La verdad de la señorita Harriet (16 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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La doncella se retiró. Un momento después se oyó la puerta de la cocina cerrarse de golpe. Peden entró de puntillas en el salón, mordiéndose todavía el puño.

—¡Uy! —exclamó, poniendo los ojos en blanco—. Iba a llamar al timbre cuando ella ha aparecido detrás de mí. No es culpa mía…, no estaba con ella.

—Por supuesto que no —le dijo Annie—. Mire, Walter, Ned está en el Club de Arte.

—Ya lo sé —respondió Peden, luego se volvió hacia mí y me lanzó una extraña mirada penetrante—. Allí me dirijo. Buenas tardes, Hetty.

Luego, con un gesto triunfal, sacó del bolsillo un ejemplar de
The Thistle
. Annie soltó un gritito y, precipitándose hacia delante, se lo arrebató de las manos mientras él lo abría en la página apropiada. Observé cómo el alivio le iluminaba la cara cuando Peden señaló la viñeta del señor Crawhall que había hecho Findlay.

—¡Gracias a Dios! —exclamó.

Me quedé intranquila al ver que Walter me guiñaba un ojo de forma conspirativa.

—Qué alivio —dijo Annie—. Ni siquiera ha dibujado a Ned… o a Kenneth.

—Bueno —anunció Peden—, mientras comía he oído rumores muy interesantes sobre el Viejo Findlaypops y la caricatura de los hermanos Gillespie.

Me preparé. Tal vez Findlay no se había dejado amilanar y había publicado una caricatura en una de las otras publicaciones, tal vez
Quiz
o
The Bailie
. Annie empezó a morderse el labio, una señal inconfundible de que también estaba nerviosa. Sibyl se había tumbado en el sofá, donde nadie pudiera verla, pero seguramente era toda oídos.

—Ni siquiera la presentó a
The Thistle
—continuó Peden—. Al parecer, alguien lo persuadió para que no lo hiciera. De hecho, logró que la destruyera.

—¿De verdad? —le preguntó Annie.

Peden se volvió hacia mí.

—Al parecer —dijo (cómo detestaba yo esa expresión: al parecer esto, al parecer lo otro; ¡era tan chismoso!)—, fue una dama quien logró que la destruyera, una dama inglesa… llamada señorita Baxter.

Con el rabillo del ojo vi cómo Annie se volvía hacia mí. En realidad, todos los ojos se clavaron en mí, porque el espejo espía de Sibyl apareció silenciosamente, más allá del brazo del sofá, de un modo que me habría parecido casi cómico de no haberme hallado en un aprieto.

—¿Qué demonios está sugiriendo, Walter? —le preguntó Annie.

—Sí, ¿qué está sugiriendo? —añadí, con tanta serenidad como fui capaz.

—Vamos, Hetty, no se haga la inocente. Una dama con acento inglés…

—Debe de haber cinco mil en Glasgow este verano, con la exposición —repuse.

—Sí, pero ¿cuántas de ellas se llaman Baxter?

Annie frunció el entrecejo, y la falta de comprensión se hizo patente en su cara. Al cabo de un momento se volvió hacia Peden.

—¿Cómo era la caricatura de Findlay? —le preguntó—. ¿Cómo aparecían Ned y Kenneth?

Walter negó con la cabeza.

—No lo sé —replicó, luego me lanzó una mirada acusadora—. Vamos, Hetty, reconozca que fue usted. ¿Una señorita Baxter de Londres?

Me reí.

—Va muy desencaminado. ¿Por qué querría yo impedir que Findley publicara sus estúpidos garabatos? ¿Por qué querría interferir?

—No tengo ni idea —respondió Peden—. Pero es evidente que lo ha hecho. Mis fuentes son fiables, hasta la descripción física coincide.

En ese momento un ruido extraño hizo que nos volviéramos para mirar a Annie. Me sorprendió verla sollozar. Luego, para mi sorpresa, se acercó con una sonrisa llorosa y me abrazó.

—¡Gracias! —me murmuró al oído—. Estaba tan preocupada con el dibujo de ese necio. Muchas gracias por detenerlo.

Su cuello olía ligeramente a su perfume favorito, Crab Apple. Vi por encima de su hombro a Peden mirándome.

—Lo que no entiendo —me dijo— es por qué lo obligó a destruirlo, Hetty. ¿Qué demonios había en él? Findlay no quiere hablar; afirma haber jurado el más absoluto secreto.

Annie rompió su caluroso abrazo y retrocedió un paso para mirar a Peden mientras se secaba los ojos.

—No importa. Tal vez nunca lo sepamos, pero lo principal es que ya no lo publicarán. Ahora, Walter, si no le importa, debemos seguir con nuestro trabajo.

—¡Por supuesto…, el gran retrato! —exclamó, danzando ante ella—. Me voy. Que tenga un buen día, querida señora G, y adiós, Hetty, perro astuto.

Me lanzó una última mirada penetrante, luego se encaminó al pasillo con los pies torcidos hacia dentro y abandonó el piso.

Annie se dirigió a su hija, que seguía tumbada en el sofá, oyéndolo todo.

—Sibyl, ve a echarte un rato a tu habitación.

Hubo un intervalo de gemidos, pero al final la niña salió arrastrando los pies, con la manta colgando detrás de ella. Annie esperó a que Sibyl hubiera subido las escaleras, luego cerró la puerta del salón sin hacer ruido. Pensé que volvería su caballete hacia mí, pero en lugar de ello se sentó en una de las sillas que había junto a la chimenea y, apoyando la cabeza en una mano, me clavó una larga mirada inquisitiva. Al principio pensé que me observaba con la intención de pintarme, pero al final habló:

—Bueno, Harriet…, ¿qué está tramando?

Resultó que no me había equivocado acerca de Annie; lo sabía todo sobre el secreto de su cuñado. Unas semanas después oí la larga e íntegra historia de cómo se había convertido en su confidente varios meses atrás, después de que él se lo confesara todo. Baste con decir que ella había sospechado por primera vez durante una salida de toda la familia a Edimburgo el pasado diciembre. Se había sentado con Kenneth en un tren abarrotado mientras el resto de la familia lo hacía en otro vagón. Al parecer durante el trayecto y, sin saberlo Annie, el hermano de Ned había intimado con un nativo de las Tierras Altas de Argyll y Sutherland que iba sentado a su otro lado. Todo empezó cuando el otro hombre le presionó el muslo con el suyo, en apariencia sin querer al principio, luego (en Bishopbriggs, una vez que bajaron los demás pasajeros del vagón) de manera más deliberada; y avanzó, de forma furtiva y titubeante, hacia un acto final que no elucidaré aquí, pero que Kenneth realizó manualmente al soldado mientras el tren entraba en la estación Haymarket; todas sus acciones quedaron ocultas con habilidad bajo la capa militar extendida sobre el regazo del desconocido. (Ese aspecto del incidente solo lo mencionó Annie en los términos más vagos, pero no había ninguna duda de lo que implicaba.)

Supongo que lo que más la desconcertó fue pensar que esa actividad disipada se había realizado a su lado, mientras leía ensimismada su querido
David Copperfield
, y que, justo cuando Kenneth se dedicaba con mayor fervor al nativo de las Tierras Altas, al aproximarse a Haymarket, ella había llegado a la parte más triste del libro: las muertes de Jip, el adorable perro minúsculo, y de la mujer del héroe, la pobrecilla Dora. Esas tragedias combinadas (¡todo en una sola página!) la habían hecho llorar; y le disgustó pensar que, mientras ella lloraba, absolutamente ajena a todo y conmovida por el relato magistral, Kenneth había estado a su lado, perdiendo el tiempo en los pringosos bajos ocultos por una falda escocesa de soldado (las palabras son mías, no de ella). Solo después, cuando el soldado se hubo bajado en Haymarket, Kenneth actuó de forma extraña, primero corriendo tras él, y luego negándose a decir por qué lo había hecho, Annie empezó a sospechar.

Pese a las reservas que pudiera tener, Annie procuró no demostrar a Kenneth su desaprobación. Creo que le halagó que confiara en ella. Por lo que se refiere a él, una vez que se dio cuenta de que la mujer de su hermano no solo guardaba el secreto sino que le permitía hablar sobre ello sin censurarlo, tomó gusto a la confesión y abandonó todo decoro; hasta parecía emocionarle ofrecerle una crónica completa de sus hazañas.

—Después de eso, me lo contó todo —me dijo Annie—. Sobre los hombres con los que había estado, en toda clase de lugares. Yo le decía que tuviera cuidado, pero él nunca hace caso. Luego empezó la exposición y conoció a Carmine, el gondolero, y, créame, Harriet, fue una bendición porque lo calmó. Ya no va con un desconocido tras otro como antes. Lo que hacen Carmine y él sucede en la intimidad.

—Bueno, no siempre —le recordé—. Fue una suerte que solo los viera yo debajo del puente. ¡Imagine que hubiera sido un policía!

Annie me miró cariacontecida. Pobrecilla (porque no era más que una niña). Llevar la carga de ese secreto durante tantos meses le había causado una gran tensión, y creo que fue un enorme alivio para ella confiar en mí.

Pero vuelvo a adelantarme a los acontecimientos. No me enteré de nada de lo que he mencionado hasta septiembre, cuando entre Annie y yo había una amistad más íntima y éramos capaces de hablar de todo, aunque fuera en términos eufemísticos.

El día en cuestión, por supuesto, apenas dijimos nada. Aunque Annie me presionó, yo seguí negando durante varios minutos que hubiera estado involucrada en la destrucción de la caricatura de Findlay. Luego, lo admito, me rendí. Annie estaba tan desesperada por saber cómo habían dibujado a Ned y a Kenneth, y me suplicó tanto, que al final se lo dije. Luego ella insistió en saber por qué demonios había ido a casa de Findlay, así que, de la forma más delicada posible, le conté que había visto a Kenneth en el parque en compañía del gondolero.

—No me vieron…, estaba bastante oscuro, pero yo los vi. Vi… lo que hacían.

Annie apretó los labios con tanta fuerza que desaparecieron. Impaciente por tranquilizarla, sostuve sus manos entre las mías.

—No tema, querida. Conozco a unos cuantos hombres así en Londres. Es más corriente de lo que cree. No se lo diré a nadie, se lo prometo.

Ella me miró a los ojos, tratando de decidir si podía confiar en mí o no, hasta que, al final, algo en su interior pareció ceder y suspiró.

—¡Oh, Harriet! Ned no lo sabe, y yo casi me he vuelto loca, pensando en que esa caricatura podía salir a la luz y destruirlo todo… A Kenneth y a Ned…, a todos nosotros.

—Bueno, con suerte ya no tenemos que preocuparnos.

Ella meneó la cabeza; tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No sé cómo darle las gracias. Nunca olvidaré cómo nos ha ayudado, nunca…

En ese momento la puerta de la calle se abrió de golpe y un segundo o dos después entró Ned dando brincos en el salón.

—Buenas tardes, señoras —gritó—. ¿Qué hacen aquí dentro encerradas? ¿No deberían estar en el parque, tomando el aire?

—Pareces en buena forma, cariño —dijo Annie, recobrándose con admirable gracia—. ¿Has visto a Walter?

—¿Debería?

—Ha ido a buscarte al club. Os habréis cruzado en la calle.

—No te preocupes —dijo Ned, luego se volvió hacia mí con una sonrisa—. Harriet, estoy seguro de que le alegrará saber que mi
Palacio Oriental
está terminado, y en estos momentos cuelga en el Club de Arte, esperando el veredicto del Comité de Selección.

—Qué maravilla… ¿Qué tal ha quedado?

—No estoy del todo satisfecho, por supuesto, pero…

—Ah —dijo Annie, mordaz—. No le haga caso. Es magnífico.

Ned soltó una breve carcajada.

—Bueno, yo no iría tan lejos. Pero Horatio Hamilton estaba allí y me ha dicho que era mi mejor obra hasta la fecha.

—¡Eso es maravilloso! —exclamé.

—Ned, cariño —dijo Annie—, no te frustres, pero no ha salido tu caricatura en
The Thistle
.

Ned la miró sin comprender.

—¿Qué caricatura?

Por increíble que parezca, dada la tensión que habíamos experimentado los demás, él parecía haberse olvidado de la caricatura.

—La viñeta de Findlay en
The Thistle
, cariño. Al final ha puesto al señor Crawhall en lugar de a ti.

Ned se rió.

—¡El bueno de Crawhall! Seguro que le ha dado mucho más juego que yo. —Juntó las manos, olvidada ya la caricatura, y añadió—: Bueno, ¿por qué no vamos todos a dar un paseo por el parque para celebrar que he acabado mi cuadro? Gracias a su buen consejo, Harriet, creo que ahora tengo alguna posibilidad de obtener ese encargo. Espero encontrar el modo de retribuirla.

—Santo cielo —dije, más que un poco avergonzada—. Solo estaba segura de que su
Palacio Oriental
era algo especial.

—Pues tenía razón. En adelante le pediré consejo antes de hacer nada. Annie, ¿dónde están las niñas? Diles que bajen. Vamos, Harriet, deje que la invite a un helado o un refresco.

—Sería un placer, pero… —Miré a su mujer, recelosa—. Deberíamos continuar con mi retrato. Annie quería acabarlo hoy.

Con gran sorpresa vi que ella negaba con la cabeza.

—No importa. Podemos seguir otro día. Ned tiene razón. A todos nos sentará bien un poco de aire fresco y algo de diversión en el parque. —Me sonrió y me tomó las manos entre las suyas—. ¿Le importaría subir conmigo, Harriet querida, para ayudarme a preparar a las niñas?

Se me iluminó la cara de placer ante esa insólita demostración de cariño.

—Con mucho gusto —respondí.

Y así empezó una maravillosa y nueva fase en mi amistad con los Gillespie.

Jueves 8 de junio de 1933

Londres

Es una ironía que mientras estoy escribiendo sobre cuánto mejoró mi relación con Annie y los Gillespie, hayan empeorado las cosas con Sarah. Todo empezó con los verderones. Lo lamentable de tener alguna clase de animal doméstico, ya sea perro, gato o pájaro, es que una persona puede llegar a encariñarse mucho con ellos, y luego cuando se tuerce algo pueden causar gran disgusto y tristeza. Ese ha sido el caso de Maj y Layla. No están enfermos, por suerte; a pesar de que ya no son jóvenes, teniendo en cuenta lo que vive un pájaro, parecen bastante sanos. Sin embargo, he tenido que intervenir recientemente de un modo que siempre me angustia mucho. Por otra parte, el incidente ha dado lugar a una ruptura entre mi nueva acompañante y yo.

Sarah parecía haberse adaptado bastante bien, pese a su carácter inescrutable y una ausencia general de alegría. Se percibe en ella cierta tristeza, una sensación de que carece de algo. Además, tiene propensión a comer en exceso. De hecho, desde que llegó aquí se ha engordado; se ha ensanchado de cintura; sus brazos, como dos salchichas gruesas, parecen a punto de reventar las mangas. Yo nunca he tenido mucho apetito, y hoy día tengo que esforzarme por comer lo necesario para no estar demasiado débil; aun así, entiendo que debe de ser incómodo moverte con tanto exceso de peso, sobre todo este verano que, hasta la fecha, ha sido terriblemente caluroso. Sarah es muy consciente de su corpulencia, dado que, haga la temperatura que haga, se oculta bajo anticuadas faldas anchas, mangas largas y medias gruesas. Tal vez es mala suerte que su sala de estar esté en la cocina, al lado de la despensa; por las noches se oyen crujidos y ruidos de masticar.

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