La voz de las espadas (8 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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La puerta de la taberna se abrió de golpe y aparecieron West y Jalenhorm, enfrascados en ebria conversación: algún asunto relacionado con la hermana de alguien. Un chorro de luz iluminó de pleno a los dos hombres que forcejeaban al otro lado de la calle. El más corpulento iba completamente vestido de negro y llevaba la parte inferior de la cara cubierta con una máscara. Tenía el pelo blanco, las cejas blancas e incluso su piel era blanca como la leche. Jezal contempló atónito a aquel demonio albino, que, de repente, le devolvió la mirada entornando con ferocidad sus ojos rosáceos.

—¡Socorro! —el tipo de la bolsa en la cabeza lanzó un chillido de terror—. Socorro, me están... —el albino le propinó un golpe brutal en la boca del estómago y el tipo se dobló exhalando un suspiro.

—¡Alto ahí! —gritó West.

Jalenhorm corría ya a cruzar la calle.

—¿Qué? —dijo Kaspa acodado en el suelo.

La mente de Jezal estaba envuelta en brumas, pero sus pies parecían haber tomado la decisión de seguir a Jalenhorm, así que avanzó a trompicones, acuciado por unas irresistibles ganas de vomitar. West venía detrás de él. El fantasma blanco se irguió y se dio la vuelta para interponerse entre ellos y su prisionero. En ese momento, surgió otro hombre de entre las sombras, una figura alta y delgada, igualmente vestida de negro y enmascarada, pero con una grasienta melena. El hombre alzó una mano enguantada.

—¡Por favor, caballeros, por favor, actuamos en nombre del Rey! —la máscara amortiguaba el sonido quejumbroso de su voz de acento plebeyo.

—El Rey siempre actúa a plena luz del día —gruñó Jalenhorm.

Un leve temblor en la máscara del recién llegado indicó que estaba sonriendo.

—Por eso recurre a nosotros cuando hay que actuar de noche, ¿eh, amigo?

—¿Quién es ese hombre? —West señaló al tipo de la bolsa en la cabeza.

El prisionero trataba de levantarse otra vez:

—¡Soy Sepp dan... ufff! —el monstruo blanco le silenció soltándole un puñetazo en la cara que le hizo caer inerte al suelo.

Jalenhorm apretó las mandíbulas y posó una mano sobre la empuñadura de su espada. Con una velocidad pasmosa, la imponente figura del fantasma blanco se plantó junto a él. De cerca, resultaba aún más enorme, irreal y terrorífico. Jalenhorm dio un paso involuntario hacia atrás, tropezó con la irregular superficie de la calle y se estampó de espaldas contra el suelo. Jezal pensó que le iba a estallar la cabeza.

—¡Atrás! —bramó West. Su espada salió disparada de la vaina emitiendo un leve tintineo.

—¡Uaaaaa! —bufó el monstruo cerrando los puños, enormes como dos rocas blancas.

—Aargh —gorgoteó el tipo de la bolsa.

Jezal tenía el corazón encogido. Se volvió para mirar al hombre delgado. Y los ojos del hombre delgado le devolvieron una sonrisa. ¿Cómo se podía sonreír en una situación como ésa? Jezal se sorprendió al ver que tenía en la mano un largo y feo cuchillo. ¿De dónde lo había sacado? Con ebria torpeza, buscó a tientas su espada.

—¡Comandante West! —dijo alguien entre las sombras que había algo más abajo de la calle. Jezal se detuvo con el acero a medio sacar. Jalenhorm, que tenía la parte de atrás del uniforme cubierta de barro, se puso rápidamente de pie y desenvainó su espada. El pálido monstruo los miraba sin parpadear y sin retroceder ni un solo milímetro—. ¡Comandante West! —repitió la voz, acompañada ahora de un ruido seco y áspero. West estaba lívido. Una figura surgió de las sombras, cojeando visiblemente y tanteando el suelo con un bastón. Un sombrero de ala ancha le oscurecía la parte superior del rostro, pero en su boca se dibujaba una extraña sonrisa. Una súbita náusea invadió a Jezal al advertir que le faltaban cuatro dientes delanteros. Se aproximó a ellos arrastrando los pies y, haciendo caso omiso de los aceros desenvainados, le tendió la mano a West.

El comandante enfundó lentamente su espada, estiró la mano y se la dejó estrechar.

—¿Coronel Glokta? —inquirió con voz ronca.

—Tu humilde servidor, pero ya no estoy en el ejército. Ahora trabajo para la Inquisición del Rey —dicho aquello, alzó lentamente una mano y se descubrió. Su rostro arrugado tenía una palidez enfermiza y su pelo entrecano estaba cortado al rape. Sus ojos miraban con un centelleo febril desde unas oscuras ojeras, el izquierdo, que era bastante más pequeño que el derecho, tenía el borde rosado y un brillo acuoso—. Éstos son mis ayudantes, los Practicantes Severard —el larguirucho hizo una burlona reverencia— y Frost.

El monstruo blanco aupó al prisionero con una sola mano.

—¡Alto! —dijo Jalenhorm, dando un paso adelante, pero el Inquisidor le detuvo posándole suavemente una mano en el hombro.

—Este hombre es un prisionero de la Inquisición de Su Majestad, teniente Jalenhorm —el hombre corpulento se paró, sorprendido de que le llamaran por su nombre—. Sé que actúa movido por la mejor de las intenciones, pero este hombre es un criminal, un traidor. Tengo una orden de arresto firmada por el Archilector Sult en persona. Es absolutamente indigno de su ayuda, créame.

Jalenhorm arrugó el entrecejo y dirigió una mirada torva al Practicante Frost. El pálido monstruo parecía aterrorizado. Todo lo aterrorizado que pueda estar una piedra. Se echó el prisionero a la espalda como si tal cosa y se fue calle arriba. El tal Severard, por su parte, sonrió con sus ojos, hizo una reverencia y luego siguió a su compañero a paso lento, silbando desafinadamente.

El párpado izquierdo del Inquisidor empezó a temblar y unas lágrimas resbalaron por su pálida mejilla. Se llevó el dorso de la mano a la mejilla y se la limpió con sumo cuidado.

—Por favor, les ruego que me disculpen. Mal están las cosas cuando un hombre ya ni siquiera es capaz de controlar sus propios ojos, ¿no creen? Maldita secreción. A veces pienso que debería hacer que me lo sacaran y arreglármelas con un parche —a Jezal se le revolvieron las tripas—. ¿Cuánto hace de la última vez, West? ¿Siete años? ¿Ocho?

Un músculo temblaba en la sien del comandante West.

—Nueve.

—¡Hay que ver! ¡Quién lo diría! Si parece que fue ayer. Fue en la cresta de aquella colina donde nos separamos, ¿no?

—En la cresta, sí.

—Tranquilo, West. No te culpo en absoluto —Glokta le dio una palmada afectuosa en el brazo—. De eso no, desde luego. Trataste de disuadirme, lo recuerdo muy bien. Después de todo, en Gurkhul tuve tiempo de sobra para pensar en ello. Mucho tiempo para pensar, sí. Siempre te portaste conmigo como un buen amigo. Y ahora el joven Collem West se ha convertido en todo un señor comandante de la Guardia Real, qué cosas —Jezal no tenía ni la más remota idea de lo que estaban hablando. Lo único que deseaba era vomitar e irse a la cama.

El Inquisidor Glokta se volvió hacia él con una sonrisa, que de nuevo puso al descubierto los horribles huecos de su dentadura.

—Y éste debe ser el capitán Luthar, el hombre en el que hay depositadas tantas esperanzas para el próximo Certamen. Un maestro muy severo el Mariscal Varuz, ¿eh? —y agitando débilmente su bastón en dirección a Jezal, añadió—: pinche, pinche, ¿eh, capitán? Pinche, pinche.

Jezal sintió que se le subía la bilis. Carraspeó y agachó la cabeza, anhelando que el mundo se estuviera quieto de una maldita vez. El Inquisidor los fue mirando a todos uno por uno en actitud expectante. West estaba pálido; Jalenhorm, cubierto de barro y con cara de pocos amigos. Y Kaspa seguía sentado en medio de la calle. Ninguno parecía tener nada que decir.

Glokta carraspeó.

—En fin, el deber me llama —dijo inclinándose rígidamente—, pero confío en volver a verles a todos. Pronto —Jezal se dio cuenta de que él, al menos, lo que deseaba era no volver a verle jamás.

—Tal vez podríamos practicar un poco de esgrima algún día —musitó West.

Glokta sonrió afablemente.

—Ah, no sabes cuánto me gustaría, West, pero, de veras, últimamente ando un poco... lisiado. Si te apetece pelear, estoy seguro de que el Practicante Frost estará encantado de complacerte —dijo volviendo la vista hacia Jalenhorm—, pero debo advertirte una cosa, él no lucha como un caballero. En fin, buenas noches a todos —volvió a ponerse el sombrero, se volvió lentamente y se alejó renqueando por la sórdida callejuela.

Los tres oficiales le vieron irse, sumidos en un prolongado y embarazoso silencio. Kaspa se acercó a ellos andando a trompicones.

—¿Qué pasaba? —preguntó.

—Nada —dijo West apretando los dientes—. Y lo mejor será olvidarnos incluso de que ha ocurrido.

Dientes y dedos

Hay poco tiempo. Debemos darnos prisa
. Glokta hizo una seña a Severard, que sonrió y le quitó a Sepp dan Teufel la bolsa de la cabeza.

El Maestre de la Ceca era un hombre robusto y de aspecto noble. Pero su rostro ya empezaba a amoratarse.

—¿Qué significa esto? —rugió lleno de indignación y jactancia—. ¿Saben quién soy?

Glokta dio un resoplido de desdén.

—Claro que sabemos quién es. ¿Acaso cree que tenemos por costumbre raptar a la gente por la calle al azar?

—¡Soy el Maestre de la Ceca del Rey! —aulló el prisionero, tratando de librarse de sus ataduras. El Practicante Frost lo contemplaba impasible con los brazos cruzados. Los hierros ya estaban al rojo vivo en el brasero—. ¿Cómo se atreven a...?

—¡Basta ya de interrupciones! —gritó Glokta. Frost descargó una brutal patada en la espinilla de Teufel, que lanzó un alarido de dolor—. ¿No pretenderás que nuestro prisionero firme el pliego de confesión con las manos atadas? Haz el favor de soltarle.

Mientras el albino lo desataba, Teufel miraba receloso a su alrededor. De pronto sus ojos se posaron en un cuchillo de carnicero. Su hoja pulida brillaba como un espejo bajo la cruda luz de los faroles.
Un objeto verdaderamente bello. Te gustaría cogerlo, ¿verdad Teufel? Apuesto a que te encantaría cortarme con él la cabeza
. Glokta casi deseaba que lo hiciera, la mano derecha del prisionero parecía querer alcanzarlo, pero, en lugar de ello, la utilizó para apartar de un golpe el pliego.

—Ah —dijo Glokta—, el Maestre de la Ceca es un caballero diestro.

Teufel miraba al otro lado de la mesa con los ojos entornados.

—¡Le conozco! Es usted Glokta, ¿no? El que capturaron en Gurkhul, aquel al que torturaron. Sand dan Glokta, ¿me equivoco? Pues bien, le puedo asegurar que esta vez ha ido usted demasiado lejos. Demasiado lejos. En cuanto se entere de esto el Juez Marovia...

Glokta se levantó de un salto haciendo chirriar la silla contra las losas. El pie izquierdo le dolía horriblemente, pero lo ignoró por completo.

—¡Mire esto! —bufó y, acto seguido, se abrió la boca, proporcionando al horrorizado prisionero una perfecta visión de su dentadura.
O de lo que queda de ella
— ¿Ha visto esto? ¿Lo ha visto? Cuando me arrancaban un diente de arriba me dejaban el de abajo, y cuando me arrancaban uno de abajo me dejaban el de arriba, así hasta el fondo de la boca. ¿Ve? —Glokta se ensanchó los carrillos con los dedos para que Teufel pudiera verlo mejor—. Lo hicieron con un minúsculo cincel. Un poquito cada día. Tardaron meses en acabar —Glokta tomó asiento con un movimiento rígido y luego sonrió de oreja a oreja—. Excelente trabajo, ¿eh? ¡Qué ironía! ¡Te dejan la mitad de los dientes, pero de tal forma que ninguno sirva para nada! La mayor parte de los días sólo puedo tomar sopa —el Maestre de la Ceca tragó saliva. Glokta vio que una gota de sudor le resbalaba por el cuello—. Y los dientes sólo fueron el principio. Tengo que orinar sentado, sabe, como las mujeres. Tengo treinta y cinco años y necesito ayuda para levantarme de la cama —volvió a recostarse en su asiento y estiró la pierna con un gesto de dolor—. Cada día es para mí como un pequeño infierno. Cada día. Así que, dígame, ¿realmente cree que algo que pueda usted decir va a asustarme?

Glokta estudió a su prisionero, tomándose su tiempo.
Ya no tiene las cosas tan claras
.

—Confiese —susurró—. Luego le embarcaremos para Angland y así podremos dormir un poco esta noche.

El rostro de Teufel se había vuelto casi tan pálido como el de Frost, pero no dijo nada.
El Archilector no tardará en llegar. Seguro que ya está de camino. Si para cuando llegue no está lista la confesión... iremos todos a parar a Angland. Con suerte
. Glokta cogió su bastón y se puso de pie.

—Me gusta considerarme como una especie de artista, pero las obras de arte llevan su tiempo y hemos perdido la mitad de la noche buscándole por todos los burdeles de la ciudad. Afortunadamente, el Practicante Frost tiene el olfato muy desarrollado y un excelente sentido de la orientación. Es capaz de oler una rata en un estercolero.

—Una rata en un estercolero —repitió Severard, cuyos ojos reflejaban el resplandor anaranjado del brasero.

—Vamos muy mal de tiempo, así que me disculpará si soy un poco brusco. En diez minutos va usted a confesar.

Teufel soltó un resoplido y cruzó los brazos.

—Nunca.

—Sujétalo —Frost agarró al prisionero por detrás y le estrujó, inmovilizándole el brazo derecho contra el costado. Severard le cogió la muñeca izquierda y le extendió los dedos sobre la superficie rayada de la mesa. Glokta enroscó la mano sobre el suave mango del cuchillo de carnicero y lo fue acercando hacia el prisionero arrastrándolo por la mesa. Luego bajó la vista y miró la mano de Teufel.
Hermosas uñas. Tan largas, tan lustrosas. Con unas uñas como esas no se puede trabajar en una mina
. Glokta alzó el cuchillo.

—¡Espere! —chilló el prisionero.

¡Bang! La pesada hoja se clavó en la mesa, rozando la uña del dedo medio de Teufel. La respiración del prisionero se había acelerado y su frente estaba bañada en sudor.
Ahora veremos de qué pasta estás hecho
.

—Me parece que ya empieza a comprender de qué va el asunto —dijo Glokta—. Sabe, esto mismo se lo hicieron a un cabo que capturaron conmigo; un corte al día. Era un tipo duro, muy duro. Cuando murió, andaban ya por encima del codo —Glokta levantó de nuevo el cuchillo.

—No puede...

¡Bang! El cuchillo cortó de un tajo la punta del dedo medio de Teufel. Un borbotón de sangre se derramó sobre la mesa. Los ojos de Severard sonrieron iluminados por los faroles. Teufel estaba boquiabierto.
Aun tardará un poco en sentir el dolor
.

—Confiesa —bramó Glokta.

¡Bang! El cuchillo arrancó la punta del anular de Teufel y una lámina circular del dedo medio rodó un instante por la mesa antes de ir a parar al suelo. El rostro de Frost era una talla de mármol.

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