Espero que no le importe, Annie, pero sus bocetos se han caído de la silla y me he detenido a recogerlos para que no se estropearan. Y no he podido evitar fijarme… Son extraordinariamente buenos.