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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (33 page)

BOOK: La voluntad del dios errante
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La única orden que vino de inmediato, sin embargo, fue la que hizo que los camellos se postraran de rodillas. El blanco palanquín fue depositado en el suelo. Un esclavo vino corriendo con un pellejo de agua, ofreciendo a unos y a otros. Mientras bebía con avidez, Mateo vio a través de las cortinas cómo los
goums
se apresuraban a formarse en hileras. Cuando sus líneas estuvieron dispuestas a la satisfacción de su líder, galoparon hacia los muros de la ciudad en un fino despliegue de pericia hípica, enarbo-lando estandartes mientras cabalgaban. Observando la llanura, Mateo vio a otros jinetes galopar desde las puertas de la ciudad al encuentro de los
goums
. Aquello debía de ser una especie de petición de permiso para cruzar las puertas que, según le pareció ver a Mateo, estaban todavía cerradas.

Todos estos preliminares llevaron bastante tiempo. Un esclavo trajo comida, que Mateo tomó buen cuidado de ingerir, sin poder evitar la extraña sensación de que aquellos ojos que había tras las cortinas de la litera podían ver a través de su
bassourab
.Pese a haberla buscado ansiosamente con la mirada, Mateo sólo había visto a la muchacha esclava en contadas ocasiones desde aquella primera noche. Pero, en aquellos escasos vislumbres que había tenido de ella saliendo de la tienda del mercader o entrando en ésta, le había parecido tan bien alimentada como el resto de las esclavas y, por lo menos, aún estaba viva. Ella lo había mirado una vez, pero no se había atrevido a decir nada. Para Mateo aquello era suficiente. Guardando con temor su secreto, prefería no incitar a nadie a la conversación, no fuesen a darse cuenta de que estaban hablando con un hombre y no con una mujer.

Después de lo que a Mateo le parecieron siglos de espera, aunque era probable que sólo hubiera pasado una hora, los jinetes de la ciudad galoparon de nuevo hacia ésta y los
goums
dieron la vuelta a sus caballos y regresaron a la caravana. Por primera vez, Mateo vio al mercader abandonar la comodidad de su protegido palanquín. Con sus blancos hábitos agitándose en torno a él, caminó al encuentro de Kiber. Éste, a su vez, saltó a medio galope de su caballo y, con una facilidad y elegancia que Mateo encontró verdaderamente notables, corrió al lado del animal hasta detenerse, jadeando, delante del mercader.

Los otros
goums
llegaron unos pocos segundos más tarde, gritando con excitadas voces a los esclavos que fuesen a recoger los caballos o les trajesen agua. En un esfuerzo por escapar del clamor y del polvo que aquéllos levantaban, el mercader y Kiber se desplazaron hacia la parte trasera de la litera, lo que los llevó a situarse cerca del camello de Mateo. Con cuidado de mantenerse escondido tras las cortinas de su
bassourab
, éste se inclinó hacia adelante y contuvo el aliento para poder oír su conversación.

—¿Cuál es el problema?

—Hay una nueva normativa en vigencia, efendi.

—¿Y es?

—Que todos los objetos mágicos y djinn que poseamos deben entregarse al imán, para que éste los guarde en el sagrado templo de Quar.

—¿Qué? —oyó Mateo rechinar la voz del mercader—. ¿Cómo es posible? ¿No le has dicho que yo soy un leal y fiel seguidor de Quar?

—Así se lo dije, efendi. Pero él dijo que todo el que sea fiel seguidor del dios se sentirá feliz de realizar este acto de sacrificio que ha sido ordenado por el propio dios.

—¡El imán es un estúpido! ¿Qué hombre daría a su djinn?

—Según parece, muchos, efendi. El capitán dice que ya no queda ningún djinn en Kich y que la gente nunca ha vivido tan bien. Ésta acude al imán con sus necesidades, ahora, y él se ocupa de ellas tratando directamente con Quar. La ciudad es próspera, dice el capitán. No les falta nada. No hay enfermedad, los mercados están repletos y sus enemigos caen a sus pies. La gente habla ya de los djinn como de vestigios de una era pasada, innecesarios en tiempos modernos.

—De modo que es cierto lo que oímos. Quar está desembarazándose deliberadamente de sus propios djinn. No me gusta nada esto —el frío rencor de la voz hizo a Mateo temblar a pesar del calor—. Tú conoces la importancia de lo que llevo. ¿Cuáles son las posibilidades de entrar en la ciudad sin que lo detecten?

—Muy pocas, diría yo, efendi. La caravana será minuciosamente registrada al entrar en la ciudad. Esta gente es recelosa por naturaleza de los forasteros; sobre todo, según parece, desde que esa banda de
kafir
fue capaz de cruzar el océano y poner pie en las orillas de su tierra. Ya le he dicho al capitán que fuimos
nosotros
quienes despachamos a los
kafir
en nombre de Quar y él pareció impresionado.

—¿Pero no lo bastante impresionado como para dejarnos entrar sin complicaciones?

—No, efendi.

El mercader emitió un leve gruñido de cólera, como un gato al que se le niega su presa.

—Si hubiésemos oído estas noticias antes… Ahora es demasiado tarde para desistir. Resultaría sospechoso ver a un traficante de esclavos dar la vuelta y marcharse cuando se halla a las puertas del mercado. Y necesito el dinero di- su venta para proseguir nuestro viaje.

Sumido en pensamientos, guardó silencio durante lardos momentos. Mateo oía al caballo de Kiber moverse inquieto. Estaban abrevando a los demás caballos, y él quería su parte. El líder de los
goums
habló con suavidad al animal y éste se tranquilizó.

—Muy bien. Esto es lo que haremos —las palabras del mercader sonaban urgentes y frías al mismo tiempo—. Reúne los objetos mágicos de todo el mundo y ponlos junto con los que les quitamos a los esclavos cuando los capturamos. Añade también mis objetos personales…

—¡Efendi!

—¡No hay otra solución! Esperemos que ello les satisfaga y sean menos concienzudos en su registro. Esto y el hecho de que se mató a los
kafir
siguiendo mis órdenes deberá convencer al imán de que soy un fiel seguidor de Quar. Y tendré vía libre para actuar.

—¿Y qué hay de…? —Kiber vaciló, como si tuviera reparos en hablar.

—Yo me encargaré de eso, puedes estar seguro. Cuanto menos sepas tú, mejor.

—Sí, efendi.

—Ya tienes tus órdenes. Procede.

—Sí, efendi.

Los dos hombres se separaron; el mercader regresó a su palanquín y Kiber se dispuso a cumplir las órdenes de su amo. Suspirando, Mateo se recostó en su asiento. Había escuchado la conversación con la esperanza de saber qué iba a suceder. Pero nada de cuanto había oído tenía ningún sentido. ¡Djinn! Había leído acerca de esos seres inmortales. Supuestamente similares en naturaleza a los ángeles, aquéllos habitaban en el plano de los humanos y, según decían, vivían en lámparas, anillos y otros absurdos objetos similares. Hablaban a los hombres, a todos los hombres, no sólo a los sacerdotes, sosteniendo conversación con hombres corrientes y llevando a cabo para ellos las acciones más triviales.

Mateo encontró en verdad asombroso que alguien tan frío y calculador, y obviamente inteligente, como aquel mercader pudiera de hecho creer en semejantes cuentos de hadas. Tal vez sólo lo aparentaba para complacer a sus hombres. En cuanto a los objetos mágicos, el joven brujo estaba ansioso por saber cuáles podían ser. Por primera vez vio un ligero destello de esperanza en su desesperada situación. Si pudiera poner sus manos en uno de esos objetos…

Una voz susurrada junto a él lo hizo sobresaltar.

—¡Señora!

Mateo abrió una rendija en las cortinas del
bassourab
. La muchacha esclava esperaba al lado del camello.

—Señora —dijo de nuevo, haciéndole señas—. Ven. Él te llama.

Mateo se estremeció, vencido por el terror; sus calientes manos se convirtieron en hielo y los músculos de su garganta se contrajeron.

—¡Ven, ven! —insistió la muchacha lanzando una rápida y temerosa mirada hacia el palanquín.

Mateo se dio cuenta de que sería castigada si él no obedecía las órdenes. Temblando cada miembro de su cuerpo, se apeó despacio del camello.

La muchacha echó una ojeada a su alrededor para ver si había alguien mirando y, cogiendo la mano de Mateo, tiró de él tras de sí, guiándolo aprisa sobre el suelo arenoso hasta la litera. Mateo observó que se mantenían en el exterior de la línea de camellos, fuera de la vista de la multitud que se apiñaba confusamente en el centro de la caravana donde algunos de los
goums
estaban preparando a los esclavos para su marcha al otro lado de las murallas. Otros estaban recogiendo los artículos de magia tal como se les había ordenado, y otros atendían a los caballos o esparcían forraje para los camellos. Nadie prestaba la menor atención a los dos furtivos. La muchacha llevó a Mateo, dando la vuelta, hasta el lado más apartado del palanquín, donde nadie los podía ver.

—Aquí está —dijo la chica hacia las cortinas de la litera.

—Acércate, mi flor —se oyó la voz del mercader.

Con el corazón martilleándole de tal manera que apenas podía respirar del intenso dolor, Mateo no lograba reunir el valor suficiente. La muchacha, siempre con el miedo en sus ojos, lo apremió con un gesto a que obedeciera. Temblando, Mateo dio un paso adelante. La esbelta mano se asomó, lo cogió del cuello de su vestimenta y tiró de el hacia sí.

—Acabo de enterarme de que vamos a ser registrados cuando entremos en la ciudad. Llevo sobre mi persona un objeto mágico de tan raro como inmenso valor. Por razones evidentes, no deseo que sea encontrado por esos arrabaleros. Ellos examinarán con mucho cuidado mis po-sesiones, pero lo más probable es que no estén muy interesados en lo que pueda llevar una muchacha esclava como tú. Te doy este objeto, por tanto, para que me lo guardes hasta que venga a reclamártelo.

Mateo jadeó de sorpresa. ¿Era posible? ¿Iba a entrar con tanta facilidad en posesión de alguna reliquia arcana? El mercader no podía sospechar que él era brujo: naturalmente, lo suponía incapaz de utilizar aquel objeto. Debía de ser poderoso. Mateo había visto lo suficiente de la crueldad de aquel dios, Quar, para entender que el traficante estaba arriesgando su vida al desafiar las órdenes del sacerdote de Quar. Las manos de Mateo temblaban de ansiedad. Necesitaba, sin embargo, obtener cuanta información fuese posible acerca de aquel objeto con el fin de poder utilizarlo; pensó deprisa, buscando alguna manera de hacerlo sin despertar sospechas. En el último momento, se le ocurrió que lo lógico era que una muchacha esclava, como era él, se mostrara reacia a aceptar semejante carga.

—No…, no comprendo, efendi —balbuceó Mateo—. Sin duda hay otras más merecedoras… de… tu confianza.

—No me fío lo más mínimo de ti, mi flor. Te doy esto a ti porque tú serás vendida a alguien rico e importante y, por consiguiente, fácil de encontrar para mí.

—Pero, ¿y si lo perdiese o algo le sucediera…?

—Entonces, morirías del modo más horrible —dijo la fría voz del mercader—. Ese objeto está bendito, o maldito, depende del caso, para que no pueda perderse ni extraviarse por accidente.

De improviso, la esbelta mano que agarraba el vestido de Mateo se cerró con fuerza sobre el cuello de la tela retorciéndolo con aire experto y cortando la respiración al joven brujo.

—El que lo intente de un modo deliberado encontrará la muerte más atrozmente dolorosa que
mi
dios pueda deparar. Y créeme, mi querida flor, que su talento en este campo ha causado siempre admiración.

No había duda en aquella voz. Mateo comenzó a asfixiarse. La muchacha lo miró con enormes ojos asustados. Por fin, la mano le soltó las ropas y se deslizó de nuevo tras las cortinas del palanquín. Mateo resolló tratando de recuperar el aliento. Las cortinas se volvieron a separar. El mercader estiró el brazo y, cogiendo la mano de Mateo, puso algo dentro de ella.

Mateo se quedó mirándolo confuso.

En su mano sostenía una bola de cristal. Lo bastante pequeña para encajar con comodidad en su palma, la bola estaba decorada en su parte superior con el más intrincado trabajo de oro y plata. Estaba llena de agua y, en ella, nadaban dos pececillos: uno de color de terciopelo negro con largas aletas que barrían el agua y una cola de abanico, el otro de un trémulo color dorado con un cuerpo grande y aplastado y ojos saltones.

¡Le había dado una pecera!

—Yo… ¿Qué…? —Mateo no pudo hablar de un modo coherente.

—Calla, mi flor, y escúchame. No tenemos mucho tiempo. Debes mantener esto bien escondido de la vista de todos. La propia bola te ayudará, pues es por naturaleza contraria a revelar su presencia ante cualquiera. No necesitas alimentar ni cuidar a los peces; ellos se las arreglan solos. Lleva la bola sobre tu persona en todo momento, camines o duermas. No hables a nadie de ella. No tiembles tanto, mi flor. Tendrás esto en tu poder sólo por unos pocos días, tal vez ni siquiera tanto. Luego yo iré a liberarte de tu carga. Sírveme bien en este asunto y serás recompensada.

La esbelta mano acarició la mejilla de Mateo.

—Traicióname y…

Hubo un roce de cortinas, un destello de metal a la luz del sol y una especie de sobresaltado resuello por parte de la muchacha esclava. Al mirarla, Mateo vio sus ojos abrirse de dolor y, después, vaciarse de vida. La muchacha se desplomó al suelo junto a sus pies, con una gran mancha roja extendiéndose por sus ropas. La esbelta mano del mercader sostenía una pequeña daga de plata mojada de sangre.

Mateo comenzó a retroceder horrorizado, pero el mercader le agarró la muñeca con fuerza.

—Ahora, ya nadie sabe de este asunto más que tú y yo, mi flor. Vuelve deprisa a tu montura —dijo en un tono suave y bajo—. Recuerda lo que has visto de mi ira.

La esbelta mano le soltó el brazo y desapareció tras el cortinaje. Anonadado, Mateo escondió la pecera en el corpiño de su vestido. Sintió el frescor del cristal contra su piel caliente y tembló, como si se hubiese apretado un puñado de hielo contra el pecho. Sin saber muy bien dónde estaba ni qué estaba haciendo, Mateo se volvió, tropezando ciegamente en el duro suelo recalentado por el sol. Sólo el instinto lo llevó hasta el camello.

El resto de la partida se preparaba para continuar la marcha. Los esclavos retiraron los dogales de las rodillas de los camellos, incitándolos a levantarse con gritos de ánimo y golpecitos de vara. Los
goums
montaron en sus caballos; los portadores de la litera levantaron su carga hasta colocarla sobre sus hombros: los esclavos se pusieron en pie, haciendo entrechocar sus cadenas con un ruido discordante. Dos esclavos caminaban a un lado del palanquín llevando cada uno en sus brazos una enorme cesta de junco llena de extraños y curiosos objetos —amuletos, joyas, talismanes—, todo cuanto se considerase poseedor de alguna propiedad mágica. Kiber galopó de un extremo al otro de la fila, examinando la caravana con ojo crítico. Por fin, con una mirada a la litera, hizo un gesto aprobador con la cabeza y azuzó a su caballo hacia adelante. Con sus estandartes colgando flojamente en aquel aire tórrido e irrespirable, la caravana reanudó su marcha a un paso tranquilo.

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