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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

La vidente (51 page)

BOOK: La vidente
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El comisario sale a la calle y se sube al coche. El mundo acaba de mostrar su lado oscuro una vez más y Joona siente una ola de tristeza abalanzándose sobre él como un viento gélido.

Ve los hermosos árboles de la calle, respira hondo y piensa que la policía perseguirá a Daniel Grim hasta capturarlo.

En la autopista E-4 Joona habla con el coordinador en Duved, quien le cuenta que los controles ya no tienen ninguna esperanza de encontrar a Daniel Grim.

Joona piensa en la caja con las fotografías de las niñas que Daniel Grim había escogido. Parece que el hombre había sentido un amor infantil por ellas. Entre las fotos había corazones, flores, caramelos y mensajitos.

Su pequeña colección era rosada y luminosa, mientras la realidad era una auténtica pesadilla.

Las chicas de los centros y las casas de acogida estaban encerradas, quizá atadas con correas y fuertemente sedadas cuando él las acosaba.

Daniel era la única persona con la que podían hablar.

Nadie las escuchaba y nadie las echaría de menos.

Ha escogido niñas con tanta tendencia a hacerse daño a sí mismas y tantos intentos de suicido a las espaldas, que sus familiares han terminado por rendirse y han aceptado darlas por muertas.

Miranda era una excepción. La mató in situ, empujado por pánico. Quizá el detonante del asesinato fue que ella se creía embarazada.

Joona piensa en los nombres que Anja había buscado. Con esta relación la policía podrá detener a Daniel Grim por varios asesinatos. Por fin será posible resolver esos casos cerrados de homicidio y darles a las niñas una especie de justicia póstuma.

174

El recuerdo de la esposa de Torkel Ekholm está impreso en las telas, en los bordados hechos a mano del desgastado mantel de la mesa. Pero con los años el dobladillo de punto de las cortinas se ha ennegrecido por la suciedad y los pantalones de Torkel se han raído por el mismo motivo.

El viejo policía ha cogido la medicación de un pastillero y después ha vuelto lentamente con el andador hasta el sofá de la cocina.

El reloj mantiene su constante y fatigado tictac en la pared. En la mesa están esparcidos todos los apuntes sobre el accidente y varios recortes de prensa, entre los cuales se encuentra una discreta esquela.

El anciano le cuenta a Flora todo lo que recuerda del barón Rånne, la mansión de la familia, la explotación forestal que tenían y los campos de cultivo, su imposibilidad de tener hijos y la adopción de Flora y su hermano Daniel. Le habla también de Ylva, la hija del mayoral, cuando la encontraron junto al campanario, y del silencio que se mantuvo en Delsbo al respecto.

—Yo era tan pequeña —dice Flora—. No pensaba que fueran recuerdos, creía que no eran más que fantasías mías…

Flora recuerda la sensación de estar volviéndose loca después de enterarse de los asesinatos en el Centro Birgitta. No podía dejar de pensar en ellos, en lo ocurrido, en la niña que se tapaba la cara. Soñaba con ella y la veía por todas partes.

—Pero estabas allí —dice él.

—Intenté explicar lo que Daniel había hecho, pero todo el mundo se enfadaba conmigo… Cuando lo conté en casa, mi padre me llevó a su despacho y me dijo que todos los mentirosos arderían en un mar de fuego.

—Por fin he encontrado el testigo que tanto he estado buscando —dice el viejo policía con sobriedad.

Flora recuerda el miedo que tuvo de morir devorada por las llamas, de que el pelo y la ropa se le encendieran como una antorcha. Pensaba que si contaba lo que Daniel había hecho, todo su cuerpo se pondría negro y seco como la leña de la cocina.

Torkel barre despacio las migas de la mesa con la mano.

—¿Qué pasó con la niña? —pregunta.

—Sé que a Daniel le gustaba Ylva… siempre quería cogerla de la mano, le daba frambuesas…

Flora se queda callada y una vez más ve centellear los extraños fragmentos amarillentos de su memoria como si estuvieran a punto de prenderse fuego.

—Jugábamos a no mirar —continúa—. Cuando Ylva cerró los ojos él le dio un beso… ella los abrió y dijo que se había quedado embarazada. Yo me reí, pero Daniel se… Nos dijo que no podíamos mirar… y noté que había algo raro en su voz. Miré entre los dedos, como hacía siempre. Ylva parecía contenta mientras se tapaba la cara y luego vi que Daniel cogía una piedra del suelo y empezó a golpearla sin parar…

Torkel suspira fatigado y se tumba en el estrecho sofá de cocina:

—A veces veo a Daniel cuando viene de visita a Rånne…

Al cabo de un rato el viejo policía se queda dormido y Flora se levanta, coge la escopeta de la pared y abandona la casa.

175

Flora camina por la discreta avenida que lleva a la mansión Rånne sintiendo el peso de la escopeta en sus manos. Hay pájaros negros en las copas otoñales de los árboles.

Tiene la sensación de que Ylva camina a su lado. Recuerda los días en que corrían por la finca con Daniel.

Flora siempre había creído que era un sueño. El hermoso hogar al que los enviaron, donde tenían su propio dormitorio con las paredes empapeladas con dibujos de flores. Por fin se acuerda de todo. Los recuerdos han surgido de las profundidades, han estado enterrados en tierra negra, pero ahora los tiene delante.

El viejo patio de adoquines no ha cambiado con el tiempo. En la rampa del garaje hay varios coches relucientes. Flora sube la gran escalinata, abre la puerta y entra en la casa.

Se le hace extraño moverse por un sitio tan familiar como aquél con una escopeta en las manos.

Pasar como si nada por debajo de enormes lámparas de araña y pisando alfombras persas cargadas de motivos.

Todavía no la ha visto nadie, pero Flora puede oír hilillos de voz que llegan desde el comedor.

Cruza los cuatro salones contiguos y desde lejos comprueba que están sentados a la mesa.

Cambia el arma de posición, se apoya el cañón en el pliegue del codo, sujeta con fuerza la culata y pone un dedo en el gatillo.

Su familia está comiendo distraída y conversa sin mirar en su dirección.

En los alféizares hay grandes jarrones con flores frescas. Flora vislumbra un movimiento con el rabillo del ojo y se vuelve con la escopeta preparada. Es ella misma reflejada en un espejo. Su figura está impresa en un cristal abombado que va desde el suelo hasta el techo. Se está apuntando a sí misma con el arma. Su cara es de color gris y la mirada de sus ojos es cruda y salvaje.

Con la escopeta en ristre camina los metros que le faltan para salir del último salón y entrar en el comedor.

La mesa está decorada con los frutos de la cosecha: pequeñas gavillas de trigo, racimos de uva, ciruelas y cerezas.

Flora cae en la cuenta de que es el día de la fiesta de la cosecha.

La mujer que una vez fue su madre tiene un aspecto delgado y frágil. Come despacio con la mano temblorosa y con la servilleta extendida sobre el regazo.

Un hombre de la misma edad que Flora está sentado entre los padres. No lo reconoce, pero sabe quién es.

Flora se detiene delante de la mesa y el suelo cruje bajo sus pies.

Cuando el hombre mayor la descubre, una singular calma le invade el rostro. Deja los cubiertos en la mesa y estira la espalda, como si quisiera ver bien a Flora.

La madre sigue la mirada de su marido y parpadea varias veces cuando ve a la mujer de mediana edad surgir de la oscuridad con una escopeta en los brazos.

—Flora —dice la señora y se le cae el cuchillo—. ¿Eres tú, Flora?

Flora está allí de pie con la escopeta delante de la mesa incapaz de responder a la pregunta. Traga saliva, mira a la madre rápidamente a los ojos y después se vuelve hacia el padre.

—¿Por qué vienes aquí con una arma? —pregunta él.

—Tú me convertiste en una mentirosa —responde ella.

El padre sonríe apenas un instante y sin alegría. Las arrugas de su cara son amargas y solitarias.

—Los embusteros arderán en un mar de fuego —dice cansado.

Ella asiente y duda unos segundos antes de formular su pregunta:

—Tú sabías que fue Daniel quien mató a Ylva, ¿verdad?

El padre se limpia con la servilleta blanca.

—Nos vimos obligados a sacarte de casa porque no parabas de mentir —dice—. Y ahora vuelves con más mentiras.

—No son mentiras.

—Lo reconociste, Flora… Reconociste delante de mí que te lo habías inventado —dice él en voz baja.

—Tenía cuatro años y tú me estabas gritando que me ardería todo el pelo si no reconocía que estaba mintiendo, me dijiste que se me fundiría la cara y me herviría la sangre… así que al final dije que me lo había inventado, y después os deshicisteis de mí.

176

Flora entorna los ojos y mira a su hermano, que está sentado a contraluz. No puede ver si él también la está mirando a la cara, tiene los ojos inmóviles como dos pozos helados.

—Ahora vete —dice el padre, y sigue comiendo.

—No sin Daniel —responde Flora y señala al hermano con la escopeta.

—No fue culpa suya —dice la madre en voz baja—. Fui yo la que…

—Daniel es un buen hijo —la interrumpe el padre.

—No estoy diciendo otra cosa —dice la madre—. Pero él… Tú no lo recuerdas, pero estuvimos viendo una obra de teatro en la televisión la noche anterior al accidente. Era
La señorita Julia
, se desvive tanto por el criado… y yo dije que era mejor…

—¿Qué tonterías son ésas? —la corta el padre.

—Pienso en ello cada día —continúa la anciana mujer—. Fue culpa mía, porque le dije que para la chica era mejor morir que quedarse embarazada.

—Déjalo ya.

—Y justo cuando lo dije vi… que Daniel se había levantado y me miraba fijamente —explica la madre con lágrimas en los ojos—. Yo me refería a la obra de Strindberg…

Coge la servilleta con manos vacilantes.

—Después de lo de Ylva… había pasado una semana desde el accidente, era de noche y me iba a poner a rezar las oraciones con Daniel… Entonces me explicó que Ylva se había quedado embarazada. Él sólo tenía seis años y no podía entenderlo.

Flora mira a su hermano, que se sube las gafas y mira a su madre. Es imposible adivinar lo que está pasando por su cabeza.

—Vendrás conmigo a la policía y les contarás toda la verdad —le dice Flora a Daniel y lo apunta al pecho.

—¿De qué servirá eso? —pregunta la madre—. Fue un accidente.

—Estábamos jugando —dice Flora sin mirarla—. Pero no fue ningún accidente…

—No era más que un crío —ruge el padre.

—Sí, pero ahora ha vuelto a matar… ha asesinado a dos personas en el Centro Birgitta. Una era una niña de sólo catorce años y la encontraron con las manos tapándose la cara y…

—¡Embustera! —grita el padre dando un puñetazo en la mesa.

—Vosotros sois los embusteros —susurra Flora.

Daniel se levanta. Algo ha cambiado en su rostro. Quizá sea crueldad, pero parece asco y miedo. Los sentimientos se mezclan. Un cuchillo tiene dos caras pero un solo filo.

La madre suplica, intenta retener a Daniel, pero él le aparta las manos y dice algo que Flora no consigue oír.

Parece que la acabe de maldecir.

—Nos vamos —le ordena Flora a Daniel.

El padre y la madre la miran consternados. No hay nada más que decir. Flora abandona el salón junto a su hermano.

177

Flora y Daniel salen de la mansión, bajan por la ancha escalinata de piedra, cruzan el patio y comienzan a descender por el camino, pasando al lado de un edificio anexo y un grupo de almacenes y plantas de producción.

—Sigue andando —murmura Flora cuando ve que Daniel va demasiado lento.

Bajan por el camino de tierra que bordea el granero hasta que llegan al campo. Flora apunta todo el rato a Daniel a la espalda y piensa que ha empezado a recuperar fragmentos de sus dos años en la mansión, pero que también hubo otro tiempo, anterior, que continúa en un rincón oscuro de su memoria, cuando vivía en el orfanato con Daniel.

Pero antes de todo eso tenía que haber un tiempo en el que estuvo con su madre.

—¿Me vas a disparar? —pregunta Daniel en tono suave.

—Podría hacerlo —responde ella—. Pero quiero que vayamos a la policía.

El sol se abre un hueco entre los nubarrones y ciega a Flora unos instantes. Cuando los reflejos blancos han desaparecido nota que le están sudando las manos. En realidad le gustaría secárselas en el pantalón, pero no se atreve a cambiar la posición del arma.

Una corneja grazna en la lejanía.

Pasan junto a dos neumáticos de tractor y una vieja bañera tirada en la hierba, continúan por el camino y siguen la amplia curva que rodea el granero vacío. Caminan en silencio bordeados de ortigas y adelfillas marchitas y doblan la esquina de un muro contra el cual hay una montaña de sacos con arlita.

Es un rodeo considerable para alcanzar el campo de cultivo.

Cuando llegan a la parte de atrás del granero el sol desaparece por detrás del alto techo.

—Flora —murmura él con asombro.

A ella se le están empezando a cansar los brazos y los músculos empiezan a temblar.

Al fondo se divisa la carretera que lleva a Delsbo, que corre entre los campos amarillos como una raya de carboncillo.

Flora empuja a Daniel con el cañón entre los omoplatos hasta que llegan al patio de tierra que hay detrás del granero.

Rápidamente se seca el sudor de la mano y vuelve a colocar el dedo en el gatillo.

Daniel se detiene, espera el contacto con el metal de la escopeta y sigue caminando al lado de unos cimientos de hormigón con anillas de hierro incrustadas.

La mala hierba ha comenzado a extenderse por las grietas del borde.

Daniel empieza a cojear y poco a poco reduce la marcha.

—Sigue caminando —dice Flora.

Daniel alarga una mano y acaricia la hierba más alta. Una mariposa levanta el vuelo y se aleja a trompicones por el aire.

—Estaba pensando que podríamos quedarnos aquí —dice él aminorando el paso—. Porque esto era el viejo matadero, cuando teníamos ganado… ¿Te acuerdas de la máscara y de cómo pegaban a los animales?

—Si te paras, disparo —dice ella y nota que el dedo índice le tiembla sobre el gatillo.

Daniel atrapa una flor rosa con forma de campana y la arranca del tallo, se detiene y da media vuelta para dársela a Flora.

Ella da un paso atrás, piensa que debería disparar, pero no le da tiempo. Daniel ya ha agarrado el cañón y de un tirón se hace con la escopeta.

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