La vieja guardia (32 page)

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Authors: John Scalzi

BOOK: La vieja guardia
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—Los consu —intervino Tagore.

—Los consu, en efecto —confirmó Crick—. Esos hijos de puta tienen una enana blanca a su entera disposición. No es irracional asumir que puedan tener también dominada la predicción del impulso de salto.

—Pero ¿por qué iban a querer tener ninguna relación con los raey? —preguntó el teniente Dalton, sentado casi al extremo de la mesa—. Sólo tratan con nosotros cuando quieren un poco de ejercicio, y nosotros estamos mucho más avanzados tecnológicamente que los raey.

—Pensamos que los consu no están tan motivados por la tecnología como nosotros —dijo Jane—. Para ellos, nuestra tecnología tiene tan poco valor como pudieran tenerlo para nosotros los secretos de la máquina de vapor. Creemos que los motivan otros factores.

—La religión —mencioné yo. Todos los ojos se volvieron hacia mí, y de repente me sentí como un monaguillo que acaba de tirarse un pedo durante la misa—. Lo que quiero decir es que, cuando mi pelotón estaba combatiendo a los consu, empezaron con una oración que bendijo la batalla. En ese momento, le dije a un amigo que me parecía que los consu creían estar consagrando el planeta con la batalla. —Más miradas—. Naturalmente, podría estar equivocado.

—No se equivoca —dijo Crick—. En las FDC se ha debatido por qué luchan los consu, ya que está claro que, con su tecnología podrían eliminar a todas las demás culturas espaciales de la zona sin pensarlo dos veces. La idea dominante es que lo hacen para divertirse, igual que nosotros jugamos al béisbol o al fútbol.


Nosotros
nunca jugamos al fútbol ni al béisbol —dijo Tagore.

—Otros humanos lo hacen, capullo —le respondió Crick con una sonrisa, luego volvió a ponerse serio—. Sin embargo, una minoría significativa de la división de inteligencia de las FDC cree que sus batallas tienen un significado ritual, tal como acaba de sugerir el teniente Perry. Puede que los raey no sean capaces de comerciar con los consu en pie de igualdad, pero tal vez tengan algo que los consu quieren. Podrían entregarles sus almas.

—Pero los raey son también unos fanáticos religiosos —dijo Dalton—. Por eso atacaron Coral.

—Tienen varias colonias, algunas menos deseables que otras —explicó Jane—. Fanáticos religiosos o no, puede que consideren buen negocio cambiar por Coral una de sus colonias menos atractivas.

—Algo no demasiado bueno para los raey o la colonia en cuestión —dijo Dalton.

—Como si me preocupara por ellos —repuso Crick.

—Los consu les han dado a los raey tecnología que los pone muy por delante del resto de las culturas en esta parte del espacio —observó Jung—. Pero incluso para los poderosos consu, alterar el equilibrio de poder en la región tiene que tener sus consecuencias.

—A menos que los consu engañaran a los raey —apunté yo.

—¿A qué se refiere? —preguntó Jung.

—Estamos dando por hecho que los consu les han dado a los raey la experiencia tecnológica para crear un sistema de detección de la impulsión de salto —expliqué—. Pero es posible que les dieran una sola máquina, con un manual de instrucciones o algo por el estilo, para que pudieran manejarla. De esta forma, los raey tienen lo que quieren, que es una forma de defender Coral, mientras que los consu evitan alterar sustancialmente el equilibrio de poder en la zona.

—Hasta que los raey descubran cómo funciona la maldita máquina —dijo Jung.

—Dado el estado de la tecnología de su planeta natal, eso podría requerir años —contesté—. Tiempo suficiente para que les demos la patada y les arrebatemos la tecnología. Si es que los consu en efecto se la dieron. Si es que los consu les dieron una máquina. Si es que a los consu en realidad les importa un rábano el equilibrio de poder en la región. Un montón de «si es que».

—Y para averiguar la respuesta a todos esos «si es que», vamos a abordar a los consu —dijo Crick—. Ya hemos enviado una nave robot para hacerles saber que vamos de camino. Veremos qué podemos sacar de ellos.

—¿Qué colonia vamos a ofrecerles? —preguntó Dalton. Era difícil saber si estaba bromeando.

—Ninguna colonia —respondió Crick—. Pero tenemos algo que podría inducirles a concedernos una audiencia.

—¿Qué tenemos?

—Lo tenemos a él —contestó Crick, y me señaló.

—¿A mí?

—A usted —confirmó Jane.

—De repente me siento confuso y aterrado.

—Su solución del disparo doble permitió a las FDC matar rápidamente a miles de consu —dijo Jane—. En el pasado, los consu se han mostrado receptivos a embajadas de las colonias cuando incluían a un soldado FDC que hubiera matado a gran número de consu en batalla. Como fue específicamente su solución de disparo lo que permitió el rápido fin de esos guerreros consu, sus muertes se le atribuyen a usted.

—Tiene en sus manos la sangre de 8.433 consu —dijo Crick.

—Magnífico.


Es
magnífico —confirmó Crick—. Su presencia nos va a permitir franquear la puerta.

—¿Y qué me va a pasar a mí
después
de que franqueemos la puerta? —pregunté—. Imaginen lo que le haríamos nosotros a un consu que hubiera matado a ocho mil de los nuestros.

—Ellos no piensan igual que nosotros en ese aspecto —dijo Jane—. Debería estar a salvo.


Debería —
repetí.

—La alternativa sería ser eliminados del cielo en cuanto aparezcamos en el espacio consu —dijo Crick.

—Comprendo. Ojalá me hubieran dado un poco más de tiempo para acostumbrarme a la idea.

—Fue todo muy rápido —dijo Jane tranquilamente. Y de repente recibí un mensaje vía CerebroAmigo. «Confía en mí», decía. Miré a Jane, que me miraba plácidamente. Asentí, reconociendo un mensaje mientras parecía aceptar el otro.

—¿Qué haremos después de que terminen de admirar al teniente Perry? —preguntó Tagore.

—Si todo sale según los encuentros pasados, tendremos la oportunidad de hacerles a los consu hasta un total de cinco preguntas —dijo Jane—. El número de preguntas se determinará por una competición que implicará una lucha entre cinco de los nuestros y cinco de los suyos. Combate singular. Los consu luchan desarmados, pero nuestros guerreros podrán llevar un cuchillo para compensar nuestra falta de brazos golpeadores. Lo que hay que tener en cuenta es que, en los casos anteriores en que se ha llevado a cabo este ritual, los consu con los que combatimos eran soldados caídos en desgracia o criminales a quienes esa lucha podía devolver el honor. Así que no hace falta decir que tienen mucha motivación. Podemos hacerles tantas preguntas como victorias obtengamos.

—¿Cómo se vence en esa competición? —preguntó Tagore.

—Matas al consu, o el consu te mata —aclaró Jane.

—Fascinante.

—Un detalle más —añadió Jane—. Los consu escogen a sus contrincantes de entre aquellos que llevamos con nosotros, así que el protocolo requiere al menos tres veces el número de combatientes seleccionables. El único miembro de la delegación que queda exento es su jefe, que es, por cortesía, el único humano que está por encima de tener que luchar con criminales y fracasados consu.

—Perry, usted debería ser el jefe de esa delegación —dijo Crick—. Ya que es usted quien ha matado a ocho mil de esos cabrones, según sus entendederas es el líder natural. Además, es el único soldado que no pertenece a las fuerzas especiales, y carece de la velocidad y la modificación de fuerzas que todos los demás tenemos. Si lo eligieran, es posible que acabaran matándolo.

—Me emociona su preocupación.

—No es eso —aclaró Crick—. Si nuestra atracción estrella cayera a manos de un criminal de segunda fila, la posibilidad de que los consu cooperaran podría correr peligro.

—Muy bien —convine—. Durante un segundo, he llegado a pensar que se estaba volviendo blando.

—Ni hablar —respondió Crick—. Bien, tenemos cuarenta y tres horas hasta alcanzar distancia de salto. Habrá cuarenta de nosotros en la delegación, incluidos todos los jefes de pelotón y escuadrón. Elegiré al resto de entre la tropa. Eso significa que cada uno de ustedes se entrenará con soldados en combate mano a mano hasta entonces. Perry, le he descargado los protocolos de la delegación; estúdielos y no meta la pata. Después del salto, usted y yo nos reuniremos para que pueda darle las preguntas que queremos hacer, en el orden en que queremos hacerlas. Si somos buenos, tendremos cinco preguntas, pero hay que estar preparados por si son menos. Pongámonos manos a la obra. Pueden retirarse.

* * *

Durante esas cuarenta y tres horas, Jane se enteró de cosas de Kathy. Aparecía donde yo estaba, preguntaba, escuchaba y desaparecía, a menudo para atender sus deberes. Era una extraña forma de compartir una vida.

—Háblame de ella —me pidió mientras yo estudiaba el informe de protocolo en una sala de proa.

—La conocí cuando estábamos en primer curso —dije, y entonces tuve que explicarle qué era el primer curso. Luego le conté el primer recuerdo que tenía de Kathy, una vez que compartíamos pegamento en un proyecto de construcción con papel durante la clase de plástica que se daba conjuntamente a primero y segundo cursos. Como me pilló comiendo un poco de pegamento, me dijo que era un guarro. Cómo le pegué por decir eso, y el puñetazo que ella me atizó en el ojo. La expulsaron durante un día. No volvimos a hablarnos hasta el instituto.

—¿Qué edad se tiene en primer curso? —preguntó ella.

—Seis años —contesté—. La edad que tú tienes ahora.

* * *

—Háblame de ella —dijo de nuevo, unas cuantas horas más tarde, en un sitio diferente.

—Kathy estuvo a punto de divorciarse de mí una vez —le expliqué—. Llevábamos diez años casados y tuve un lío con otra mujer. Cuando Kathy lo descubrió, se puso furiosa.

—¿Por qué le importó que te acostaras con otra? —preguntó Jane.

—En realidad no fue por el sexo —dije—. Fue por el hecho de haberle mentido. Acostarte con otra persona, para ella, sólo contaba como debilidad hormonal. Mentir era una falta de respeto, y no quería estar casada con alguien que no sentía ningún respeto por ella.

—¿Por qué no os divorciasteis?

—Porque a pesar de aquel lío yo la amaba y ella me amaba —dije—. Lo resolvimos porque queríamos estar juntos. Y, de todas formas, ella tuvo un lío unos años más tarde, así que podríamos decir que acabamos igualados. Lo cierto es que nos llevamos mejor después de eso.

* * *

—Háblame de ella —me pidió Jane, más tarde.

—Kathy hacía unas tartas increíbles —le conté—. En particular la tarta de fresas era para chuparse los dedos. Un año, Kathy se presentó a un concurso en la feria estatal, y el gobernador de Ohio era el juez. El primer premio era un horno nuevo de Sears.

—¿Ganó? —preguntó Jane.

—No, quedó segunda. Le dieron un vale por cien dólares en una tienda de muebles de cocina y baño. Pero una semana más tarde recibió una llamada telefónica de la oficina del gobernador. Su secretaria le explicó a Kathy que, por motivos políticos, había tenido que darle el primer premio a la esposa del mejor amigo de un contribuyente importante, pero que desde que el gobernador había probado aquel trozo de tarta, no podía dejar de hablar de lo buena que estaba, y si por favor podía hacerle una tarta para que dejara de hablar de lo mismo de una vez.

* * *

—Háblame de ella —dijo Jane.

—La primera vez que supe que estaba enamorado de ella fue en mi segundo año de instituto —expliqué—. Nuestro colegio iba a representar
Romeo y Julieta,
y ella fue seleccionada como Julieta. Yo era el ayudante de dirección de la obra, lo que significaba construir decorados la mayor parte del tiempo o ir a por café para la señorita Amos, la profesora que dirigía la obra. Pero cuando Kathy empezó a tener problemas con sus líneas, la señorita Amos me pidió que las repasara con ella. Así que, durante dos semanas, después de los ensayos Kathy y yo íbamos a su casa y trabajábamos su papel, aunque sobre todo hablábamos de otras cosas, como hacen los adolescentes. Todo era muy inocente en aquella época. Luego hubo el ensayo general vestidos de época y oí a Kathy decirle todas aquellas líneas a Jeff Greene, que interpretaba a Romeo, y me puse celoso. Se suponía que debía decirme aquellas palabras
a mí.

—Y ¿qué hiciste? —preguntó Jane.

—Soporté todas las representaciones de la obra, cuatro pases entre el viernes por la noche y el domingo por la tarde, y evité a Kathy cuanto fue posible. Luego, en la fiesta del domingo por la noche con el reparto, Judy Jones, que interpretaba al ama de Julieta, me buscó y me dijo que Kathy estaba sentada en la puerta de mercancías de la cafetería, llorando. Creía que yo la odiaba, porque llevaba cuatro días ignorándola y no sabía por qué. Judy añadió entonces que si no salía y le decía a Kathy que estaba enamorado de ella, iría a buscar una pala y me mataría a golpes con ella.

—¿Cómo supo que estabas enamorado? —preguntó Jane.

—Cuando eres adolescente y estás enamorado, es obvio para todo el mundo menos para ti y la persona de la que estás enamorado —dije—. No me preguntes por qué. Así funciona. De modo que fui a la puerta de mercancías, y vi a Kathy allí sentada, sola, haciendo oscilar los pies por el borde de la plataforma. Había luna llena y la luz le daba en la cara, y creo que jamás la vi más hermosa que en ese momento. Y mi corazón rebosaba porque sabía, sabía de verdad, que estaba tan enamorado de ella que nunca podría decirle cuánto la quería.

—¿Qué hiciste?

—Hice trampas. Porque, verás, daba la casualidad de que había memorizado párrafos enteros de
Romeo y Julieta.
Así, mientras me acercaba a ella, sentada allí en lo alto, le recité la mayor parte del Acto II, Escena II. «¿Qué es esa luz que en el cielo brilla? Es el este, y Julieta es el sol. Despierta, dulce sol…», y todo eso. Sabía las palabras desde antes, pero esa vez las decía de verdad. Y después de terminar de recitarlas, me acerqué a ella y la besé por primera vez. Ella tenía quince años y yo dieciséis, y supe que nos casaríamos y que pasaríamos toda la vida juntos.

* * *

—Cuéntame cómo murió —pidió Jane, justo antes del salto al espacio consu.

—Estaba haciendo barquillos un domingo por la mañana y sufrió un colapso mientras buscaba la vainilla —dije—. Yo estaba en el salón en ese momento. Recuerdo que se estaba preguntando dónde había puesto la vainilla y un segundo más tarde oí un golpe y algo que caía. Entré corriendo en la cocina y ella estaba tendida en el suelo, sacudiéndose y sangrando por el golpe que se había dado en la cabeza con la encimera. Llamé a urgencias mientras la abrazaba. Traté de detener la hemorragia del corte, y le dije que la amaba y seguí diciéndoselo hasta que llegaron los enfermeros y se la llevaron, aunque me permitieron cogerle la mano en la ambulancia, camino del hospital. Le estaba sosteniendo la mano cuando murió. Vi la luz de sus ojos apagarse, pero seguí diciéndole cuánto la amaba hasta que, al llegar al hospital me la arrebataron.

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