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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (23 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Pero a Inés no le hice notar nada de eso, para que gozara con el más civil de los matrimonios posibles, de acuerdo con sus más profundas convicciones. Tampoco lo notaron los muchachos del Grupo ni la mayor parte de los invitados, aunque Carmen y Alberto me lo comentaron en más de una ocasión. Recuerdo incluso que en una oportunidad pensé enviarle a la madre de Inés una foto de nosotros en el templo, explicándole, para tranquilizarla, que a último momento Inés había cedido y había optado por una iglesia. Pero el temor a intranquilizar a Inés fue mucho más fuerte que mi deseo de tranquilizar a mi lejana y dolida suegra. Ése era el tipo de bromas y/o mentiras piadosas que Inés no soportaba, a ella le gustaba la pura y terca verdad.

Salimos del templo seguidos por nuestros numerosos invitados, juntos pero no revueltos. Carmen y Alberto nos rodeaban con permiso del Grupo, porque éste tenía sobre ellos la noble sospecha de que pertenecieran a un Grupo equivalente español. Los amigos sospechosos de indiferencia política, de idioma imperialista o de haber sido invitados por mí y no por Inés y yo, formaban un pequeño grupo algo periférico, detrás del cual se escuchaba a gritos la voz de Carmen la de Ronda entre la comitiva del techo, a la que hasta Nadine se había unido. Fue la primera vez que la vi con el tipo de la capa negra por fuera y roja por dentro. Permanecían también algo en la periferia y, más allá, sereno y sonriente como si tuviese su vaso de leche en la mano, Enrique se paseaba por los extramuros. Había llegado la hora de irse a brindar a alguna parte, juntos pero no revueltos, ya que nuestro tren a España partía recién en la noche. La gran fiesta quedaba para el regreso y, además, sólo iba a poder ser de a poquitos.

Increíble pero cierto, la fiesta tenía que ser de a poquitos. Así lo había decidido, porque en París uno decide muy pocas cosas, la propietaria del departamento en el que íbamos a vivir. Cuando le contamos que lo alquilábamos porque nos íbamos a casar, lo primero que nos preguntó es que si pensábamos hacer algún tipo de fiesta. Claro, le dijimos, explicándole que pensábamos venirnos de la alcaldía a casa con todos nuestros invitados. Nones, dijo la futura malvada, este departamento queda en noveno piso y se puede hundir con tanta gente. Inés trató de aplicarle una de sus miradas empequeñecedoras, pero la futura malvada, aparte de que ya era bastante enana, sólo me miraba a mí, que ya me estaba deshaciendo en concesiones a cambio de una vida práctica en nuestro futuro nido de amor. La verdad es que la arpía nos sorprendió aquella vez, a mí porque jamás habría podido imaginarme una organización tan increíble para una fiesta de bodas, y a Inés por la misma razón y porque la malvada era tan mala que ni capacidad tenía siquiera para captar la serenidad de bulldozer con que Inés miraba a los seres infectos. Ésa fue mi desgracia, porque desde aquel día la vieja sólo me maltrató a mí, y porque Inés decidió nunca más hacerle caso, ni siquiera con una mirada, al abominable mundo de la futura malvada. Madame Labru decidió, pues, que nones, que todo el matrimonio que quisiéramos, en la alcaldía, pero que luego sólo dos parejas cada sábado, en la fiesta a poquitos, porque con más gente se le hundía su casa. Decidió que dividiéramos a nuestros invitados en grupos de a cuatro, que los invitáramos con la condición de que se quedaran sólo hasta las nueve de la noche, y que cuando termináramos con la celebración partiéramos donde nos diera la gana en viaje de bodas, avisándole eso sí, porque ella no estaba dispuesta a permitir que nos escapáramos sin pagarle el último mes. Sí, de último mes se trataba, porque dividiendo a los invitados teníamos matrimonio para varios meses. Ya decía que el día de mi boda duró casi tanto como el matrimonio en sí. Haciendo un gran esfuerzo, destinado más que nada a probarle a Inés que sólo ella me reducía en edad y estatura, transé con la vieja en que primero haríamos nuestro viaje de luna de miel, y después,
sólo después
, recalqué valientísimo, al ver que iba aceptando,
sólo después
haremos nuestra fiesta, señora, y siempre con mucho cuidado de expulsar a los cuatro invitados a las diez de la noche, a las nueve, me corrigió el monstruo, a las nueve, me corregí yo, y ya obedientísimo le aseguré que vería la manera de reforzar el piso para que no se le vaya a hundir el edificio, señora. Inés me sacó de las orejas.

Nos quedamos pues sin fiesta el día de la boda, pero la verdad es que cualquier café podía resultar apropiado y alegre para tomarnos unos tragos, comer unos sándwichs, y para que la boda pareciera fiesta. Así opinaban todos. Pero a mí de pronto se me quitó el buen humor. Todavía lo recuerdo. No era odio por la vieja malvada ni nada de eso, porque bien contentos que íbamos a estar esa noche rumbo a España. Era otra cosa, algo que sin duda tenía que ver con mi perro fino, en fin, con mi educación privilegiada, algo que nadie ahí comprendía porque en eso consiste el haber sido educado en colegios de niños bien, cuando se tiende más bien a ser un niño mal. Consiste en darse cuenta de cosas que nadie ve, cosas como la pobre Inés ahí tan linda, con su traje que realmente le quedaba tan lindo, pobre, pobrecita, porque debajo de sus ideas, de su terquedad, de sus miradas, de su indiferencia por los placeres burgueses de la vida, debajo de todo eso era una muchacha emocionada, tiernamente sonriente, graciosamente peinada, que había deseado contraer matrimonio con Martín Romaña. Y Martín Romaña la estaba mirando sin que nadie se diera cuenta, la observaba, la adoraba, la veía consciente del día que estaba celebrando con él, consciente del paso que estaba dando con él, segura de su boda, caminando hacia un café cualquiera con ese traje que no era para un café cualquiera y ese sueño cumplido que ni era un sueño cualquiera ni era tampoco para un café cualquiera. Martín Romaña siempre recuerda que Inés parecía más alta, más delgada, más delicada, recuerda que estaba más bonita que nunca, realmente radiante, y que avanzaba hacia un café cualquiera con cara de estar
tan
enamorada. Martín Romaña hubiese querido regalarle un perro muy fino, la hubiese cagado, claro, llevarla con sus amigos al mejor restaurant de París, no le bastaba con verla avanzar rodeada de amigos, con su bouquet en la mano, buscándolo con la mirada, sonriéndole, llamándolo con ojos que no amenazaban una de esas bizqueritas con las que en las reuniones del Grupo había empezado a mirarlo cuando él se ponía insoportablemente preguntón, llamándolo con miradas sonrientes, miradas para ti, Martín, entre toda esa gente que a veces nos separa tanto, toda esa gente entre la que hoy estamos tan unidos, Martín, acércate, acércate, avancemos juntos hacia cualquier café.

Pero yo, las huevas, no me quería acercar. Lo que quería era que me diera una rabieta o algo así, y no cesaba de repetirme que era un tipo cualquiera porque a esa chica que avanza feliz ahí no soy capaz de llevarla más que a un café cualquiera, por qué no me educaron en un colegio cualquiera, carajo. Claro, el pelotudo de Hemingway se lo trae a uno de las narices a París con frasecitas tipo
éramos tan pobres y tan felices
, gringo cojudo, cómo no se te ocurre poner una nota a pie de página destinada a los latinoamericanos, a los peruanos en todo caso, una cosa es ser pobre en París con dólares y otra cosa es serlo con soles peruanos, es casi como la diferencia esa que dicen que hay entre un desnudo griego y un peruano calato, qué pobres ni qué felices ni qué ocho cuartos, mira a esa muchacha que avanza ahí hacia un café cualquiera, ella está feliz, sí, eso es cierto, ella está feliz pero yo sólo estoy pobre. Ya se me estaban viniendo las lágrimas a los ojos y todo eso, pero no podía evitarlo, seguía pensando en Hemingway y en su
París era una fiesta
. No era la primera vez que me ocurría, cuántas veces había tenido ya esa misma sensación al leer esas páginas tan hermosas sobre París, vinos blancos y ostras que traen el sabor del mar mientras una muchacha entra en un café en el que uno está escribiendo un libro genial, cargado de ternura, cargado de pasión, y la muchacha pura sonrisa que a mí nunca nadie me ha sonreído cuando me he ido de Hemingway con mis sindicatos pesqueros, por ahí, a cualquier café, o al mismo café de Hemingway allá por la Place Saint-Michel, íntegras se me venían a la cabeza las páginas con el barbudo gris escribiendo palabras como guijarros frescos recién sacados del arroyo, palabras frescas como el vino y el mar que golpea exquisito nuestro paladar desde unas ostras, mientras la muchacha se sienta y el amor por ella pasa del lápiz al papel y después van a conversar o algo así o ella va a ser correcta y sonriente porque él es un caballero y sabe que ella espera a otro, y entonces alguno de los dos, él porque ya se tragó sus ostras y escribió su página, o ella porque ya llegó el amigo que esperaba, o los dos porque parten al mismo tiempo, llaman al mozo que se llama Ferdinand o Pierrot y el mozo se les acerca y los trata a cada uno por su nombre, caballero amable que conoce a sus parroquianos, pero lo cierto es que yo, Martín Romaña, el cualquiera que está entrando a un café cualquiera con Inés, que alguien se atreva a llamarla una chica cualquiera y lo mato varias veces, yo me he pasado años sentado en un mismo café y jamás supe cómo se llamaba el mozo ni el mozo supo ni le importó un comino cómo me llamaba yo ni me dejó siquiera una noche tomarme unita más, la del estribo,
monsieur
, porque me era tan necesario quedarme un rato más en algún lugar como ésos, limpios y bien iluminados, de que hablaba también Hemingway, con la diferencia de que éste no estaba limpio siquiera, con la diferencia de que yo nunca logré quedarme ni beberme unita más, con la diferencia de que me dijeron cerramos y punto, ni siquiera cerramos, señor, me dijeron… Mierda, por qué no escribo sobre estas cosas, por qué sigo siempre atado a mis sindicatos pesqueros, por qué mierda no escribo una novela que empiece con un tipo que vive en París, que está sentado en un café de París, leyendo un libro de Hemingway sobre París, y que de pronto siente un profundo deseo de irse algún día a vivir a París con su novia Inés o algo así…

Vi que ya habían entrado a un café cualquiera, me sentí más que nunca un tipo cualquiera, sentí que París era una ciudad cualquiera, y en fin, que todo ahí era algo cualquiera, menos Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma. Muchachos, dije, al entrar, no voy a pronunciar un discurso porque sería un discurso cualquiera. Nadie me entendió. Muchachos, dije, acercándome al mostrador, no toquen a Inés con esas manos cualquieras, ya sé que se dice cualesquiera, pero yo hoy hablo como un tipo cualquiera, no la toquen porque se les van a caer los dedos. Nadie me entendió. Y nadie me entendió tampoco cuando en vez de aceptar ese vino cualquiera que me estaban sirviendo, grité:

—¡A mí que me den del más barato! ¡Inés y yo somos muy pobres y muy felices!

Se lo tomaron como una broma cualquiera.

DE NUESTRO VIAJE DE BODAS, DEL ÚNICO CUENTO QUE ESCRIBÍ EN MI VIDA, DE CÓMO CON MUCHA SUERTE SE SALVÓ PORQUE EN ÉL SE HABLA PRECISAMENTE DE ESE VIAJE, DE BIZQUERITAS EN ESPAÑA, Y DE CÓMO Y POR QUÉ, TRAS HABER SENTIDO QUE ME ESTABA VOLVIENDO LOCO, DECIDÍ URGENTEMENTE VOLVERME LOCO UN RATO EN CÁDIZ

Inés dormía apaciblemente en su litera de segunda clase, mientras yo despertaba muy poco apaciblemente en la mía. Fue cosa de abrir los ojos, de volverlos a cerrar arrepentidísimo, de sentir implacables ganas de orinar, de tambalearme entre caóticos recuerdos que me impactaban como verdaderas imágenes, de hundirme entre desordenados fragmentos de imágenes que me obligaban a regresar irremediablemente a la noche anterior, todo al mismo tiempo. La borrachera había sido grande, mi borrachera, quiero decir, y había llegado a su punto culminante conmigo literalmente arrastrando a Inés hacia la estación de Lyon, de donde partiríamos a instalarnos para siempre en Perugia, y con Inés logrando llevarme ayudada por los invitados hacia la estación de Austerlitz, de donde salía nuestro tren a España, metiéndome luego cargado y con todo tipo de promesas de un futuro viaje a Italia, a una litera inferior. Sí, inferior, porque aun cuando pierdo totalmente los estribos mantengo incólume mi deseo de no molestar a nadie y escojo siempre la litera inferior, entre otras cosas porque no hay que andar pisándole la cara a nadie a medianoche si uno desea bajarse para ir a pegar una meada, por ejemplo. Que me pisen a mí la cara, en la madrugada, o que el tren pegue un salto y se me clave un golpe de rueda o un amortiguador en los riñones, ya es otro problema. Yo, en todo caso, no he molestado a nadie.

O sea que ahí andaba sintiéndome a la muerte, aunque algo más tranquilo ya, por hallarme en una litera inferior, y contemplando a Inés dormir el sueño de los que se acuestan con fe de carbonero. Lo bien que dormía hasta en un tren. Nunca la amé y la odié tanto al mismo tiempo, y nunca me odié tanto al mismo tiempo, también, esto último por todo lo que había hecho antes de nuestra partida, el día mismo de nuestra boda, qué bárbaro, qué bestia. Y sin embargo, no sé, ahí medio muerto lograba incluso cierta serenidad, a pesar de las ganas espantosas de orinar, pensando que en el fondo ella habría comprendido el oculto mensaje que portaba mi borrachera a gritos, algo tenía que haber captado, por más mágico y simbólico y parapsicológico que hubiese sido mi rechazo a partir con ella a España, algo tenía que haber comprendido. Ojalá. Me fui a mear sin molestar a nadie y pensando que no me quedaba más remedio que esperar que Inés se despertara para conocer con exactitud sus reacciones. Lo único que me iba a costar trabajo explicarle, si me lo preguntaba, era lo del taxi…

Uyuyuy, recién se me vino a la memoria lo del taxi, un asunto rarísimo. Me había escapado del café en el que andábamos celebrando la boda, le había pedido a un taxista que me llevara al aeropuerto, a medio camino le había dicho que me regresara a París porque prefería viajar en tren, y cuando se negó a gritos, diciéndome que si estaba loco o qué, prácticamente lo asalté. Me quité la corbata, se la pasé por el cuello, reteniendo cada extremo con una mano y presionando con el pie en el espaldar del asiento. Yo recordaba haberle dicho que me llevara a la estación de Lyon, pero lo cierto es que para mi asombro y el de medio mundo, reaparecí con un taxista, poco ahorcado, es verdad, pero francamente aterrorizado, ante la puerta del mismo café. Horas duraron las explicaciones de los invitados destinadas a calmar al taxista que, por fin, terminó bebiendo con los recién casados y brindando por el más grande loco que había conocido en sus años de chofer. Todo quedó aclarado para los del Grupo: yo era el de siempre, unas cuantas copas bastaban para que me arrancara con todo tipo de extravagancias en cuyo fondo se podía ver muy nítidamente las frustraciones de un niño bien que se negaba a renunciar a su pasado: me habría gustado llevarme a Inés de luna de miel al paraíso, en avión, y en primera. Pero nada quedó aclarado para mí: ¿Cómo diablos había aparecido en el café nuevamente, si en mis recuerdos me veía clarito dirigiendo al taxista constantemente hacia la estación de Lyon? Otros se llevan secretos a la tumba, yo me llevaré este misterio.

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