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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

La vidente (24 page)

BOOK: La vidente
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73

Flora siente el suelo frío como un campo helado pegado a la espalda. Levanta la cabeza y mira fijamente hacia el cuarto de baño.

Su corazón palpita nervioso.

Ya no puede ver a la niña.

No hay restos de sangre ni en la bañera ni en la cortina de ducha. Junto a la taza hay un par de vaqueros de HansGunnar.

Parpadea y piensa que sus ojos deben de haberle jugado una mala pasada.

Traga saliva y descansa la cabeza en el suelo a la espera de que se le calme el corazón. Percibe un sabor inconfundible de sangre en la boca.

Un poco más allá, en el pasillo, ve que la puerta de su cuartito está abierta. Siente un escalofrío y se le pone la piel de gallina en todo el cuerpo.

Está segura de haberla dejado cerrada antes de salir, siempre lo hace.

De pronto una ola de aire frío empieza a correr hacia su habitación. Flora ve las pequeñas motas de polvo en movimiento y las sigue con la mirada. Bailan con la corriente de aire por el suelo del pasillo hasta colarse entre dos pies descalzos.

Flora se oye a sí misma emitiendo un extraño y lastimero jadeo.

La niña que antes estaba tumbada al lado de la bañera está ahora de pie en el umbral de su habitación.

Flora intenta incorporarse, pero su cuerpo está paralizado por el miedo. Ahora sabe que está viendo un fantasma, por primera vez en su vida está viendo un fantasma de verdad.

La niña parecía llevar el pelo bien recogido, pero ahora lo tiene desgreñado y manchado de sangre.

La respiración de Flora se acelera y el pulso le retumba en los oídos.

La niña está ocultando algo detrás de la espalda y de repente empieza a caminar hacia Flora. Los pies descalzos se detienen tan sólo a un paso de su cara.

—¿Qué tengo detrás de la espalda? —pregunta la niña en voz tan baja que casi no se pueden distinguir las palabras.

—No existes —dice Flora.

—¿Quieres que te enseñe las manos?

—No.

—Pero si no tengo nada…

Una piedra pesada cae con un golpe sordo detrás de la niña. El suelo tiembla un instante y saltan trocitos de escayola del relieve destrozado.

La niña le enseña las manos con una sonrisa.

La piedra sigue detrás de sus pies, oscura y grande. Tiene algunos cantos afilados, como si hubiese salido de una mina.

La niña la pisa con un pie y la balancea. Luego la empuja a un lado.

—Muérete de una vez… —murmura la chica entre dientes—. Muérete de una vez.

La niña se pone de cuclillas, apoya sus manos grisáceas sobre la piedra y la mueve, intenta agarrarla firmemente, se le resbala, se seca las manos en el vestido, vuelve a empezar y pone la piedra de lado.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta Flora.

—Cierra los ojos y me marcharé —responde la niña mientras coge la piedra afilada y la levanta sobre la cabeza de Flora.

Es una roca pesada, pero la sujeta con brazos temblorosos justo encima de la cara de Flora. El lado inferior de la piedra parece mojado.

De repente vuelve la luz. Las lámparas se encienden en todo el piso. Flora rueda hacia un lado y se sienta. La niña ha desaparecido. Se oyen voces en el televisor y el susurro de la nevera.

Flora se levanta, enciende más luces, abre la puerta de su habitación, entra, enciende la lámpara del techo, abre los armarios y mira debajo de la cama. Después se sienta a la mesa de la cocina y trata de controlar el temblor de sus manos mientras marca el número de la policía.

La centralita automática le da una serie de opciones. Puede denunciar un delito, dejar una pista o escuchar las respuestas de las preguntas frecuentes. La última opción también ofrece hablar directamente con un telefonista.

—Policía —dice una voz amable al otro lado—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Me gustaría hablar con alguien que esté trabajando en el caso de Sundsvall —dice Flora con voz entrecortada.

—Bien —responde el telefonista—. Entonces le propongo que hable con nuestra sección de pistas. Le paso con ellos.

Flora intenta protestar, pero ya la han cambiado de línea. Al cabo de unos segundos responde una voz de mujer:

—Sección de pistas de la policía, ¿en qué puedo ayudarle?

Flora no sabe si es la mujer que se enfadó con ella cuando contó la mentira del cuchillo ensangrentado.

—Me gustaría hablar con alguien que esté trabajando en los asesinatos de Sundsvall —solicita.

—Puede hablar primero conmigo —responde la voz.

—Era una piedra grande —dice Flora.

—No le oigo bien. Hable más alto, por favor.

—Lo que pasó en Sundsvall… Tienen que buscar una piedra grande. Tiene sangre en la parte de abajo y…

Flora se queda callada y siente las gotas de sudor corriéndole por los costados.

—¿Cómo es que tiene información sobre el homicidio de Sundsvall?

—Tengo… Una persona me lo explicó.

—Alguien le habló del homicidio de Sundsvall.

—Sí —susurra Flora.

Nota el pulso latiendo en las sienes y un fuerte zumbido los oídos.

—Continúe —dice la mujer.

—El asesino utilizó una piedra…, una piedra con bordes afilados, es lo único que sé.

—¿Cómo se llama?

—Eso no importa, sólo quería…

—Reconozco su voz —dice la mujer—. Usted llamó hablando de un cuchillo manchado de sangre. He formalizado una denuncia en su contra, Flora Hansen…, pero debería ponerse en contacto con un médico, por lo que parece necesita ayuda.

La policía corta la llamada y Flora se queda sentada con el teléfono entre las manos. De repente una bolsa de la compra se cae en el pasillo. Flora da un respingo en un acto reflejo y tumba sin querer el rollo de papel de cocina que está sobre la mesa.

74

Hace una hora Elin Frank ha vuelto a su piso tras una larga reunión con la junta directiva de la gran filial Kingston para hablar sobre dos compañías de holding en Gran Bretaña.

Cuando piensa en que mezcló Valium con alcohol y que se acostó con el fotógrafo de
Vogue
no puede evitar una sensación de angustia. Vuelve a decirse a sí misma que necesitaba distraer la mente, que no fue más que una pequeña aventura, que lo necesitaba, que llevaba mucho tiempo sin tener sexo. Pero aun así le entran sudores por lo embarazoso de la situación.

Ha cogido una botella de agua Perrier de la cocina y se pasea por las estancias en su chándal rojo descolorido y una camiseta de Abba con la imagen desgastada. En el salón se detiene frente al televisor cuando una mujer alta y delgada empieza a correr hacia una barra de salto de altura en un estadio olímpico. Elin deja la botella de agua sobre la mesa de cristal, coge la goma que lleva en la muñeca y se hace una coleta antes de seguir hasta el dormitorio.

Dentro de unas horas tiene programada una reunión telefónica con la subsección de Chicago mientras le hacen la manicura y un baño de parafina, y a las ocho tiene una cena de beneficencia. Le tocará sentarse a la mesa principal al lado del jefe del grupo Volvo. La princesa heredera entregará un premio del Fondo de Sucesiones y Roxette actuará en directo.

Se mete entre los altos armarios de su vestidor. El televisor sigue sonando de fondo pero no le presta atención, por lo que no se da cuenta de que están dando paso a las noticias. Abre algunos de los armarios y pasea la mirada por la ropa. Al final saca un vestido verde metálico diseñado por encargo por Alexander McQueen.

El nombre de Vicky Bennet suena de fondo.

Con un arrebato de angustia Elin deja caer el vestido al suelo y va corriendo hasta el televisor.

El aparato tiene un ancho marco de color blanco que hace que la imagen parezca estar proyectada directamente sobre la pared. Un comisario llamado Olle Gunnarsson está siendo entrevistado a las puertas de una comisaría de aspecto triste. El hombre intenta sonreír y mostrarse paciente, pero su mirada está llena de irritación. Se frota el bigote y asiente con la cabeza.

—Eso no puedo comentarlo por ahora —responde y carraspea brevemente.

—Pero han terminado la búsqueda con los buzos.

—Correcto.

—¿Significa eso que se han encontrado los cuerpos?

—No puedo responder a esa pregunta.

El resplandor del televisor se refleja en parpadeos sobre la sala y Elin fija la mirada en las imágenes de la grúa remolcando el coche naufragado. El brazo hidráulico lo levanta hasta que rompe la superficie del río y queda en volandas. El agua comienza a caer a raudales del vehículo mientras una voz explica que el coche que Vicky Bennet robó ha sido encontrado por la mañana en el río Indalsälven y que se teme por la vida tanto de la presunta homicida como del pequeño Dante Abrahamsson, de cuatro años.

«La policía no revela detalles sobre los hallazgos, pero por lo que este canal puede informar, las inmersiones han finalizado y ha sido desactivada la alarma nacional…»

Elin deja de escuchar las palabras del presentador cuando muestran en pantalla una foto de Vicky. La ve mayor y más delgada, pero no ha cambiado. Le parece que el corazón se le detiene en el pecho. Recuerda la sensación de llevar en brazos a la niña dormida.

—No —susurra Elin—. No…

Clava la mirada en la cara delgada y pálida de la chica, en su pelo, descuidado y enredado, siempre tan difícil de peinar.

Sigue siendo tan sólo una niña y ahora dicen que está muerta. Su mirada transmite rebeldía, la obligan a mirar a la cámara.

Elin se aparta del televisor, se tambalea y busca apoyo en la pared sin darse cuenta de que un óleo de Erland Cullberg se suelta y cae al suelo.

—No, no, no —gimotea—. Así no, así no…, no, no…

Lo último que escuchó de Vicky fueron sus llantos apagados al bajar por la escalera y ahora está muerta.

—¡No quiero! —grita.

Con el corazón a mil se acerca a la vitrina iluminada con la fuente de cerámica que heredó de su padre y que ha pasado de generación en generación en su linaje. Agarra el borde superior de la vitrina y la tira con todas sus fuerzas. El mueble estalla estrepitosamente contra el suelo y las hojas de cristal revientan en mil pedazos que salen disparados en todas direcciones sobre el parquet, mezclados con los trozos resquebrajados de la fuente.

Como presa de un arrebato de dolor en el estómago, Elin se dobla sobre sí misma y se acurruca en el suelo. Respira con dificultad y piensa una y otra vez que tenía una hija a la que cuidar.

«Yo tenía una hija, yo tenía una hija, yo tenía una hija.»

Se incorpora, coge un gran trozo de cerámica de la fuente de su padre y hace correr el canto afilado por una de sus muñecas. La sangre caliente empieza a brotar de la herida y las espesas gotas le mojan el regazo. Después vuelve a cortarse en la misma muñeca, suspira por el dolor y al mismo tiempo oye el traqueteo de la cerradura en la entrada. Acto seguido alguien entra por la puerta.

75

Joona pasa dos buenos trozos de solomillo de buey a fuego fuerte en una sartén de hierro fundido. Ha atado la carne y la ha salpimentado con pimienta negra y verde. Cuando las superficies de ambas piezas se han cristalizado las mete en el horno, les echa una pizca de sal gruesa y las coloca encima de las patatas cortadas a lo largo. Mientras la carne termina de cocerse prepara una salsa al vino de Oporto, cilantro, caldo concentrado y trufa.

Luego sirve con movimientos parsimoniosos un tinto de Saint-Émilion en dos copas de cristal.

Un aroma terroso a merlot y cabernet-sauvignon tiene tiempo de inundar la cocina antes de que suene el timbre de la puerta.

Disa va envuelta en un impermeable blanco con topos rojos. Sus grandes ojos están muy abiertos y tiene la cara mojada por la lluvia.

—Joona, estaba pensando en comprobar si eres tan buen policía como dicen.

—¿Cómo se hace eso? —pregunta él.

—Con un test —responde ella—. ¿Me ves algo diferente?

—Estás más guapa —dice Joona.

—No —sonríe Disa.

—Te has cortado el pelo y te has puesto la pinza de París por primera vez en un año.

—¿Algo más?

Joona pasea la mirada por la cara delgada y cada vez más ruborizada de Disa, estudia su corte de pelo estilo paje y el resto de su esbelto cuerpo.

—Nuevas —dice señalando las botas de tacón.

—Marc Jacobs… un pelín caras para mí.

—Son chulas.

—¿No ves nada más?

—Aún no he terminado —dice él y le coge las manos, les da la vuelta y observa las uñas.

Disa no puede esconder la sonrisa cuando Joona murmura que lleva el mismo pintalabios que cuando fueron al teatro Söder. Le acaricia los pendientes y luego se encuentra con su mirada, la aguanta unos segundos y se aparta para que la luz de la lámpara de suelo le ilumine el rostro.

—Tus ojos —dice él—. Tu pupila izquierda no se encoge con la luz.

—Buen poli —dice ella—. Me han puesto gotas.

—¿Has ido a que te miren el ojo? —pregunta Joona.

—Me ha salido una burbuja en el humor vítreo, pero no es peligroso —dice Disa y se mete en la cocina.

—La comida está casi lista. La carne tiene que reposar un poco más.

—Qué bonito lo has preparado todo —dice Disa.

—Hacía tiempo que no nos veíamos —responde Joona—. Estoy muy contento de que hayas venido.

Brindan en silencio y, tal como ocurre siempre que Joona la mira, Disa siente un calor recorriéndole el cuerpo y le da la sensación que empieza a resplandecer. Aparta su mirada de los ojos de Joona, hace girar el vino en la copa, aspira el aroma del líquido y vuelve a catarlo.

—Buena temperatura —constata.

Joona presenta la carne y las patatas en una cama de rúcula, albahaca y tomillo.

Con delicadeza echa parte de la salsa sobre el plato mientras piensa que debería haber hablado con Disa hace tiempo.

—¿Cómo te va?

—¿Sin ti, quieres decir? Mejor que nunca —le suelta cortante.

Se quedan callados un momento y luego Disa pone suavemente la mano sobre la de Joona.

—Perdón —dice ella—. Pero es que a veces me enfado contigo. Cuando me sale el lado oscuro.

—¿En qué lado estás ahora?

—En el oscuro —responde.

Joona toma un sorbo de vino.

—Últimamente he pensado mucho en el pasado —empieza él.

Disa sonríe y levanta las cejas.

—¿Últimamente? Tú siempre piensas en el pasado.

—¿Ah, sí?

—Sí, piensas en él…, pero no hablas de él.

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