—¿Qué ha dicho? —preguntó Zakath con curiosidad.
—Que estaba pensando en perseguir a las ovejas —respondió Garion—, no para matarlas, sino para hacerlas correr. Creo que eso la divierte.
—¿La divierte? Eso suena muy extraño en un lobo.
—En realidad no. Los lobos juegan mucho y tienen un sentido del humor muy refinado.
La expresión de Zakath se volvió pensativa.
—¿Sabes una cosa, Garion? —dijo—. Los hombres nos consideramos los propietarios del mundo, pero en realidad lo compartimos con todo tipo de seres indiferentes a nuestra superioridad. Ellos tienen sus propias sociedades, y supongo que sus propias culturas, y ni siquiera nos prestan atención, ¿verdad?
—Sólo cuando los importunamos.
—Es un golpe muy duro para el ego de un emperador —dijo Zakath con una sonrisa irónica—. Somos los hombres más poderosos del mundo, y los lobos nos miran sólo como a una trivial inconveniencia.
—Eso nos enseña a tener humildad —respondió Garion—. La humildad es muy buena para el espíritu.
—Quizá.
Cuando llegaron al campamento de los pastores, comenzaba a anochecer. El carácter casi permanente de los campamentos de pastores les permitía estar más organizados que los de los viajeros. En primer lugar, las tiendas eran más amplias, se sostenían con estructuras de madera y se alzaban a ambos lados de un sendero marcado por troncos colocados en hilera. Los corrales de los caballos de los pastores estaban al final de la calle y un gran tronco cruzaba un arroyuelo de montaña, formando un espumoso bebedero para las ovejas y los caballos. Las sombras del atardecer comenzaban a cernirse sobre el pequeño valle del campamento y nubes azules de humo se elevaban desde los fogones hacia el aire sereno.
Un hombre alto y delgado, con la cara curtida, cabello blanco y la típica túnica blanca de los pastores, salió de una tienda justo cuando Garion y Zakath se detenían junto al campamento.
—Nos avisaron que veníais —dijo con voz baja y grave—. ¿Os gustaría compartir nuestra cena?
Garion lo miró con atención y reparó en su parecido con Vard, el hombre que habían conocido en la isla de Verkat, en el otro extremo del mundo. Era evidente que los esclavos de Cthol Murgos estaban emparentados con los dalasianos.
—Será un honor —respondió Zakath—. Sin embargo, no quisiéramos molestar.
—No es ninguna molestia. Yo soy Burk. Haré que mis hombres se ocupen de vuestros caballos. —En ese momento, los demás llegaron junto a ellos—. Bienvenidos —saludó Burk—. Si queréis desmontar, la cena está casi lista y os hemos destinado una tienda.
Miró con seriedad a la loba y la saludó con una inclinación de cabeza. Era obvio que su presencia no lo alarmaba.
—Vuestra cortesía nos abruma —dijo Polgara mientras desmontaba—, y vuestra hospitalidad es bastante inusual tan lejos de la civilización.
—El hombre lleva la civilización consigo, mi señora —respondió Burk.
—Traemos a un hombre herido —dijo Sadi—, un pobre viajero que encontramos en la montaña. Le hemos prestado toda la ayuda posible, pero nuestros asuntos son apremiantes y tememos que la velocidad de nuestra marcha empeore su estado.
—Podéis dejarlo aquí. Nosotros cuidaremos de él. —Burk miró con aire crítico al sacerdote drogado e inclinado sobre su montura—. Un grolim —señaló—. ¿Os dirigís a Kell?
—Tenemos que detenernos allí —dijo Belgarath con cautela.
—Entonces este grolim no podría ir con vosotros de todos modos.
—Eso hemos oído —dijo Seda mientras desmontaba—. ¿Es verdad que se vuelven ciegos cuando intentan ir a Kell?
—En cierto modo, sí. Nosotros tenemos a uno de ellos aquí, en nuestro campamento. Lo encontramos vagando por el bosque cuando traíamos a las ovejas a las tierras de pastoreo de verano.
—¿Crees que podría hablar con él? —dijo Belgarath con expresión de asombro—. He estado estudiando esos fenómenos y me gustaría obtener más información.
—Por supuesto —asintió Burk—. Está en la última tienda de la derecha.
—Garion, Pol, venid conmigo —dijo el anciano mientras comenzaba a andar por la calle flanqueada por troncos.
Curiosamente, la loba también fue con ellos.
—¿A qué se debe esta súbita curiosidad, padre? —preguntó Polgara cuando ya nadie podía oírlos.
—Quiero comprobar la efectividad de la maldición de los dalasianos sobre Kell. Si no es demasiado efectiva, podríamos encontrarnos con Zandramas allí.
Hallaron al grolim sentado en el suelo de su tienda. La severa angulosidad de sus rasgos se había ablandado y sus ojos ciegos habían perdido la ardiente expresión de fanatismo característica de los grolims. Por el contrario, su rostro sólo reflejaba asombro.
—¿Cómo estás, amigo? —le preguntó Belgarath con suavidad.
—Estoy feliz —respondió el grolim.
Aquella palabra sonaba extraña de boca de un sacerdote de Torak.
—¿Por qué intentaste acercarte a Kell? ¿Acaso no conocías la maldición?
—No es una maldición, sino una bendición.
—¿Una bendición?
—La hechicera Zandramas me ordenó que intentara llegar a la ciudad sagrada de los dalasianos —continuó el grolim—. Me dijo que si lo conseguía, me ascendería. —Esbozó una sonrisa benévola—. Creo que pretendía comprobar la efectividad del hechizo conmigo, para descubrir si ella podría realizar el viaje sin riesgos.
—Por lo visto no podrá hacerlo.
—Es difícil predecirlo, pero creo que obtendría un enorme beneficio si lo hiciera.
—Volverse ciego no me parece un beneficio.
—Pero yo no estoy ciego.
—Creí que el encantamiento consistía en eso.
—Oh, no. No puedo ver el mundo a mi alrededor, pero eso es porque veo otra cosa. Algo que llena de dicha mi corazón.
—¿Y qué es?
—Veo la cara de Dios, amigo mío, y seguiré viéndola hasta el final de mis días.
Siempre estaba allí. Incluso en el interior de los bosques tupidos y fríos, la sentían cernirse sobre ellos, inmóvil, blanca, serena. La montaña ocupaba toda su vista, sus pensamientos y hasta sus sueños. A medida que se acercaban a aquella enorme mole blanca, el humor de Seda iba empeorando.
—¿Cómo hace la gente de esta región para concentrarse en sus actividades, mientras esa montaña ocupa medio cielo?
—Tal vez ni la noten, Kheldar —repuso Velvet con dulzura.
—¿Cómo puedes dejar de ver algo tan grande? —replicó él—. Me pregunto si se da cuenta de que tiene un aspecto ostentoso e incluso vulgar.
—No seas irracional —dijo ella—. A la montaña le tiene sin cuidado lo que pensemos de ella. Estará allí mucho después de que nosotros hayamos desaparecido. —Hizo una pausa—. ¿Es eso lo que te preocupa, Kheldar?, ¿encontrarte con algo permanente en medio de una vida transitoria?
—Las estrellas son permanentes —señaló él—, y de hecho también el polvo, y sin embargo no interfieren con nosotros como esa mole. —Se volvió hacia Zakath— ¿Alguien ha llegado alguna vez a la cima? —preguntó.
—¿Por qué iban a querer hacer eso?
—Para vencerla, para reducirla —rió Seda—. Eso suena aún más irracional, ¿verdad?
Zakath, sin embargo, miraba con aire especulativo la imponente presencia que llenaba el sur del cielo.
—No lo sé, Kheldar —dijo—. Nunca he pensado en la posibilidad de luchar contra una montaña. Vencer a los hombres es una cosa, pero vencer a una montaña... es otra muy distinta.
—¿Crees que le importaría? —preguntó Eriond. El joven hablaba tan poco, que a veces parecía tan mudo como Toth, y últimamente se mostraba incluso más retraído—. Es probable que la montaña te recibiera con agrado. —Esbozó una sonrisa tierna—. Supongo que se sentirá sola y hasta es probable que esté deseosa de compartir lo que ve con cualquiera lo bastante valiente para subir allí arriba a mirarlo.
Zakath y Seda intercambiaron una mirada larga, casi ansiosa.
—Necesitaríamos cuerdas —observó Seda con tono indiferente.
—Y tal vez algunas herramientas —añadió Zakath—. Algo que se clavara en el hielo y nos sostuviera a medida que fuéramos subiendo.
—Durnik podría inventarlas para nosotros.
—¿Queréis parar? —dijo Polgara con voz cortante—. Tenemos otras cosas en que pensar.
—Sólo son especulaciones, Polgara —dijo Seda con tono trivial—. Esta misión nuestra no durará para siempre, y cuando acabe..., bueno, quién sabe...
La montaña los había alterado de una forma sutil. Las palabras parecían cada vez menos necesarias, y todos se sumían en largas reflexiones, que intentaban compartir con los demás por las noches, cuando se detenían a descansar y se reunían alrededor del fuego. Aquellos encuentros se convirtieron en una forma de higiene, de saludable desahogo, y a medida que se acercaban a aquella mole solitaria e inmensa, comenzaban a sentirse más unidos.
Una noche, una luz tan brillante como la del día despertó a Garion. El joven salió de entre las mantas y apartó la lona que hacía de puerta de la tienda. La luna llena cubría al mundo de una pálida luminiscencia. La montaña se recortaba, rígida y blanca, contra el oscuro cielo estrellado de la noche, brillando con una fría incandescencia que casi parecía estar viva.
Entonces, un movimiento le llamó la atención. Polgara salió de la tienda que compartía con Durnik, vestida con una túnica blanca que parecía un reflejo de la montaña bañada por la luz de la luna. Tras un momento de muda contemplación, se volvió y dijo en un suave murmullo:
—Durnik, ven y mira.
Durnik salió de la tienda. Tenía el torso desnudo y su amuleto de plata resplandecía bajo la luz de la luna. Rodeó con un brazo los hombros de Polgara y ambos se quedaron allí, bebiendo la belleza de la más perfecta de las noches.
Garion estaba a punto de llamarlos, pero algo lo detuvo. El momento que compartían era demasiado entrañable y no deseaba inmiscuirse en su intimidad. Después de un rato, tía Pol murmuró algo a su marido y ambos volvieron a la tienda cogidos de la mano.
Garion dejó caer la lona de la tienda en silencio y volvió a envolverse en las mantas.
Mientras avanzaban hacia el sudoeste, el bosque iba cambiando de forma gradual. En las montañas había árboles de hojas perennes intercalados de tanto en tanto con algunos álamos, pero a medida que se acercaban a la base de la enorme montaña, comenzaron a pasar bosquecillos de hayas y olmos, y por fin penetraron en un bosque de viejos robles.
Mientras cabalgaban debajo de la cúpula de ramas, en la sombra moteada por el sol, Garion recordó el bosque de las Dríadas, situado al sur de Tolnedra. Con sólo mirar la expresión de su menuda esposa, supo que a ella tampoco se le escapaba la similitud. La joven parecía sumida en una especie de feliz arrobamiento, como si estuviera atenta a voces que sólo ella podía oír.
Un espléndido día de verano, cerca del mediodía, se cruzaron con otro viajero, un hombre de barba blanca vestido con ropas de cuero de venado. Las herramientas que sobresalían de la voluminosa alforja de su mula de carga indicaban claramente que se trataba de un buscador de oro, uno de esos ermitaños vagabundos que deambulan por los desiertos del mundo entero. Cabalgaba sobre un peludo poni de montaña, tan bajo que el hombrecillo casi tocaba el suelo con los pies.
—Me pareció oír que alguien venía por detrás —dijo el buscador de oro a Garion y Zakath, ambos vestidos con cascos y cotas de malla—. Con lo de la maldición, no se ve a mucha gente por aquí.
—Creí que la maldición sólo afectaba a los grolims —dijo Garion.
—La gente piensa que no vale la pena correr riesgos. ¿Adonde os dirigís?
—A Kell —respondió Garion, consciente de que no tenía sentido ocultarlo.
—Espero que os hayan invitado. A los habitantes de Kell no les gusta que los extraños se inviten solos.
—Ya saben que vamos.
—Oh, entonces está bien. Kell es un sitio extraño y sus habitantes también lo son. Por supuesto, después de vivir un tiempo debajo de esta montaña cualquiera puede volverse extraño. Si no os importa, cabalgaré con vosotros hasta el desvío de Balasa, que está a unos tres kilómetros de aquí.
—Como gustes —respondió Zakath—, pero ¿no estás desaprovechando un buen momento para encontrar oro?
—El invierno pasado me quedé atrapado en las montañas —respondió el anciano—, y gasté todas las provisiones. Además, de tanto en tanto siento necesidad de hablar. La mula y el poni son buenos oyentes, pero no saben contestar, y los lobos se mueven tanto que es difícil entablar una conversación con ellos. —Miró a la loba y luego, sorprendentemente, le habló en su propia lengua—. ¿Qué tal estás, madre? —le preguntó.
Aunque su acento era desastroso y hablaba de forma entrecortada, era innegable que conocía el idioma de los lobos.
—¡Qué extraordinario! —dijo ella, sorprendida, y luego respondió al saludo ritual—. Estoy bien.
—Me alegra oírlo. ¿Cómo es que vas con los humanos?
—Me he unido a su jauría por un tiempo.
—Ah.
—¿Cómo has podido aprender el lenguaje de los lobos? —preguntó Garion con asombro.
—¿Te has dado cuenta? —Por alguna razón, el anciano parecía complacido. Se inclinó hacia atrás en su montura—. He pasado la mayor parte de mi vida en territorios donde hay lobos —explicó—, y por simple cortesía, es bueno aprender la lengua de tus vecinos. —Sonrió—. Para serte franco, al principio no entendía nada, pero si uno se esfuerza en escuchar, al final acaba por aprender. Hace cinco años pasé un invierno entero con una jauría. Eso ayudó bastante.
—¿Y te permitieron vivir con ellos? —preguntó Zakath.
—Les llevó un tiempo acostumbrarse a mí —admitió el anciano—, pero me mostré servicial con ellos y acabaron por aceptarme.
—¿Servicial?
—La cueva era un poco estrecha. Yo llevé herramientas —dijo, señalando a la mula de carga— y la agrandé un poco. Ellos parecieron apreciarlo. Luego, más adelante, comencé a ocuparme de los cachorros mientras ellos iban de caza. Eran unos cachorrillos encantadores. Juguetones como gatitos. Pasado un tiempo, intenté trabar amistad con un oso, pero esa vez no tuve suerte. Los osos son muy retraídos y sólo se tratan con otros ejemplares de su propia especie. Los ciervos, por otra parte, son demasiado inquietos para hacer amistades. Prefiero a los lobos toda la vida.
El poni del buscador de oro no se movía muy aprisa, de modo que los demás miembros del grupo pronto los alcanzaron.
—¿Has tenido suerte? —le preguntó Seda al viejo, moviendo su nariz con curiosidad.