La verdad de la señorita Harriet (15 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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No iba a ser tan fácil, por lo tanto, encontrar la caricatura. A fin de persuadir a Findlay para que abandonara la habitación, insistí en que había oído a alguien caerse o tirar algo al suelo en el pasillo, de modo que cuando salió lleno de escepticismo para investigar pude echar una mirada a la carpeta. Sabiendo que solo disponía de unos segundos, desaté los lazos y la abrí. Allí —por fortuna, encima de toda la pila de dibujos— estaba la viñeta de Ned y Kenneth.

Me atrevería a decir que no puede perjudicar a nadie describirla ahora, después de todos estos años. Findlay había dibujado a los hermanos Gillespie en lo que parecía ser el estudio de un artista. Ned se encontraba frente a un caballete en el que estaba su cuadro
Junto al estanque
. Tenía un aire desgraciado, tal vez porque Kenneth estaba a su lado, vestido con enaguas y cofia. En el fondo había un gran jarrón, lo que de entrada me confundió, hasta que caí en la cuenta de que estaba lleno de pensamientos, flores que en inglés se asocian con los homosexuales. Kenneth parecía tener colorete en las mejillas y un lunar sobre el labio. Con una mano sostenía un vestido mientras con la otra tiraba de la chaqueta de Ned. El dibujo se titulaba «Charco Apestoso et Frère» y en el diálogo de debajo Kenneth exclamaba: «Oh, Neddy, querido, ¿qué me pongo?».

El broche final, estarán de acuerdo.

Al regresar a la habitación, Findlay fingió un gran cansancio.

—Parece que oye cosas, señora. No he encontrado… —Pero se interrumpió al ver la carpeta abierta encima de la mesa junto a la caricatura, que no me había molestado en ocultar, ya que necesitaba dirigir su atención sobre ella, y no veía motivos para recurrir a más subterfugios. Su expresión cambió, y de una leve irritación pasó a mostrar gran indignación.

—¡Perdone! —me gritó enfurecido—. ¿Qué demonios…?

Entonces, allí mismo, le supliqué que no publicara algo tan ridículo. Le dije que era difamatorio y que solo podía perjudicar la reputación del artista, a lo que él replicó que estaría encantado de enfrentarse a las consecuencias. Cuando sugerí que, en cualquier caso, era demasiado subido de tono para
The Thistle
, replicó que ya había llegado a un acuerdo verbal con el director, y que, una vez que acabara con los últimos retoques, la viñeta estaría lista para entregarla y aparecería el 13 de agosto, lo que, según dijo, sería muy desafortunado para Apestoso. Frente a su frialdad, me vi obligada a apelar a la conciencia del hombre, nombrando a las pobres hijas de Ned y a todos los que dependían de sus ingresos, pero vi horrorizada que nada de lo que dijera podría disuadirlo. Además, ahora que se había cerciorado de que yo no tenía ningún interés en contratarlo como retratista, me acusó de inmiscuirme en su vida privada y me amenazó con ir a la policía (una reacción desmesurada e histérica, dadas las circunstancias).

Yo solo hice lo que haría cualquier buen amigo. Estaba resuelta a asegurarme a toda costa de que Ned se salvaba aunque solo fuera de la humillación pública. Deduje que la situación económica de Findlay era precaria, y que, por lo tanto, no estaría dispuesto a renunciar a los ingresos que pudiera proporcionarle esa serie de caricaturas. Así pues, me pareció que la única manera de llegar a su corazón era ofreciéndole una compensación económica. Tras una negociación bastante larga, el caricaturista accedió a destruir su dichosa viñeta. Observé allí mismo cómo la echaba al fuego y se reducía a cenizas.

Baste con decir que el dinero lo compra todo.

Supongo que el viejo Findlay no era tan mala persona. Pese a sus inclinaciones reptilianas, cuando lo entrevistó años después el «periodista» Bruce Kemp, no dijo nada inapropiado sobre mí, aparte de que era una «entrometida», cuando podría haber soltado (¡como tantos otros!) muchas mentiras rebuscadas. Supongo que debería sentirme en cierto modo agradecida a él, pero a mis ojos continúa siendo irredimible, por su intento de hundir a Ned y a su familia.

El Viejo Findlaypops.

Ahora que lo pienso, probablemente murió hace mucho. A veces una no puede evitar sentirse como el último árbol robusto en un bosque muy antiguo, que todavía sigue en pie, resistiendo indómito, mientras alrededor los más débiles se han podrido y caído en el lodo hediondo.

No vi motivo alguno para mencionar lo ocurrido a mis conocidos. Por lo que a mí respectaba, el asunto estaba zanjado. Pero durante las dos semanas siguientes, todas las horas que pasé despierta estuvieron llenas de inquietud, ya que no podía quitarme de la cabeza que Findlay podía traicionarme de algún modo. No sabía exactamente cómo, pero existía la posibilidad. En cuanto a Ned, por lo que sé, aparte de cierta vergüenza por ser el centro de atención, no volvió a pensar en la perspectiva de que lo satirizaran en un número de
The Thistle
. Estaba concentrado por completo en acabar su
Palacio Oriental
a tiempo para que lo examinara el Comité de Selección. Por otra parte, Annie parecía tensa, y aunque nunca mencionó la caricatura, creo que vivía atemorizada por la idea de que se publicara. Me habría gustado tranquilizarla, pero para ello habría tenido que admitir que había descubierto el secreto de Kenneth, y no podía sacar ese tema en una conversación educada.

Además de la preocupación de Annie por la viñeta de Findlay, estaba la constante presión de cuidar de las niñas todo el día. Sibyl había destrozado hacía poco un precioso bordado Berlín de Mabel, y ese acto de sabotaje pareció disgustar a Annie más que ninguna otra cosa hasta entonces. ¡Pobrecilla! Llevaba el pelo recogido con más descuido que nunca, y en su mirada había cierto hastío, casi como si esperara el próximo desastre.

Ahora que mi retrato estaba casi terminado, utilizaba las sesiones para dar los últimos retoques a las manos y la cara, pero yo notaba que tenía la cabeza en otra parte, ya que no paraba de cometer errores que después había que corregir. Si soy sincera, casi me alegraba de que eso sucediera, porque significaba que tardaría más en acabar el cuadro. Había pasado grandes ratos en casa de los Gillespie, conociendo a toda la familia, y me daba cuenta de que los echaría de menos cuando las sesiones tocaran a su fin.

El 13 de agosto, a altas horas de la madrugada, me desperté sobresaltada y con el pulso acelerado. No recordaba haber tenido ningún sueño o pesadilla, pero acostada en la cama me asaltó un pensamiento horrible: ¿y si Findlay había dibujado otra caricatura de Ned y de Kenneth, idéntica en todos los sentidos a la primera? Podría haberse limitado a presentarla al director, tal como habían acordado. Esa idea fue tomando forma en mi mente, y, antes de que entrara la luz en la habitación, estaba convencida de que el hombre siempre había tenido la intención de traicionarme. Había aceptado mi propuesta y destruido el dibujo, pero todo era simple palabrería para librarse de mí. Podía imaginarlo burlándose de mí mientras volvía a dibujar exactamente lo mismo.

The Thistle
aparecería en los estantes de los quioscos por la mañana. Suponiendo que distribuirían el periódico primero a todas las tiendas próximas a sus oficinas, decidí ir andando a la ciudad y comprar un ejemplar. Sin tener una idea real de a qué hora saldría a la venta, esperé impaciente hasta las diez y entonces eché a andar hacia Sauchiehall Street, lista para ir hasta la estación Central, si era necesario. Sin embargo, en cuanto pasé por delante de una tienda que vendía periódicos y atisbé en sus oscuras profundidades, vi un pequeño montón de
The Thistle
encima del mostrador. Después de comprar un ejemplar, salí deprisa y pasé las páginas con dedos temblorosos.

Podía pasar por alto, por supuesto, el pomposo provincianismo de «Nuestro Crítico Refunfuñón», pero me detuve en «Megilp», la columna sobre arte (en la que, gracias a Dios, no se mencionaba a Ned ni a Kenneth), y, pasando hojas, localicé la página 9, donde solía aparecer la caricatura de Findlay. Allí estaba la ilustración de esa semana: el señor Crawhall, retratado como un espantapájaros esquelético de expresión adusta en el que había posados muchas palomas y cuervos. Pasé una y otra vez las páginas, incapaz de creer que Findlay hubiera cumplido con su palabra, pero no encontré más viñetas, y no había referencia alguna a Ned Gillespie o a su hermano.

Supongo que debería haberme sentido aliviada. Pero mi mente pasó a considerar una nueva posibilidad: que la caricatura apareciera en un futuro ejemplar de
The Thistle
o en alguna otra publicación. Además, si Findlay conocía el secreto de Kenneth, existían muchas probabilidades de que otras personas también hubieran oído rumores.

Había quedado con Annie esa tarde, pero no sabía si acudir a la cita. Tanto si los Gillespie habían visto
The Thistle
como si no, estarían especulando sobre la viñeta, y yo no tenía ganas de estar presente mientras se tocaba el tema, ya que no sabía si sería capaz de permanecer sentada a lo largo de toda una conversación sin ruborizarme. Pero tampoco me parecía bien cancelar la cita con tan poco tiempo de antelación, de modo que, con la resolución de guardar silencio si mencionaban a Findlay, doblé la esquina hasta el número 11 a las dos de la tarde, tal como acordamos. Era una tarde calurosa y soleada, sin ninguna nube en el cielo. Encontré a Annie sola con las niñas. Ned había ido al Club de Arte a supervisar la colocación de sus cuadros para la exposición privada que se celebraría esa semana, y Christina, la doncella, había pedido la tarde libre para ir a ver a su madre, quien (se suponía) no se encontraba bien.

Alguien más, al parecer, se sentía mal esa tarde. Cuando llegué, Rose dormía la siesta en el piso de arriba, y Sibyl estaba tumbada en el sofá del salón, cubierta con una manta y con un recipiente vacío a su lado en el suelo. Llevaba un vestido ligero y tenía un espejo en la mano. Estaba más pálida que nunca, con oscuros cercos color malva debajo de los ojos. Al entrar me lanzó una de sus miradas maléficas y me dio la espalda.

—Pobrecilla —dijo Annie—. Vuelve a estar mala.

Esos dolores de barriga, junto con las jaquecas, eran la más reciente manifestación de la conducta perturbadora de Sibyl para llamar la atención. En las pasadas semanas se había vuelto más llorona y malhumorada. Ya no reaccionaba con ataques de histeria cuando se le enfrentaba con las pruebas de su comportamiento destructivo; en lugar de ello, se había vuelto retraída, callada y cautelosa. Era como si maquinara algo: observando y esperando. Poco a poco, en el transcurso del verano, esa niña se había vuelto una presencia cada vez más amenazante. Incluso entonces, mientras su madre y yo cruzábamos la habitación, Sibyl nos observaba; aunque estaba de espaldas, me fijé en que sostenía en ángulo el espejo para vernos reflejadas en él. Enmarcado en el óvalo del cristal plateado, vi uno de sus ojos mirándome fijamente. ¿Era producto de mi imaginación o hasta sus frágiles omóplatos parecían rígidos a causa de la malicia?

Entretanto, Annie había vuelto el caballete hacia mí para enseñarme mi retrato. Allí estaba yo, expuesta en el lienzo. Me había pintado en tonos morados y grises. Los colores eran armoniosos, las pinceladas fluidas y firmes. Por supuesto, yo nunca sería guapa, ni siquiera bonita, pero Annie me había retratado casi presentable. ¡Al menos, se me veía muy delgada!

—¿Cuánto falta para que lo acabe? —le pregunté.

—Oh, espero acabarlo hoy. Solo quiero retocar las manos, pero no tardaré mucho. ¿Empezamos?

Me acerqué a la ventana y me senté en la silla, cuyos contornos, a esas alturas, me resultaban muy familiares. Sentí cierta melancolía y abatimiento. ¡Nuestra última sesión! Echaría de menos Stanley Street, aunque Sibyl hubiera hecho que a veces me sintiera incómoda. Por fortuna, la niña no estaba en mi campo visual mientras posaba, ya que nuestro estudio improvisado se encontraba en una esquina del salón. Sin embargo, no podía evitar ser consciente de su siniestra presencia cerca. De vez en cuando nos espiaba, apoyando el espejo más allá del brazo tapizado del sofá. Al menos por una vez estaba callada.

En cuanto a Annie, parecía aún más glacial que en las últimas semanas. Desde el día en que me había tropezado con Ned en las escaleras y nos había visto hablar juntos desde el rellano superior, su actitud hacia mí había sido fría. Me pregunté si había hecho algo para molestarla; no tenía motivos para sentirse celosa de mí, pero tal vez le desagradó que aconsejara a su marido. También era posible (me decía) que aún no hubiera visto
The Thistle
y solo estuviera nerviosa por la terrible caricatura.

Llevábamos una buena media hora de sesión cuando oí pasos en las escaleras exteriores y reconocí la voz de Peden pontificando; su voz rebotaba de las paredes a medida que se acercaba al rellano superior. Supuse que había entrado con Ned, hasta que la llave giró en la cerradura y la puerta delantera se abrió de golpe, acompañada de un estallido de risa femenina. Fisgona como siempre, Sibyl se sentó en el sofá y miró hacia el pasillo, y Annie se volvió hacia la puerta justo cuando Christina y Peden aparecieron. La doncella estaba más desarreglada que nunca, y mientras se acercaba al umbral, tuve la clara impresión de que no podía sostenerse de pie.

—Ya he vuelto —dijo con sequedad, luego apretó los labios.

Annie la miró sin hablar. En respuesta a su silencio, la bonita cara de Christina adoptó una expresión muy seria. Se inclinó hacia la habitación y respiró pesadamente a través de la nariz.

—Mi madre no está bien —dijo—. Nada bien. Está… muy enferma. El señor Peden está aquí…, he usado una cuchara, ¿está bien?

En realidad no estaba hablando de cucharas, como pensé al principio, sino que le informaba a Annie de que le había dicho que pasara. No había ninguna duda de que Christina había estado bebiendo. De hecho, el olor dulzón a licor había empezado a flotar por la habitación. Por lo que vi, no estaba como una cuba pero sí achispada. Walter revoloteó detrás de ella e hizo una gran pantomima, dando brincos y mordiéndose el puño con ansiedad, como un personaje de una obra de teatro. Supongo que con ello esperaba no solo dramatizar la situación sino hacernos saber que no tenía la culpa del estado de la doncella. Se estaba comportando de un modo ridículo, ya que ni a Annie ni a mí se nos ocurrió ni por un instante que fuera responsable. Mi anfitriona estaba visiblemente furiosa, pero no era propio de ella montar un número delante de las visitas.

—Vuelva al trabajo, Christina —susurró—. Hablaré con usted más tarde.

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