La verdad de la señorita Harriet (12 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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A primera vista, los Gillespie parecían una familia bastante estable, pero no tardé en ver debajo de la superficie y darme cuenta de que, sobre todo en lo concerniente a Sibyl, empezaba a desmoronarse.

Tal vez no sorprenda a nadie si digo que las niñas eran la causa de la mayor parte de los problemas familiares. A menos que Elspeth o Mabel hubieran tenido la amabilidad de llevárselas consigo por la tarde, su madre y yo estábamos obligadas a vigilarlas durante nuestras sesiones. Creo que Annie habría estado encantada de dejar salir a sus hijas de la casa para que corrieran por el barrio, como hacían los demás niños y como ella misma había hecho de pequeña. En vista de lo que finalmente ocurrió, me avergüenza reconocer que me sentía agradecida cuando, una vez agotada mi paciencia, ella las mandaba fuera. Pero Ned no era muy partidario de que estuvieran en la calle sin que nadie las supervisara. Prefería que su mujer (u otra persona) las acompañara cuando se aventuraban a salir al césped trasero o a ir a su lugar favorito, a la vuelta de la esquina, los pequeños jardines frente a mi alojamiento de Queen’s Crescent, cuyas puertas solían estar abiertas. Annie no siempre tenía tiempo para dejar las tareas domésticas y salir con las niñas, por lo que los deseos de su marido pocas veces se veían cumplidos.

Por otro lado, las niñas eran dos entrometidas, y cuando había alguna visita como yo en la casa, no se mostraban muy inclinadas a salir a la calle por miedo a perderse algo. Annie trataba de persuadirlas para que jugaran en las otras habitaciones y le pedía a Christina que las vigilara, pero nunca estaban lejos mucho rato. Enseguida entraba Sibyl en el salón caminando con afectación, y confieso que se me caía el alma a los pies cuando la veía sentarse en el taburete del piano. Por unos instantes ella hacía ademán de pulsar unas teclas distraídamente, pero solo era el preámbulo para una prolongada sesión exhibicionista. Por si esto fuera poco, Elspeth no hacía más que descubrir espirituales con los que impresionar a su pastor norteamericano, y así, mientras posaba inmóvil a unos pocos palmos del piano, acabé por familiarizarme con esos himnos interminables, como «I Wish I Were an Angel» y «Where is Now the Prophet Daniel». No estoy segura de qué llegué a temer más, si las miradas tristes e inquietantes que me lanzaba Sibyl de forma intermitente por encima del hombro, o la obligación de hacer ruiditos apreciativos de vez en cuando en respuesta a su interpretación.

En algún momento Rose entraba tambaleándose en el salón en busca de su hermana, y como las dos niñas no podían estar juntas mucho tiempo sin pelearse, no tardaba en empezar la riña. Pese a ser la mayor, Sibyl solía ser la instigadora del conflicto. Enseguida me di cuenta de que Rose era, en muchos sentidos, más agradable y menos conflictiva que su hermana. Por desgracia, el hecho de tener una hermana más risueña no hacía sino agravar las travesuras de Sibyl.

Era evidente que la hija mayor de los Gillespie siempre había sido un problema, pero a medida que avanzaba el verano su conducta empezó a descontrolarse. En mayo hubo indicios de ello, como el incidente de los helechos rotos. Otro día Annie perdió su sombrero de paja, que apareció destrozado a la mañana siguiente en el cubo para el carbón. Unos días después hallaron debajo de sofá del salón varias piezas del juego de té de porcelana de juguete de Rose, hechas añicos. Y una semana más tarde, cuando el inodoro se atascó, encontraron el delantal de Annie obstruyendo el sifón.

¡Qué lástima daban los padres de esa niña tan díscola! Hay que reconocer que la rabia de Sibyl solía ir dirigida a las mujeres de la casa, y aunque el objeto de sus ataques a veces eran las pertenencias de Rose y de Christina, hasta entonces Annie era quien más había sufrido sus trastadas. Tal vez había en juego cierta actitud edípica femenina. Sibyl envidiaba la relación de su madre con su querido padre, eso seguro: mamá dormía en su cama y cumplía con los deberes conyugales, le llevaba las zapatillas y era su compañera diaria, e imagino que eso volvía loca de celos a la niña.

La situación fue de mal en peor en julio, cuando el colegio de Sibyl cerró durante el verano y sus profesoras, las señoritas Walkinshaw, partieron en su viaje anual a Florencia. Con la niña todo el día en casa era más difícil que nunca evitar que hiciera travesuras. Esa misma semana empezaron a aparecer garabatos en las paredes del número 11. Luego, una mañana, Annie recogió los zapatos de Rose y descubrió que habían vaciado en ellos la caja de alfileres; por suerte la niña era demasiado pequeña para vestirse sola, o se habría agujereado su pequeño pie.

La tarde siguiente, Elspeth se dirigía al apartamento cuando vio varios tubos de pintura sin abrir en la calle. Suponiendo que pertenecían a su hijo, los recogió y los llevó dentro. Yo le había regalado las pinturas a Annie hacía poco. Según Elspeth, estaban esparcidas por la acera, como si hubieran sido arrojadas con rabia por la ventana del salón. Dio la casualidad de que yo estaba allí cuando Annie sentó a Sibyl ante el piano para interrogarla sobre su última travesura. En respuesta a las acusaciones, la niña entornó los ojos, y tengo que confesar que me pareció bastante inquietante ver el horrible cambio que se operaba en su rostro. Se encorvó, apretó la mandíbula y adoptó una expresión de suma malevolencia mientras miraba a su pobre madre, y me descubrí enfadándome mucho en nombre de Annie.

«Por favor, di la verdad, cariño —le rogó a su hija—. Di la verdad y que el diablo se avergüence. ¿Has tirado tú las pinturas por la ventana?»

Pero Sibyl se negó a reconocer su culpa, y se mostró cada vez más hostil, hasta que al final se arrojó al suelo y estalló en una rabieta que dejó aterrorizados a los presentes.

Esa semana sucedió algo aún más siniestro: los dibujos de la pared empezaron a cambiar. Al principio eran garabatos simples e infantiles, pero con el tiempo se volvieron más perturbadores. Aunque las dos niñas tenían acceso a los lápices de colores, Sibyl tenía más probabilidades de ser la responsable, ya que se sabía que era más alborotadora, y los dibujos eran demasiado elaborados para que los hubiera ejecutado su hermana. En una ocasión en que Annie fue a buscar algo a la cocina, la oí soltar una exclamación. Al regresar al salón, dijo que había encontrado algo horrible que las niñas habían garabateado en la pared. Fuera lo que fuese debió de borrarlo inmediatamente, porque cuando llevé las tazas de té al fregadero poco después no vi ningún dibujo, solo una mancha húmeda en el yeso, y me pregunté qué forma tendría ese horrible garabato.

A finales de mes tuve ocasión de ver un garabato parecido durante una sesión con Annie. Hacía días que el tiempo era frío y húmedo, pero habíamos encendido la chimenea y estábamos bastante a gusto en el salón. En el piso de arriba, Ned trabajaba en su
Palacio Oriental
, que esperaba terminar a tiempo para presentarlo al Comité de Selección. Mi retrato también avanzaba: Annie había empezado a pintar los complicados pliegues de mi falda. Ahora que ya trabajaba con óleos, se la veía más concentrada y segura de sí misma, pero parecía cansada, tal vez debido a los problemas con Sibyl. La tarde era gris. Creo recordar que acabábamos de volver al trabajo tras un pequeño descanso y Annie daba vueltas por la habitación estudiando mi postura, como siempre, para asegurarse de que mi falda tenía la caída adecuada; de pronto el sol asomó entre las nubes y un estallido de luz iluminó un extremo de la habitación. Annie dejó de limpiar el pincel y una expresión extraña transformó su cara. Me di cuenta de que, en lugar de observar mi pose, miraba más allá de mí, la esquina próxima a la ventana. Estaba visiblemente alterada.

Cuando me volví para ver qué le había llamado la atención, pasó por mi lado y, agachándose junto al zócalo, empezó a frotar la pared con un trapo.

—¿Qué hay? —pregunté.

—Nada —respondió ella con brusquedad—. Solo es una marca en la pared.

La supuesta marca había sido ejecutada con lápices de color rojo y negro. Tal vez para evitar alarmarme, Annie la había hecho desaparecer, pero por encima de su hombro entreví algo que solo puede describirse como obsceno. Era un dibujo burdo, del tamaño de un calabacín pequeño, y había sido ejecutado con osadía, sin embargo saltaba a la vista que era obra de un niño. Me quedé helada al pensar que una niña de corta edad hubiera dibujado una imagen tan explícita.

Seguramente hasta entonces no me había percatado de la gravedad de la situación de Sibyl. Aunque había oído a Elspeth y a Mabel discutir sobre su nuevo hábito de pintarrajear las paredes, no me había dado cuenta de que lo que garabateaba era algo tan burdo y perturbador. Sin embargo, al ver aquel dibujo fui consciente de que había que empezar a controlar a esa niña lo antes posible.

Sospechaba que Mabel habría sido más severa con Sibyl que sus propios padres, ya que ponía cara de desaprobación cuando esta se portaba mal o cuando Annie le daba el pecho a Rose, y era la única que insistía en que las niñas salieran del estudio, aunque paradójicamente ella siempre estaba allí hablando con su hermano. En las pocas ocasiones que nos quedamos solas en el salón del número 11, no tardó en hablarme de sí misma, de su compromiso roto y de su familia con bastante franqueza. Al principio me costó simpatizar con ella, con esa mezcla de rasgos de personalidad que me resultaban tan desconcertantes: parecía bienintencionada y al mismo tiempo belicosa, mojigata pero también confiada. Aunque a menudo era brusca, era imposible no admirar su actitud franca. Pronto llegué a la conclusión de que ese aire de superioridad moral era consecuencia de haber sido ignorada de niña. Elspeth no solo tenía predilección por sus hijos, como muchas mujeres, sino que cada hora que pasaba despierta la dedicaba a la llegada del reino de Dios a la tierra, a obras de caridad, y a los desamparados, los descarriados y los exóticos personajes que coleccionaba de todos los lugares del mundo, entre los cuales los preferidos eran los judíos, pues creía que debían ser los primeros en la cola de la conversión al cristianismo, lo que explicaba su interés inicial por mí cuando dio por sentado que yo era judía. No era difícil imaginarse a la hermana de Ned de niña, ninguneada y eclipsada por sus hermanos mientras su madre atendía a sus invitados de todos los colores: evangélicos negros, pálidos judíos polacos, rajás de piel aceitunada, vendedores ambulantes musulmanes morenos y toda clase de misioneros occidentales. Estaba convencida de que Mabel no había recibido suficiente atención; estaba deseando que la escucharan y la tomaran en serio. Teniendo esto presente, me acostumbré a pedirle consejo para todo, sobre dónde comprar buenos comestibles y cómo recogerme el pelo. Creo que al principio se mostró un poco recelosa, pero era demasiado presuntuosa para abstenerse de hacerme beneficiaria de su sabiduría. Yo me aseguraba de seguir sus recomendaciones sin demora, y siempre la felicitaba por su excelente gusto y su admirable sentido común; y de ese modo ella empezó a tomarme simpatía.

Una tarde Mabel vino a verme a Queen’s Crescent para tomar un café, que yo había empezado a consumir siguiendo sus consejos. Aunque habíamos estado juntas en muchas ocasiones, creo que era la primera vez que quedábamos a solas; un hito crucial en una amistad femenina, como es bien sabido, y en el que todo puede echarse a perder para siempre si el ambiente general no alcanza un armonioso equilibrio (aunque algo indefinible) de afecto y respeto mutuo. Lamento decir que me vi obligada a animar un poco la tarde, ya que la hermana de Ned estaba de un humor altanero y no hizo ningún esfuerzo por hacerse querer. En cuanto llegó, criticó la tela de las cortinas de mi sala de estar; luego dejó caer que la vista desde mi ventana no era tan bonita como cabía esperar; mi elección del café no obtuvo toda su aprobación, y en la mesa armó mucho revuelo para seleccionar una galleta, que, tras escudriñar recelosamente, al final dejó en el plato sin probar.

—Veo que no es golosa como Elspeth —le dije, en un intento de entablar conversación—. A su lado se le ve muy esbelta. Jamás diría que son madre e hija.

—¿De verdad?

—Sin duda. Además, Elspeth y usted son tan diferentes.

—¿Sí?

El ceño desapareció y se le iluminó la cara; era como si el sol, sin previo aviso, se hubiera colado a través de la ventana de la antecocina para reflejarse en las cazuelas.

—¡Ya lo creo! —exclamé, notando que iba bien encaminada. (La pobre quería a su madre, pero, como les ocurre con frecuencia a las hijas, ese amor iba unido a un deseo bien arraigado de ser lo más diferentes posibles de ella.)—. Seguramente no tienen la misma propensión a engordar; y en cuanto al carácter, bueno, en ciertos aspectos usted y su madre son como la noche y el día.

—Oh, yo sí que me engordo —dijo Mabel, incapaz de resistirse a contradecirme— si no me cuido. Pero es cierto que a menudo he pensado que madre y yo somos muy diferentes de carácter.

—¡Exacto! Y es bastante frecuente, ¿verdad? Ponga por caso a Annie y a Sibyl…

—¡Oh, Sibyl! —exclamó Mabel, y levantó la mirada al techo.

—Es de armas tomar —asentí—. Esos horribles dibujos…

Mabel meneó la cabeza, disgustada. Según ella, había que llevar a cabo una investigación en el colegio de Sibyl para averiguar si alguno de sus compañeros la estaba descarriando. Era un colegio mixto, con (según Mabel) un grupo de niños muy brutos. Pero tanto los alumnos como los profesores se habían desperdigado durante el verano, y la investigación tendría que esperar.

—¿Cómo demonios logra concentrarse Ned en su trabajo? —le pregunté—. Ahora que está de vacaciones Sibyl pasa mucho tiempo en su estudio distrayéndolo.

—¡Lo sé! Tratamos de tenerla alejada, yo sobre todo.

—Cuando yo era niña no se me permitía poner un pie en el gabinete de mi padrastro.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Mabel—. Un hombre necesita un lugar tranquilo para trabajar.

—Recuerdo que una vez, debía de tener la edad de Sibyl, me metí a hurtadillas mientras él estaba en el piso de arriba con mi madre. Tenía una colección de calidoscopios que me intrigaba. Entré de puntillas y cogí uno, y de pronto oí bajar a mi padrastro por las escaleras y dirigirse hacia el gabinete.

—¡Santo cielo!

—Me asusté tanto que se me cayó el calidoscopio al suelo con gran estruendo y se desportilló un poco. Mi padrastro entró como un vendaval y cuando vio lo que había hecho, sacó el puño y me golpeó en la barriga, como habría golpeado a un adulto…, con tanta fuerza que me levantó del suelo y volé por los aires y…, de forma bastante cómica, creo, reboté al chocar con la ventana.

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