La voz de las espadas (66 page)

Read La voz de las espadas Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
4.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Adelante!

...desastre. El dolor le penetró por el costado y le dejó sin aliento. De pronto sintió miedo y cansancio y debilidad. Gorst lanzó un gruñido y desató sobre él un torrente de golpes brutales que hicieron que los aceros le vibraran entre las manos y le obligaron a retroceder dando saltos como un conejo asustado. De su maestría, de su anticipación, de su coraje no quedaba ni rastro, y la acometida de Gorst era más feroz que nunca. La desesperación se abatió sobre él cuando sintió un zumbido en los dedos y luego vio cómo su acero largo salía volando y se estrellaba contra la barrera. Las rodillas se le doblaron. La multitud contuvo la respiración. Todo había terminado...

...No, todo no. El golpe caía hacia él trazando una amplia parábola en el aire. Era el golpe definitivo. Pero, de pronto, pareció ralentizarse. Caía lento, muy lento, como si estuviera atravesando una capa de miel. Jezal sonrió. Sólo tenía que desviarlo con su acero corto. Sintió que le volvían las fuerzas. Se levantó de un salto, apartó a Gorst con su mano inerme, desvió un nuevo golpe y luego otro más; los movimientos de su rival era tan lentos que su única espada podía hacer la función de dos. El público contenía el aliento, sólo se oía el veloz entrechocar de los aceros. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. El acero corto volaba por el aire más rápido que su vista, más rápido que sus propios pensamientos, como si tuviera vida propia y le arrastrara consigo.

Se oyó un chirrido metálico y el mellado acero largo de Gorst voló de sus manos, luego otro cuando un nuevo golpe de Jezal hizo otro tanto con el acero corto. Durante un instante todo quedó detenido. El gigante, al verse desarmado y con los talones al borde del círculo, miró a Jezal. La multitud había enmudecido.

Jezal alzó lentamente su acero corto, que de pronto parecía pesar una tonelada, y pinchó suavemente a Gorst en las costillas.

—Uf —dijo en voz baja el grandullón alzando las cejas.

Acto seguido, la multitud prorrumpió en una ensordecedora ovación. El estruendo no paraba de crecer y se volcaba en oleadas sobre Jezal. Ahora que todo había acabado se sentía completamente exhausto. Cerró los ojos, se tambaleó, la espada se le escapó de entre los dedos y se dejó caer de rodillas. Era como si hubiera gastado en un instante todas las energías de una semana. El simple hecho de estar de rodillas le suponía un esfuerzo que no estaba muy seguro de poder mantener durante mucho rato y tenía miedo de no poder volver a levantarse si se caía.

Pero de pronto sintió que unas poderosas manos le agarraban de los brazos y tiraban de él. El ruido de la multitud se intensificó cuando Jezal fue alzado en volandas. Abrió los ojos: una borrosa masa de colores difusos giraba a su alrededor. Era tal el estruendo que la cabeza le retumbaba. Alguien le llevaba a hombros. Una cabeza rapada: Gorst. El gigante le llevaba a hombros, como haría un padre con su hijo, y lo estaba mostrando a la multitud. Su feo rostro le miraba con una amplia sonrisa, y Jezal, casi sin querer, se la devolvió. El momento no podía ser más raro.

—¡Luthar es el vencedor! —proclamaba absurdamente el árbitro con una voz apenas audible—. ¡Luthar es el vencedor!

La ovación se había transformado en un canto machacón: ¡Luthar! ¡Luthar! ¡Luthar! La arena vibraba. La cabeza de Jezal flotaba mecida por su ritmo. Estaba ebrio. Ebrio de victoria. Ebrio de sí mismo.

Cuando los cantos de la multitud comenzaron a remitir, Gorst le bajó al círculo.

—Me has vencido en buena lid —dijo sonriendo de oreja a oreja. Su voz tenía un tono extraño, suave y agudo, casi femenino—. Quiero ser el primero en felicitarte —acto seguido, inclinó su cabezón y volvió a sonreír mientras se frotaba el corte de la mejilla sin dar la más mínima muestra de rencor—. Mereces ser el campeón —añadió levantándole la mano.

—Gracias —Jezal le lanzó una sonrisa forzada, estrechó su manaza de la forma más apresurada posible y luego se dirigió hacia el cercado. Desde luego que se lo merecía, pero el muy cabrón lo llevaba claro si creía que iba a dejar que siguiera disfrutando un solo minuto más del reflejo de su gloria.

—¡Ha estado magnífico, muchacho, magnífico! —babeó el Mariscal Varuz palmeándole la espalda mientras Jezal se dejaba caer con las piernas temblorosas en la silla—. ¡Estaba seguro de que lo conseguiría!

West sonrió ampliamente al pasarle la toalla:

—Se va a hablar de esto durante años.

La gente se agolpaba junto a la barrera para felicitarle. Un remolino de rostros risueños, uno de ellos el del padre de Jezal, que estaba radiante de orgullo.

—¡Sabía que lo lograrías Jezal! ¡No lo dudé ni un instante! ¡Has llenado de honra a tu familia! —Jezal notó que su hermano mayor no parecía precisamente entusiasmado. Incluso en el momento de mayor gloria de Jezal su semblante lucía la habitual expresión avinagrada y celosa. Maldito envidioso. ¿No podía, aunque sólo fuera un día, alegrarse por su hermano?

—¿Podría felicitar yo también al vencedor? —oyó que decía una voz justo detrás de su hombro. Era el idiota aquel, el de la barbacana, el tipo al que Sulfur llamaba su señor. El que había empleado el nombre de Bayaz. Tenía la calva empapada de sudor, el semblante pálido y los ojos hundidos. Casi como si se hubiera enfrentado con Gorst en un combate a siete toques—. Muy bien hecho, joven amigo, ha sido una actuación casi... mágica.

—Gracias —masculló Jezal. No estaba muy seguro de quién era aquel anciano ni qué era lo que pretendía, pero no le daba buena espina—. Discúlpeme, tengo que...

—Claro, claro, ya hablamos luego —dijo con un tono resolutivo como si fuera algo acordado de antemano. Acto seguido, se dio media vuelta y se perdió entre la multitud. El padre de Jezal le miró alejarse con el rostro demudado. Parecía haber visto un fantasma.

—¿Le conoces, padre?

—Pues...

—¡Jezal! —Varuz, muy excitado, le cogió del hombro—. ¡Venga conmigo! ¡El Rey quiere felicitarle! —Arrebató a Jezal de su familia y lo arrastró hacia el círculo. Una salva de aplausos los acompañó mientras caminaban por la hierba seca en dirección al escenario del triunfo de Jezal. El Lord Mariscal le rodeó paternalmente con el brazo y sonrió a las masas como si él fuera el destinatario de la ovación. Al parecer, todo el mundo quería arrebatarle parte de su gloria, pero, antes de subir los escalones que conducían al palco real, Jezal logró desembarazarse del brazo de Varuz.

El Príncipe Raynault, el hijo menor del Rey, era el primero de la fila. Vestía con sobriedad y su semblante dejaba traslucir un carácter honesto y reflexivo; apenas parecía un miembro de la realeza.

—¡Bien hecho! ¡Muy bien hecho! —gritó imponiéndose al estruendo de la multitud. Parecía alegrarse sinceramente del triunfo de Jezal. Su hermano mayor, no obstante, se mostró bastante más efusivo.

—¡Increíble! —aulló el Príncipe Heredero Ladisla, que vestía una chaqueta blanca con unos botones dorados que centelleaban al sol—. ¡Fantástico! ¡Asombroso! ¡Espectacular! ¡Jamás había visto cosa igual! —Jezal sonrió y se inclinó humildemente al pasar por delante de él, viéndose obligado a encoger los hombros ante la palmada excesivamente enérgica que le propinó el Príncipe—. ¡Estaba seguro de que lo conseguiría! ¡Siempre dije que era usted mi hombre!

La Princesa Terez, hija única del Gran Duque Orso de Talins, miró a Jezal pasar con una minúscula y desdeñosa sonrisa mientras se golpeaba lánguidamente la palma de la mano con dos dedos en una desganadísima imitación de un aplauso. Tenía la barbilla tan levantada que sólo de mirarla producía dolor, y con su gesto parecía querer indicar que el mero hecho de recibir una mirada suya era un honor que él jamás podría apreciar en su justo valor y que, sin lugar a dudas, no se merecía.

Finalmente llegó al sitial de Guslav Quinto, el Gran Rey de la Unión. Estaba caído sobre un costado y comprimido por el peso de su centelleante corona. Sus dedos eran de una palidez enfermiza y temblequeaban sobre la seda púrpura de su manto como si fueran un grupo de babosas blancas. Tenía los ojos cerrados y su pecho subía y bajaba suavemente, acompañado de unos leves resoplidos que hacían brotar de sus flácidos labios un reguero de babas que discurría por su barbilla y se unía al sudor de su prominente papada formando una mancha negra en el elevado cuello de su traje.

No cabía ninguna duda, Jezal se hallaba en presencia de la auténtica grandeza.

—Majestad —murmuró Lord Hoff. El jefe del Estado no reaccionó. La Reina, que se mantenía dolorosamente erguida, contemplaba a su marido con una sonrisa rígida e inexpresiva emplastada en su rostro profusamente empolvado. Jezal, que ya no sabía dónde poner los ojos, optó por mirarse sus polvorientos zapatos. El Lord Chambelán tosió sonoramente. Bajo la densa capa de grasa que recubría el rostro del Rey, palpitó un músculo, pero el monarca seguía sin despertarse. Hoff hizo una mueca de dolor, miró en todas direcciones para asegurarse de que nadie estaba mirando y pinchó las regias costillas con un dedo.

El Rey dio un respingo y, de repente, sus párpados se abrieron del todo. Su voluminosa papada temblequeó y sus ojos sanguinolentos miraron fijamente a Jezal.

—Majestad, éste es el capitán...

—¡Raynault! —exclamó el Rey—. ¡Hijo mío!

Jezal tragó saliva con nerviosismo, mientras se esforzaba por mantener en su rostro su propia versión de una sonrisa rígida. Maldita sea, aquel viejo senil le había confundido con su hijo menor. Y lo que era peor aún, el Príncipe estaba apenas a dos pasos de ellos. La acartonada mueca de la Reina vaciló mínimamente. Los labios perfectos de la Princesa Terez se retorcieron en un gesto de desdén. El Lord Chambelán carraspeó azorado.

—Mmm, no, Majestad, se trata de...

Pero ya era demasiado tarde. De improviso, el monarca se puso trabajosamente de pie y abrazó emocionado a Jezal. La corona se ladeó y una de sus puntas, que tenía incrustadas varias piedras preciosas, por poco le saca un ojo a Jezal. Lord Hoff, mudo de asombro, contemplaba boquiabierto la escena. Los dos Príncipes miraban con los ojos como platos. Lo único que pudo hacer Jezal fue emitir un gorgoteo de impotencia.

—¡Hijo mío! —lloriqueó el Rey con la voz entrecortada por la emoción—. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto, Raynault! Cuando yo ya no esté entre vosotros, Ladisla necesitará tu ayuda. ¡Es tan débil y la carga de la corona es tan pesada! ¡Siempre fuiste el más indicado para recibirla! ¡Tan pesada! —sollozó recostado en el hombro de Jezal.

Era como una pesadilla espantosa. Ladisla y el verdadero Raynault se miraron boquiabiertos y luego se volvieron hacia su padre con el rostro demudado. Terez contemplaba a su futuro suegro por encima de su nariz con un indisimulado gesto de desprecio. Todo iba de mal en peor. ¿Qué demonios se supone que se debe hacer en una situación así? ¿Cómo iba el protocolo a prever cosa semejante? Jezal, abochornado, descargó unas palmaditas en la gruesa espalda del Rey. ¿Qué iba a hacer si no? ¿Apartar de un empujón a aquel idiota senil y tirarle de culo al suelo delante de la mitad de sus súbditos? La verdad es que estuvo tentado de hacerlo.

El único consuelo fue que la multitud interpretó el abrazo del Rey como un sonoro refrendo de la habilidad de Jezal como espadachín y ahogó las palabras del monarca con una nueva oleada de vítores. Al margen de las personas presentes en el palco real, nadie había oído lo que había dicho. Todos se perdieron el verdadero alcance de lo que sin duda había sido el momento más embarazoso que había pasado Jezal en su vida.

El público ideal

El Archilector Sult, tan espigado e imponente como siempre en su inmaculada toga blanca, se encontraba asomado a uno de los ventanales de su despacho cuando entró Glokta. Su vista miraba más allá de los chapiteles de la Universidad y se dirigía hacia la Casa del Creador. Corría por la gran sala circular una agradable brisa que alborotaba la mata de pelo blanco del anciano y hacía crujir y aletear los papeles que cubrían su mesa.

Al oír el renqueante paso de Glokta, se dio la vuelta.

—Inquisidor —se limitó a decir. Luego alargó una de sus manos enguantadas de blanco y la gran piedra preciosa que lucía el anillo de su cargo centelleó con un fuego púrpura al recibir la luz que entraba por la ventana abierta.

—Sirvo y obedezco a Vuestra Eminencia —Glokta cogió la mano que le tendía y, con un gesto de dolor, se agachó para besar el anillo mientras su bastón temblaba debido al esfuerzo que estaba realizando para no perder el equilibrio. .

Sult se deslizó suavemente hacia su sitial, posó los codos en la mesa y entrelazó las manos. Glokta permanecía de pie, la pierna le ardía tras la ascensión de costumbre por el Pabellón de los Interrogatorios y el sudor hacía que le picara el cuero cabelludo, pero no le quedaba más remedio que aguardar a que le invitara a sentarse.

—Haga el favor de tomar asiento —murmuró el Archilector. Una vez que Glokta llegó penosamente a una de las sillas bajas que había dispuestas alrededor de la mesa redonda, volvió a dirigirse a él—: Dígame, ¿han obtenido algún resultado sus investigaciones?

—Alguno. La otra noche se produjeron unos disturbios en los aposentos de nuestros visitantes. Según ellos, se trató de...

—Un intento de conferir mayor credibilidad a su ridícula historia. ¡Magia! —soltó desdeñoso Sult—. ¿Ha averiguado cómo se produjo realmente ese boquete en el muro?

—Me temo que no, Archilector.
¿Cosa de magia, tal vez?

—Una pena. No nos hubiera venido mal contar con alguna prueba sobre la forma en que llevó a cabo ese truco. En fin —Sult suspiró como dando a entender que se lo esperaba—, no se puede tener todo. ¿Ha hablado con esa... gente?

—Sí, señor. El tal Bayaz, si es que puedo llamarlo así, responde siempre con evasivas. No creo que podamos sacarle nada si no recurrimos a un método más expeditivo que la simple formulación de una serie de preguntas. Y su amigo el norteño también es un caso digno de estudio.

Una arruga surcó la lisa frente de Sult.

—¿Sospecha que existe alguna conexión con ese bárbaro, Bethod?

—Es posible.

—¿Posible? —repitió agriamente el Archilector como si se tratara de una palabra venenosa—. ¿Qué más hay?

—La alegre compañía cuenta con un nuevo miembro.

—Lo sé. El Navegante.

No sé ni para qué me molesto.

—En efecto, Eminencia, un Navegante.

—Pues que les vaya bien. Esos embaucadores sacacuartos sólo sirven para traer problemas. Siempre andan gimoteando sobre su Dios y otras zarandajas por el estilo. No son más que unos bárbaros codiciosos.

Other books

An Open Swimmer by Tim Winton
Kismet by Beth D. Carter
The Imposter by Judith Townsend Rocchiccioli
The Loves of Harry Dancer by Lawrence Sanders
Probation by Tom Mendicino
The Devil You Know by Jo Goodman
The Last Ember by Daniel Levin
Epic by Annie Auerbach