La verdad de la señorita Harriet (13 page)

Read La verdad de la señorita Harriet Online

Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
4Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Dios mío!

—Por suerte, el cristal no se rompió. Solo reboté. Aterricé de pie y salí de la habitación tan rápido como me lo permitieron mis piernas.

Las dos nos reímos.

—Eso fue todo. No es que me importara que me golpeara, y durante años olvidé el incidente, de modo que no debió de marcarme mucho. Pero, como puede imaginar, nunca volví a acercarme a su gabinete. Él podía fumar sus puros tranquilamente allí dentro y meditar sobre sus asuntos sin que nadie lo molestara.

—Seguro.

—Hablando de cigarrillos…

Saqué uno, y me disponía a encenderlo cuando Mabel se echó a reír a carcajadas, ya que nunca había fumado en su presencia. Se quedó sorprendida, por supuesto, pero era demasiado orgullosa para demostrarlo, de ahí su forzada reacción.

—Harriet…, ¿está fumando?

—Sí, querida. Hace años que fumo. Últimamente he descubierto que va muy bien con el café. Y me permite saltarme comidas sin pasar hambre.

—¿De verdad? —preguntó Mabel, y fijó su mirada en la cajetilla con renovado interés.

Exhalé una gran bocanada de humo.

—No sugeriré ni por un momento que le den un sopapo a Sibyl, pero tal vez habría que disuadirla con mayor firmeza.

—Ya lo creo —coincidió Mabel—. Siempre he sostenido que deberían castigarla más, para que aprenda a distinguir entre el bien y el mal.

A diferencia de Mabel, la madre de Ned, que disfrutaba visiblemente de su papel de abuela, tenía tendencia a mimar a las niñas. Ella misma requería atención y veneración como otros el aire que respiran, pero le gustaba que la vieran consentir a las niñas, sobre todo a Sibyl, que al ser la primogénita y se podría decir que la más guapa, era su favorita. Tal vez también sentía cierta culpabilidad por haber descuidado a su propia prole cuando crecía, y lo compensaba comportándose como una abuela demasiado indulgente. Mimaba a Sibyl con abrazos, besos y grititos de satisfacción, intuyendo quizá que un «cuadro vivo de las generaciones» tan encantador atraería miradas de admiración de los presentes. Como es natural, casi toda la admiración iba dirigida a la niña, pero Elspeth estaba más que satisfecha de disfrutar del brillo reflejado. Huelga decir que nunca reprendía a Sibyl, y que hacía todo lo posible por no perder el favor de la niña.

En contraste, Annie intentaba mostrarse firme con su hija, pero a esta le bastaba con agarrar una prolongada y aterradora rabieta para salirse con la suya. Ned solía ser aún más indulgente que su mujer, de modo que desgraciadamente se contradecían a menudo. Por ejemplo, Annie podía pasar toda la tarde prohibiendo a Sibyl que comiera más caramelos y luego llegaba Ned y le daba un caramelo para que dejara de gimotear. Annie trataba de impedir que Sybil subiera al estudio, pero el mismo artista a menudo se ablandaba ante los ruegos de la niña y la invitaba a entrar, y la oíamos saltar a su alrededor como una pequeña pulga, molestándolo y distrayéndolo de su trabajo. Por mucha capacidad de concentración que tuviera Ned, a su querida Sibyl siempre le resultaba fácil distraerlo.

En cuanto al hermano de Ned, Kenneth, parecía ajeno a los problemas que Sibyl causaba. De hecho, el comportamiento de la niña era peor cuando él estaba involucrado. Sospecho que ella estaba enamoriscada de él. Siempre se volvía muy rebelde durante sus visitas, y si él no le hacía caso a todas horas, o cometía el error de intentar hablar con alguien más, daba botes sin parar, gritando una y otra vez su nombre: «¡Kenneth! ¡Tío Kenneth! ¡Kenneth!», hasta que él le prestaba toda su atención. Ella siempre quería verlo, pero el hermano de Ned no era el personaje más fiable. Cuando no estaba trabajando, frecuentaba los bares y las cafeterías del parque, y a menudo no cumplía su promesa de visitar a la niña. En esas ocasiones ella lo esperaba impaciente, antes de sumirse en la melancolía al percatarse de que no iba a aparecer. Entonces se volvía irritable y llorona, y solo era cuestión de tiempo que empezara, por despecho, a hacer trastadas.

De haber sabido lo que nos depararía el futuro, habríamos reaccionado a tiempo. Después de mi conversación con Mabel, esta intentó convencer a Annie de que adoptara una actitud más severa con Sibyl, sugiriendo incluso que acudiera a alguna especialista en enfermedades nerviosas para que examinara a la niña. Pero a Annie pareció asustarle la idea, y le dijo a su cuñada que no quería oírle hablar una palabra más del asunto, y menos aún con Ned. Él se habría alarmado al oír la sugerencia de Mabel, y Annie no quería preocuparlo mientras trabajaba en los cuadros para el comité. Así, la cuestión de reconducir el mal comportamiento de Sibyl quedó aparcada.

Como amiga reciente que era, habría sido inapropiado que yo aconsejara a los Gillespie sobre cómo manejar a su hija, de modo que no les dije lo que pensaba. Pero, por lo que veía, Kenneth constituía una de las peores influencias de la niña. Era tal el placer que obtenía sobreexcitándola que se me ocurrió que pudiera haberle enseñado incluso a ejecutar esos horribles dibujos.

6

Mi curiosidad hacia Kenneth se empezó a despertar una tranquila tarde que posaba para mi retrato. Ned estaba en su estudio del piso superior, trabajando en su
Palacio Oriental
, y Annie había mandado a las niñas a jugar a los jardines de Queen’s Crescent, situados a la vuelta de la esquina. El retrato estaba casi terminado; una vez que Annie acabó de pintar la falda, emprendió la difícil tarea de retocar la cara y las manos. Estábamos aprovechando la inusitada tranquilidad para trabajar en paz cuando llamaron al timbre. Milagrosamente, Christina, la doncella, no había desaparecido y se apresuró a bajar para abrir a la visita. Era Walter Peden que venía a ver a Ned. Como solía hacer, se detuvo en el salón al dirigirse al estudio, y en mitad de su conversación con Annie mencionó por casualidad un rumor que había oído.

Al parecer, el artista y caricaturista Mungo Findlay estaba dibujando una viñeta sobre Ned. En los últimos meses, coincidiendo con la exposición, Findlay había hecho una serie de bocetos irreverentes que retrataban a los pintores locales y los había publicado en
The Thistle
, un semanario de Glasgow que rivalizaba con
The Bailie
y
Quiz
. Por regla general, las caricaturas de Findlay eran bastante inofensivas. Sin embargo, cuanta más animadversión sentía hacia un sujeto, más burlón era el retrato. Por ejemplo, su dibujo de Lavery había sido particularmente cruel, no tanto al exagerar los rasgos del hombre como al satirizar sus aires de importancia. Según Peden, la viñeta de Ned aún no estaba acabada, pero iba a publicarse en una edición de mediados de agosto. En cierto modo, su aparición en esa serie de
Thistle
era halagadora, puesto que significaba que el artista había dejado alguna huella en el mundillo artístico escocés. El hecho de que fuera considerado lo bastante importante para caricaturizarlo debería haber sido motivo de celebración. Aun así, casi todo dependía de cómo era retratado. No era un momento muy oportuno, dado que la caricatura se publicaría poco antes de que el comité se reuniera para tomar su decisión sobre el encargo real, y si era poco halagadora, podría crear una situación embarazosa para Ned.

Peden se había enterado por un conocido de Mungo Findlay, o el Viejo Findlaypops, como insistía en llamarlo, aunque sospecho que no se conocían, ya que Walter tenía la costumbre de poner apodos divertidos a personas que apenas conocía para dar a entender una familiaridad en realidad inexistente. Por ejemplo, a mí me llamaba Hetty.

—No sale solo Ned en la viñeta —dijo Peden—. También aparece Kenneth.

—¡Kenneth! —exclamó Annie—. Creía que eran caricaturas de artistas.

—Esta vez es algo diferente: un artista y su hermano.

Annie frunció el entrecejo.

—¿Lleva alguna leyenda? ¿Qué pone?

Sospecho que Peden habría danzado para ella, si no fuera porque estaba tumbado en el sofá, donde se había dejado caer en cuanto entró. En lugar de ello movió los hombros de un lado a otro y dio un golpecito de complicidad a su nariz. Sin duda disfrutaba de su papel de portador de noticias importantes.

—¡Ajá! El Viejo Findlaypops no ha soltado prenda.

—Pero ¿por qué sale Kenneth?

Pese a sus preguntas, Peden no pudo ofrecer más detalles. Su amigo no había visto la caricatura, solo había oído a Findlay farfullar, dejando caer indirectas de que la caricatura de Kenneth podría sacar a la luz algo escandaloso. Me pregunté en qué clase de escándalo podía estar envuelto el hermano de Ned. Diversas alternativas preocupantes pasaron por mi cabeza: ¿un
affaire de coeur
, tal vez con una mujer casada? ¿Era jugador? ¿Opiómano?

Annie también parecía aprensiva.

—¿No podemos verla antes de que la publiquen?

—Lo dudo. No suele enseñar los bocetos antes de su publicación. Debemos esperar, señora G. El mes que viene se sabrá todo.

—¡Qué misterioso!

—¡Ya lo creo, Hetty! Pero así es Findlaypops. Uno nunca sabe con qué saldrá el granuja la próxima vez.

Annie suspiró y se mordió el labio. Ya estaba agotada por el mal comportamiento de Sibyl, y todas esas bobadas enigmáticas la afectaron visiblemente. ¡Si por lo menos Peden se callara! Lo miré.

—¿Es cierto que si no hubiera sido por la exposición habría pasado todo el verano lejos de aquí y no habría vuelto a Glasgow hasta el invierno?

—En absoluto. Tengo la costumbre de pasar el verano en Cockburnspath o en Kirkcudbright. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada —respondí con despreocupación.

El hombre estaba muerto de aburrimiento, lo que le hacía ser más pesado y cotilla que de costumbre. Se me ocurrió que realmente necesitaba una esposa; pero era torpe en su trato con las mujeres y la perspectiva del matrimonio parecía poco probable. Por suerte subió a ver a Ned al poco rato, dejándome a solas con Annie, que todavía conservaba en la frente el ceño que le habían provocado los comentarios de Peden sobre Kenneth. Cogió el pincel y empezó a deslizarlo de un lado para otro como si aplicara color al lienzo, aunque sospeché que solo simulaba.

Desde que conocía a la familia había advertido que Annie y su cuñado estaban bastante unidos. Estaba más cerca de su edad —solo se llevaban tres meses— que de la de su marido. Siempre estaban confabulados en algo. A veces se cruzaban miradas «elocuentes», y yo los había visto en varias ocasiones riéndose con disimulo de bromas que casi nunca compartían el resto de los presentes. Era evidente que la noticia sobre Kenneth y la caricatura habían dejado preocupada a Annie. Pero ¿por qué? ¿Sabía algo que los demás desconocíamos?

Esperando sonsacarla, mencioné que había visto hacía poco a Kenneth en la exposición con aire preocupado. No era del todo cierto. Lo había visto pasear a lo largo del río, pero en realidad caminaba despreocupadamente, tirando piedras al agua. Pero le di a entender que parecía infeliz, esperando hacerle hablar.

—Fue muy extraño —le dije—. Pasó por mi lado sin verme. Me pregunté en qué pensaba; parecía absorto en sus pensamientos.

—Es probable que no la viera.

—Parecía casi hechizado. ¿Es propenso a los cambios de humor?

—No.

—Lo vi entrar en la chocolatería. Parece ser que pasa mucho tiempo allí, charlando con la camarera.

Annie se encogió de hombros.

—¡Válgame Dios! —exclamé—. ¡Creo que podríamos haber descubierto su secreto!

Ella pareció sobresaltada.

—¿Qué quiere decir?

—Un idilio clandestino… ¡con una camarera de Van Houten’s!

Annie se rió, luego, ruborizándose un poco, se inclinó para mirar más de cerca el lienzo, ocultando así su cara. Yo insistí, con cierta torpeza:

—Tal vez han sido descuidados y ella está…

—No creo que sea asunto nuestro, ¿no? —me interrumpió Annie.

Luego, de manera bastante brusca, dio por terminada nuestra sesión, alegando que estaba demasiado cansada para seguir.

Al día siguiente, tal como habíamos acordado, acompañé a Elspeth al General Gordon Buffet, donde me invitó a un curry indio, un premio con el que llevaba amenazándome desde que la había salvado de asfixiarse con su dentadura postiza. Durante la comida, que consistió en muchos platos fuertes, hice unas pocas preguntas discretas sobre Kenneth y sus costumbres; pero esa tarde en particular fue difícil desviar a la madre de Ned del tema de la visita ceremonial y el retrato de la reina. Elspeth había oído el rumor de que los delegados querían que el cuadro no solo retratara a Su Majestad sino también a doscientos cincuenta dignatarios y oficiales locales, entre los cuales ocuparían, sin duda, un lugar destacado los mismos miembros del Comité de Selección. La viuda Gillespie disfrutaba acalorándose y preocupándose, y allí tenía motivos para acalorarse y preocuparse.

—¡Más de doscientas caras, Herriet! ¡Y tiene que pintarlas todas con exactitud!

—Eso es mucho —coincidí—. Si Ned consigue el encargo, tal vez Kenneth podría ayudarlo. ¿Sabe pintar? ¿Qué talentos tiene? Hábleme de él.

—¿Kenneth? Oh, él no tiene nada de artista. Tendría que hacerlo Ned solo; todavía estará con ello en su lecho de muerte. Pintar a Su Majestad sería un honor, por supuesto. ¡Pero doscientos cincuenta bigotes, todos con sus escarcelas y sus ropajes, desesperados por salir en el cuadro!

Ambas estuvimos de acuerdo en que los retratos a gran escala a menudo eran más interesantes por su actualidad que por su contribución al gran arte. Sin embargo, un encargo de la Casa Real no podía despreciarse, puesto que todo el mundo, desde la mujer del carnicero a los baronets, pagarían un ojo de la cara por que lo pintara el retratista de Su Majestad; y con una media docena de lienzos tan lucrativos al año, Ned podría seguir dedicándose a su propia obra, más interesante. Elspeth era lo bastante sensible para comprender que un encargo así podía ser un punto de inflexión en la carrera de su hijo y lo apoyaba con el admirable entusiasmo de siempre, pero, sin un conocimiento real de cómo conseguir algo en el ámbito del arte, sus sugerencias de qué hacer para que lo seleccionara el comité me parecieron bastante descabelladas.

—Debe ir a hablar con el gerente de su banco para que lo recomiende. O pedir a alguien importante que escriba una carta en su nombre… ¡Lord Provost! Sir James…, no. ¡Ya lo tengo! ¡No el rey Jacobo sino la reina! —Golpeó la mesa con el puño—. ¡Debe enseñar a la reina sus cuadros y ella misma lo recomendará para el trabajo!

Other books

Night of the Purple Moon by Cramer, Scott
Poison Princess by Kresley Cole
Dread Champion by Brandilyn Collins
Blue Clouds by Patricia Rice
Wildflower Bay by Rachael Lucas