La voluntad del dios errante (37 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La voluntad del dios errante
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El amir adoptó una apariencia grave cuando las familias de aquellos hombres protestaron. Qannadi expresó su condolencia, negó los rumores y les dijo que dieran gracias a Quar por hallarse ahora la ciudad en manos de alguien que podía restaurar la ley y el orden y hacer de ella un lugar seguro para ciudadanos decentes. El imán pareció todavía más grave y consoló a los parientes con el pensamiento de que sus difuntos padres, maridos o hermanos habían encontrado la verdadera fe antes de abandonar este mundo.

Las palabras que Feisal, el imán, y Qannadi, el amir, intercambiaron sobre este asunto en privado nadie las conoció, pero agudos observadores de la Corte aseguraban que, al día siguiente, la cara del amir estaba blanca de furia y que evitó en todo momento el templo, mientras que el imán parecía dolorido y martirizado. Según los rumores, la disputa entre los dos fue resuelta gracias a la intervención de Yamina, la primera esposa de Qannadi, una maga de gran poder y habilidad que era también extremadamente religiosa y devota.

Esto era sólo rumor y conjeturas. Lo que sí se supo de cierto es que, a continuación de dicho incidente, el amir delegó el gobierno de la ciudad en manos del imán y Yamina.

Esta medida resultó providencial para todos los involucrados. El amir, quien detestaba los mezquinos asuntos burocráticos de Estado de cada día, pudo dedicar por entero su atención a la extensión de la guerra hacia el sur. El imán pudo ejercer la influencia del dios en las vidas cotidianas de la gente, dando así un paso más hacia la realización de su sueño de establecer una ciudad consagrada a divulgar la gloria de Quar. En cuanto a Yamina, la esposa del amir, dicho arreglo le proporcionó las dos cosas que más deseaba: poder y contacto diario con el imán.

Cuando el imán recibió noticia de su dios de que los
kafir
que habitaban en el desierto de Pagrah estaban haciendo gestos belicosos y amenazadores, el sacerdote llevó el asunto directamente al amir.

El imán esperaba que la reacción de Qannadi ante aquella amenaza fuese la misma que la suya. Los ojos de Feisal brillaban con la llama ardiente del celo sagrado mientras ambos paseaban juntos por el jardín de recreo.

—Caeremos sobre ellos con nuestras fuerzas y les mostraremos el poder de Quar. ¡Se postrarán de rodillas en signo de adoración como hizo la población de Kich!

—¿Quiénes? ¿Los habitantes del desierto? —dijo el amir con una sonrisa irónica mientras se rascaba su canosa barba con una ramita ahorquillada que había partido de un limonero ornamental—. Unos cuantos cuerpos rotos y ensangrentados no van a hacer que se conviertan. Tal vez no parezcan ser devotos seguidores de su Andrajoso Dios, pero puedo apostar a que, si vas y arrojas a todos y cada uno de los akares por el acantilado más alto del mundo, no vas a conseguir que ni uno solo escupa siquiera en la dirección de Quar.

Disgustado por el tono grosero de su observación, el imán se recordó a sí mismo que el amir era, después de todo, un soldado.

—Perdona si hablo con franqueza, pero creo que subestimas el poder de
hazrat
Quar, oh rey —censuro Feisal—. Y, lo que es más, sobreestimas el poder que ese dios Errante ejerce sobre su gente. Después de todo, ¿qué es lo que él ha hecho por ellos? Viven en el lugar más desolado del mundo conocido. Se ven obligados a vagar de un lado a otro en busca de agua y comida; su vida es una constante lucha por la supervivencia. Son salvajes, incultos, incivilizados, apenas pueden clasificarse como seres humanos. Si los trajéramos a la ciudad…

—… se levantarían por la noche y te cortarían la garganta —concluyó el amir.

Arrancando una naranja de un árbol, hincó sus fuertes dientes en ella y escupió la piel lejos de sí sobre el sendero, para disgusto de varios eunucos de palacio.

—¡Rayas el sacrilegio! —dijo el imán en voz baja, respirando pesadamente.

Qannadi miró un momento aquellos negros ojos que ardían en el desvaído rostro del sacerdote y, de repente, juzgó mejor dar por terminada la discusión. Asegurando que consideraría el asunto desde un punto de vista militar y haría saber su decisión al imán, giró con brusquedad sobre sus talones y abandonó el jardín.

Echando chispas, Feisal regresó a su templo.

Al día siguiente, Qannadi requirió la presencia del imán en la
divan
—sala de audiencias— y le propuso un plan para ocuparse del insolente califa de los akares. Feisal escuchó el plan y mostró su disgusto, lo que no sorprendió al amir. Pero Qannadi tenía poderosas razones —militares, si no espirituales— para adoptar un curso de acción más cauto que el que proponía el imán.

Feisal continuó presionando a diario con sus argumentos, esperando persuadir a Qannadi para que cambiara de parecer…, mas todo en vano. El sacerdote persistió todavía hasta el último momento. Al recibir la noticia de que Khardan se hallaba de camino a palacio, el imán dejo el templo a toda prisa y, entrando en la Kasbah por un pasadizo secreto subterráneo construido por debajo de la calle, se apresuró a ver a Qannadi, con la esperanza de hacer a éste una última apelación.

—Tengo entendido que Khardan, el nómada, se halla de camino hacia aquí, oh rey —dijo Feisal acercándose al trono de palo de rosa donde Qannadi estaba sentado dictándole a un escriba una carta para el emperador.

—Terminaremos después del almuerzo —dijo el amir despachando al escriba, quien saludó con una inclinación y abandonó la
divan
—. Sí, viene hacia aquí. Los guardias tienen órdenes de dejarlo pasar después de algunos interrogatorios, claro está. Mis planes están a punto. Supongo —dijo Qannadi mirando fríamente al imán desde debajo de sus negras cejas rayadas de gris— que todavía no los apruebas, ¿no es así?

Abul Qasim Qannadi rondaba los cincuenta años. Era alto y robusto, con un rostro bronceado por el sol, quemado por el viento y azotado por la lluvia. El amir se mantenía en una forma física extraordinaria, gracias a que montaba a diario a caballo y practicaba extenuantes ejercicios con sus hombres y oficiales. Detestaba la vida «blanda» y su repulsa ante los excesos y lujos a que se entregaba el fallecido sultán había sido tan grande que, si de él hubiese dependido, habría cambiado por completo el aspecto del palacio hasta hacerlo parecer un cuartel.

Por fortuna, las esposas del amir, dirigidas por Yamina, intervinieron. Los tapices de seda permanecieron donde estaban, el trono de palo de rosa labrado se había librado de ser convertido en leña por el hacha, los delicados jarrones no llegaron a ser aplastados como cascaras de huevo. Después de mucha discusión, caras largas y pucheros, Yamina, quien, como primera esposa, podía encargarse de que las noches de su marido fuesen extremadamente frías y solitarias, persuadió incluso al amir para que reemplazase su confortable uniforme militar por los caftanes de seda bordados de un príncipe. Sin embargo, sólo se los ponía para andar por palacio, y jamás aparecería con ellos ante sus tropas si podía evitarlo.

Brusco, mordaz y pronto en imponer disciplina, Qannadi era el terror de sus sirvientes y de los eunucos de palacio, quienes habían llevado antes una existencia idílica bajo el frivolo sultán y ahora corrían hacia Yamina en busca de consuelo y protección.

Un djinn habría podido volar alrededor del mundo entero sin encontrar a otro humano que contrastase más agudamente con Qannadi que el imán. Con sus escasos veintitantos años —y ya una figura de gran poder en la Iglesia—, Feisal era un hombre de menuda constitución a quien el poderoso Qannadi podría haber cogido bajo un brazo y llevado de aquí para allá como a un niño. Pero había algo en el imán que hacía que la gente, incluido el viejo y curtido general, tuviese miedo de contrariarlo. Nadie se sentía verdaderamente cómodo junto a Feisal. Qannadi se preguntaba a menudo, de hecho, si eran ciertos los rumores de que el emperador había otorgado al sacerdote el control de la Iglesia en Kich sólo para quitárselo de encima.

Era la presencia del dios en el imán lo que hacía a los demás mortales temblar ante él. Feisal era un hombre atractivo. Sus acuosos ojos almendrados descansaban en un rostro de finas facciones. Sus labios eran sensuales. Sus manos, de largos y delicados dedos, parecían hechas para los placeres encontrados tras cortinas de seda perfumadas. Yamina no era la única de las esposas y concubinas de palacio que había sentido renovado su interés por su religión cuando el joven imán tomó posesión de su cargo como cabeza de la Iglesia. Pero las mujeres suspiraban por él en vano. La única pasión que ardía en aquellos ojos de almendra era de cariz sagrado; sus labios nunca se posaban en la calidez de la carne sino sólo en el frío y sagrado altar de Quar. El imán estaba dedicado de alma y cuerpo a su dios, y era esto, reconocía Qannadi, lo que lo hacía peligroso.

Aunque el amir sabía que su plan para ocuparse de los nómadas era militarmente seguro y no tenía intención de renunciar a él, no podía evitar sin embargo mirar al sacerdote por el rabillo del ojo. Al ver cómo su fino rostro adoptaba ese aire sereno y esa mirada de resignada tolerancia, la propia expresión de Qannadi se endureció con obstinación.

—¿Y bien? —apremió, irritado por el silencio del imán—. ¿Los desapruebas?

—No soy yo quien los desaprueba, oh rey —dijo con tono suave el imán—, sino nuestro dios. Repito mi sugerencia de que deberías actuar ahora para detener a los infieles antes de que se vuelvan demasiado poderosos.

—¡Bah! —bufó Qannadi—. Lejos de mí ofender a Quar, imán, pero él sólo busca más seguidores. Yo tengo una guerra que librar…

—También Quar, oh rey —interrumpió Feisal con desusado ímpetu.

—Sí, lo sé todo sobre esa guerra en el cielo —respondió Qannadi con ironía—. Y, cuando Quar tenga que preocuparse de si Sus líneas de pertrechos son interceptadas, o de si Su flanco derecho está amenazado por esos exaltados nómadas, entonces escucharé Sus ideas sobre estrategia militar. En cuanto a la idea de llamar a mis tropas del sur y hacerlas retroceder ochocientos kilómetros para enviarlas al desierto a perseguir a un enemigo que se habrá desperdigado hacia los cuatro vientos una vez que ellas lleguen allí, ¡es ridicula!

Las canosas cejas del amir se crisparon. Cerrándose sobre su nariz aguileña, daban a éste el aspecto de una feroz ave de presa.

—Si retrocedemos ahora daremos tiempo a las ciudades del sur para fortalecerse. No, no me voy a exponer a combatir una guerra con dos frentes. Para empezar, no lo creo necesario. ¡La idea de que esas tribus se han unido! ¡Ja!

—Pero, nuestra fuente…

—¡Un djinn! —exclamó con burla Qannadi—. ¡Los inmortales trabajan siempre para sus propios fines y no les importa un rábano ni el hombre ni el dios!

Viendo, por el rápido encendido de los almendrados ojos y la súbita palidez del liso rostro del imán, que se había acercado a un mortífero cenagal, el amir retrocedió a un terreno más firme, volviendo con habilidad el arma de su enemigo contra él.

—Escucha, Feisal…, el propio Quar opina lo mismo. La más sabia de todas las medidas que pudo tomar fue retirar a los djinn del mundo. Ésta es una cuestión militar, imán. Permíteme manejarla a mi manera. O —añadió sin alterarse—, ¿acaso piensas ser tú quien diga al emperador que su guerra para ganar el control de las ricas ciudades de Bas ha sido interrumpida para perseguir a unos nómadas que van a enviarle su tributo bajo la forma de estiércol de caballo?

El imán no dijo nada. No había nada que pudiera decir. Feisal conocía poco de asuntos militares, pero hasta él podía ver que, retirando la punta de lanza de los cuellos del sur, se daría a éstos una oportunidad para tomar aliento y, quizás, hasta podría dárseles tiempo para recuperar el valor que, por el momento, parecían haber perdido. Aunque devoto de su dios, Feisal no era un estúpido fanático. El emperador era conocido como el Escogido de Quar por razones de peso, y poseía un poder que ni siquiera un sacerdote se atrevía a contrariar o entorpecer.

Después de pensar un momento, Feisal inclinó la cabeza.

—Me has convencido, oh rey. ¿Qué es lo que puedo hacer para colaborar con tu plan?

El amir se abstuvo sabiamente de sonreír.

—Ve a ver a Yamina. Asegúrate de que todo está a punto. Luego regresas aquí conmigo. Supongo que deseas tener la oportunidad de intentar persuadir al
kafir
a que adopte la fe de Quar, ¿no es así?

—Desde luego que sí.

El amir se encogió de hombros.

—Ya te lo he dicho: malgastarás tu aliento. El acero es el único lenguaje que esos nómadas entienden.

Feisal se inclinó otra vez.

—Tal vez, oh rey, porque ése es el único lenguaje que siempre han oído hablar.

Capítulo 4

Khardan y Achmed cruzaron el patio de la Kasbah en dirección al palacio. A su derecha, nada más pasar el tramo de entrada, se elevaban los edificios del cuartel. Parecía haber un inusitado movimiento entre los soldados, movimiento que Khardan atribuyó a los preparativos para la guerra en Bas. Los hombres uniformados, vestidos con sus chaquetas rojas de cuello duro, largas hasta la cintura y adornadas en la espalda con la cabeza de carnero dorada, miraban con curiosidad a los nómadas, vestidos, a su vez, con sus largos y sueltos atuendos negros. Había enemistad en aquellas miradas, pero también había respeto. La reputación de los nómadas como una soberbia fuerza de combate era bien conocida y merecida. Según la leyenda, una avanzada de Bas en una ocasión se había rendido sin rechistar al oír el rumor de que las tribus de Pagrah iban a caer sobre ellos.

Ignorando por completo la loca intriga de Pukah y el hecho de que, de acuerdo con aquélla, ellos estaba allí como espías, Khardan y Achmed notaron las oscuras miradas de los soldados, pero sencillamente las aceptaron como un natural cumplido a sus proezas bélicas.

—Cierra la boca; te vas a tragar una mosca —dijo el califa con un codazo en las costillas a su hermano menor cuando ya se aproximaban al palacio—. No es más que un edificio, después de todo, construido por hombres. ¿Por qué nos van a impresionar estas creaciones humanas a nosotros, que hemos visto los prodigios de Akhran?

Después de haber vivido entre los arenosos prodigios de Akhran durante sus diecisiete años, y no habiendo visto jamás nada tan espléndido y maravilloso como aquel palacio, con sus cúpulas doradas, sus relucientes grabados y sus elegantes minaretes resplandeciendo al sol, Achmed consideraba con cierta animosidad que tenía derecho a sentirse impresionado. Sin embargo, tal era su respeto y amor por su hermano mayor que al instante cerró su estupefacta boca y endureció su facciones, tratando de aparentar aburrimiento. Además, tenía que mostrar una cierta dignidad frente a aquellos soldados y habría deseado con devoción llevar una espada colgando de su costado, como Khardan llevaba la suya.

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