La voz de las espadas (67 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—Desde luego que sólo sirven para traer problemas, Archilector, pero aun así me parece que sería interesante averiguar para qué lo han contratado.

—¿Y para qué ha sido?

Glokta hizo una pausa:

—No lo sé.

—Ja —soltó desdeñoso Sult—. ¿Qué más?

—Tras la indeseada visita nocturna nuestros amigos fueron realojados en unos aposentos en las proximidades del parque. Hace unos días, a no más de veinte pasos de sus ventanas, se produjo un asesinato brutal.

—El Superior Goyle ya me ha informado de ello. Me dijo que no era algo de lo que debiera preocuparme, que no existía conexión alguna con nuestros visitantes. He puesto el asunto en sus manos —dirigió a Glokta un mirada torva y añadió—: ¿Cree que he hecho mal?

Oh, por favor, no creo que tenga que pensarme mucho la respuesta.

—Por supuesto que no, Archilector —Glokta inclinó respetuosamente la cabeza—. Si el Superior está convencido de que es así, también lo estoy yo.

—Hummm. En conclusión, lo que me trata de decir es que no tenemos nada.

Algo hay.

—Tenemos esto —Glokta sacó del bolsillo de su gabán el antiguo manuscrito y se lo tendió.

El semblante de Sult dejaba traslucir una leve curiosidad mientras cogía el manuscrito, lo desenrollaba sobre la mesa y luego examinaba sus indescifrables caracteres.

—¿Qué es esto?

Vaya, de modo que hay algo que no sabe.

—Supongo que es lo que suele llamarse un trozo de historia. En ese manuscrito se narra cómo Bayaz derrotó al Maestro Creador.

—Un trozo de historia —Sult se quedó pensativo y tamborileó con los dedos sobre la mesa—. ¿Y de qué nos sirve esto?

De qué le sirve a usted, querrá decir.

—Según este manuscrito, fue nuestro amigo Bayaz quien selló la Casa del Creador —Glokta señaló con la cabeza la imponente silueta que se veía desde la ventana—. La selló... y se llevó la llave.

—¿La llave? Esa torre siempre ha estado sellada. Siempre. Por lo que yo sé, ni siquiera tiene una cerradura.

—Eso es exactamente lo mismo que he pensado yo, Eminencia.

—Hummm —los labios de Sult comenzaron a esbozar una sonrisa—. La salsa de cualquier historia reside en la forma de contarla. Yo diría que eso es algo que nuestro buen amigo Bayaz sabe muy bien. Ha estado usando nuestras historias en su propio beneficio, pero ahora podemos pagarle con la misma moneda. Me gusta la ironía —de nuevo cogió el manuscrito—. ¿Es auténtico?

—¿Eso importa?

—En absoluto —Sult se levantó garbosamente de la silla y con paso lento avanzó hacia el ventanal golpeteando el manuscrito enrollado contra sus dedos. Permaneció unos instantes mirando por la ventana y luego se dio la vuelta: su semblante irradiaba satisfacción.

—Acabo de recordar que mañana tendrá lugar una fiesta para agasajar a nuestro nuevo campeón, el capitán Luthar. —
Maldito gusano tramposo
—. Asistirá la flor y nata de la sociedad: la Reina, los dos príncipes, casi todos los miembros del Consejo Cerrado y varios de los principales nobles del reino. —
Sin olvidar al Rey. Es significativo que la gente ya ni se moleste en mencionar su asistencia a una cena
—. El público ideal para nuestra pequeña ceremonia de desenmascaramiento, ¿no cree?

Glokta tuvo la precaución de manifestar su asentimiento con una inclinación de cabeza:

—Desde luego, Archilector. El público ideal. —
Siempre y cuando la cosa salga bien. Porque si no es así, puede resultar el peor público imaginable
.

Pero Sult ya estaba anticipando el triunfo:

—Una reunión perfecta, pero conviene que nos demos prisa con los preparativos. Envíe un mensajero a nuestro amigo el Primero de los Magos para hacerle saber que ha sido cordialmente invitado a una cena que tendrá lugar mañana por la noche. Por cierto, usted asistirá, ¿no?

¿Yo?
Glokta volvió a inclinar la cabeza.

—No me lo perdería por nada del mundo, Eminencia.

—Bien. Y no se olvide de llevar a sus Practicantes. Puede que nuestros amigos se pongan violentos cuando se descubra el pastel. Con unos bárbaros así, ¿quién sabe lo que puede pasar? —Con un movimiento casi imperceptible de su mano enguantada, el Archilector le dio a entender que la entrevista había concluido.
¿Me ha hecho subir todas esas escaleras para esto?

Cuando Glokta alcanzó por fin el umbral, Sult tenía la cabeza agachada sobre el manuscrito:

—El público ideal —murmuró mientras se cerraban las pesadas puertas.

En el Norte, los Caris de un jefe acuden todas las noches a su sala para cenar con él. Las mujeres traen la comida en cuencos de madera. Las piezas de carne se sacan ensartándolas con un cuchillo, con ese mismo cuchillo se cortan y luego se cogen los trozos con los dedos y se meten en la boca. Si alguien encuentra un hueso o un cartílago, lo tira a la paja del suelo para que se lo coman los perros. La mesa, si es que la hay, la forman unas cuantas tablas mal encajadas, bastante sucias y con abundantes arañazos y agujeros provocados por los cuchillos. Los Caris se sientan en largos bancos de madera y, como mucho, puede haber unas pocas sillas destinadas a los Mejores Guerreros. La sala, sobre todo durante el invierno, está en penumbra y envuelta en el humo que desprende el fuego del hogar y las pipas de chagga. Con frecuencia se cantan canciones, de vez en cuando se profieren inofensivos insultos, y alguno que otro no tan inofensivo, y la bebida corre generosamente. Sólo hay una norma de urbanidad: no se puede empezar a comer hasta que no lo haya hecho el jefe.

Logen no tenía ni idea de cuáles eran las normas en aquel lugar, pero le daba la impresión de que debía de haber muchísimas.

Los comensales, no menos de sesenta, se distribuían alrededor de tres largas mesas colocadas en forma de herradura. Cada persona disponía de su propia silla, y la madera oscura de las mesas estaba tan reluciente que Logen podía ver en su superficie el reflejo borroso de su propio rostro a la luz de los cientos de velas que se repartían por las paredes y las mesas. Dispuestos delante de cada comensal había por lo menos tres cuchillos sin filo, así como varios otros utensilios, entre ellos una lustrosa circunferencia plana de metal cuya utilidad constituía un auténtico enigma para Logen.

Gritos no había, y menos aún cantos; lo único que se oía era un leve rumor, similar al ruido de un enjambre de abejas, producido por el cuchicheo de los invitados, que, cuando hablaban, se inclinaban hacia sus vecinos como si estuvieran intercambiando secretos. Los atuendos eran todavía más extravagantes que de costumbre. A pesar del calor que hacía, los ancianos vestían unas pesadas túnicas de tonos negros, rojos y dorados, ribeteadas con lustrosas pieles. Los jóvenes llevaban unas casacas ajustadas de colores carmesí, verde o azul, festoneadas con cordones y lazadas de hilos dorados y plateados. Las mujeres lucían relucientes colgantes, anillos dorados y centelleantes joyas, y llevaban unos extraños vestidos de vivos colores, ridículamente holgados e inflados en algunas partes, dolorosamente ceñidos en otras y dejando también algunas más en una perturbadora desnudez.

Hasta los sirvientes, que pululaban por detrás de las mesas y se inclinaban de cuando en cuando para llenar en silencio las copas con un suave vino dulzón, vestían como grandes señores. Logen ya había dado cuenta de una buena cantidad de vino, y la luminosa sala había adquirido un brillo bastante acogedor.

El problema era que aún no había llegado la comida. No había tomado nada desde por la mañana y su estómago comenzaba a protestar. Llevaba un rato fijándose en las plantas que sobresalían de las jarras que había dispuestas en la mesa delante de los comensales. Tenían unas flores de colores muy vivos y no parecían tener aspecto de ser comestibles, pero ya se sabía que en aquel país comían cosas muy raras.

Mejor probarlas para salir de dudas. Arrancó de una de las jarras un trozo largo de una planta verde que tenía una flor amarilla en la punta. Resultaba bastante insípida y acuosa, pero al menos estaba crujiente. Dio un mordisco algo mayor y se puso a masticar sin demasiado entusiasmo.

—Me parece que no son para comer —Logen volvió la vista, sorprendido de oír en un lugar como aquel la lengua del Norte y más sorprendido aún de que alguien se hubiera decidido a hablar con él. Su vecino, un tipo alto y de semblante adusto, con un rostro afilado en el que se dibujaban ya algunas arrugas, se había inclinado hacia él y le miraba con una sonrisa azorada. A Logen le sonaba un poco su cara. Le había visto en el juego aquel de las espadas: era el tipo que sostenía los aceros del joven de la barbacana.

—Ah —masculló Logen con la boca llena. Cuanto más masticaba, peor le sabía la cosa aquella—. Disculpe —apostilló una vez que consiguió que el trozo de planta le bajara por la garganta—, no entiendo mucho de estas cosas.

—A decir verdad, yo tampoco. ¿A qué sabía?

—A rayos —Logen contempló indeciso la flor a medio comer que tenía entre los dedos. Las baldosas del suelo estaban inmaculadamente limpias. No le parecía bien tirar la cosa aquella debajo de la mesa. Al fin y al cabo, allí no había perros, y, aun en el caso de que los hubiera habido, tenía serias dudas de que se hubiesen comido una cosa como ésa. Un perro habría tenido bastante más sentido común que él. Dejó los restos de la planta en el plato de metal y se limpió los dedos en el pecho, confiando en que nadie le hubiera visto.

—Me llamo West —dijo el tipo tendiéndole la mano—. Soy de Angland.

Logen le estrechó la mano:

—Nuevededos. Soy un Brynn, de las tierras que hay más al norte de las Altiplanicies.

—¿Nuevededos? —Logen movió un poco el muñón de su dedo y el hombre asintió—. Ah, ya entiendo —luego sonrió como si acabara de recordar algo que le hiciera mucha gracia—. Una vez, en Angland, oí una canción sobre un hombre que sólo tenía nueve dedos. ¿Cómo le llamaban? ¡Ah, ya! ¡El Sanguinario! —Logen notó que la sonrisa se le estaba borrando del rostro—. Era una de esas típicas canciones del Norte, ya sabe, una de esas historias llenas de violencia. El tal Sanguinario se pasaba todo el tiempo cortando cabezas, incendiando ciudades, bebiendo cerveza mezclada con sangre y no sé cuántas barbaridades más. No será usted, ¿verdad?

Lo decía en broma. Logen soltó una carcajada nerviosa:

—No, no. Nunca he oído hablar de ese tipo. Por fortuna, West cambió de tema:

—Oiga, me da la impresión de que en tiempos ha debido usted de ver unas cuantas batallas.

—He tenido algún que otro encontronazo, sí. —De nada servía negarlo.

—¿Conoce a ese tipo al que llaman el Rey de los Hombres del Norte? ¿Al tal Bethod?

Logen echó una mirada de reojo a su alrededor.

—Lo conozco.

—¿Luchó contra él en las guerras?

Logen torció el gesto. La planta parecía haberle dejado un regusto amargo en la boca. Cogió su copa y echó un trago.

—Peor que eso —dijo lentamente mientras volvía a dejar la copa en la mesa—. Luché a su lado.

Aquello no hizo sino despertar aún más la curiosidad de su vecino.

—En tal caso, tiene que saber bastante sobre sus tácticas de combate y sus tropas. Sobre su forma de hacer la guerra —Logen asintió con la cabeza—. ¿Qué me puede decir de él?

—Que no hay enemigo más astuto e implacable y que no tiene ni escrúpulos ni compasión. Entiéndame, odio profundamente a ese hombre, pero desde los tiempos de Skarling el Desencapuchado no ha habido un jefe guerrero que se le pueda comparar. Posee esa cualidad que hace que los hombres le respeten, le teman o, al menos, le obedezcan. Fuerza al máximo a sus hombres para llegar el primero al campo de batalla y así poder elegir el terreno, y ellos se prestan a realizar esas marchas porque están seguros de que les conducirá a la victoria. Sabe cuándo debe mostrarse cauteloso y cuándo debe ser intrépido, y nunca deja nada al azar. Siente pasión por todas las estratagemas de la guerra: las trampas, las emboscadas, los amagos, los engaños, las incursiones que pillan por sorpresa al enemigo. Hay que buscarle donde menos se le espera, y esperar que sea más fuerte donde parezca más débil. Pero sobre todo hay que estar muy prevenido cuando parece que ha emprendido la huida. La mayoría de los hombres le temen, y los que no le temen son unos insensatos.

Logen cogió la flor del plato y la fue desmenuzando.

—Sus ejércitos se agrupan en torno a los jefes de los clanes, muchos de los cuales son también grandes jefes guerreros. El grueso de sus tropas lo componen los Siervos, campesinos alistados a la fuerza provistos de un armamento ligero, lanzas o arcos, que forman pequeños grupos dotados de gran movilidad. Antiguamente se les sacaba de las granjas durante un corto espacio de tiempo y estaban bastante mal preparados, pero las guerras se han prolongado tanto que muchos de ellos han acabado por convertirse en unos guerreros muy duros y poco dados a la compasión.

A continuación, se puso a distribuir los trozos como si fueran grupos de guerreros, utilizando el plato a modo colina.

—Cada jefe cuenta además con sus Caris, las mesnadas de guerreros de su propia casa, hombres provistos de corazas y buenas armas, diestros en el manejo del hacha, la espada y la lanza, y muy disciplinados. Algunos de ellos irán a caballo, pero a ésos Bethod los mantendrá fuera de la vista y los reservará para el momento más adecuado, para cuando haya que hacer una carga o emprender una persecución —arrancó los pétalos amarillos de la flor y los transformó en un grupo de jinetes oculto en los flancos del ejército—. Por último, están los Grandes Hombres, los Mejores Guerreros, que son los que se han labrado una reputación en el campo de batalla. Pueden entrar en combate al frente de una partida de Caris, actuar como exploradores o llevar a cabo incursiones, a veces muy por detrás de las filas del enemigo.

Al fijarse en el plato y advertir que estaba repleto de trozos de planta, se apresuró a barrerlos hacia la mesa.

—Ésa es la forma tradicional de combatir en el Norte, pero Bethod siempre ha sido muy aficionado a las novedades. Ha leído libros y ha estudiado otras formas de combatir, y más de una vez le he oído mencionar la posibilidad de acudir a los mercaderes del sur para adquirir ballestas, armaduras pesadas y corceles de guerra para así poder formar un ejército que despierte el temor de todo el mundo.

Logen se dio cuenta de que llevaba un buen rato sin parar de hablar. Hacía años que no pronunciaba tantas palabras seguidas, aunque, a decir verdad, durante todo ese tiempo West le había estado escuchando absorto.

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