Lo que preocupaba a Kheva, sin embargo, no eran los posibles desastres, sino el hecho de que su amigo Unrak hubiera sido invitado a participar en ellos y él no. Era una injusticia inadmisible. Su condición de rey parecía excluirlo de forma automática de cualquier acto remotamente peligroso. Todo el mundo hacía lo imposible para salvaguardar la seguridad de Kheva, pero Kheva no quería seguridad. La seguridad resulta aburrida, y a la edad de Kheva, uno está dispuesto a correr cualquier riesgo con tal de evitar el aburrimiento.
Aquella mañana de invierno, el joven rey caminaba por los pasillos de mármol del palacio de Boktor, todo vestido de rojo. De repente se detuvo ante un gran tapiz y fingió contemplarlo. Por fin, cuando se hubo asegurado de que nadie lo veía —después de todo estaban en Drasnia— se escondió detrás del tapiz y dentro del armario mencionado.
Su madre conversaba con Vella, la joven nadrak, y con Yarblek, el andrajoso socio del príncipe Kheldar. Vella tenía la virtud de poner nervioso a Kheva, pues despertaba en él ciertos sentimientos para los cuales aún no estaba preparado, de modo que siempre que era posible intentaba evitarla. Yarblek, por el contrario, podía ser muy divertido. Su lenguaje era vulgar, gráfico, salpicado de palabrotas cuyo significado se suponía que el joven rey debía ignorar.
—Ya aparecerán, Porenn —le decía Yarblek a su madre—. Barak se habrá aburrido, eso es todo.
—No me preocuparía tanto si se hubiera aburrido solo —respondió la reina Porenn—. Lo que me inquieta es que su aburrimiento parece ser muy contagioso. Los compañeros de Barak no son las personas más sensatas del mundo.
—Los conozco —gruñó Yarblek—, y es probable que tengas razón. —Caminó de un extremo al otro de la sala—. Me encargaré de que nuestros hombres los vigilen.
—Yarblek, yo tengo el mejor servicio de inteligencia del mundo.
—Es probable, Porenn, pero Seda y yo tenemos más hombres que tú, además de oficinas y almacenes en sitios de los que Javelin ni siquiera ha oído hablar. —Se volvió hacia Vella—. ¿Quieres volver a Gar og Nadrak conmigo? —le preguntó.
—¿En invierno? —objetó Porenn.
—Bastará con que nos abriguemos un poco más de lo habitual —respondió Yarblek encogiéndose de hombros.
—¿Qué vas a hacer allí? —preguntó Vella—. No tengo demasiado interés en sentarme a oírte hablar de negocios.
—Pienso que deberíamos ir a Yar Nadrak. Los hombres de Javelin no han conseguido averiguar los planes de Drosta. —Se interrumpió y miró a la reina Porenn con expresión inquisitiva—. A menos que hayan descubierto algo de lo que aún no he sido informado —añadió.
—¿Crees que yo sería capaz de ocultarte algo, Yarblek? —preguntó ella con fingida ingenuidad.
—Es muy probable. Por favor, Porenn, si sabes algo, dímelo, pues no quiero hacer este viaje en vano. Yar Nadrak es un sitio horrible en invierno.
—Aún no sé nada nuevo —respondió ella con seriedad.
—Lo imaginaba —gruñó Yarblek—. Los drasnianos son incapaces de pasar inadvertidos por mucho tiempo en Yar Nadrak. —Miró a Vella—. ¿Y bien? —le preguntó.
—¿Por qué no? —dijo ella encogiéndose de hombros—. No lo tomes a mal, Porenn, pero este proyecto tuyo de convertirme en una señorita me está volviendo un poco distraída. ¿Puedes creer que ayer salí de mi habitación con una sola daga? Creo que necesito un poco de aire puro y cerveza rancia para aclararme las ideas.
—Intenta no olvidar lo que te he enseñado, Vella —suspiró la madre de Kheva.
—Tengo muy buena memoria y sé distinguir la diferencia entre Boktor y Yar Nadrak. Para empezar, Boktor huele mejor.
—¿Cuánto tiempo estaréis fuera? —le preguntó Porenn al larguirucho nadrak.
—Supongo que un mes o dos. Creo que debemos ir a Yar Nadrak por una ruta indirecta. No quiero que Drosta se entere de mi llegada.
—De acuerdo —asintió la reina. De repente recordó algo—. Ah, Yarblek, otra cosa.
—¿Sí?
—Siento mucho afecto por Vella, así que no cometas el error de venderla en Gar og Nadrak. Me enfadaría mucho si lo hicieras.
—¿Quién iba a querer comprarla? —respondió Yarblek con una sonrisa y se apresuró a escabullirse mientras Vella buscaba instintivamente una de sus dagas.
La eterna Salmissra miró con expresión de disgusto a Adiss, nuevo jefe de los eunucos. Además de incompetente, Adiss era mugriento. Su túnica iridiscente tenía manchas de comida y tanto su cabeza como su cara estaban mal afeitadas. La reina llegó a la conclusión de que siempre había sido un oportunista y de que tras ascender al puesto de jefe de los eunucos, se había abandonado al más vergonzoso libertinaje. Consumía asombrosas cantidades de las drogas más perniciosas que había en Nyissa y a menudo se presentaba ante ella con la mirada ausente propia de un sonámbulo. Se bañaba muy de vez en cuando, y los efectos del clima de Sthiss Tor, sumados a las diversas drogas que tomaba, hacían que su cuerpo despidiera un olor rancio, apestoso. Mientras la reina serpiente cataba el aire con su titilante lengua, no sólo olía, sino también degustaba ese hedor.
El eunuco, postrado sobre el suelo de mármol, presentaba su informe con voz plañidera y nasal. El jefe de los eunucos pasaba sus días abocado a asuntos triviales. Puesto que las cuestiones relevantes excedían su capacidad, se concentraba en las insignificantes. Con la estúpida concentración de un hombre de inteligencia limitada, convertía los pequeños detalles en temas trascendentes e informaba sobre ellos como si tuvieran una importancia vital. Salmissra sospechaba que era incapaz de reconocer las cuestiones dignas de atención.
—Eso es todo, Adiss —le dijo en un murmullo siseante mientras se movía inquieta en su trono con forma de sofá.
—Pero, reina mía... —protestó él, envalentonado por la media docena de drogas que había tomado desde el desayuno—, este asunto es muy urgente.
—Tal vez para ti, pero a mí me deja indiferente. Contrata a un asesino para cortarle la cabeza al sátrapa y acaba con eso.
—Pe-pero eterna Salmissra —dijo él consternado—, el sátrapa es de vital importancia en la seguridad de la nación.
—El sátrapa es un insignificante oportunista que te soborna para que lo mantengas en el puesto. No sirve para nada. Liquídalo y tráeme su cabeza en prueba de tu absoluta devoción y obediencia.
—¿Su-su cabeza?
—Es ésa parte donde tiene los ojos, Adiss —siseó ella con sarcasmo—. No cometas el error de traerme un pie. Ahora retírate. —El eunuco retrocedió con pasos tambaleantes, haciendo una genuflexión cada dos o tres pasos—. ¡Ah, Adiss! —añadió la reina—. No vuelvas a entrar en la sala del trono sin haberte bañado antes. —Él la miró boquiabierto, con expresión de estúpida incomprensión—. Apestas, Adiss, y tu olor me produce náuseas. Ahora vete de aquí. —El se marchó rápidamente—. Oh, mi querido Sadi —dijo la reina para sí—, ¿dónde estás?, ¿por qué me has abandonado?
Urgit, venerable rey de Cthol Murgos, estaba sentado sobre su llamativo trono del palacio Drojim, vestido con calzas y capa azul. Javelin sospechaba que la nueva esposa de Urgit tenía mucho que ver con el cambio de vestuario y de conducta del rey. Urgit no parecía llevar demasiado bien las presiones del matrimonio y tenía una expresión de ligera perplejidad, como si su vida hubiera experimentado una transformación profundamente perturbadora.
—Éste es el informe de la situación, Majestad —concluyó Javelin—. Kal Zakath ha dejado tan pocos hombres en Cthol Murgos, que podrías arrojarlos al mar sin la menor dificultad.
—Es muy fácil decir eso, margrave Khendon —respondió Urgit con cierta petulancia—, pero dudo que los alorns me ayudéis a hacerlo.
—Majestad, ése es un punto muy delicado —respondió Javelin mientras intentaba pensar con extrema rapidez—. Aunque desde el comienzo hemos estado de acuerdo en que el emperador de Mallorea era nuestro enemigo común, es difícil borrar de la noche a la mañana siglos de enemistad entre alorns y murgos. ¿De verdad deseas ver una flota cherek en tu costa o a una multitud de jinetes algarios en las llanuras de Cthan y Hagga? Por supuesto, los reyes alorns y la reina Porenn darían las órdenes, pero los comandantes tienen tendencia a interpretar las instrucciones según sus propios intereses. Además, es muy probable que los generales murgos confundieran tus órdenes cuando vieran un mar de alorns acercándose a ellos.
—En eso tienes razón —admitió Urgit—, pero ¿qué hay de las legiones tolnedranas? Tolnedra y Cthol Murgos siempre han mantenido relaciones amistosas.
Javelin tosió con delicadeza y miró alrededor, como para comprobar que nadie los oía. Sabía que debía andarse con cuidado, pues Urgit demostraba ser mucho más astuto de lo que esperaba. De hecho, en ocasiones era tan escurridizo como una anguila y parecía intuir exactamente lo que tramaba la artera mente drasniana de Javelin.
—¿Puedo confiar en que esta noticia no saldrá de aquí, Majestad? —preguntó en un susurro.
—Tienes mi palabra, margrave —respondió Urgit con otro murmullo—, aunque aquel que se fíe de la palabra de un murgo, y para colmo miembro del linaje de los Urga, demuestra muy poca lucidez. Ya sabes que los murgos no somos de fiar y que todos los Urga estamos locos.
Javelin se mordisqueó una uña, asaltado por la fuerte sospecha de que intentaban manipularlo.
—Hemos recibido noticias inquietantes desde Tol Honeth.
—¿Ah sí?
—Ya sabes que los tolnedranos siempre están a la pesca de oportunidades beneficiosas.
—Oh, claro que sí —rió Urgit—. Uno de los recuerdos más entrañables de mi infancia se remonta a la época en que Taur Urgas, mi difunto y odiado padre, se lió a dentelladas con los muebles al oír la última propuesta de Ran Borune.
—Debo advertirte, Majestad —continuó Javelin—, que no es mi intención sugerir que el propio emperador Varana pudiera estar implicado en este asunto, pero ha llegado a mis oídos que varios distinguidos nobles tolnedranos han iniciado conversaciones con Mal Zeth.
—No hay duda de que se trata de una noticia inquietante, pero Varana controla a sus legiones, de modo que mientras él siga enfrentado a Zakath, no corremos ningún riesgo.
—Eso siempre y cuando Varana siga vivo.
—¿Estás sugiriendo la posibilidad de un golpe de Estado?
—No es tan inaudito, Majestad. Tu propio reino puede dar testimonio de ello. Las grandes familias del norte de Tolnedra siguen furiosas por la forma en que los Anadile y los Borune los forzaron a poner a Varana en el trono. Si algo le ocurre a Varana, no cabe la menor duda de que lo sucedería un Vordue, un Honeth o un Horbite. Una alianza entre Mal Zeth y Tol Honeth entrañaría un enorme peligro para murgos y alorns por igual. Pero aún hay más: si esta alianza se firmara a tus espaldas y las legiones tolnedranas apostadas en Cthol Murgos recibieran órdenes de cambiar de bando, te encontrarías atrapado entre un ejército de tolnedranos y otro de malloreanos. No me parece una forma placentera de pasar el verano. —Urgit se estremeció—. En estas circunstancias, Majestad —continuó Javelin—, te ruego que tengas en cuenta los siguientes puntos: primero —dijo y comenzó a contar con los dedos—, se ha reducido de forma notable el número de malloreanos en Cthol Murgos. Segundo, la presencia de tropas alorns dentro de tu territorio no es necesaria ni aconsejable. Tienes suficientes tropas para echar a los malloreanos y no deberíamos arriesgarnos a posibles enfrentamientos entre tu gente y la nuestra. Tercero, la delicada situación de Tolnedra haría en extremo peligroso el traslado de nuevas legiones a Cthol Murgos.
—Espera un momento —objetó Urgit—. Vienes a Rak Urga con brillantes discursos sobre alianzas e intereses comunes, pero cuando llega el momento de que intervengan tus tropas te echas atrás. Entonces ¿por qué has estado perdiendo el tiempo?
—La situación ha cambiado mucho desde que iniciamos las negociaciones, Majestad —respondió Javelin—. No esperábamos una retirada semejante de los malloreanos y, sobre todo, no podíamos prever la inestabilidad política de Tolnedra.
—¿Entonces qué obtendré yo de este acuerdo?
—¿Qué crees que hará Zakath cuando se entere de que atacas sus fuertes?
—Enviará a todo su apestoso ejército de nuevo a Cthol Murgos.
—¿Abriéndose paso entre la flota cherek? —sugirió Javelin—. Ya lo intentó una vez, ¿recuerdas? El rey Anheg y sus feroces guerreros hundieron casi todos sus barcos y ahogaron a regimientos enteros.
—Es verdad —musitó Urgit—. ¿Crees que Anheg estaría dispuesto a bloquear la costa este para evitar el regreso del ejército de Zakath?
—Creo que estaría encantado de poder hacerlo. Los chereks experimentan un placer infantil en hundir los barcos de otros pueblos.
—Sin embargo, necesitará mapas para llegar desde el extremo sur de Cthol Murgos —dijo Urgit, pensativo.
Javelin carraspeó.
—Eh..., ya los tenemos, Majestad —respondió Javelin con delicadeza.
—¡Maldita sea, Khendon! ¡Estás aquí como embajador, no como espía! —exclamó Urgit al tiempo que golpeaba con el puño el brazo del trono.
—Estoy de acuerdo, Majestad —replicó Javelin con suavidad—. Ahora bien —continuó—, además de bloquear la costa este con la flota cherek, estamos dispuestos a apostar jinetes algarios y piqueros drasnianos en las fronteras norte y oeste de Goska. De ese modo cerraríamos todas las vías de escape a los malloreanos atrapados en Cthol Murgos, bloquearíamos la entrada preferida de Zakath para sus invasiones, a través de Mishrak ac Thull, y mantendríamos apartados a los tolnedranos en caso de una alianza entre Tol Honeth y Mal Zeth. Así todo el mundo se limitaría a defender su propio territorio y los chereks mantendrían a los malloreanos alejados del continente, en beneficio de todos.
—También dejarías Cthol Murgos totalmente aislado —señaló Urgit, tocando el único tema que Javelin deseaba evitar—. Empleo todas las fuerzas de mi país en sacaros las castañas del fuego para que vosotros, alorns, tolnedranos, arendianos y sendarios tengáis la libertad de eliminar a los angaraks del continente occidental.
—Tienes a los nadraks y a los thulls como aliados, Majestad.
—Te hago una propuesta —dijo Urgit con sequedad—, te cambio a los arendianos y a los rivanos por los thulls y los nadraks.
—Creo que ha llegado el momento de que informe a mi país sobre todo este asunto, Majestad. Ya me he excedido en mi autoridad y necesito instrucciones de Boktor.
—Envía recuerdos a Porenn —dijo Urgit—, y dile que comparto sus deseos de éxito para nuestro pariente común.