—Creo que deberíamos poner en práctica tu idea —le dijo Garion a Zakath después de la cena—. ¿Por qué no vamos a ver a ese anciano llamado Dallan, mañana temprano? Le diremos que tienes que presentarte ante Cyradis. Creo que ya es hora de que intentemos forzar los acontecimientos.
—De acuerdo —asintió Zakath.
Dallan, sin embargo, se mostró tan reacio a colaborar como el resto de los ciudadanos de Kell.
—Ten paciencia, emperador de Mallorea —le aconsejó—. La sagrada vidente se presentará ante ti en el momento indicado.
—¿Y cuándo llegará ese momento? —preguntó Garion.
—Cyradis lo sabe. Eso es lo único importante, ¿verdad?
—Si no fuera tan viejo y débil, le sacaría la información por la fuerza —murmuró Garion mientras él y Zakath regresaban a la casa.
—Si esto se prolonga demasiado, creo que no tendré en cuenta su edad ni su estado físico —dijo Zakath—. No estoy acostumbrado a que evadan mis preguntas de este modo.
Cuando Garion y Zakath llegaron junto a la escalinata de mármol, vieron a Velvet y a Ce'Nedra que se aproximaban desde la dirección opuesta. Las dos jóvenes hablaban con rapidez y Ce'Nedra tenía una expresión triunfal en la cara.
—Creo que por fin hemos averiguado algo útil —dijo Velvet—. Entremos y os lo contaremos todo enseguida.
Se reunieron en la sala abovedada y la joven rubia se dirigió a ellos con seriedad:
—No es algo demasiado concreto —admitió—, pero creo que será todo lo que podremos conseguir de este gente. Esta mañana, Ce'Nedra y yo volvimos a la casa donde trabajan las jóvenes. Me alegró ver que estaban trabajando en un telar, pues es difícil mantenerse alerta mientras se teje. Bueno, la cuestión es que Onatel, la joven de los ojos grandes, no estaba allí. Entonces Ce'Nedra puso su mejor cara de tonta...
—Yo no hice nada por el estilo —dijo Ce'Nedra indignada.
—Oh, sí cariño, lo hiciste, y te salió de maravilla. Con los ojos muy abiertos y expresión inocente, preguntó dónde podíamos encontrar a nuestra «querida amiga». Entonces a una de las jóvenes se le escapó algo que sin duda tendría prohibido decir. Dijo que Onatel había sido enviada a servir a «la morada de las videntes». Ce'Nedra exageró la expresión de ingenuidad, si es que eso es posible, y preguntó dónde estaba aquel sitio. Nadie respondió, pero una de las chicas miró hacia la montaña.
—¿Crees que alguien puede evitar mirar a esa mole? —preguntó Seda con desdén—. Perdóname, Liselle, pero pienso que no podemos fiarnos de ese indicio.
—La joven estaba tejiendo, Kheldar. Yo lo he hecho en varias ocasiones y sé que es imprescindible mantener la vista fija en lo que haces. Ella desvió la vista en respuesta a la pregunta de Ce'Nedra y luego se apresuró a intentar corregir su error. Yo también he estudiado en la academia, Seda, y conozco a la gente casi tan bien como tú. Fue como si esa chica lo gritara a voz en cuello. Las videntes están en algún lugar de la montaña.
—Es probable que tenga razón, ¿sabéis? —admitió Seda—. Esa es una de las cuestiones que más recalcan en la academia. Cuando sabes lo que buscas, la cara de la mayoría de las personas es como un libro abierto. —Irguió los hombros—. Bien, Zakath —dijo—. Parece que tendremos que escalar esa montaña antes de lo que esperábamos.
—No lo creo —dijo Polgara con firmeza—. Podríais pasaros la vida curioseando en los glaciares sin encontrar a las videntes.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—En realidad, tengo varias ideas mejores. —Se puso de pie—. Ven conmigo, Garion —dijo—. Y tú también, tío.
—¿Qué estás tramando, Pol? —preguntó Belgarath.
—Vamos a subir a echar un vistazo.
—¿Y qué había sugerido yo? —protestó Seda.
—Hay una pequeña diferencia, Kheldar —dijo ella con dulzura—. Tú no sabes volar.
—Bueno —respondió él, ofendido—, si te pones de ese modo.
—Así es, Seda. Es una de las ventajas de ser mujer. Puedo cometer todo tipo de injusticias y tú tienes que aceptarlas porque eres demasiado cortés para oponerte.
—Un tanto a su favor —murmuró Garion.
—¿Por qué dices eso todo el tiempo? —preguntó Zakath, perplejo.
—Es un chiste alorn —dijo Garion.
—¿Por qué no intentas ahorrar tiempo, Pol, y confirmas la sospecha de Velvet consultando a esa mente colectiva antes de marcharte? —sugirió Belgarath.
—Buena idea, padre —asintió ella. Cerró los ojos y alzó la cara, pero después de unos instantes, sacudió la cabeza—. No me permiten volver a entrar —dijo con un suspiro.
—Eso ya es una confirmación —rió Beldin.
—No entiendo —dijo Sadi mientras se acariciaba la calva recién afeitada.
—Los dalasianos podrán ser muy sabios —dijo el jorobado—, pero les falta astucia. Si la información obtenida por estas dos jovencitas no fuera correcta, no habría ninguna razón para bloquear el acceso de Pol a la mente colectiva. Por consiguiente, al hacerlo no hacen más que confirmar nuestras sospechas. Salgamos de la ciudad —le dijo a Polgara—. De ese modo no nos delataremos.
—Yo no sé volar muy bien, tía Pol —señaló Garion con tono dubitativo—. ¿Estás segura de que me necesitas?
—Es mejor no correr riesgos, Garion. Si los dalasianos han tomado tantas precauciones para hacer inaccesible ese lugar, podríamos necesitar el Orbe para entrar. Si lo traes contigo, ahorraremos tiempo.
—Ah —dijo él—. Es probable que tengas razón.
—Manteneos en contacto —dijo Belgarath mientras los tres hechiceros se dirigían a la puerta.
—Por supuesto —gruñó Beldin.
Una vez fuera, el enano escrutó a su alrededor con ojos miopes.
—Por allí —dijo señalando un lugar—. Los setos que rodean la ciudad nos ayudarán a ocultarnos.
—De acuerdo, tío —asintió Polgara.
—Otra cosa, Pol —añadió él— y no lo tomes a mal, pues no tengo intención de ofenderte.
—Eso es toda una novedad.
—Esta mañana estás en buena forma —sonrió él—. Bien, quería advertirte que una montaña como ésta tiene su propio clima... y sobre todo, sus propios vientos.
—Lo sé, tío.
—Sé que sientes predilección por los búhos blancos, pero sus plumas son demasiado suaves. Si te encontraras con un viento fuerte, podrías volver desnuda. —Ella le dirigió una mirada larga y fulminante—. ¿Acaso quieres quedarte sin plumas?
—No, tío, por supuesto que no.
—Entonces ¿por qué no haces las cosas a mi manera? Hasta es probable que te guste ser halcón.
—También querrías que tuviera rayas azules, supongo.
—Bueno, eso ya depende de ti, pero el azul siempre te ha sentado muy bien, Pol.
—Eres imposible —rió ella—. De acuerdo, tío, tú ganas. Lo haremos a tu manera.
—Yo me transformaré primero —sugirió él—, así podrás tomarme de modelo. Pero asegúrate de formar bien la figura.
—Ya sé qué aspecto tiene un halcón, tío.
—Por supuesto, Pol. Sólo intentaba ser útil.
—Eres muy amable.
Garion se sintió muy extraño al transformarse en un animal distinto al lobo. Luego se examinó con atención y comparó hasta el más mínimo detalle de su cuerpo con el de Beldin, que estaba posado sobre una rama con actitud digna y ojos resplandecientes.
—Está bastante bien —dijo Beldin—, pero la próxima vez intenta hacer las plumas de la cola un poco más largas. Las necesitas para marcar el rumbo.
—Muy bien, caballeros —dijo Polgara desde una rama cercana—, vámonos ya.
—Yo iré delante porque tengo más práctica —dijo Beldin—. Si nos encontramos con una corriente de aire descendente, alejaos de la montaña. De lo contrario chocaréis contra las rocas.
El halcón desplegó las alas, las sacudió unas cuantas veces y se alejó volando.
Garion sólo había volado otra vez, durante el largo viaje de Jarviksholm a Riva, poco después del rapto de Geran. En aquella ocasión había tomado la forma de un halcón moteado, pero el pájaro de rayas azules era mucho más grande y volar en terreno montañoso era muy distinto a hacerlo sobre la vasta extensión del Mar de los Vientos. Las corrientes de aire se arremolinaban alrededor de las rocas, con lo cual resultaban peligrosas e impredecibles.
Los tres halcones ascendieron en espiral ayudados por una corriente de aire ascendente. Entonces Garion comenzó a comprender el inmenso placer que sentía Beldin al volar.
También descubrió que su vista tenía una agudeza sorprendente. Veía cada pequeño detalle de la montaña como si lo tuviera frente a sus ojos. Podía avistar con absoluta claridad insectos diminutos y cada uno de los pétalos de las flores silvestres. Además, sus garras se crispaban de forma involuntaria cuando veía a los pequeños roedores correr entre las rocas.
«Concéntrate en lo que hemos venido a hacer, Garion», dijo la voz de Polgara en su mente.
«Pero...»
El deseo de descender en picado con las garras abiertas era casi irresistible.
«Sin peros, Garion. Ya has desayunado. Así que deja en paz a esa pobre criatura.»
«Le quitas toda la diversión, Pol», protestó la voz de Beldin.
«No hemos venido a divertirnos, tío. Sigue guiándonos.»
El embate fue tan repentino, que pilló a Garion completamente desprevenido. Una violenta corriente descendente lo empujó contra una roca y sólo en el último instante logró salvarse de un desastre seguro. De repente, una feroz granizada se sumó a la corriente que lo empujaba de un sitio a otro, tirando violentamente de sus alas, y enormes trozos de hielo lo golpearon como si fueran martillos húmedos.
«¡Esto no es natural, Garion!», oyó que decía la voz de Polgara con brusquedad.
El joven miró hacia todas partes, pero no pudo verla.
«¿Dónde estás?», preguntó telepáticamente.
«¡Eso no tiene importancia! ¡Usa el Orbe! Los dalasianos intentan detenernos.»
Garion no estaba seguro de que el Orbe pudiera oírlo desde aquel extraño lugar al que se retiraba cuando él se transformaba, pero no tenía más remedio que intentarlo. La furiosa lluvia y las tremendas corrientes de aire le impedirían descender a tierra y recuperar su forma natural.
«¡Detén la lluvia y el viento!», le ordenó a la piedra.
La oleada de vibraciones que sentía cuando el Orbe liberaba su poder lo hizo balancearse en el aire y tuvo que aletear de forma desesperada para mantener el equilibrio. De repente, el aire que lo rodeaba cobró un intenso color azul.
La turbulencia y la lluvia desaparecían a medida que la brisa cálida regresaba y se elevaba plácidamente en el aire estival.
La corriente lo había obligado a descender al menos trescientos metros, y avistó a Beldin y a Polgara a un kilómetro de distancia en direcciones opuestas. Luego, mientras comenzaba a ascender en espiral, notó que también ellos subían y se aproximaban a él.
«Mantente alerta», dijo la voz de tía Pol. «Usa el Orbe para defendernos de cualquier otro ataque.»
Tardaron apenas unos minutos en recuperar la altura perdida y continuaron ascendiendo sobre bosques y laderas rocosas hasta llegar a la región boscosa de las montañas, debajo de las nieves perpetuas. Era una zona de ondulados prados, donde la brisa de la montaña mecía la hierba y las flores silvestres.
«¡Por allí!», sonó la voz crepitante de Beldin. «¡Es un camino!»
«¿Estás seguro de que no se trata de un sendero de ciervos, tío?», le preguntó Polgara telepáticamente.
«Es demasiado recto, Pol. Un ciervo no podría caminar en línea recta aunque su vida dependiera de ello. Ese sendero ha sido hecho por el hombre. Veamos adonde nos conduce.»
Beldin se inclinó sobre un ala y descendió en picado hacia el trillado camino que ascendía por un prado hacia un agujero de la roca. Al llegar a lo alto del prado, desplegó las alas.
«Bajemos», les dijo. «Será mejor que sigamos el resto del camino a pie.»
Tía Pol y Garion lo siguieron, y, una vez en el suelo, recuperaron su forma natural.
—Por un momento nuestra suerte pendió de un hilo —dijo Beldin—. He estado a punto de partirme el pico contra una roca. —Luego miró a Polgara con aire crítico- ¿No crees que deberías modificar tu teoría de que los dalasianos no hacen daño a nadie?
—Ya lo veremos.
—Ojalá tuviera mi espada —dijo Garion—. Si nos encontramos con dificultades, estaremos casi indefensos.
—No sé si tu espada sería de mucha utilidad para solucionar el tipo de problemas que podemos llegar a encontrar aquí—dijo Beldin—, pero no pierdas el contacto con el Orbe. Ahora veamos adonde nos conduce este camino —añadió mientras comenzaba a ascender hacia el peñasco por el empinado sendero.
La grieta era una estrecha abertura entre dos grandes rocas. Toth estaba en el centro del camino, bloqueándoles el paso.
Polgara lo miró a los ojos con frialdad.
—No te quepa la menor duda de que vamos a entrar a la morada de las videntes, Toth —dijo—. Está predestinado.
Durante unos instantes, los ojos de Toth cobraron una expresión ausente. Luego asintió con un gesto y se hizo a un lado para dejarlos pasar.
La caverna era enorme y albergaba una ciudad entera, muy similar a Kell, aunque sin prados ni jardines. Era un sitio oscuro, pues las videntes no necesitaban luz y, según suponía Garion, los ojos de los guías mudos estaban acostumbrados a la penumbra.
Las calles sombrías estaban casi desiertas y los pocos transeúntes que se cruzaron con ellos no les prestaron la menor atención. Beldin no dejaba de refunfuñar mientras caminaba.
—¿Qué ocurre, tío? —le preguntó Polgara.
—¿Has notado cuánta gente es esclava de las convenciones? —replicó él.
—No veo adonde quieres llegar.
—A pesar de que la ciudad está dentro de una cueva, las casas tienen techos. ¿No te parece absurdo? No creo que llueva aquí dentro.
—Pero seguramente hará frío, sobre todo en invierno, y debe de ser difícil mantener el calor en una casa sin techo, ¿no crees?
—No había pensado en eso —admitió él con una mueca de disgusto.
La casa adonde los condujo Toth estaba en el centro de la ciudad subterránea. Aunque no se diferenciaba de las que la rodeaban, su posición indicaba su importancia. Toth entró sin llamar y los guió hasta una sencilla sala donde los aguardaba Cyradis, con su pálida cara juvenil iluminada por una sola vela.
—Habéis llegado antes de lo que esperábamos —dijo ella.
Por alguna razón, su voz no parecía la misma de los encuentros anteriores. Garion tenía la extraña sensación de que la vidente hablaba con más de una voz, aunque el resultado era sorprendentemente armonioso.