—No.
—Hettar quiere hablar contigo.
—Tengo que quedarme al timón de esta mole.
—El maestre puede hacerlo, padre. Sólo tiene que mantener la popa en dirección al viento. Hettar ha estudiado ese mapa y cree que estamos en peligro.
—¿Por esta pequeña tormenta? No seas tonto.
—¿Crees que el fondo de La Gaviota es lo bastante fuerte para resistir el golpe de las rocas?
—Navegamos sobre aguas profundas.
—No por mucho tiempo. Baja, padre, Hettar te lo explicará.
Barak le pasó el timón al maestre a regañadientes y siguió a su hijo hacia la escalera que conducía a la bodega. Nathel, el rey de los thulls, los imitó con expresión indiferente. Aunque Nathel era algo mayor que Unrak, se había acostumbrado a seguir al hijo de Barak como un cachorrillo perdido. Era evidente que Unrak no apreciaba demasiado su compañía.
—¿Qué ocurre, Hettar? —preguntó Barak cuando entró en la bodega atiborrada de objetos.
—Acércate y mira esto —respondió el algario. Barak se aproximó a la mesa clavada en el suelo y miró el mapa—. Salimos de Dal Zerba ayer por la mañana, ¿no es cierto?
—Sí y habríamos salido antes si alguien hubiera prestado atención a lo que había bajo las aguas de ese río. Cuando averigüe quién estaba de guardia en la popa ese día, lo haré pasar por debajo de la quilla.
—¿Qué es eso? —le preguntó Nathel a Unrak.
—Algo muy desagradable —respondió el joven pelirrojo.
—Entonces será mejor que no me lo digas. No me gustan las cosas desagradables.
—Como quieras, Majestad —respondió Unrak, que aún respetaba unas pocas reglas de educación.
—¿No podrías llamarme Nathel? —preguntó el thull con voz quejumbrosa—. En realidad no soy un verdadero rey. Mi madre toma todas las decisiones por mí.
—Como quieras, Nathel —respondió Unrak con un atisbo de compasión.
—¿Qué distancia crees que hemos recorrido desde ayer? —le preguntó Hettar a Barak.
—Unas veinte leguas. Tuvimos que sondar las aguas, porque estamos en territorio extraño.
—Eso significa que nos encontramos aquí —dijo Hettar señalando un peligroso punto del mapa.
—No podemos estar tan cerca de ese arrecife, Hettar. En cuanto salimos de ese estuario, en la desembocadura del río, nos dirigimos al sudeste.
—No, Barak. Por lo visto, hay una corriente muy fuerte procedente de la costa de Mallorea. Lo he comprobado varias veces. Aunque la popa apunta hacia el sudeste, la corriente arrastra a La Gaviota de costado, directamente hacia el sur.
—¿Desde cuándo eres un experto en navegación?
—No necesito serlo, Barak. Coge un palo y arrójalo hacia estribor. Tu barco lo alcanzará en apenas unos minutos. Al margen de la dirección que tenga tu popa, es evidente que nos dirigimos hacia el sur. Sospecho que en menos de una hora podremos oír el ruido de las olas al romperse contra el arrecife.
—Yo afirmo que nuestro amigo dice la verdad, mi estimado señor de Trellheim —le aseguró Mandorallen—. Yo mismo he sido testigo de su experimento con el palo y no cabe duda de que nos dirigimos al sur.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lelldorin con aprensión.
Barak estudió el mapa con expresión sombría.
—No tenemos elección. Es imposible volver a mar abierto con esta tormenta, de modo que tendremos que arrojar el ancla y rezar para que el fondo la aguante. Luego tendremos que esperar que amaine la tormenta. ¿Cómo se llama ese arrecife, Hettar?
—Turim —respondió el algario.
Como prácticamente cualquier bodega del mundo, la del capitán Kresca tenía techo bajo con vigas barnizadas en un tono oscuro. Los muebles estaban atornillados al suelo y las lámparas de aceite colgaban de las vigas. Las olas procedentes del Mar del Este mecían con fuerza el barco anclado. A Garion le gustaba el mar, pues allí parecía encontrar paz, una especie de tregua a sus preocupaciones. Cuando estaba en tierra, tenía la impresión de que siempre iba de un sitio a otro, abriéndose paso entre una multitud que lo distraía con su alboroto. En el mar, por el contrario, tenía tiempo para quedarse solo con sus pensamientos, y el uniforme y paciente flujo de las olas, sumado al lento movimiento del cielo, hacía que esos pensamientos se volvieran largos y profundos.
La cena había sido sencilla, una nutritiva sopa de alubias con gruesas rodajas de pan integral. Después de comer, habían permanecido sentados en torno a la mesa, conversando ociosamente mientras aguardaban la llegada del capitán, quien les había prometido unirse a ellos en cuanto acabara su turno al timón.
El cachorrillo estaba sentado debajo de la mesa, cerca de Ce'Nedra, con una estudiada expresión suplicante en los ojos. Los lobos no son tontos, y éste aprovechaba la compasión de Ce'Nedra, que cuando creía que nadie la veía, le pasaba restos de comida.
—El mar está turbulento —dijo Zakath mientras inclinaba la cabeza hacia un lado para escuchar el retumbar de las olas contra las rocas del arrecife—. Eso nos traerá problemas cuando intentemos atracar, ¿verdad?
—Lo dudo —respondió Belgarath—. Es muy probable que esta tormenta haya comenzado a prepararse el día de la creación del mundo. De ningún modo será un obstáculo para nosotros.
—¿No eres un poco fatalista, Belgarath? —sugirió Beldin—. ¿Y tal vez demasiado confiado?
—No lo creo. Las dos profecías quieren que este encuentro se realice. Han estado preparándose para él desde el comienzo de los tiempos y no permitirán que nada impida la llegada de los que deben presentarse aquí.
—Entonces ¿por qué desataron una tormenta semejante?
—Esta tormenta no tiene el objetivo de detenernos a nosotros... ni a Zandramas.
—¿Cuál es su propósito?
—Quizá mantener alejados a otros. Mañana sólo debe estar presente determinada gente en el arrecife y las profecías se encargarán de que nadie más se acerque allí hasta que nuestra misión haya concluido.
Garion miró a Cyradis, cuyo rostro reflejaba paz, absoluta serenidad. La venda que llevaba en los ojos escondía parte de sus rasgos. Sin embargo, en aquella luz, Garion pudo apreciar su enorme belleza.
—Eso me recuerda algo interesante, abuelo —dijo—. Cyradis, ¿no nos habías dicho que la Niña de las Tinieblas siempre había sido un ser solitario? ¿Eso significa que mañana tendrá que enfrentarse con nosotros sola?
—Habéis malinterpretado mis palabras, Belgarion. Vuestro nombre y el de cada uno de vuestros compañeros ha estado escrito en las estrellas desde el comienzo de los tiempos. Sin embargo, aquellos que acompañarán a la Niña de las Tinieblas no tienen importancia y sus nombres no aparecen en el Libro de los Cielos. Zandramas es el único emisario relevante de la profecía de las tinieblas. Las demás personas que traiga consigo se habrán elegido al azar y su número será el necesario para rivalizar con tu grupo.
—Entonces será una pelea justa —murmuró Velvet—. Creo que podremos arreglárnoslas.
—Yo no lo veo tan claro —dijo Beldin—. Cuando estábamos en Rheon, mencionaste a todas las personas que debían venir aquí con Garion. Si no recuerdo mal, yo no estaba entre ellas. ¿Crees que olvidaron mandarme una invitación?
—No, honorable Beldin. Vuestra presencia aquí es necesaria, pues Zandramas ha incluido entre sus fuerzas a una persona más de las señaladas por las profecías. Vos estáis aquí para equilibrar los números.
—Zandramas es incapaz de participar en un juego sin hacer trampas, ¿verdad? —preguntó Seda.
—¿Tú sí? —dijo Velvet.
—Es distinto. Yo sólo juego por insignificancias, simples trozos de despreciable metal. En este juego las apuestas son mucho más importantes.
La puerta de la bodega se abrió y el capitán Kresca entró con varios rollos de pergamino bajo el brazo. Se había quitado el sombrero y cambiado la chaqueta por un abrigo de marino manchado de alquitrán. Garion notó que su pelo era tan plateado como el de Belgarath y que producía un sorprendente contraste con su cara bronceada y curtida.
—La tormenta está amainando —anunció—, al menos alrededor del arrecife. Nunca había visto una tormenta semejante.
—Me sorprendería que la hubieras visto —dijo Beldin—. Si no me equivoco, ésta es la primera y la última tormenta de este tipo.
—Creo que te equivocas, amigo —dijo el capitán Kresca—. En el clima del mundo nunca hay nada nuevo. Todo ha sucedido antes.
—Déjalo así —le aconsejó Belgarath a Beldin en voz baja—. Es un melcene y no está preparado para este tipo de revelaciones.
—De acuerdo —dijo el capitán mientras apartaba los platos de sopa y acomodaba los mapas sobre la mesa—. Nosotros estamos aquí. —Señaló un punto—. Ahora bien, ¿en qué parte del arrecife os proponíais desembarcar?
—Junto al pico más alto —respondió Belgarath.
—Debería haberlo imaginado —respondió Kresca con un suspiro—. Ésa es la única parte del arrecife que mis mapas no describen con precisión. Cuando sondeaba esa zona, se desató una súbita ventolera y tuve que retroceder. —Reflexionó un momento—. No tiene importancia —dijo—. Atracaremos a media milla de la costa y luego seguiremos en una chalupa. Sin embargo, hay algo que deberíais saber sobre esa parte del arrecife.
—¿A qué te refieres? —preguntó Belgarath.
—Creo que allí hay gente.
—Lo dudo.
—No conozco a ningún animal que haga fuego, ¿y tú? Al norte de ese promontorio hay una cueva y hace años que los marineros avistan hogueras allí. Supongo que está habitada por una banda de piratas. No sería tan difícil para ellos salir en pequeños botes en las noches oscuras y asaltar a los mercaderes que encallan en el arrecife.
—¿Es posible ver algún fuego desde donde estamos ahora? —preguntó Garion.
—Supongo que sí. Si quieres, podemos subir a echar un vistazo.
Las damas, Sadi y Toth permanecieron en la bodega, mientras Garion y los demás seguían al capitán Kresca a la cubierta. El viento, que había estado rugiendo entre el cordaje desde que habían anclado, por fin se había calmado y las olas ya no se deshacían en montañas de espuma al chocar contra el arrecife.
—Allí —dijo Kresca señalando un lugar—. Desde aquí no se ve demasiado bien, pero frente a la abertura de la cueva se distingue con absoluta claridad.
Garion avistó un suave resplandor rojizo arriba de un abultado pico que emergía sobre la superficie del agua. Las demás rocas que formaban el arrecife parecían delgadas torres, pero el pico central tenía una forma distinta. Por alguna razón, Garion recordó la montaña de pico truncado, sede de la lejana ciudad de Prolgu, en la tierra de los ulgos.
—Nadie me ha explicado nunca cómo se derrumbó la cumbre de esa montaña —dijo Kresca.
—Sin duda será una historia muy larga —repuso Seda con un escalofrío—. Aquí hace frío —observó—. ¿Por qué no volvemos abajo?
Garion se aproximó a Belgarath.
—¿Qué es lo que produce esa luz, abuelo? —preguntó en voz baja.
—No estoy seguro —respondió el anciano—, pero creo que podría ser el Sardion. Sabemos que está en esa cueva.
—¿Lo sabemos?
—Por supuesto. En el momento del encuentro, el Orbe y el Sardion tendrán que enfrentarse igual que Zandramas y tú. Ese erudito melcene de quien nos habló Senji, el que robó el Sardion, navegó alrededor del extremo sur de Gandahar y desapareció entre las aguas. Todo parece demasiado exacto para que se trate de una simple coincidencia. El Sardion controlaba al erudito y éste lo llevó al sitio adonde quería ir. Es muy probable que nos haya estado esperando allí durante quinientos años.
Garion miró por encima de su hombro. Aunque la empuñadura de su espada estaba cubierta por la funda de piel, creyó percibir el suave resplandor del Orbe.
—¿El Orbe no suele reaccionar en presencia del Sardion? —preguntó.
—Quizás aún no estemos lo bastante cerca. Además, seguimos en el mar y el agua confunde al Orbe. Por otra parte, podría estar intentando ocultarse del Sardion.
—¿Crees que es capaz de elaborar una idea tan compleja? He notado que suele ser bastante infantil.
—No lo subestimes, Garion.
—Entonces todo encaja, ¿verdad?
—Como debe ser, Garion. De lo contrario, el encuentro previsto para mañana no podría ocurrir.
—¿Y bien, padre? —preguntó Polgara cuando regresaron a la bodega.
—Es verdad que hay fuego en esa caverna —dijo. Sin embargo, sus dedos expresaban algo distinto—: Hablaremos de ello cuando se marche el capitán. —Se volvió hacia Kresca—. ¿Cuándo bajará la marea? —le preguntó.
—Ahora está subiendo —dijo el capitán con expresión de concentración—. Volverá a bajar al amanecer, y si no me equivoco, será una marea de cuadratura. Ahora os dejo para que descanséis. Creo que mañana tendréis un día duro.
—Gracias, capitán —dijo Garion y le estrechó la mano.
—De nada, Garion —sonrió Kresca—. El rey de Perivor me ha pagado muy bien por este viaje, de modo que no me cuesta nada ser servicial.
—Bien —respondió Garion con otra sonrisa—, me gusta que mis amigos prosperen en la vida.
El capitán rió, hizo un cordial ademán de despedida y se marchó.
—¿De qué hablaba? —preguntó Sadi—. ¿Qué es una marea de cuadratura?
—Algo que sucede sólo pocas veces al año —explicó Beldin—. Es una marea muy baja y ocurre sólo cuando el sol y la luna se encuentran en una posición determinada.
—Todo parece querer contribuir a que mañana sea un día especial, ¿no es cierto? —observó Seda.
—De acuerdo, padre —dijo Polgara con brusquedad—. ¿Qué hay del fuego de la caverna?
—No puedo estar seguro, Pol, pero sospecho que no se trata de un grupo de piratas. Después de todas las molestias que se han tomado las profecías para ahuyentar a la gente de esa cueva, sería absurdo que los hubieran dejado entrar.
—Entonces ¿qué crees que es?
—Quizás el Sardion.
—¿Produciría un resplandor rojo?
—El Orbe despide un brillo azul —respondió el anciano encogiéndose de hombros—. Supongo que es lógico que el del Sardion sea distinto.
—¿Por qué no verde? —preguntó Seda.
—El verde es un color secundario —respondió Beldin—. Es una mezcla de azul y amarillo.
—¿Sabes, Beldin? Eres una fuente inagotable de conocimientos inútiles.
—Los conocimientos nunca son inútiles, Kheldar —respondió Beldin, ofendido.
—Muy bien, ¿cuáles son nuestros planes? —preguntó Zakath.
—Cyradis —dijo Belgarath—, sólo es una suposición, pero creo que no me equivoco al pensar que nadie llegará a esa cueva en primer lugar. Me refiero a que las profecías no permitirán que ni Zandramas ni nosotros lleguemos antes.