—¿Crees que podrás dejar de meterte en líos? —le preguntó Barak—. Merel se pone nerviosa cuando se despierta por la mañana y se da cuenta de que ha compartido la cama con un oso.
—Haré todo lo posible —prometió Garion.
—¿Recuerdas lo que te dije una vez cerca de Winold, aquella mañana helada? —preguntó Seda. Garion arrugó la frente, intentando recordar—. Te dije que nos había tocado vivir en tiempos importantes, y que era una suerte estar vivos para participar en acontecimientos tan trascendentales.
—Oh, sí, ahora lo recuerdo.
—Lo he pensado mejor y creo que he cambiado de opinión.
Seda sonrió y Garion supo que el hombrecillo no hablaba en serio.
—Te veremos en el Consejo alorn a fines del verano, Garion —gritó Anheg desde La Gaviota, cuando se preparaban para zarpar—. Este año es en tu casa. Tal vez, si nos esforzamos, podamos enseñarte a cantar decentemente.
Abandonaron la ciudad de Sendar al amanecer del día siguiente y tomaron el camino de Muros. Aunque en realidad no era necesario, Garion había insistido en acompañar a sus amigos a casa. La renuncia gradual a su compañía resultaba deprimente y Garion aún no estaba preparado para separarse de todos.
Cabalgaron a través de Sendaria bajo el sol de finales de primavera, cruzaron las montañas de Algaria y llegaron a la Fortaleza una semana más tarde. El rey Cho-Hag parecía encantado con los resultados del enfrentamiento de Korim y asombrado por la improvisada reunión de Dal Perivor. Puesto que Cho-Hag era bastante más razonable que el brillante, aunque en ocasiones escéptico, Anheg, Belgarath y Garion le ofrecieron una descripción minuciosa de la glorificación de Eriond.
—Siempre fue un muchacho extraño —murmuró Cho-Hag con su característica voz grave—, aunque todos estos acontecimientos también lo han sido. Hemos tenido el privilegio de vivir en tiempos importantes, amigos míos.
—Así es —asintió Belgarath—. Esperemos que ahora todo se tranquilice, al menos por un tiempo.
—Padre —dijo entonces Hettar—, Urgit, el rey de los murgos, me pidió que te presentara sus respetos.
—¿Conociste al rey de los murgos? ¿Y no luchaste con él? —preguntó Cho-Hag, atónito.
—Urgit no se parece a ningún otro murgo que hayas conocido, padre —respondió Hettar—. Quiere agradecerte que hayas matado a Taur Urgas.
—Es una reacción poco habitual en un hijo.
Garion le explicó los extraños orígenes de Urgit y el rey de Algaria, habitualmente reservado, se echó a reír a carcajadas.
—Yo conocí al padre del príncipe Kheldar —dijo—, y eso es muy propio de él.
Las damas se habían congregado en torno a Geran y la creciente descendencia de Adara. La prima de Garion estaba en la última etapa de su embarazo y pasaba casi todo el tiempo sentada, con una sonrisa de arrobamiento en la cara, pendiente de los inexorables cambios que la naturaleza imponía a su cuerpo. La noticia de los embarazos de Ce'Nedra y Polgara había llenado de alegría a Adara y a la reina Silar. Poledra estaba sentada entre ellas, con una sonrisa misteriosa, y Garion sospechó que sabía algo más de lo que decía.
Unos diez días después, Durnik comenzó a inquietarse.
—Hemos estado mucho tiempo lejos de casa, Pol —dijo una mañana—. Todavía hay tiempo para sembrar y también necesitaremos poner un poco de orden en la casa... Habrá que reparar las vallas, examinar el techo y cosas por el estilo.
—Lo que tú digas —asintió ella con placidez.
El embarazo había producido notables cambios en Polgara, que ya no parecía alterarse por nada.
El día de la partida, Garion bajó al patio para ensillar a Chretienne. Aunque cualquier jinete algario lo habría librado gustosamente de esa tarea, el joven fingió querer hacerlo él mismo. Los demás estaban enfrascados en una larga despedida y Garion sabía que bastaría un solo adiós más para provocarle el llanto.
—Es un buen caballo, Garion.
Era su prima Adara. Su rostro reflejaba la serenidad característica de las mujeres embarazadas y al mirarla Garion comprobó una vez más que Hettar era un hombre afortunado. Siempre había habido un vínculo especial y una singular clase de amor entre Garion y su prima.
—Me lo regaló Zakath —respondió él.
Si se limitaban a hablar de caballos, estaba seguro de que podría controlar sus emociones.
Sin embargo, Adara no estaba allí para hablar de caballos. Le puso una mano en la nuca con suavidad y lo besó.
—Adiós, querido primo —dijo con ternura.
—Adiós, Adara —respondió él con voz ahogada—. Adiós.
El rey Belgarion de Riva, Señor Supremo del Oeste, señor del Mar del Este, justiciero de los dioses y famoso héroe universal, mantenía una extensa discusión con su co-regente, la reina Ce'Nedra de Riva, princesa del imperio de Tolnedra y joya de la corona de la casa de los Borune. La disputa se debía a la divergencia de opiniones sobre quién tendría el privilegio de llevar al pequeño Geran, príncipe de la corona, heredero del trono de Riva, guardián del Orbe y, hasta poco tiempo antes, Niño de las Tinieblas. La conversación se prolongó durante bastante tiempo mientras la pareja real cabalgaba con su familia desde la Fortaleza de los algarios hacia el valle de Aldur.
Por fin, la reina Ce'Nedra cedió de mala gana. Tal como el hechicero Belgarath había previsto, sus brazos se cansaron de llevar al pequeño, y se lo entregó a su marido con cierto alivio.
—Ten cuidado de que no se caiga —advirtió ella.
—Sí, cariño —respondió Garion mientras sentaba al pequeño sobre el cuello de Chretienne, justo delante de la montura.
—Y no permitas que se queme con el sol.
Tras su rescate de manos de Zandramas, Geran se había comportado siempre bien. Hablaba con la media lengua propia de un niño de su edad y su carita cobraba una expresión muy seria cuando intentaba explicarle algo a su padre. Mientras cabalgaban hacia el sur, el pequeño señalaba los ciervos y conejos que encontraban a su paso o dormitaba apoyando su pequeña cabeza rubia y ensortijada sobre el pecho de su padre. Sin embargo, una mañana en que parecía inquieto, Garion, sin detenerse a pensarlo, separó el Orbe de la empuñadura de la espada y se lo entregó para que jugara con él. Geran parecía encantado con la resplandeciente piedra entre las manos y su vista buceaba en sus profundidades con arrobada fascinación. El Orbe, por lo visto, estaba incluso más complacido que el pequeño.
—Esto es preocupante, Garion —lo riñó Beldin—. Has convertido el objeto más poderoso del universo en el juguete de un niño.
—Después de todo es suyo... o lo será algún día. ¿No crees que deberían empezar a conocerse?
—¿Y si lo pierde?
—¿De verdad crees que alguien puede perder el Orbe, Beldin?
Sin embargo, el juego llegó a un brusco final cuando Poledra acercó su caballo al del Señor Supremo del Oeste.
—Es demasiado joven para hacer eso, Garion —dijo ella con tono de reprobación. Luego extendió la mano e hizo aparecer una ramita curiosamente enroscada y llena de nudos—. Guarda el Orbe, Garion, y dale esto para jugar.
—Es una rama con un solo extremo, ¿verdad? —preguntó él con desconfianza, recordando el juguete que Belgarath le había enseñado una vez en su torre, el mismo que había mantenido ocupada a tía Pol durante toda su infancia.
—Esto distraerá su atención —dijo ella.
Geran cambió de buena gana el nuevo juguete por el Orbe. Sin embargo, la piedra protestó durante varias horas con un persistente murmullo en los oídos de Garion.
Llegaron a la cabaña un día más tarde. Poledra la contempló desde lo alto de una colina con aire crítico.
—Veo que has hecho algunos cambios —le dijo a su hija.
—¿Te importa, madre? —preguntó tía Pol.
—Por supuesto que no, Polgara. Una casa debe reflejar el carácter de sus habitantes.
—Estoy seguro de que hay millones de cosas por hacer —dijo Durnik—. Esas vallas necesitan una reparación urgente, de lo contrario, pronto tendremos centenares de vacas algarias en nuestras puertas.
—Y estoy segura de que la casa necesitará una buena limpieza —añadió su esposa.
Cabalgaron colina abajo, desmontaron y entraron en la cabaña.
—Es terrible —exclamó Polgara, mirando con pesar la insignificante capa de polvo que cubría todos los muebles—. Necesitaremos escobas, Durnik —dijo.
—Por supuesto, cariño —asintió él.
Mientras tanto, Belgarath rebuscaba en la despensa.
—Ahora no, padre —le dijo Polgara con firmeza—. Quiero que tú, tío Beldin y Garion vayáis a quitar las malezas de mi huerto.
—¿Qué? —preguntó él, incrédulo.
—Mañana quiero sembrar algunas hortalizas —dijo ella—. Remueve la tierra por mí, padre.
Garion, Beldin y Belgarath se dirigieron con expresión de desconsuelo al cobertizo donde Durnik guardaba las herramientas.
Garion miró horrorizado el huerto de tía Pol, que parecía lo bastante grande para abastecer de hortalizas a un ejército entero.
Beldin hundió su azadón en la tierra varias veces.
—¡Esto es ridículo! —exclamó.
Luego arrojó el azadón y señaló el suelo con un dedo. A medida que movía el dedo, el suelo se cubría de ordenados surcos de tierra removida.
—Tía Pol se enfadará —le advirtió Garion al jorobado.
—Eso será si nos pilla —gruñó Beldin, mirando hacia la cabaña donde Polgara, Poledra y la reina de Riva estaban ocupadas con escobas y trapos para el polvo—. Es tu turno, Belgarath. Intenta mantener los surcos rectos. —Cuando terminaron, Beldin sugirió—: Veamos si podemos robar un poco de cerveza antes de empezar a rastrillar. Éste es un trabajo duro, incluso cuando se hace de esta forma.
Durnik también había regresado a la casa a refrescarse, haciendo una pausa en la reparación de las vallas. Las mujeres empuñaban las escobas, decididas a acabar con el polvo, que según notó Garion, volvía a asentarse obcecadamente en los sitios que ya habían barrido. A veces el polvo se comportaba así.
—¿Dónde está Geran? —exclamó de repente Ce'Nedra, arrojando la escoba al suelo y mirando alrededor con aprensión.
La mirada de Polgara se volvió distante.
—Oh, cielos —suspiró—. Durnik —dijo con serenidad—, ve a sacarlo del arroyo, por favor.
—¿Qué? —gritó Ce'Nedra, alarmada, mientras Durnik corría fuera.
—Se encuentra bien, Ce'Nedra —le aseguró Polgara—. Sólo se ha caído en el arroyo. Eso es todo.
—¿Eso es todo? —dijo Ce'Nedra y su voz subió otra octava.
—Es el pasatiempo favorito de los niños pequeños —dijo Polgara—. Lo hizo Garion, luego Eriond y ahora Geran. No te preocupes. Sabe nadar bastante bien.
—¿Cómo aprendió a nadar?
—No tengo la menor idea. Quizá los niños nazcan con esa habilidad, o al menos algunos. Garion fue el único que intentó ahogarse.
—Acababa de encontrarle el tranquillo a la natación, cuando me golpeé la cabeza con un tronco, tía Pol —protestó él.
Ce'Nedra lo miró horrorizada y rompió a llorar de forma súbita.
Durnik regresó sujetando a Geran de la parte posterior de su túnica. El pequeño estaba empapado, pero parecía muy contento.
—Está cubierto de barro, Pol —observó el herrero—. Eriond solía mojarse, pero creo que nunca se ensució tanto.
—Llévalo fuera, Ce'Nedra —ordenó Polgara—. Está chorreando barro sobre el suelo limpio. Garion, en el cobertizo hay una tina. Ponla en el portal y llénala. —Sonrió a la madre de Geran—. De todos modos, ya era hora de darle un baño. Por alguna razón, los niños pequeños siempre necesitan un baño. Garion solía ensuciarse incluso mientras dormía.
En una noche perfecta, Garion se unió a Belgarath en el portal de la cabaña.
—Pareces preocupado, abuelo. ¿Cuál es el problema?
—He estado pensando en nuestra casa. Poledra se mudará a la torre conmigo.
—¿Y bien?
—Creo que me espera una década entera de limpieza. Además, colgará cortinas en las ventanas. ¿Cómo puede un hombre contemplar el mundo con cortinas de por medio?
—Tal vez no le dé tanta importancia a esas cuestiones. Cuando estábamos en Perivor, comentó que los lobos no eran tan fanáticos por el orden como los pájaros.
—Mentía, Garion. Créeme, mentía.
Pocos días después, recibieron dos invitados. Aunque ya estaban casi en verano, Yarblek llevaba el raído abrigo de felpa y el tosco sombrero de piel. El nadrak tenía una expresión de desconsuelo en la cara. Vella, la sensual bailarina, vestía su habitual traje ceñido de cuero negro.
—¿Qué haces por aquí, Yarblek? —le preguntó Belgarath al socio de Seda.
—Este viaje no ha sido idea mía, Belgarath. Vella ha insistido en venir.
—De acuerdo —dijo Vella con voz autoritaria—. No tengo todo el día, así que acabemos con esto cuanto antes. Haz salir a todo el mundo de la casa. Quiero testigos.
—¿De qué vamos a ser testigos, Vella? —preguntó Ce'Nedra.
—Yarblek va a venderme.
—¡Vella! —exclamó Ce'Nedra—. ¡Eso es degradante!
—Oh, al infierno con esas tonterías —replicó Vella, aunque «infierno» no fue exactamente la palabra empleada. Luego miró alrededor—. ¿Estamos todos? —preguntó.
—Así es —respondió Belgarath.
—Bien. —Desmontó y se sentó sobre la hierba con las piernas cruzadas—. Vayamos al grano. Tú, Beldin, Feldegast o como quiera que te llames, en una ocasión, cuando estábamos en Mallorea, dijiste que querías comprarme, ¿lo decías en serio?
Beldin parpadeó.
—Bueno —balbuceó—, supongo que en parte sí.
—Quiero un sí o un no, Beldin —conminó ella con brusquedad.
—Oh, de acuerdo, entonces sí. No eres fea y las palabrotas y los insultos se te dan bastante bien.
—De acuerdo. ¿Cuánto estás dispuesto a ofrecer?
Beldin se atragantó y su cara enrojeció de forma súbita.
—No pierdas el tiempo, Beldin —dijo ella—. No tenemos todo el día. Haz una oferta a Yarblek.
—¿Hablas en serio? —exclamó Yarblek.
—Nunca he hablado tan en serio en toda mi vida. ¿Cuánto estás dispuesto a pagar por mí, Beldin?
—Vella —protestó Yarblek—, esto es una locura.
—Cierra el pico, Yarblek. ¿Y bien, Beldin? ¿Cuánto?
—Todo lo que tengo —respondió él con los ojos llenos de arrobación.
—Eso es muy vago, Beldin. Dame una cifra. No podemos regatear sin una cifra.
Beldin se rascó la barba enmarañada.
—Belgarath —dijo—, ¿aún conservas aquel diamante que encontraste en Maragor antes de la invasión tolnedrana?