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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (41 page)

BOOK: La voluntad del dios errante
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Otras voces detrás de ellos, las de los guardias, se oían también cada vez más cercanas. La muchacha salió disparada a la calle. Agarrando a su hermano, Khardan lo empujó a través del muro y luego cruzó él.

Al salir, encontró a la muchacha arrodillada junto a un mendigo que, curiosamente, estaba sentado justo al lado del agujero de la pared. Le hablaba al hombre con premura. Observando sin salir todavía de su asombro, Khardan la vio sacar una pulsera de oro de su muñeca y dejarla caer en la cesta del mendigo. Éste, que era ciego, con una destreza en verdad sorprendente para alguien que no puede ver, cogió la pulsera y se la metió con presteza por la parte delantera de sus harapientos ropajes.

—¡Venid! —dijo la joven agarrando la mano de Khardan.

—¿Y qué pasa con el agujero en la pared? —preguntó él—. Sabrán que hemos escapado y…

—El mendigo se encargará de él. Siempre lo hace. ¿Dónde dijiste que esperan tus hombres?

—Junto al mercado de esclavos.

Khardan echó una mirada a su alrededor. Achmed lo miraba expectante, a la espera de órdenes, pero el califa no tenía idea de por dónde se iba adonde. Los bazares se fundían uno con otro; estaba completamente perdido. La muchacha, sin embargo, parecía saber con exactitud dónde estaba. Apresurándose, condujo a los dos hermanos por entre la multitud y los puestos multicolores. Cuando miró hacia atrás, el califa de nuevo se quedó boquiabierto al ver el muro liso y entero y al mendigo sentado allí con sus invidentes ojos blancos y una cesta en el suelo, delante de él, con unas pocas monedas.

Nadie parecía poner la menor atención en ellos.

—¡Los soldados creerán que os tienen atrapados en el jardín! —dijo la muchacha y, apretándose contra Khardan, señaló—: Ahí está el mercado de esclavos… y… ¿ésos son tus hombres? —balbuceó—. Ese… grupo de aspecto tan rudo…

—Sí —dijo Khardan con aire ausente, sumido en sus pensamientos—. ¿Crees que los soldados se concentrarán en registrar el palacio?

—¡Oh, sí! —dijo ella mirándolo con ojos perplejos, y él de pronto se dio cuenta de que éstos eran azules como el cielo del desierto, azules como zafiros, azules como agua fresca—. Tendréis tiempo de huir de la ciudad. Eres muy valiente… —aquí se ruborizó y bajó con timidez los ojos ante la mirada de él—. Gracias por rescatarme.

Khardan la vio balancearse sobre sus pies. Cogiéndola en sus brazos mientras caía, se maldijo a sí mismo por no haber reparado antes en que debía de estar muy debilitada y aturdida por su terrible experiencia.

—Siento causaros tantas molestias —dijo ella con voz desfallecida—. Dejadme aquí. Tengo amigos…

Khardan sintió su aliento suave como la brisa del atardecer sobre su mejilla.

—¡Nada de eso! —dijo él con severidad—. No estarás a salvo en esta ciudad de carniceros. Además, te debemos nuestras vidas.

La muchacha abrió sus ojos azules y lo miró. Sus brazos se deslizaron en torno a su cuello. Khardan sintió acelerarse su respiración. Luego ella levantó la mano y sus suaves dedos, de color crema y rosado, tocaron la barbuda mejilla del califa.

—¿Adonde me llevarás… que esté a salvo?

—A mi tribu, al desierto donde vivo —respondió él con voz ronca.

—Eso quiere decir que… ¡eres un
batir
(un bandido)! —su rostro palideció y retiró la mirada de él—. ¡Suéltame, por favor! Procuraré arreglármelas sola.

Las lágrimas brillaron en sus mejillas al tiempo que apretaba su mano contra el pecho de Khardan. Aquellas manos tan suaves… no podrían haber arrancado siquiera los pétalos de una flor, pensó él. El corazón se le derretía en el pecho.

—¡Mi señora! ¡Déjame escoltarte a lugar seguro! Juro por
hazrat
Akhran que serás tratada con todo respeto y honor.

Ella levantó sus encantadores ojos, empañados en lágrimas, hasta encontrarse con los de él.

—¡Has arriesgado tu propia vida para salvar la mía! ¡Desde luego que te creo! ¡Confío en ti! ¡Llévame contigo, lejos de este horrible lugar donde han asesinado a mi padre!

Embargada por el llanto, escondió la cara en el pecho de Khardan.

Con la sangre palpitando en sus oídos hasta ensordecerlo, el califa sostuvo a la joven estrechamente contra sí, con el alma colmada de su perfume y los ojos deslumbrados por el esplendor de la luz del sol en su pelo.

—¿Cómo te llamas? —susurró.

—Meryem —dijo ella.

Capítulo 7

—¡Hermano! —dijo con urgencia Achmed—. ¡Vayámonos!

—¡Sí! No debemos perder tiempo —asintió Meryem mirando nerviosa a su alrededor—. Aunque los soldados no estén aún aquí fuera, hay espías que pueden delatarnos al amir. Puedes soltarme ahora —añadió con timidez la muchacha—. Puedo andar.

—¿Estás segura?

Ella asintió con la cabeza, y Khardan la dejó en pie. Viendo sus admirados ojos clavados en ella, Meryem se dio cuenta de que estaba medio desnuda. Sonrojándose, se recogió sus rasgados jirones como pudo, tratando de ponerlos juntos para preservar su pudor, aunque sólo consiguió revelar más de lo que cubría.

Con una rápida mirada alrededor, Khardan vio el puesto de un mercader de seda. Cogió un largo pañuelo y se lo lanzó a la muchacha.

—¡Tápate! —le dijo con aspereza.

Meryem se envolvió con él la cabeza y los hombros.

—¿Y mi dinero? —gritó el comerciante.

—¡Recógelo en casa del amir! —respondió Khardan echando al hombre a un lado—. ¡Tal vez su esposa lo haga aparecer para ti!

—¡Por aquí!

Cogiendo la mano del califa, Meryem condujo a éste y a Achmed a través de los bazares, empujando a su paso a vendedores, clientes, asnos y perros.

—¡Saiyad! —llamó Khardan una vez que se hallaron a la vista de sus hombres.

Los
spahis
se acercaron corriendo hasta ellos.

—¡Por Sul, califa! ¿Qué ha ocurrido? Hemos oído un gran griterío procedente del palacio…

Saiyad se quedó mirándolos estupefacto: la muchacha extraña envuelta en un pañuelo robado, Achmed con la cara blanca y cojeando, y las ropas de Khardan salpicadas de sangre.

—Es una larga historia, amigo mío. Baste decir que el amir no comprará nuestros caballos. Nos ha acusado de ser espías y ha intentado arrestarnos.

—¿Espías? —repitió Saiyad boquiabierto—. Pero, ¿qué…?

Khardan se encogió de hombros.

—Son hombres de ciudad. ¿Qué se puede esperar? Se les han podrido los sesos en este cascarón.

El resto de los hombres, apiñándose alrededor, murmuraban entre sí.

—No, no nos vamos a ir con las manos vacías —dijo en voz alta el califa—. ¡Y yo no voy a correr delante de esos perros! ¡Nos iremos de la ciudad cuando y como nosotros queramos!

Los
spahis
lo vitorearon con entusiasmo, profiriendo encarnizados juramentos de venganza. Mirándolos con temor, Meryem se acurrucó al lado de Khardan. Éste la rodeó con su brazo y la estrechó tranquilizadoramente contra sí.

—Vinimos a negociar de un modo honrado, pero nos han insultado. Y no sólo eso. También han insultado a nuestro dios.

Los hombres, con los ojos encendidos, manotearon sus armas con impaciencia.

—¡Tomad lo que necesitéis para todo el año! —añadió Khardan señalando con la cabeza hacia los puestos.

Con ruidosos vítores, los hombres corrieron en busca de sus caballos.

Khardan detuvo el caballo de Saiyad cogiéndolo por la brida.

—¡Ojo con los soldados! —le advirtió.— ¿Tú no vienes?

—Achmed está herido y hay una mujer. Yo os esperaré aquí.

—¿Algo que pueda traerte, mi califa? —preguntó Saiyad con una sonrisa de oreja a oreja.

—No. He encontrado ya más tesoro del que tenía intención de comprar —respondió Khardan.

Saiyad miró a la muchacha, se rió y se alejó a toda velocidad.

En medio de enloquecidos gritos y blandiendo sus espadas en alto, los
spahis
galoparon hacia los tenderetes de los bazares. La gente se desperdigaba ante ellos como gallinas aterrorizadas, chillando de pánico ante los encabritados caballos y el brillo del acero.

Saiyad guió sus caballos directamente contra el puesto de un vendedor de sedas. El tenderete se vino abajo. Su dueño daba botes de aquí para allá maldiciendo a los nómadas a la máxima potencia de sus pulmones. Con una sonora carcajada, Saiyad ensartó varias sedas finas con la hoja de su espada y comenzó a ondearlas en el aire, por encima de su cabeza, como una bandera.

Al otro lado de la calle, el hermano de Saiyad, con unos cuantos golpes certeros de su cimitarra, echó abajo los estantes de un puesto de artículos de latón. Vasijas, lámparas y pipas se estrellaron en tumultuoso campanilleo contra el pavimento. El nómada cogió una bonita lámpara, la metió en su
khurjin
y salió al galope en busca de nuevas presas.

—¡Alguien puede resultar muerto! —dijo Meryem temblando de miedo y refugiándose junto a Khardan.

—Ellos morirán, si tratan de detenernos —dijo el califa.

Con los ojos centelleantes de orgullo, éste observaba a sus hombres hacer estragos entre los puestos cuando un enérgico empujón por detrás casi lo tira al suelo. Volviéndose, vio a su caballo de guerra. Danzando con inquietud, el animal volvió a empujarlo con la cabeza en dirección a la refriega.

Riéndose, Khardan le dio unas palmaditas en la cabeza, tranquilizando al excitado animal.

—Khardan, los guardias. ¿No crees que deberíamos marcharnos? —dijo Achmed acercándose hasta él de una galopada y volviendo la mirada hacia el palacio.

—¡Tranquilo, hermanito! Probablemente creen que estamos todavía correteando por el jardín. Pero, tienes razón. Debemos estar preparados, por si acaso.

Khardan cogió a Meryem de la cintura —una cintura tan pequeña que casi la abarcaba con sus manos— y comenzó a subirla al caballo cuando un repentino cosquilleo, como si unas plumas rozasen la parte de atrás de su cuello, le hizo volver la cabeza.

El mercado de esclavos, situado aparte del resto de los bazares del
suk
, desarrollaba su habitual actividad comercial. Los compradores de esclavos estaban mucho más interesados en la mercancía que se exhibía en la tarima y, en aquel momento, se estaba poniendo a la venta a una joven; una joven, al parecer, de notable belleza, ya que un suave murmullo de excitación recorrió la multitud cuando el subastador arrastró a la mujer, cubierta con velo, delante de ellos.

Habiendo rescatado ya a una persona indefensa de las garras de aquella ciudad de demonios, Khardan sintió su corazón hincharse de piedad y cólera ante la vista de otra a la que le deparaban sin duda un destino similarmente cruel. El subastador arrancó el velo de su cabeza. La multitud lanzó una admirada exhalación, e incluso Khardan parpadeó de asombro. Un pelo de color de fuego reflejó los rayos del sol de mediodía. Parecía que una cascada de roja llama ardiente caía alrededor de aquellos esbeltos hombros.

Pero no fue la belleza de la mujer lo que en realidad conmovió a Khardan. De hecho, no estaba particularmente bella en aquel momento. Su cara aparecía flaca y agotada, y había oscuras sombras debajo de sus ojos. Fue la expresión de su rostro lo que llamó la atención de Khardan, una mirada como jamás había visto el califa: la mirada abandonada de quien ha perdido toda esperanza, de quien ve la muerte como su única salvación.

—El viaje ha sido muy duro para tan delicada flor —estaba gritando el subastador—. ¡Un poco de comida y bebida, sin embargo, harán que vuelva a ser la flor tersa y lozana que era, lista para arrancar! ¿Qué se me ofrece?

Una inflamada rabia se apoderó de Khardan. Que un ser humano pudiera comprar a otro y asumir con ello el poder de un dios, el poder de la vida y la muerte sobre el otro, era algo demasiado malvado.

Volviéndose, montó a Meryem sobre un caballo, pero era el de Achmed, no el suyo.

—Cuida de ella —ordenó a su hermano menor, cuyos ojos lo miraban asombrados.

Gritos agudos y ruidos de rotura se oían desde el bazar, indicación de que los
spahis
continuaban con su diversión. Otro sonido, sin embargo, se elevó por encima de todo ello. Era el resonar de las trompetas, procedente de la Kasbah.

—¡Los soldados! —gritó Meryem palideciendo—. ¡Debemos irnos!

Saltando sobre su montura, Khardan miró con calma en dirección a la fanfarria.

—Les llevará algún tiempo organizarse, y más todavía atravesar las multitudes. No te preocupes. Saiyad las ha oído tan bien como nosotros. Esperadme. No tardo nada.

Una simple palabra de mandato hizo ponerse en marcha al caballo del califa. En completo silencio, sin un grito ni una palabra de advertencia, Khardan cabalgó derecho por entre la masa de compradores de esclavos. Multitud de rostros clavaron sus ojos enfurecidos en él. Los hombres, o se apartaban de su camino o eran arrollados. Protestas, gritos y maldiciones se elevaron de todos lados en torno a él. Alguien lo agarró de una bota, tratando de arrastrarlo fuera de su montura. Un golpe de Khardan con el plano de su espada envió al hombre al suelo con la cabeza sangrando.

La turba se revolvió en torno al califa, algunos tratando de escapar, otros intentando atacarlo. Sesgando el aire a izquierda y derecha con su espada, y con los ojos puestos en la tarima, Khardan siguió azuzando a su caballo hacia adelante. De pronto, el subastador se dio cuenta de las intenciones de Khardan. Llamando frenéticamente a sus guardias, trató de salvar su venta llevándose a la mujer de la plataforma.

Con un golpe de su bota en la cabeza, Khardan envió al vendedor dando tumbos, quien fue a caer de espaldas en los brazos de sus guardias.

—¡Aquí, vamos, he venido a salvarte! —gritó Khardan.

La mujer lo miró con la misma expresión vacía y desesperanzada. Tanto si él pretendiese atravesarle el cuerpo con su espada como si su intención fuera llevársela a un lugar seguro, lejos de allí, le era indiferente en aquel momento a aquella desgraciada criatura.

Con el corazón ardiendo de furia al ver cómo un hombre podía reducir a un semejante a tan lastimera condición, Khardan se inclinó en su montura y, deslizando el brazo en torno a la cintura de la mujer, la alzó con facilidad, la puso sobre la grupa de su corcel y le colocó los brazos en torno a su propio pecho.

Los brazos de la mujer cayeron exánimes por su propio peso, deshaciendo su asimiento. Volviéndose, Khardan vio que miraba a su alrededor con unos ojos completamente inexpresivos y enajenados.

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