La vida exagerada de Martín Romaña (81 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Pero volvamos a ir de a pocos, porque de esto me enteré varios años después, y nada menos que en Río de Janeiro, donde Inés y su esposo mantenían excelentes contactos financieros con un individuo que fue del Grupo, con mocasines, y que ya no lo era, con mocasines siempre.

—No me siento culpable, Inés —le dije, mirando de reojo, gracias a unos enormes anteojos negros que me permitían conmoverme al pensar en Octavia, sin tener que molestar a nadie con mis lágrimas, la inmensidad de los jardines de Nueva Cabreada, que hasta colgantes no paraban—. No, no me siento culpable, Inés; Chico fue siempre así y…

—No seas tonto, por favor, Martín —me dijo Inés, desde el fondo de una perezosa en forma de hondonada, porque yo creo en la parapsicología de la vida cotidiana.

Me atreví a mirarla con cara de sentenciado, gracias a los anteojos negros, pero mi cuello, es decir, su cuello, es decir el cuello de Inés que fue mi obsesión, insistió en permanecer dulce, sereno, acogedor con su huésped, y cómodamente instalado en uno de esos collares que sólo podría describir empleando palabras como
avaluado en
.

Esta gran amistad empezó el día en que me pidió el divorcio. Me emocioné muchísimo porque en París jamás tuvimos teléfono, y resulta que de pronto Inés se atrevía incluso a llamarme en larga distancia, de Lima, Perú, persona a persona con el señor Martín Romaña, carísimo el asunto.

—¡Octavia! —exclamé—, ¡es Inés en persona en larga distancia!

—¡Adiós para siempre, Martín! —exclamó Octavia, corriendo hacia la puerta de mi nuevo departamento.

—¡Vas a hablar o no, Martín! —me gritaba Inés, en persona a persona.

—¡Claro, Inés! ¡Lo que pasa es que Octavia es muy joven todavía y no ha entendido lo de la larga distancia! ¡Parece que pronto voy a poder dejar el Anafranil pero Octavia se está rodando la escalera!

—¡Martín, yo te llamo para hablar de nuestro divorcio!

—¡Sí, yo también, Inés!

—¡Mira, Martín, llámame cuando te calmes! ¡A ver si logramos hablar como dos seres civilizados!

Colgó como quien desea romper mi teléfono, también, y yo, que poco a poco parecía ir saliendo adelante en la vida, le respondí en los mismos términos muy fuertes, exclamando:

—¡Yo también, Octavia!

Y es que Octavia había regresado desde la escalera gritando que me adoraba y que por nada de este mundo me abandonaría mientras estuviera bajo tratamiento médico. No he conocido a nadie tan distinto a Inés como Octavia. Pero, en fin, eso no viene al caso aquí. En cambio sí viene al caso la forma en que colgué el teléfono. Si la analizamos, podremos deducir que incluso la suerte como que empezaba a acompañarme, gracias al Anafranil: Inés colgó primero, con violencia, yo después, y aunque lo hice también con violencia, ella no se enteró o sea que en nada la ofendí. Y Octavia, que regresaba adorándome a pesar de haberse sacado el alma en la escalera, me dijo que por fin estaba aprendiendo a defenderme y que así tenía que seguir colgándole al mundo entero menos a ella, realmente había colgado estupendo, según Octavia. Y me besó pésimo y perfecto por andar gritando al mismo tiempo que me adoraba ante el teléfono.

Pero al día siguiente me defendí muy mal, porque me llegó un telegrama de Inés, indicándome que ella pagaría mi llamada, en Lima, y me dio una pena horrible que se limitara tanto a esa única frase, ni una palabra siquiera sobre mi salud. Y abajo decía Inés, con mayúsculas, a pesar de la ausencia total de palabras como
saludos, abrazos, recuerdos, besos, perdóname lo del aeropuerto
, y mil otras que se me estaban ocurriendo, pero llegó Octavia.

Tuve la brillante idea de esconder el telegrama a tiempo, de no pedir la comunicación con el Perú delante de Octavia, y de optar por un apartado postal para divorciarme de Inés. Ella nunca lo comentó, por orgullo, probablemente, y fue así como nos hicimos grandes amigos por correspondencia, aunque a mí lo del apartado me daba a menudo una desagradable sensación de doble vida. No sé, ocultarle eso a Octavia… Claro que me tranquilizaba muchísimo saber que jamás encontraría una carta de Inés en casa, porque una crisis de Octavia nos dejaba a los dos en estado crítico, pero la desagradable sensación de una doble vida continuó asaltándome a menudo, aunque la verdad es que Octavia no vivía conmigo tampoco. Es increíble lo complicada que puede llegar a ser la vida cuando uno vive solo, con tanto amor. En fin.

Cuando Inés me confesó, en carta dirigida a mi apartado postal, que también ella había tenido un apartado para Roberto, el tal economista brasileño, hacia el final de nuestra conyugalidad, mi primera reacción fue pensar que lo había convertido al marxismo implacablemente. Ya después, el curso natural de las cosas me fue permitiendo enterarme de que había sido más bien al revés, y todo por culpa de aquel pueblo de Castilla la Vieja que tanto la hizo sufrir. Y claro, fue por eso que Inés terminó bizqueándole hasta a los muchachos del Grupo, al final de su estadía, en París. Era increíble la madurez de Octavia y lo bien que me explicaba todo, siempre de la forma en que ella juzgaba menos dolorosa para mí. La verdad, a veces lo único que me dolía era que siendo tan joven imaginara cosas así de tristes, y que además de todo fuesen ciertas. Nos abrazábamos hasta quedar exhaustos y temblando de miedo ante la vida. A mí, por mí no me importaba, pero ella era tan joven, sólo la idea de que pudiese sufrir me causaba pavor.

Y eso explica en un cien por ciento el deplorable estado en que me encontró Inés, cuando salió a recibirme en Nueva Cabreada. Tuvo la delicadeza de preguntarme si su enorme mastín me había asustado con tanto ladrido, mientras estuve tocando el timbre, pero no era eso. No es eso, Inés, alcancé a decir, y vomité sin lograr explicarle lo que me estaba ocurriendo. Llamó al chófer para que se ocupara de mi maleta, me llevó hacia la piscina, y me dijo que me sentara a descansar un rato, en una perezosa en forma de hondonada verde. Mi estado era realmente deplorable, o sea que la obedecí agradecido. Luego me dio un beso en la frente, me dijo bienvenido, Martín, y se instaló a mi lado, en una perezosa en forma de hondonada amarilla. Increíble.

—Hace años que esperaba esta visita, Martín; hasta pensaba que te habías olvidado de mi invitación. ¿De dónde vienes? ¿De Lima? ¿De París? La verdad es que no he vuelto a tener noticias tuyas desde que me instalé aquí.

—Estoy de paso a Lima. Sigo viviendo en París.

—Me alegra mucho verte, Martín, pero ¿por qué no avisaste que llegabas? Debes haber tardado horas en conseguir un taxi, y para mí habría sido muy fácil ir a esperarte al aeropuerto.

—Detesto molestar, Inés.

—Qué molestia va a ser para mí ir a buscarte a un aeropuerto, Martín, por Dios…

—Detesto los aeropuertos, Inés.

—Por favor, Martín, no has venido hasta Río para hablarme de cosas tristes.

Yo acababa de contar nueve hondonadas, sí, con la azul sumaban nueve, desparramadas alrededor de la piscina, casi como quien no quiere la cosa, acababa de contar nueve hondonadas de diversos colores y estaba a punto de soltar una carcajada con mucha parapsicología, pero Inés lo arruinó todo al mencionar el espantoso asunto del aeropuerto. Y como si fuera poco, me soltó además…

—En las últimas cartas que me escribiste, cuando lo del divorcio, me contabas de una muchacha llamada… ¿Cómo se llamaba, Martín?

Me puse los anteojos negros, decidí no quitármelos más en Río de Janeiro, y le dije que se llamaba Octavia.

—Pero ¿por qué tiemblas así, Martín? No me digas que vas a vomitar de nuevo…

—Te he dicho que detesto los aeropuertos, Inés.

—Martín, por Dios, no seas tan tonto. No puedes seguir siendo tan sentimental toda la vida… Mira, ahí vienen mis hijos. Son lindos, ¿no? Niños, saluden a un compatriota de mamá… así… muy bien. Y ahora váyanse a jugar al jardín de los niños, porque el señor está un poco cansado. ¿Te quieres duchar, o prefieres tomar una copa primero, Martín?

Era imposible explicarle que prefería las dos cosas al mismo tiempo, más un teléfono para llamar a Octavia y decirle, gracias al coraje de un whisky doble, escucha mi llanto, amor mío, parece una ducha pero soy yo en un teléfono público de Río de Janeiro. Y si Octavia me perdonaba jurándome que me lo creía todo, contárselo todo: Que el nuevo aeropuerto de París era más cruel que el anterior, éste sí que es cruel de verdad, Octavia, que había hecho lo imposible por escaparme y besarla como loco en el semáforo, en fin, tú me entiendes, Octavia, pero créeme que ahora el que se despide se jodió para siempre, hice lo imposible, amor mío, por más que tú me convenciste, por más que tú me hiciste jurar que no reaparecería, por más que me probaste que también mi madre y mis hermanos tienen derecho a verme algún día, por más que me juraste que yo te llamaría todos los días de Lima, Octavia, pobrecita, Octavia, yo quería probarte que soy capaz de cualquier cosa por ti, pero quién se iba a imaginar que de estos aeropuertos tan modernos no se escapa ni Cristo, me metieron a un tubo que me absorbió con aerodinamismo, mi amor, me fueron encerrando de sala en sala, cosa de locos, tubos invencibles y salas de cristal antiterrorista y la gente te da empujones si tratas de ir contra el tráfico y yo que detesto molestar y las escaleras suben solas pero no bajan más, yo no sé cuándo bajan esas escaleras, amor mío, pero lo cierto es que aquí estoy en Río, yo que ni siquiera le avisé a Inés, ¿te acuerdas de que tú misma dijiste aprovecha, Martín, conoce un poco Río, ahí te relajarás antes de llegar a Lima, creo en tu amor porque lo estoy viviendo, Martín, y es natural que algún día tú e Inés se vuelvan a ver, te acuerdas, Octavia? Claro que no pudiste con tu genio y me pegaste esa cachetada tan llena de orgullo, de amor, de dolor previo a una partida que, en ese instante, para mis adentros, dejó de existir: a ti te daría el amor del antiguo aeropuerto de Lima, a ti te daría el amor a toda prueba, pero quién se iba a imaginar que esos tubos de mierda me iban a despachar prácticamente hasta Río de Janeiro, Octavia, quién, sólo te ruego recordar que ni siquiera le avisé a Inés, qué más pruebas quieres de que nunca pensé llegar aquí, y ya verás también cuando regrese de Lima, te traeré de regalo todas las cartas en que le decía a mi madre, no se ilusionen demasiado con mi llegada, puede depender de detalles de último momento… Octavia, llevo puestos los anteojos negros, ¿tú?… No, tú no por favor, no soporto la idea de que puedas estar sufriendo…

—¿Qué te pasa, Martín? Estás completamente ido. ¿Te sigues sintiendo mal? Yo creo que a ti lo que te hace falta es una buena copa…

—Detesto los aeropuertos, Inés. Déjame contarte, por favor, necesito desahogarme, Inés…

—Martín, basta, basta ya. Estás en casa de gente que te quiere mucho, pero por eso mismo trata de controlarte, y deja de pensar en cosas que ya pasaron. Voy a pedir que nos preparen unos daiquiris. Es la especialidad de esta casa, y a Roberto le encanta encontrar su copa lista cuando llega por la tarde de la oficina.

Roberto… Me sentía tan mal que me había olvidado de preguntarle a Inés por Roberto. Traté de reaccionar, Octavia me había hecho olvidar por completo a Roberto.

—¿Qué es de Roberto, Inés? ¿A qué hora llega? Siempre quise conocerlo personalmente, desde que lo conocí en París. ¿A qué se dedica Roberto?

—Veamos… ¿Cómo lo explicarías tú, Martín? Sí, ya sé. Tú dirías que Roberto es propietario de una vastísima red de inversiones totalmente lucrativas, ja ja…

—Ja ja ja…

—Trabaja como un loco. Esto no es París, Martín.

—No, ya lo creo que no, Inés. Esto es Nueva Cabreada.

Realmente se me escapó, y era tan buena que se la dediqué a Octavia, aunque la verdad es que casi me muero de miedo y volteé a mirar a Inés, diablos, la que me esperaba. Pero ella me sonrió con franca alegría, a pesar de mi tristeza, y varias veces más volvió a disfrutar con las tonterías que dije, porque detesto molestar y tres días seguidos con anteojos negros por Octavia no es lo correcto en un invitado.

El que no se reía por nada de este mundo era Roberto. El tipo era amabilísimo, mucho más simpático que el economista que conocí en París, pero ni la propia Inés lograba hacerlo reír. Conmigo se comunicó casi siempre por medio de una especie de esclavo del daiquiri, al que llamaban el segundo mayordomo, debido tal vez a la forma en que lo vestían para que sirviera constantemente otro daiquiri, por orden de don Roberto y porque era la especialidad de la casa.

Fue duro pasarse tres días seguidos sin poder hablar de Octavia, sin lograr desahogarse un poco, siquiera, y todo ello a causa de la bondad de Inés, que simple y llanamente no soportaba ver lo mal que me ponía cada vez que intentaba hablarle del aeropuerto. Al tercer día me suprimió los daiquiris, incluso, me insistió más que nunca en sacarme a pasear. Como siempre, me negué rotundamente.

—Te juro que no es ninguna molestia, Martín —insistía Inés, y por ello nunca olvidaré que fue muy buena conmigo, en aquellos días aciagos.

—Hazme caso, por favor, Martín. Déjame que te lleve a dar un paseo. No puedes irte sin haber conocido nada. Río es una ciudad preciosa. Salgamos un rato a recorrerla juntos, y ya verás cómo se te olvida todo lo del aeropuerto.

—Jamás —le dije, y continué negándome rotundamente a visitar Río de Janeiro, porque me conozco, y sé lo horrible que es para mí la contemplación de la belleza, sin la compañía del ser amado. Inés adoraba a Roberto, pero ¿y yo?—. Jamás —le repetí, convencido de que era inútil explicarle lo que estaba sintiendo. Si ella era capaz de contemplar las playas de Río sin Roberto, muy bien, cada uno es como es. Pero a mí me era totalmente imposible ver algo bonito en Río sin Octavia. Sí, cada uno es como Dios lo ha hecho, aunque éste no era el mejor momento para entrar en explicaciones que además podían ser causa de un malentendido—. Jamás, Inés —concluí.

—Está bien, Martín —me dijo—. Te ruego que me perdones por lo del aeropuerto, pero yo prefiero que en esta casa no se toquen ciertos temas. Veo que no has cambiado, y nada me gusta menos que tenerte de invitado y que te pongas mal.

—Sí, Inés. Te comprendo.

—Y ahora, déjame, por favor, que te dé un beso en la frente, Martín.

Por la noche hubo gran cena de despedida, con muchos amigos de Inés y Roberto, y hasta se me permitió tomarme unas copas de más. Pedí que no pusieran música de Vinicius de Moraes, porque es muy hermosa, señores, y me parte el alma, e Inés se mantuvo muy atenta a mi pedido.

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