La verdad de la señorita Harriet (18 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—En lo más mínimo.

—¿Y cree que es de confianza?

—Sí, es una de las personas más honestas que he conocido. Escribí una carta de recomendación. Creo que guardo una copia. Podría enviársela, si quiere.

—No, gracias…, ya me la han enviado. Sí, es impresionante.

Ciertos aspectos de esta conversación me preocupan. La relativa juventud de la señorita Barnes, por ejemplo, es sorprendente. Su reacción ante mis preguntas también fue desconcertante: se sorprendió al oír que Sarah buscaba trabajo (casi como si supiera perfectamente que no era cierto). Luego estaba su extraña respuesta cuando le pregunté por qué se había marchado Sarah. Las demás respuestas parecían preparadas, pero esa sin duda la pilló desprevenida.

En general, no estoy segura de qué pensar de la señorita Barnes. Los recientes acontecimientos me han hecho pensar que quizá valga la pena escribir a la anterior empleadora de Sarah a la dirección de Essex, para ver qué clase de respuesta me da. Pero mandar la carta sería una molestia, pues Sarah es quien suele ir al buzón, y a estas alturas no puedo darle un sobre dirigido a la «señorita Clay» de Greenstead, ya que se preguntará por qué estoy comprobando sus referencias después de tantas semanas.

Y hoy he hecho un descubrimiento bastante interesante. Últimamente casi no salgo del piso yo sola. Sin embargo, el martes tenía hora en el médico. Me apresuro a añadir que no me pasa nada; solo necesitaba que me diera más de las pequeñas píldoras milagrosas que me ayudan a dormir. Sarah quiso acompañarme, pero le dije que prefería ir sola en taxi y que pasaría el resto de la tarde en el museo.

El doctor Derrett se mostró tan brusco y liliputiense como siempre. Bien mirado, describiré con brevedad qué pasó en la consulta. Pido disculpas si este incidente es, en algún sentido, escandaloso o desagradable. No suelo detenerme en tales cuestiones, pero merece la pena mencionarlo, aunque solo sea para dejar constancia de cómo tratan a las mujeres. Puede que ahora tengamos derecho al voto, ganemos premios Pulitzer y crucemos el Atlántico solas en un avión, y, hoy día, una mujer artista con familia puede ganarse bien la vida pintando, pero en la intimidad de la consulta de un médico, aún hacen que nos sintamos insignificantes, aberrantes y hasta antinaturales.

Cuando mencioné de pasada mi ardor de estómago, Derrett insistió en que me quitara la blusa y me tumbara en la camilla. Siempre he gozado de buena salud, por regla general, por lo que ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que me desnudé para que me examinara un médico. Me sentía algo cohibida, y mi estado de ánimo no mejoró cuando Derrett lanzó una mirada a mi torso y gritó:

—¡Ja! ¡Politelia!

—¿Poli qué?

Señaló alegremente varias zonas en la parte superior de mi cuerpo.

—Aquí, aquí, aquí. Hablando sin rodeos, se trata de pezones accesorios. Tal vez usted creía que eran lunares, pero en realidad son supernumerarios, junto con las líneas lácteas.

—¿Las líneas lácteas?

—Las líneas lácteas mamarias. Los cerdos las tienen, bueno, las cerdas, y también las gatas, las ratas… y usted.

—¡Dios mío! ¡Qué repugnante!

—No hay nada de que preocuparse. No están relacionados de ningún modo con la acidez o la falta de apetito. Solo existen sin motivo. No le harán ningún daño.

—Qué tranquilizador.

De cualquier modo estaba más que un poco afectada por el hecho de haber sido catalogada junto con las cerdas, las gatas y las ratas. Derrett seguía en su elemento.

—Probablemente hace unos cuantos siglos la habrían quemado en la hoguera.

—¡Oh!

—Lo que distingue a una bruja son los lunares. —Sacudió uno con el dedo, luego se puso a palpar y a amasar mi abdomen con las manos—. Ahora, veamos lo de la indigestión…, relájese…

No puedo decir que ninguno de sus comentarios me hubiera relajado. Al contrario, me sentía muy sofocada y molesta, y esos tocamientos en el estómago no eran nada delicados. Él parecía muy complacido consigo mismo.

—Le pediré hora para un análisis de sangre —concluyó—, pero a su edad es natural que tenga problemas de digestión. Tiene suerte de comer…, incluso de tener dientes. Parece un poco hinchada alrededor de la cintura.

Esa fue la gota que colmó el vaso.

—No sea ridículo. He desayunado un panecillo. El pan me hincha como una pelota de fútbol.

Por alguna razón, él está en contra del tabaco y el alcohol, pero una nunca le hace mucho caso, porque ¿qué sería la vida sin cigarrillos y algún que otro tiramisú? Además, creo que no podría dormir sin mi copita de whisky con veronal (del que Derrett me abasteció para otros tres meses). El dolor de caderas (me asegura) se debe a la artritis, y me sentaría bien hacer un poco de ejercicio. Al salir de la consulta, exhausta, decidí saltarme el museo y volver directamente a casa. El ascensor del edificio es un cacharro temperamental, de paredes de roble y tan claustrofóbico como un ataúd, y siempre soy reacia a meterme en él, por lo que decidí subir andando las escaleras. Con sus cinco plantas, no es que sea el edificio Chrysler; puedes descansar y recobrarte en los rellanos. Además, Derrett dijo que me conviene hacer ejercicio.

Durante el ascenso oí un tintineo melodioso por encima de mí: alguien, en alguna parte, tocaba un piano. Para mi sorpresa, al acercarme al cuarto piso me di cuenta de que la música salía del interior de mi piso, del piano del salón. Reconocería las notas de ese viejo Bechstein en cualquier parte; siempre ha retumbado un poco desde que las polillas se comieron los fieltros. No había duda: Sarah estaba ante el teclado, tocando nada menos que Bach. Nunca había tocado el piano en el pasado, pero nunca se quedaba sola en el piso. Debo admitir que no lo tocaba nada mal.

Como me había abstenido de tomar el ascensor, con su maquinaria chirriante y tintineante, y el chasquido de sus puertas metálicas plegables, no había hecho ruido al acercarme. Pero en cuanto introduje la llave en la cerradura de la puerta, la música se detuvo. Se oyó un estrepitoso ruido de pies escabulléndose mientras entraba, y vi cómo mi acompañante desaparecía en la cocina con tantas prisas que se dio con las jambas de la puerta. Resuelta a no hablar con ella en ese momento, me volví y salí, sin decir una palabra. Durante la siguiente media hora, más o menos, estuve sentada en la plaza ajardinada, observando cómo iba y venía el vulgo, y pensando en Sarah.

Nunca había mencionado que sabía tocar el piano. Cuantas más vueltas le daba, más extraño me parecía, o, al menos, más misterioso. Una persona normal seguramente habría tocado alguna nota al pasar. Ella quitaba el polvo al instrumento un par de veces a la semana, cuando nos ocupábamos de las tareas domésticas; ¿nunca se sentía tentada de practicar? Al parecer no, a menos que lo hiciera cuando yo salía del edificio. ¿Era por timidez por lo que no exhibía su talento al piano?

Hacía mucho calor allí en el banco, debajo de los árboles, y en algún momento debí de quedarme dormida. Cuando quise darme cuenta, alguien me daba unos golpecitos en el hombro; me desperté y vi a dos jóvenes, con mono de trabajo, mirándome. Sus caras me sonaron vagamente y recordé que trabajaban en el nuevo garaje de coches de alquiler situado detrás de las mansiones. Los había visto desde la ventana del dormitorio en numerosas ocasiones, abajo en el patio trasero, lavando coches. Uno de ellos tenía los ojos castaños y saltones, como trufas de coñac. El otro lucía un bigote aterciopelado y el pelo rizado. Cuando volví en mí, unas trufas de coñac se mofaron.

—Está como una rosa —murmuró—. Ya se lo decía yo.

Su compañero, que tenía un rostro más amable, asintió y me sonrió.

—Disculpe, señora. Nos ha dado un buen susto, aquí sentada tan quieta con la boca abierta… Pensábamos que se nos había ido.

Posando en ellos mi mirada más imperiosa, anuncié:

—No tengo intención de irme a ninguna parte.

Ellos se rieron, como yo había esperado, y se alejaron por la plaza, golpeándose las pantorrillas con el pie.

Más tarde, al regresar a casa, Sarah me sirvió la cena. Parecía bastante avergonzada pero no mencionó lo ocurrido, y yo tampoco le dije nada. No obstante este asunto del piano me ha afectado, por razones que no sabría identificar ni explicar.

Pero aquí estoy, preocupándome por nimiedades como una boba redomada. La vejez es algo terrible. Nunca envejezcan, este es mi consejo. Nunca envejezcan.

III

Septiembre de 1888 – marzo de 1889

Glasgow

7

Como tal vez ya sepan, a pesar del ahínco con que trabajó, Ned no tuvo la suerte de que le otorgaran el encargo real. Tras la muestra privada anunciaron que John Lavery se había impuesto sobre sus compañeros y había sido elegido por los venerables caballeros del Comité de Selección. ¡Necios! Les está bien empleado que Lavery los engañara e hiciera fotografías a partir de las cuales trabajar: lo crean o no, lo vi con mis propios ojos. El día de la inauguración, una vez que los buenos y los grandes hubieron salido del Grand Hall a la zaga de Su Majestad, me limité a asomar la cabeza por la puerta para echar un vistazo al estrado, y vi salir de un nicho tapado con una cortina a Lavery en persona, agachado. ¿Y qué tenía consigo? ¿Un cuaderno de bocetos? ¿Carboncillos? ¿Pinturas? ¡No, señor! Lo acompañaba un hombre medio calvo y de aspecto lúgubre que habría podido pasar por director de pompas fúnebres si no hubiera cargado con una cámara con fuelle y un trípode. ¡«El Gran Maestro» había alquilado a un fotógrafo para hacer su trabajo!

Pero basta de ese tal Lavery, que bastante se ha escrito sobre él.

Como es natural, Ned se sintió decepcionado por no ganar, pero en cierto sentido tal vez fuera un alivio. Después de todo, el cuadro habría dominado su vida en un futuro inmediato. Entretanto, su reputación había mejorado mucho: el comité había quedado especialmente impresionado con su
Palacio Oriental
, y corría el rumor de que le habían concedido, de manera extraoficial, el tercer puesto. Me sentí muy sorprendida y halagada cuando, unos días después, en el salón del número 11, Ned me pidió mi opinión sobre cómo debía sacar partido de ese pequeño gran avance. Tras haber considerado su pregunta, me pareció que lo más aconsejable sería buscar unos cuantos encargos de retratos lucrativos. Por supuesto, desde que Lavery gozaba de la aprobación real, muchos de los habitantes ricos de Glasgow solo soñaban con ser inmortalizados en pintura por el mismo Gran Hombre. Sin embargo, tendrían que esperar a que Lavery hubiera terminado su
Victoria
, lo que podía llevarle meses, incluso años. Si ese era el caso, Ned podría aprovechar el retraso, y luego, con unos cuantos encargos en su haber, dedicar algo de tiempo a su propia y más interesante obra. Así, siguiendo mi sugerencia, hizo público su interés en realizar unos cuantos retratos selectos. En menos de unas semanas había recibido varios encargos, entre ellos uno de la señora Euphemia Urquart, que vivía cerca en una de las suntuosas mansiones de Woodside Crescent. Como esposa de un eminente médico y profesor de universidad, la señora Urquart tenía un aire autoritario natural en consonancia con su elevada posición social, y rivalizaba incluso con la reina en corpulencia y altanería, hasta el extremo de que en privado llegamos a referirnos a ella como la Duquesa.

Creo que a Annie le sentó un poco mal que Ned me pidiera consejo sobre su carrera, pero si tenía reservas las guardó para sí, sobre todo porque comprendió que esos retratos asegurarían la economía de la familia durante meses. En general, la actitud de Annie hacia mí había sufrido una completa transformación desde que se había enterado de mi intervención con respecto a la caricatura de Findlay. Se mostraba mucho más acogedora y tenía menos prisa en acabar mi retrato; al final me dedicó otras cuatro sesiones para terminarlo a su satisfacción. Incluso entonces, me alentó a ir a verlos al número 11, de modo que se volvió algo natural para mí visitar a la familia varias veces a la semana, sin invitación previa. A medida que la conocía mejor, me di cuenta de que, debido a las difíciles circunstancias de su niñez en la pobreza, tenía dificultades para confiar en los nuevos conocidos. Sin embargo, una vez obtenida su confianza, era sumamente cálida y leal, y pronto empezó a tratarme como a una vieja amiga. Un signo de lo bien recibida que era entonces en Stanley Street tal vez fuera que los Gillespie gastaron parte de lo que les pagué por mi retrato en un nuevo sillón para el salón, que llegó a llamarse «la butaca de Harriet», y que reservaban para mí durante mis visitas.

Sin embargo, no siempre pasábamos el tiempo de brazos cruzados. Como el remedio preferido de Ned para los «nervios» de Sibyl era el aire libre y la actividad, empecé a acompañar a Annie cuando sacaba a las niñas de paseo con la intención de que se cansaran. ¡Un ejercicio vigoroso, ya lo creo! Dicen que el Clyde es la única vía llana de Glasgow, y el West End, en particular, está construido sobre una serie de colinas onduladas, lo que produce el curioso efecto de que, se tome la dirección que se tome, siempre se tiene la sensación de ir cuesta arriba. En los días soleados de finales de verano, esos paseos eran bastante agradables. Pero en cuanto llegó el verdadero otoño, había poco disfrute en patear las calles de Kelvinside, azotadas por una lluvia horizontal.

Sabía que Annie ardía en deseos de mejorar como pintora, así que trataba de echar una mano en la casa cuando podía para que pudiera dedicar más tiempo a su arte. Personalmente, nunca he destacado por ningún talento especial. No sé dibujar ni pintar, y, a pesar de las clases de escalas que tomé de niña a primera hora de la mañana, siempre toqué el piano con apatía. Pero cualquier necio puede hacer las tareas domésticas. Así, echaba una mano con la costura, lo que llevó, primero, a una reorganización del armario de la ropa blanca del piso superior, y de ahí a la confección de nuevas cortinas para el comedor en sustitución de las viejas, en las que habían aparecido de manera misteriosa grandes rasgones y agujeros. La aritmética no era el fuerte de Annie, mientras que a mí nada me gustaba más que sumar y restar, las cifras marchando en columnas y el hecho de que siempre, siempre hubiera una solución incontrovertible. De modo que, al verla un día pelearse con las cuentas, me ofrecí a ayudarla. Ned y ella se quedaron tan satisfechos con el resultado de mis esfuerzos que me persuadieron para que continuara cuadrando los números de la familia, lo que hice de buen grado durante varios meses.

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