—Pero tal vez sea un poco difícil concertar una cita con la reina. ¿Qué hay de Kenneth? ¿Conoce a alguien importante que pueda ayudar…, tal vez alguno de sus clientes?
Elspeth meneó la cabeza.
—Kenneth no conoce a nadie. No, creo que Ned debería escribir una bonita carta a la reina. ¡Oh…, no! ¡Tal vez podríamos pedir a Provost que escriba a la reina de su parte! ¡Sí, eso es!
Y así siguió… De cualquier manera, no averigüé nada más sobre Kenneth a través de su madre.
Cuando terminamos de comer, Elspeth se marchó con prisas y, sin saber muy bien qué hacer, decidí en un impulso empezar a hacer punto. En busca de los artículos necesarios para mi nuevo pasatiempo, pasé por Wool and Hosiery en Great Western Road. Era la tienda de los Gillespie, por supuesto, donde trabajaba el hermano de Ned, y aunque es cierto que estaba impaciente por embarcarme en la nueva aventura de tricotar, tengo que reconocer que detrás de mi visita había un segundo motivo. Me interesaba ver a Kenneth en su terreno, por así decirlo, fuera del círculo familiar. Desafortunadamente, cuando entré en la tienda ese día no había rastro de él, y me encontré hablando largo y tendido de agujas y lanas con la otra dependienta, la señorita MacHaffie, una anciana demasiado solícita para mi pesar. Esperaba que saliera Kenneth en algún momento de la trastienda, pero no lo hizo, y al final hice unas compras y me fui, pensando que debía de ser su día libre.
No obstante, se me ocurrió que si vigilaba al hermano de Ned, podría ver adónde iba y tal vez descubrir su secreto, fuera cual fuese.
Praemonitus, praemonitus
, como dicen. Así, durante unos pocos días, sin cambiar demasiado mis hábitos, seguí sus movimientos. Su rutina apenas variaba. A las ocho y media iba andando a trabajar y abría la tienda a las nueve; hacía un descanso para comer, normalmente a las dos y media, en el Bachelor’s Café del parque; a las seis en punto cerraba y regresaba a Stanley Street, deteniéndose a veces en el número 11 para jugar con Sibyl y Rose, antes de ir a casa de su madre a cenar; luego casi siempre volvía al parque para tomar algo en la Bodega. Parecía haber hecho amistad con varios empleados de la exposición y, en cuanto cerraban el parque, él y sus amigos solían desaparecer en la Caledonian Tavern. Por lo que yo veía, en su conducta no había nada especialmente indecoroso. Frecuentaba las tabernas, no los fumaderos de opio. Bebía, desde luego, pero no más que otros hombres de su edad y condición. Al cabo de unos días empecé a preguntarme si el secreto de Kenneth era algo que había sucedido en el pasado. Pero no tuve que hacer conjeturas mucho más tiempo.
El sábado por la tarde, después de pasar unas agradables horas en la exposición, emprendí el regreso a casa; pensaba bordear el río hacia el norte y dirigirme al puente del Prince of Wales, desde allí subir y rodear el impresionante contorno de Woodland Hill —un magnífico conjunto circular de viviendas residenciales adosadas, pabellones, torres y chapiteles, la verdadera corona de Glasgow, desde donde se domina toda la ciudad—, y al final dirigirme colina abajo hasta Queen’s Crescent, una humilde diadema en comparación. Oscurecía, pero gracias al maravilloso tendido eléctrico se veía bastante bien. Varios ventanales del palacio Oriental estaban iluminados, mientras que por el este y el sur parpadeaban las luces de la ciudad con sus fábricas y astilleros. Un olor a humo de chimenea flotaba por todo el parque procedente de la sección de maquinaria, y el estruendo de las dínamos todavía era audible, pues no se apagaban hasta que la exposición cerraba sus puertas por la noche. Faltaba bastante para la hora de cierre, y la gente se encaminaba en tropel, como siempre, a la fuente Fairy, cuyos mágicos colores del arco iris iluminaban el cielo y se reflejaban en el río.
Mientras me acercaba a los puentes centrales reparé en Kenneth Gillespie. Era una coincidencia, ya que acababa de pensar en él, preguntándome si estaría en el parque. Salía del salón de fumadores del Howell en compañía de un individuo alto con un oscuro sombrero de ala ancha, un hombre a quien reconocí en el acto como el más joven de los gondoleros. Los dos hombres estaban al alcance de mi voz y yo podría haber saludado a Kenneth, pero estaba cansada, se hacía tarde y fingí mirar por la ventana del Howell para que pasaran por mi lado sin reparar en mí. Era evidente que se dirigían a la Caledonian Tavern. Recorrieron el sendero y cruzaron a la otra orilla del río, frente al Chocolate Kiosk, donde se detuvieron un momento para hablar, pero yo ya estaba demasiado lejos para oír lo que decían. Tenía entendido que el gondolero solo hablaba unas pocas palabras de inglés y me pregunté cómo lograba entenderse con los lugareños.
En ese momento la llamarada de una cerilla atrajo mi atención. Un hombre grueso se había detenido a encender un puro en la puerta del Howell antes de cruzar el puente, dejando tras de sí una ráfaga acre y hechizante de humo. Me moría de ganas de fumar, pero tendría que esperar a estar en mi alojamiento. Mientras tanto miré a través de la ventana del Howell los estantes bien provistos y los espejos ornamentados. El interior parecía muy acogedor y luminoso, y casi me llegaba el olor a tabaco a través del cristal. Dos camareras muy atractivas con uniforme almidonado y cofia blanca bajaron las escaleras del salón. Un caballero apoyó el codo en el mostrador mientras flirteaba con otra joven. Mis pensamientos volvieron hacia el gondolero. Los lugareños habían apodado a los dos venecianos «signores Hokey y Pokey», ya que relacionaban a los italianos con los helados. Ned había pintado varias veces a esos gondoleros. En mi opinión, los cuadros eran demasiado pintorescos, pero Peden seguía alentándolo a hacer más en la misma línea, para venderlos como recuerdos de la exposición. Personalmente, yo no tenía un gran concepto de las opiniones de Walter sobre el arte; en mi mente lo había reducido a un trabalenguas («Peden el Pedante, pintor petulante; parlotea, patalea y se pavonea»), y deseé que Ned no fuera tan influenciable.
Así divagaba cuando me volví de nuevo. Solo había pasado un instante, y me sorprendió ver que Kenneth y el gondolero habían desaparecido. Miré en todas direcciones, pero no se les veía en ninguno de los caminos cercanos. Me abrí paso hacia el lugar donde los había visto hablar, y aunque miré entre la maleza, no hallé rastro de ellos. Empecé a temer que les hubiera pasado algo, ya que oscurecía, y me aventuré a bajar un poco por la orilla. Era empinada en ciertas partes y tuve que avanzar con precaución. Después de llegar a la conclusión de que no había nadie en el lado oriental, me encaminé al primer puente, pensando que quizá se habían metido debajo, tal vez para tirar piedras, fumar o por alguna otra razón masculina.
Me pregunto si se pueden imaginar lo que vi cuando atisbé entre las sombras de debajo de ese puente de poca altura. Para empezar, yo misma no supe cómo interpretarlo. Al principio me sorprendió ver que forcejeaban. El signor Pokey parecía haber saltado por detrás y llevar ventaja a su contrincante, dado que estaba encima del hermano de Ned, con un brazo alrededor de su cuello, aplastándolo contra el suelo y haciéndolo gemir. Estaba segura de que le hacía daño, y me disponía a gritar cuando de pronto comprendí que los dos jóvenes no estaban enzarzados en un combate mortal, sino cometiendo un acto de otra naturaleza totalmente distinta; llegué a la conclusión de que el remero le daba (utilizando una expresión que he oído desde entonces) a Kenneth con el rabo.
Por favor, no me malinterpreten; no me escandalizo fácilmente, y no tengo nada en contra de los actos amorosos, tanto si son griegos como si no. En ese momento el objeto de mi única e inmediata preocupación era mi nuevo amigo, el artista Ned Gillespie. Resultaba evidente que las muchachas de la chocolatería no despertaban el interés de su hermano; Kenneth seguía otro camino. Si ese era el asunto escandaloso que el Viejo Findlaypops estaba a punto de desvelar en su caricatura, se avecinaba una verdadera catástrofe. Verán, el buen burgués de Glasgow nunca ha tenido fama de tolerante, menos aún en lo tocante a
patapoufs
, Mary-Anns o invertidos (o cualquiera que sea la terminología actual). ¿De qué modo podía afectar a la prometedora reputación de Ned, sus perspectivas de futuro y sus posibilidades de obtener el encargo de la familia real, que el comportamiento imprudente e indecoroso de su hermano se hiciera público en un número de
The Thistle
?
Al día siguiente, cuando llegué a Stanley Street para posar para mi retrato encontré la puerta principal abierta, y al subir las escaleras me tropecé en uno de los rellanos con Ned, que salía con un caballete bajo el brazo. Al parecer acababa de enterarse de que el comité por fin había anunciado la fecha de entrega. Habría una presentación privada y entonces los miembros se retirarían para escoger al artista que se encargaría de retratar a la reina. La muestra estaba programada para el 15 de agosto, unos días después de la publicación de la caricatura. Me aterraba pensar en la insidiosa imagen que podría pasar por la mente de los caballeros del comité mientras contemplaban la obra de Gillespie.
—No estoy seguro de si lograré acabar a tiempo mi
Palacio Oriental
—decía Ned mientras dejaba el caballete en el suelo para descansar el brazo—. Así que tal vez presentaré uno de los cuadros de
Los gondoleros
.
—¿
Los gondoleros
? —repliqué alarmada—. Oh, no, su
Palacio Oriental
sería más apropiado. —Disimulé mis recelos con una sonrisa—. ¿Cuándo saldrá esa horrible basura?
Ned me miró sin comprender.
—¿A qué se refiere?
—Ya sabe, la caricatura de Findlay, en
The Thistle
.
—¡Ah…, eso! —Se rió—. No tengo ni idea.
—¿Se le ocurre cómo podría haberlo dibujado?
—No…, no se me ocurre —respondió, y meneó la cabeza sonriendo—. Aunque Peden dice que Kenneth también sale, lo que podría ser divertido.
A juzgar por su reacción, desconocía por completo las inclinaciones de su hermano.
—Bueno…, debe concentrarse en sus encargos —le dije—. Si el comité ve su
Palacio Oriental
, apuesto a que pondrá en sus manos un cheque antes de que se caliente el jerez. Es un cuadro maravilloso, además de apropiado, un gran edificio con todas esas figuras y esos colores fabulosos…, prueba de que es usted el hombre adecuado para ejecutar el retrato real.
Ned se rió, un poco desconcertado.
—Pero…, perdone, Harriet, creo que usted no lo ha visto.
—Es cierto, pero Annie me ha dicho que es uno de sus mejores cuadros.
—Oh, no lo sabía…
—El de
Los gondoleros
también me gusta, pero no muestra todo su talento.
—Bueno…, ya veremos. De todos modos voy a bajar al parque para hacer más bocetos.
—Pero seguro que ya tiene suficientes bocetos. Podría acabar su
Palacio Oriental
en unos días, si se pone a ello.
Parecía tener tantas dudas que soltó una pequeña carcajada. En ese momento Annie apareció en el rellano superior. Tal vez había oído el eco de nuestras voces por el hueco de la escalera. Se inclinó sobre la barandilla y bajó la vista hacia nosotros sin sonreír.
—¿Es usted, Harriet? ¿Va a entrar?
—Sí. Ned y yo estábamos hablando de sus cuadros.
—Deberíamos ponernos con el nuestro, ¿no le parece? Le alegrará saber que ya está casi acabado.
—¿De verdad? Creía que faltaban algunos retoques en las manos…
—No —replicó Annie con sequedad—. Creo que ya casi he terminado. Bastará con unas pocas sesiones más. —Miró a Ned, que estaba de pie a mi lado, ensimismado—. ¿Vas a salir, cariño?
El artista titubeó.
—No lo sé… A decir verdad, he cambiado de opinión. Creo que volveré al estudio. —Y diciendo esto, cogió el caballete y asintió hacia mí—. Gracias, Harriet. Creo que tiene razón. Probablemente debería concentrarme en acabar mi
Palacio Oriental
. ¿Subimos?
Y alargó la mano para señalar las escaleras que tenía ante sí. Debo reconocer que me sentí bastante satisfecha, y no poco aliviada, de que tomara en cuenta mi consejo.
Sin embargo, todavía estaba ahí el problema de la viñeta. Yo sabía que tenía que haber una manera de salir de esa espantosa situación, pero en un primer momento no supe qué hacer. Los Gillespie ya tenían apuros económicos. Si los encargos y las ventas de Ned disminuían como consecuencia de la publicación de una sórdida caricatura, la familia sufriría aún más estrecheces. Tuve que alejar de mi mente las horribles imágenes de Ned y las niñas con harapos, mendigando por Buchanan Street. Desde luego, esperaba que nunca ocurriera. Pero ¿cómo podía detenerse a Mungo Findlay?
Después de devanarme los sesos, decidí de la noche a la mañana que era necesario averiguar qué había dibujado el caricaturista. Así pues, le escribí diciendo que quería contratarlo como retratista e indiqué en el sobre que era «urgente». Entregué la carta en mano en las nuevas y bonitas oficinas de estilo italiano de
The Thistle
, en West George Street, el domingo por la mañana. Esperaba que al recibirla me invitara a ir a su estudio. Aún no tenía una idea clara de qué haría allí. Por alguna razón me figuré que Findlay sería el típico tipo desordenado que dejaba sus dibujos esparcidos por el estudio, y supongo que me imaginé una escena en que yo encontraba, bien a la vista, un dibujo de Ned y Kenneth; de un solo vistazo sabría si era perjudicial o no, y si era necesario, estaba preparada para utilizar mis dotes de persuasión a fin de proteger del escándalo a mis amigos.
Al final Findlay debió de pasar por el edificio de
The Thistle
en algún momento del domingo, porque recibí su respuesta el lunes por la mañana. Me daba la dirección de su casa y me invitaba a visitarlo el martes a las tres. Personalmente, habría preferido ir antes. Había quedado con Annie el martes por la tarde. Además, me preocupaba que Findlay hubiera ido a las oficinas del periódico el domingo; cabía la posibilidad de que ya hubiera entregado la caricatura terminada. Pero como no quería parecer demasiado interesada, le escribí aceptando su invitación y decidí esperar un día más.
No es necesario dar más vueltas a mi encuentro con el Viejo Findlaypops. Su casa, en Smith Street South, aunque de tamaño razonable, era un lugar húmedo, sucio y pestilente; su criado tenía el aspecto rubicundo y desastrado de quien lleva varios días tumbado en un campo bebiendo, y el artista en sí resultó ser un tipo muy desagradable. Su estudio estaba situado en el fondo de la casa, en una habitación de grandes ventanales. Vi con sorpresa que estaba despejado y ordenado, con una sola carpeta encima de la mesa y una docena de lienzos apoyados contra la pared, y que no había ni rastro de la viñeta. A duras penas pude disimular mi impaciencia mientras Findlay me mostraba sus cuadros, que eran, en su mayoría, representaciones mediocres de frutas y faisanes muertos; perfectas para decorar bandejas de té y poca cosa más.