La verdad de la señorita Harriet (20 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Desde aquel día prohibieron a la niña entrar en el estudio. Por lo que se refería a los castigos, los Gillespie amenazaron con suspender la celebración de Hogmanay, un
soirée
anual que era, a decir de todos, legendaria. Las niñas solían gozar del privilegio de quedarse levantadas hasta tarde, por lo que cada año esperaban con impaciencia la fiesta. La amenaza de que la anularan, a menos que, en el ínterin, se produjera un cambio drástico en su conducta, fue el único castigo verdadero para Sibyl, quien, como era de esperar, prometió portarse bien.

A raíz de esos últimos incidentes la mujer de Ned empezó a atormentarse por haber fallado como madre. Una vez más, cuando Mabel propuso ir a un especialista en trastornos nerviosos para que examinara a Sibyl, Annie rechazó la sugerencia, sabiendo que Ned se quedaría horrorizado ante la insinuación de que su hija no estaba bien de la cabeza. Tal vez por desesperación, se aferró a la idea de que la mala conducta de Sibyl se debía a vivir en la ciudad.

—No puede ser bueno para ella, Harriet —no paraba de decirme—. Todo el humo y la suciedad, y tener que pasar todo el invierno dentro de casa. —Empezó a hablar de la posibilidad de llevar a las niñas a la costa, creyendo que el aire marino, lejos de Glasgow, podría curar a su hija—. Solo necesitamos sacarla de la ciudad.

Dio la casualidad de que Walter Peden había heredado una pequeña casa en Cockburnspath e invitó a los Gillespie a pasar unas semanas con él en Navidad. Ned, Annie y las niñas tendrían su propio dormitorio, mientras que Mabel (que también estaba invitada) dormiría en una pequeña habitación contigua que en otro tiempo había albergado ocas. Peden se brindó encantado a dormir en un colchón frente a la chimenea del salón.

Lamentablemente, no había espacio en la casa para mí. Cuando se habló por primera vez del viaje, Ned propuso que Mabel y yo compartiéramos la casa de las ocas, pero enseguida se descartó la idea por poco práctica. Si yo hubiera querido, tal vez podría haber tomado una habitación en un hostal cercano. Pero me atraía bastante la perspectiva de quedarme en Glasgow. Mi casera y sus hijas me habían invitado a pasar el día de Navidad con ellas, y siempre estaba la posibilidad de ir por la noche a casa de Elspeth, que no celebraba la Navidad, una festividad que consideraba pagana.

Tras haber decidido pasar las fiestas navideñas así, me sorprendió (el 16 de diciembre, unos días después de que Peden y los Gillespie se hubieran ido a Cockburnspath) tener noticias de mi padrastro, quien me invitaba a comer con él el día de Navidad en el Grand Hotel. Dada su aversión a la correspondencia, era extraordinario que Ramsay me hubiera escrito una carta. Me quedé encantada, no solo de que me hubiera tenido presente sino también de que quisiera pasar la Navidad conmigo. A medida que se acercaba el día me sentí cada vez más emocionada, así como algo nerviosa.

El día 25 de diciembre amaneció muy frío y radiante. La mesa del Grand estaba reservada para el mediodía, y Ramsay había quedado conmigo a la una en el salón de té, antes de subir a comer. Tras vestirme con esmero, llegué con tiempo de sobra y me condujeron a una mesa de la esquina. Allí esperé casi treinta minutos, y empecé a preguntarme si mi padrastro había olvidado nuestra cita, pero resultó que no nos habíamos entendido y que me estaba esperando con creciente impaciencia arriba en el restaurante. Ese contratiempo hizo que empezáramos con mal pie, y el humor avinagrado de Ramsay se prolongó durante casi toda la comida; se mostró grosero con los camareros e impaciente conmigo; el vino le pareció demasiado frío, la carne de vaca, demasiado correosa. Solo después del postre se ablandó un poco, y se ofreció a llevarme de vuelta a mi alojamiento en su carruaje.

—Muy amable, señor. Si no es una molestia para usted, le estaría muy agradecida.

En realidad se me acababa de ocurrir que, si mi padrastro tenía una hora libre, podía enseñarle mi alojamiento. Para mí, Queen’s Crescent era una casa adosada encantadora, con sus jardines centrales y su fuente de piedra; la dueña, la señora Alexander, tenía la casa ordenada; en mi sala de estar entraba la luz de la mañana; me había confeccionado unas cortinas y animado un viejo biombo pegando recortes y flores secas en él. Es posible que no valiera gran cosa, pero era el primer lugar en el que vivía que podía considerar mío. En retrospectiva, supongo que anhelaba que mi padrastro aprobara mi elección. Aunque, pensándolo mejor, tal vez no era su aprobación lo que buscaba; sencillamente esperaba que Ramsay se alegrara de saber más sobre mis circunstancias y mostrara curiosidad por ver dónde vivía.

El trayecto hasta Queen’s Crescent en el carruaje solo duró cinco minutos. En mi entusiasmo, no me acordé de que Ramsay conocía bien Glasgow y le hice notar unos cuantos lugares de interés turístico. Cuando, olvidando su habitual desdén por los «dulces», le señalé la fábrica de chocolate al pasar, miró de reojo la fachada y entonó:

—Ya.

Una sola palabra que imbuyó del máximo escepticismo del oeste de Escocia.

La luz de la tarde se desvanecía a medida que nos acercábamos a mi alojamiento. Empecé a ponerme nerviosa ante la perspectiva de invitar a mi padrastro a entrar, por si rehusaba. Pero antes de que pudiera hablar, él se apeó y esperó con un brazo extendido hacia mí. Mientras yo bajaba, miró con ojo crítico la casa adosada que tenía a sus espaldas.

—¿Es esta? —preguntó, y luego continuó—: Escucha, Harriet, tengo una casa en Bardowie…, vacía. Podrías instalarte en ella. Se llama Merlinsfield. Está junto al lago y es muy bonita. Una pareja de ancianos, Deuchars y su mujer, vive y cuida de ella. Ellos te ayudarían a instalarte.

Ese ofrecimiento llegó tan de improviso que me quedé sin habla.

—Es… muy amable, señor. No sé qué decir. ¿Dónde está Bardowie exactamente?

—A unas seis millas de la ciudad. ¿Cuánto estás pagando de alquiler aquí?

Cuando se lo dije, frunció el entrecejo.

—¿Por toda la casa?

—No, solo dos habitaciones en la buhardilla.

Pareció sorprendido.

—¡Por Dios! Bueno, tendrías que llevar Merlinsfield, que es una casa de tamaño considerable con jardines, y en cuanto al alquiler, bueno… —Sonrió—. Estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo al alcance de tu bolsillo.

Al oír esto, me sentí confusa y un poco desalentada: ¿quería decir que me iba a cobrar? ¿O esa alusión a mi bolsillo era un intento de mostrarse jovial?

—¿Pensabas volver pronto al sur? —me preguntó.

En realidad no había pensado, a un nivel consciente, cuándo iba a regresar a Londres, o si iba a hacerlo siquiera. No tenía ninguna prisa por dejar Escocia. De todas maneras, por el momento me sentía feliz donde estaba.

—No, no tengo planes…

Él asintió.

—Algo que quería comentarte es que tengo un albañil en Merlinsfield que está reparando el tejado y demás. Podrías supervisarlo, si no es mucha molestia para ti. Lleva demasiado tiempo. Solo hay que hacer unas pocas reparaciones, y no hay un problema serio de humedad…, solo en unas pocas habitaciones. De cualquier modo, empiezo a creer que ese hombre me está estafando, y el viejo Deuchars se está haciendo mayor; no tiene autoridad. Pero si hubiera alguien joven cerca para meter prisas a ese albañil… Y hay otras obras en la casa que haría falta hacer, si tienes tiempo. —Ramsay ladeó la cabeza y me miró por debajo de su nariz, una mirada que recordaba bien de mi niñez—. ¿Crees que podrías ocuparte?

—Yo…, no lo sé, señor. Parece que lo que usted necesita es una especie de contratista de obras.

Él se rió.

—Un contratista, ¿eh? ¿Tienes una idea de cuánto me costaría? No, no, solo necesito tener allí a alguien de confianza.

Se llevó una mano al bolsillo y sacó varias hojas de papel dobladas que me tendió.

—Aquí tienes una lista de lo que hay que hacer en la casa. Pintar las habitaciones, restaurar los muebles, remendar las cortinas, esa clase de cosas. Para alguna de ellas habría que esperar a que terminen con el tejado, pero podrías empezar unas cuantas mientras tanto. Espero que puedas ocuparte de casi todas tú misma, pero podrías contratar un pintor, siempre que sea barato y nos pongamos de acuerdo en el precio.

De pronto me sentí muy confundida. Desde luego, era halagador que me confiara la casa, y quería que me creyera capaz de manejar operarios y demás. Pero, por otra parte, no estaba segura de si quería vivir a seis millas de mis nuevos amigos.

—Es una oferta muy amable, señor, pero no sé si preferiría quedarme en la ciudad. Si no le importa, me gustaría pensarlo y se lo haría saber en un par de días.

—Sí, claro —respondió él con rigidez—. Ya me comunicarás qué has decidido.

—Gracias de nuevo por la amable oferta. Ahora, si quiere pasar para… un té. Sí, pase, por favor, para tomar un té.

Me obligué a mí misma a no repetir cada palabra que decía, pero Ramsay estaba demasiado ocupado mirando su reloj para advertir mis tartamudeos.

—No, no —dijo con brusquedad—. Será mejor que me vaya. Que tengas un buen día, Harriet.

Algo en su tono me hizo sospechar que lo había decepcionado, como si mi falta de decisión sobre el asunto de la casa le hubiera confirmado la pobre opinión que ya tenía de mí. Me estrechó la mano y subió al carruaje.

—Que pase un buen día, señor —grité—. Reflexionaré sobre su oferta y le diré algo lo antes posible… ¡Gracias!

Pero Ramsay ya estaba dando instrucciones al conductor y no pareció oírme. Con una sacudida de las riendas, los caballos se pusieron en movimiento y el carruaje se alejó rodeando el Crescent.

Cuando abrí la puerta de mi alojamiento, oí a la familia Alexander divertirse con algún juego de mesa en el salón. Aunque me habían invitado a reunirme con ellos a mi regreso, yo ya no estaba de humor y subí directamente a la buhardilla. La habitación me pareció muy silenciosa e inmóvil. Aislándome, repasé mentalmente los sucesos de las últimas horas. Decepcionada con la brusquedad con que Ramsay se había escabullido, traté de convencerme de que había querido ponerse en camino antes de que oscureciera. Pero me sentía desairada. Era evidente que no sentía la menor curiosidad hacia mi persona.

Además, aunque había tenido un gesto amable al ofrecerme su casa de Bardowie, empecé a preguntarme si en realidad no era yo la que le estaría haciendo un favor viviendo allí, si Merlinsfield era un lugar húmedo y se me pedía que supervisara el trabajo de un albañil perezoso. Parecía que hasta podía cobrarme un alquiler por el privilegio. Por no hablar de las cuarenta y siete obras de restauración que había que realizar en el recinto (Ramsay había numerado los puntos de su lista). Su proposición había parecido espontánea, pero ¿era una coincidencia que el día de Navidad llevara en el bolsillo ese inventario de tareas?

Cuanto más pensaba en ello más abatida me sentía. Desilusionada, recorrí con la mirada la sala de estar, que de pronto parecía destartalada, ya que la estaba viendo con los ojos de mi padrastro. Como era Navidad, la hija de la señora Alexander, Lily, no había subido a limpiar, y todo estaba tal como lo había dejado por la mañana: una taza sucia con un platito en la mesa, un vestido en el respaldo de la silla, y en una esquina de la cocina, sobre el linóleo, una mancha oscura de café que debía de haber derramado sin darme cuenta.

Pero todas estas bobadas sobre Ramsay son anecdóticas. Aquí estoy otra vez con la misma historia, como el mayordomo borrachín que se tambalea eternamente por el pasillo equivocado.

8

La semana siguiente, el 31 de diciembre por la noche, felicité el año a la señora Alexander y a sus hijas, y salí a la oscuridad. Fuera, el aire sabía a sulfuro. Había llovido intensamente por la tarde, causando un descenso en las temperaturas. El frío era imperioso. Había convertido las calles en metal helado y envuelto los edificios en una fría niebla tan espesa que apenas se veían los jardines del centro del Crescent. Pero como me fascina el misterio de la niebla estaba muy animada. Ned y Annie habían regresado de Cockburnspath. Sibyl se había portado como un ángel durante las últimas semanas y, en consecuencia, los Gillespie habían decidido seguir adelante con las celebraciones de fin de año. Yo estaba bastante emocionada porque era el primer Hogmanay caledonio que iba a celebrar en compañía.

Tal vez debería haber visto la niebla como un presagio. Al cruzar West Prince’s Street pasé junto a un coche de punto que avanzaba a veinte yardas el minuto; el cochero llevaba una antorcha y sujetaba al caballo por la brida por miedo a colisionar. Más adelante encontré a un niño que lloraba agarrado a la verja de la Academia; se había perdido en la niebla, aunque debía de estar a un paso de su casa. Cuando me incliné para ofrecerle mi ayuda, apareció una niña de facciones angulosas que tenía unos años más que él.

—¡Aquí estás! —gritó, cogiendo al niño en brazos, y le regañó mientras desaparecían en la niebla que se arremolinaba—. No saludes a nadie más ahora que te he encontrado.

En un extremo de Stanley Street haraganeaban unos obreros, fumando sus pipas y charlando bajo la luz amarilla tiznada de hollín de una farola. Por su lado pasó otro hombre que gritó:

—¿Qué tal ha ido el día, muchachos?

Uno de ellos escupió en la cuneta antes de responder, impasible:

—El típico lunes.

Mi abrigo no tardó en estar húmedo por la niebla y, a pesar de la chaqueta de punto, la bufanda, los guantes y las botas, cuando llegué a mi destino tenía la cara y los pies entumecidos.

Jessie, la doncella, me abrió tras bajar las escaleras. Ya llevaba varias semanas con los Gillespie y, de momento, daba la impresión de ser una persona bastante honrada. Yo la encontraba un poco arisca, pero mientras subíamos al apartamento traté de entablar conversación.

—¿Ha pasado unas bonitas fiestas, Jessie?

—Aquí no celebramos tanto la Navidad, señorita Baxter, como ustedes allá en el sur.

Ah, sí. «Allá en el sur.» Por lo que se refería a Jessie, cualquier persona o cosa procedente del «allá en el sur» era sospechosa.

—¡Ni que lo diga! —exclamé—. En ese caso, le deseo un feliz año.

—Ni siquiera son las ocho —replicó Jessie, y entró en el piso dejándome con la impresión de que, además de ser
Sassenach
, es decir, sajona, había cometido el pecado de adelantarme a los acontecimientos.

Cuando entré en el salón no la vi por ninguna parte, pero un estruendo de sillas me dio a entender que se había dirigido al comedor. Annie salió de la cocina con un delantal para saludarme. Llevaba el pelo suelto, y tenía la cara y las manos embadurnadas de harina. Se la veía acalorada pero feliz.

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