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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (12 page)

BOOK: La voluntad del dios errante
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—Por el poder otorgado por Sul a la mujer, invoco a los espíritus de la curación a que cierren esta herida —susurró.

La pulsera se deslizó de su mano. Sus dedos continuaron en contacto con el musculoso brazo del joven y resbalaron en un ligerísimo toque por la lisura de su piel.

Khardan se movió. Rápidamente, y con temor, Zohra retiró la mano. El ritmo de su respiración, sin embargo, no cambió, y Zohra se tranquilizó: el
qumiz
a menudo enviaba a los hombres muy deprisa al reino de los sueños. Miró de cerca la herida, preguntándose si su conjuro habría dado resultado. Parecía que había dejado de sangrar, pero a causa del vendaje no podía estar segura y no se atrevía a quitárselo para examinarla por miedo a despertar al durmiente.

Sin embargo, Zohra no tenía razón alguna para dudar de su poder. Cabeceando satisfecha, apagó de un soplido la luz de la lámpara y luego se tendió con cautela en la cama, manteniendo su cuerpo lo más lejos posible del de Khardan, tanto que a punto estuvo de rodar fuera de los cojines e ir a parar al suelo. Por alguna razón, todavía podía sentir el tacto de su piel cálida bajo sus dedos. Escudriñando en la oscuridad, la princesa palpó con su mano detrás de sí en busca de la daga y encontró la empuñadura, fría y tranquilizadora, yaciendo todavía sobre las sábanas de seda entre el hombre y la mujer.

La herida estaba curada y había desaparecido como si jamás hubiese estado ahí. La cicatriz sería sencillamente una más cobrada en combate. Pero ¡qué ignominiosa derrota para el guerrero!

Zohra sonrió. Agotada por los acontecimientos del día, suspiró, se relajó y pronto se quedó profundamente dormida.

Tendido a su lado, Khardan miraba absorto a la oscuridad sintiendo todavía el tacto de aquellos dedos sobre su piel, dedos tan suaves y delicados como las alas de una mariposa.

A la mañana siguiente, los dos padres se acercaron hasta la tienda nupcial. Jaafar caminaba con rigidez. Pese a que sus esposas habían empleado su magia para cerrar su herida, el corte había sido lo bastante profundo para requerir un vendaje y la unción de una pócima curativa para impedir que la sangre lo traspasase. El jeque de los hranas iba rodeado de guardias armados que miraron con aire desafiante a Majiid, jeque de los akares, cuando éste hizo su aparición, pavoneándose y escoltado a su vez por sus
spahis
armados.

La procesión de los dos padres no era, por consiguiente, el regocijado paseo de suegros, cogidos mutuamente de la cintura, que era tradicional en la mañana que seguíaa la noche de bodas. Éstos no hablaban sino que se ladraban el uno al otro igual que perros de lucha, mientras sus respectivos seguidores mantenían las manos bien cerradas sobre las empuñaduras de dagas y espadas.

Los hombres hranas y akares se congregaron en torno a la tienda nupcial y esperaron en silencio. Fedj, con un rostro sombrío, se volvió hacia la tienda y gritó un saludo matinal a los recién casados. Habiendo oído la conmoción habida durante la noche en la tienda nupcial, el djinn no tenía idea de lo que se encontrarían al entrar en ella. Dos cuerpos sin vida, con las manos del uno en la garganta el otro, no lo sorprenderían demasiado.

Al cabo de algunos momentos, sin embargo, emergió el novio llevando la sábana de seda blanca en la mano. Lentamente, la desplegó y, sosteniéndola de uno de sus lados, la dejó revolotear como una bandera al viento del desierto. La mancha de sangre se dejó ver con claridad.

Un hurra se elevó desde las gargantas de los akares. Jaafar miró a Khardan, aunque a regañadientes, con asombrado respeto. Majiid dio unas sonoras palmadas en la espalda de su hijo. Pukah, acercándose de lado hasta Fedj, dio un ligero codazo a éste en las costillas.

—Cinco rubíes me debes —le dijo estirando su mano abierta hacia él.

Con una sonrisa de desprecio, el djinn pagó su deuda.

Los padres fueron a coger la sábana nupcial, pero Khardan la mantuvo apartada de ellos.

—Hazrat
Akhran, esto te pertenece —gritó el califa a los cielos.

Y, sujetando sus cuatro puntas, dejó que el viento del desierto llenase la sábana nupcial. Entonces, la dejó libre y una fuerte y repentina ráfaga se la llevó volando por encima de las arenas. La sábana de seda atravesó revoloteando el campamento, danzando como un fantasma, mientras el viento la empujaba hacia el Tel. Las largas y puntiagudas púas de un reseco cactus marrón, la fea planta conocida como la Rosa del Profeta, atraparon a la sábana y la retuvieron con firmeza.

En cuestión de segundos, el furioso azote del viento había hecho jirones la sábana nupcial.

EL LIBRO DE PROMENTHAS
Capítulo 1

Apoyándose sobre la barandilla del barco, el joven brujo respiró profundamente, separando sus labios como si pudiera beber la fresca brisa que hinchaba las velas y enviaba a la embarcación deslizándose viento en popa sobre las olas. La luz del sol danzaba en las mansas aguas azules del océano de Hurn, mientras unas nubes blancas como si fueran alas de ángeles flotaban en el cielo.

—Un día como éste es un regalo de Promenthas —dijo el brujo a su compañero, un monje que había en pie junto a él en la proa.

—Así es —respondió el monje, aprovechando la oportunidad para descansar ligeramente su mano sobre la del brujo. Los dos jóvenes se sonrieron, indiferentes a los groseros comentarios y codazos entre sí de los rudos miembros de la tripulación.

El brujo y el monje se hallaban ambos en los albores de lo que se da en llamar edad viril; el mago tenía sólo dieciocho y el monje iniciaba su veintena. Se habían conocido a bordo del galeón. Era la primera vez que uno y otro se encontraban lejos de la rigurosa y enclaustrada instrucción que ambas órdenes requerían de sus miembros, y ahora navegaban hacia la aventura, viajando hacia un mundo que, según los rumores, era más fantástico y extraño que todo lo imaginable. Siendo los más jóvenes presentes de cada una de sus órdenes, se había entablado entre ellos una inmediata amistad.

Esta amistad se había ido haciendo más íntima en el transcurso de la larga travesía, convirtiéndose —por ambas partes— en algo cada vez más serio y profundo. Desacostumbrados a cualquier tipo de relación y habiendo sido educados en escuelas de estrictos reglamentos y altamente disciplinadas, ninguno de los dos jóvenes intentó precipitar esta situación. Ambos estaban contentos con esperar y disfrutar de los largos y soleados días y las cálidas noches a la luz de la luna en mutua compañía; eso era todo, nada más.

El sonido de un paso detrás de ellos hizo que las manos de los dos amigos se separasen al instante. Ambos se volvieron y saludaron reverentemente al abad.

—He oído el nombre de Promenthas —dijo con aire grave el abad—. Confío en que no se ha pronunciado en vano… —añadió mirando al joven brujo.

—Desde luego que no, Santidad —respondió el brujo sonrojándose—. Estaba dando gracias a nuestro dios por la belleza del día.

El abad asintió con la cabeza. Aligerándose su gravedad mientras miraba paternalmente a los dos jóvenes, dedicó a éstos una benigna sonrisa y continuó su paseo matinal por la cubierta. Echando una ojeada hacia atrás por encima del hombro, vio cómo ambos jóvenes intercambiaban sonrisas sacudiendo la cabeza, sin duda riéndose de las manías de sus mayores.

Ah…, bueno, el abad recordaba lo que era ser joven. Había visto crecer un afecto entre los dos; habría hecho falta ser ciego para no darse cuenta de ello. Pero no le preocupaba demasiado. Una vez que arribasen a Bastine, ambos se mantendrían ocupados con los deberes de sus órdenes respectivas, y aunque los brujos y monjes viajaban en un solo grupo por razones de seguridad, los jóvenes apenas encontrarían tiempo para estar juntos. Si su relación era sólida, las durezas del viaje la fortalecerían. Si no, sencillamente lo descubrirían antes de que ninguno se sintiera herido.

El abad, a quien su paseo matutino lo había llevado hacia el lado de estribor de la embarcación, encontró que su mirada seguía a sus pensamientos, volviéndose una vez más hacia los dos hombres jóvenes que dialogaban allí frente a él. Una bandada de delfines estaba nadando junto al barco con sus elegantes cuerpos brincando a través de las olas. El hermano Juan, el joven monje, se inclinaba sobre la barandilla con el fin de obtener una mejor perspectiva de ellos. Un rasgo que, como es obvio, contrarió a su compañero.

«Extraño», pensó el abad. «Por lo general suelen mostrar más solemnidad los de
mi
orden.» En este caso, sin embargo, fue el brujo Mateo quien se mostró más serio y solemne de los dos. Un joven de aspecto verdaderamente notable, también, observó al abad no por primera vez.

Mateo era un hombre del oeste, una raza celebrada —tanto los hombres como las mujeres— por su belleza y sus voces agudas y aflautadas. Tenía el cabello de un color castaño cobrizo, el rostro de un blanco casi translúcido y unos ojos verdes coronados por unas pobladas cejas también castañas. A los hombres de la raza de Mateo no les crecía barba; su cara era lisa, y su estructura ósea, aunque de líneas delicadas, era fuerte y estaba marcada por una expresión pensativa que rara vez se rompía. Cuando el joven brujo sonreía, lo que era poco frecuente, era una sonrisa de una calidez tan contagiosa que uno sentía al instante deseos de devolvérsela.

Era tan inteligente como atractivo. Su maestro había informado al abad de que Mateo había estado a la cabeza de su clase desde chico. Este viaje era, de hecho, una recompensa otorgada por su reciente graduación de acceso al rango de aprendiz de brujo.

Mateo era también devotamente religioso, otra razón por la que había sido escogido para acompañar a los sacerdotes en sus viajes de misiones. Prohibida como tenían toda lucha por Promenthas, su dios, los sacerdotes a menudo empleaban a los brujos para actuar como guardaespaldas suyos cuando viajaban a tierras de infieles, prefiriendo las más suaves y refinadas defensas de la magia a las espadas y cuchillos de los guerreros.

Tan peligroso e incierto era este viaje, sin embargo, que el abad casi lamentaba no haber traído caballeros consigo, como le había recomendado el duque con encarecimiento. El abad había rechazado la idea rotundamente, recordando a Su Alta Gracia que viajaban bajo la bendición y guía de Promenthas. Ciertas historias que más tarde había oído contar al capitán del barco, sin embargo, lo habían hecho reflexionar.

Desde luego pensaba que el capitán exageraba; era evidente que el hombre disfrutaba asustando a los ingenuos representantes del dios. Historias de djinn que vivían en botellas y traían a sus amos oro y piedras preciosas, alfombras que volaban por los aires… El abad sonreía al capitán con indulgencia junto a la mesa a la hora de cenar, preguntándose cómo podía el hombre imaginar que unos adultos se iban a tomar en serio semejantes fantasías bárbaras.

El abad había estudiado las tierras y lenguas del continente de Sardish Jardan. Dicho estudio era requisito tanto para sacerdotes como magos, pues todos ellos debían hablar con fluidez la lengua del infiel con el fin de acercarlo al conocimiento del verdadero dios, y tenían que conocer algo de la tierra por la cual iban a viajar. El abad había leído, por tanto, muchas de esas historias, pero les brindaba tan poco crédito como a los cuentos de ángeles guardianes que había oído cuando niño. La idea de que la especie humana pudiera comunicarse directamente con seres inmortales era… ¡sacrilega!

Por supuesto, el abad creía en los ángeles. No habría sido un fiel representante de Promenthas de no ser así. Pero sólo a los más devotos, los más santos de entre los hombres y mujeres, les era concedido el raro privilegio de hablar con estos radiantes seres. ¡Y lo de un inmortal viviendo en una botella! La sola idea provocó una carcajada en el abad, que suprimió al instante por considerar su actitud rayana en la blasfemia.

Sin embargo, había que hacer ciertas concesiones a los marineros, pensó. Después de todo, el capitán de este barco no se había mostrado nada complacido con la idea de llevar a los sacerdotes a Sardish Jardan. Sólo mediante la intervención del duque y un pago de casi tres veces superior a la cantidad habitualmente pagada por otros pasajeros habían logrado persuadirlo para aceptar a bordo a los misioneros. El abad sospechaba que el hombre se estaba resarciendo contándoles todas las historias horrendas que había oído en su vida.

Por desgracia, algunos de los relatos del capitán mantenían en más de una ocasión al abad despierto hasta altas horas de la noche: historias de traficantes de esclavos, de extraños dioses que decretaban que aquellos que no profesaban su fe habían de ser exterminados, de caníbales que comían a sus semejantes, de nómadas salvajes que vivían en inhabitables desiertos. El abad había leído algo acerca de ello en los libros escritos por aventureros que habían visitado la tierra de Sardish Jardan y había sentido aumentar su aprensión a medida que se acercaban a su destino.

Desde luego, no dejaba de recordarse a sí mismo que debía tener fe en Promenthas, que estaban viajando por la causa del dios y que iban a llevar la luz del semblante del dios para que iluminara a aquellos infieles. Pero, con todo, después de escuchar noche tras noche al capitán, había comenzado a pensar que tal vez el brillo de unas cuantas hojas de espada no fuese una cosa tan mala.

Un grito hizo de pronto que los pensamientos del abad volvieran al barco. A la vista de los delfines, los marineros se habían alineado junto a la barandilla, arrojando anillos de oro al mar y gritando a los gráciles animales que les procurasen un viaje seguro. Al parecer, el joven monje, excitado por la escena, había estado a punto de caerse por la borda en un esfuerzo por ver cómo los delfines atrapaban los anillos con sus largos hocicos. Sólo la rápida acción de su amigo lo había salvado de ir a parar a las aguas del océano.

De nuevo con sus pies plantados sobre cubierta, el hermano Juan se estaba secando la salobre llovizna de su barba mientras se reía de Mateo, el brujo, cuyo rostro estaba tan blanco que el abad temió por un momento que el joven pudiera desmayarse. Mateo consiguió, sin embargo, esbozar una breve sonrisa cuando su amigo le dio unas palmadas en la espalda y, con una voz baja y temblorosa, sugirió a éste que descendieran y jugaran una partida de ajedrez.

Al hermano Juan le pareció una magnífica idea y los dos abandonaron la cubierta; el largo hábito negro del brujo, ribeteado de oro, y el sencillo hábito gris del monje se agitaban en torno a sus tobillos azotados por la refrescante brisa marina. Observándolos, el abad frunció ligeramente el entrecejo. El joven brujo se había sentido muy agitado por el trivial incidente. Había actuado con rapidez y responsabilidad al sujetar al monje de su cinturón y tirar de él para atrás por encima de la barandilla. Pero el hermano Juan no había corrido verdadero peligro; el mar estaba tranquilo; y aun cuando hubiera caído en él, la zambullida no le habría ocasionado el menor daño.

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