La voz de las espadas (4 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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Frost dio un paso adelante y, haciendo un gesto teatral, abrió una caja lustrosamente pulimentada. Era un magistral trabajo de artesanía. Al echar atrás la tapa, las diversas bandejas que contenía se desplegaron en abanico, mostrando los instrumentos en todo su horrible esplendor. Había cuchillas de todas las formas y tamaños, agujas curvas y rectas, frascos de aceite y de ácido, clavos y tornillos, pinzas y alicates, sierras, martillos, cinceles. El metal, la madera y el cristal relucían bajo la brillante luz de los faroles. Todas las herramientas habían sido pulidas hasta volverlas brillantes como espejos y se encontraban afiladas con asesina agudeza. La gran tumescencia morada que tenía Rews bajo el ojo izquierdo se lo había cerrado por completo, pero su otro ojo recorría con terror y fascinación las herramientas que tenía ante sí. La función de algunas de ellas resultaba horriblemente obvia, la de otras horriblemente oscura.
Me pregunto cuál le causa más pavor
.

—Si mal no recuerdo, hablábamos de tu diente —murmuró Glokta. El ojo de Rews parpadeó para mirarle—. ¿O tal vez prefieras confesar?
Ahora sí que te tengo. Confiesa, confiesa, confiesa, confiesa
.

Desde la puerta llegó un golpe seco.
¡Maldita sea! ¿Otra vez?
Frost la entreabrió y se oyó un breve intercambio de susurros. Rews humedeció sus labios abotargados. La puerta se cerró y el albino se inclinó para decirle algo al oído a Glokta.

—Ez el Arziector —Glokta se quedó helado.
No ha sido suficiente con el dinero. Mientras yo regresaba penosamente del despacho de Kalyne, ese maldito cabrón me estaba denunciando al Archilector. ¿Es esto el fin?
Al pensarlo, sintió un estremecimiento culpable.
Muy bien, pero antes me ocuparé de este cerdo seboso
.

—Dile a Severard que iré dentro de un momento —Glokta se volvió hacia su prisionero, pero Frost le posó en el hombro una de sus manazas blancas.

—Ejem, el Arziector —dijo, señalando la puerta— eztá aquí.

¿Aquí?
Glokta sintió una palpitación en los párpados.
¿Por qué?
Apoyándose, en el borde de la mesa, se levantó.
¿Apareceré mañana en el canal? Muerto, hinchado y absolutamente... irreconocible
. La única emoción que despertó en él aquella idea fue una leve sensación de alivio.
Se acabaron las escaleras
.

El Archilector de la Inquisición de Su Majestad aguardaba de pie en el pasillo. El blanco resplandeciente e impoluto de su larga capa, sus guantes y su mata de pelo hacía que las mugrientas paredes que tenía a su espalda casi parecieran marrones. Aunque ya pasaba de los sesenta, no mostraba ninguno de los achaques propios de la vejez. Cada centímetro de su figura, alta, bien afeitada y de gráciles huesos, se encontraba inmaculadamente atildado.
Parece un hombre que en su vida se ha llevado una sorpresa
.

Sólo se habían visto en una ocasión, hacía seis años, cuando Glokta ingresó en la Inquisición, y apenas parecía haber cambiado desde entonces. El Archilector Sult. Uno de los hombres más poderosos de la Unión.
Que es como decir, uno de los hombres más poderosos del mundo
. Detrás de él, como un par de sombras gigantescas, se alzaban silenciosos dos enormes Practicantes con máscaras negras.

Al ver salir la renqueante figura de Glokta por la puerta, el Archilector esbozó una sonrisa. Había muchas cosas detrás de esa sonrisa.
Un leve desprecio, un atisbo de compasión, un mínimo toque de amenaza. Cualquier cosa menos regocijo
.

—Inquisidor Glokta —dijo, alargando con la palma hacia abajo una de sus manos enfundadas en un guante blanco. Un anillo con una gran piedra púrpura refulgía en uno de sus dedos.

—Sirvo y obedezco a Vuestra Eminencia.

Glokta no pudo reprimir una mueca de dolor al agacharse para rozar el anillo con los labios. Una maniobra compleja y dolorosa, que se le hizo eterna. Cuando por fin se alzó de nuevo, los gélidos ojos azules de Sult le miraban con expresión serena. Una mirada que indicaba que conocía perfectamente a Glokta y que no le impresionaba en lo más mínimo.

—Venga conmigo.

El Archilector se volvió y avanzó con soltura por el pasillo. Glokta le siguió cojeando, escoltado de cerca por los silenciosos Practicantes. Sult se movía con lánguida desenvoltura, arrastrando con elegancia el largo faldón de su capa.
Hijo de puta
. No tardaron en llegar a una puerta bastante similar a la suya. El Archilector abrió la cerradura y pasó dentro; los Practicantes, por su parte, tomaron posiciones a ambos lados de la entrada y cruzaron los brazos.
Una entrevista privada, pues. De la que quizá no salga jamás
. Glokta traspasó el umbral.

Una habitación blanca y mugrienta, excesivamente iluminada y con un techo demasiado bajo para resultar cómodo. En lugar de una mancha de humedad, tenía una gran grieta, pero, por lo demás, era idéntica a su propia sala. Ahí estaba también la mesa rayada, las sillas baratas, incluso una mancha de sangre a medio limpiar.
Me pregunto si no las pintarán para impresionar
. De repente, uno de los Practicantes cerró la puerta de golpe. Tal vez esperaba que Glokta diera un bote, pero él no estaba dispuesto a tomarse esa molestia.

El Archilector Sult se acomodó con gracilidad en su asiento, colocó un pesado fajo de papeles amarillentos sobre la mesa y se lo acercó a Glokta. Luego le indicó con la mano la otra silla, la misma que solía destinarse a los prisioneros. A Glokta no se le pasaron por alto las implicaciones de aquel detalle.

—Prefiero permanecer de pie, Eminencia.

Sult sonrió. Tenía unos hermosos dientes puntiagudos, de un blanco resplandeciente.

—No lo creo.

Me tiene cogido
. Glokta se sentó como pudo en la silla del prisionero mientras el Archilector pasaba la primera hoja de su taco de documentos y sacudía levemente la cabeza como si lo que estaba viendo le causara una profunda decepción.
¿Los pormenores de mi meritoria carrera tal vez?

—Hace un rato ha venido a verme el Superior Kalyne. Estaba muy disgustado —Sult levantó sus acerados ojos azules de los papeles—. Muy disgustado con usted, Glokta. Se mostró muy locuaz al respecto. Me dijo que representa usted una amenaza incontrolable, que actúa sin atender a las consecuencias, que es usted un tullido demente. Me pidió que le sacara de su departamento —el Archilector esbozó una sonrisa, una sonrisa desagradable y fría, muy similar a la que empleaba Glokta con sus prisioneros.
Sólo que con más dientes
—. Tengo la impresión de que realmente lo que pretendía es que le quitara a usted... de en medio. —Los dos hombres se miraron fijamente desde cada lado de la mesa.

¿Es ahora cuando tengo que implorar clemencia? ¿Es ahora cuando tengo que arrastrarme por el suelo y besarle los pies? Pues bien, no pienso molestarme en pedir clemencia y estoy demasiado entumecido para arrastrarme. Sus Practicantes tendrán que matarme sentado. Rebanarme el pescuezo o reventarme la cabeza de un golpe. Lo que quieran. A condición de que acabemos de una vez.

Pero Sult no parecía tener prisa. Sus manos enguantadas movían con soltura y precisión las páginas, haciéndolas silbar y crujir.

—No contamos con mucha gente como usted en la Inquisición. Un noble perteneciente a una de las mejores familias. Un campeón en el manejo de la espada, un aguerrido oficial de caballería. Un hombre que en tiempos pareció destinado a llegar muy lejos —Sult lo miró de arriba abajo, como si no diera crédito a lo que veía.

—Eso fue antes de la guerra, Archilector.

—Obviamente. Su captura causó gran consternación, y pocos esperaban verle regresar con vida. A medida que la guerra se fue alargando y fueron pasando los meses, las esperanzas acabaron desvaneciéndose por completo, sin embargo, cuando se firmó el tratado, resultó que uno de los prisioneros devueltos a la Unión era usted —contempló a Glokta con los ojos entornados—. ¿Habló?

Glokta no pudo contenerse, y estalló en una monumental carcajada. El estruendo reverberó con un extraño eco en la gélida sala. No era un sonido muy habitual en aquellos lugares.

—¿Que si hablé? Hablé hasta que la garganta se me puso en carne viva. Les conté todo lo que se me ocurrió. Solté a gritos todos los secretos que recordaba haber oído. Farfullé como un idiota. Cuando me quedé sin nada que contar, empecé a inventarme cosas. Me oriné encima y lloré como una niña. A todo el mundo le pasa lo mismo.

—Pero no todo el mundo vive para contarlo. Dos años en las cárceles del Emperador. Nadie ha aguantado tanto. Los médicos estaban convencidos de que no volvería a levantarse de su lecho, y, sin embargo, un año después presentaba usted su solicitud para ingresar en la Inquisición.

Los dos sabemos eso. Los dos estábamos aquí. ¿Qué quiere de mí y por qué no acabamos con esto de una vez? Debe de ser que hay hombres que disfrutan oyendo el sonido de su propia voz.

—Me dijeron que era usted un tullido, que estaba acabado, que jamás se recuperaría, que nunca podría confiarse en usted. Pero yo me sentía inclinado a darle una oportunidad. Todos los años algún imbécil gana el Certamen de esgrima, y las guerras producen muchos soldados prometedores; en cambio, su logro al sobrevivir esos dos años es algo excepcional. Por eso se le envió al norte para que se hiciera cargo de nuestras minas en la zona. ¿Qué le pareció Angland?

Una inmunda cloaca de corrupción y violencia. Una prisión en la que convertíamos en esclavos a culpables e inocentes por igual, en nombre de la libertad. Un agujero apestoso al que enviábamos a quienes odiábamos y a quienes nos avergonzaban para que los mataran el hambre, las enfermedades y los trabajos forzados.

—Un lugar frío —dijo Glokta.

—También lo fue usted. Hizo pocos amigos en Angland. Muy pocos en la Inquisición y ninguno entre los exiliados —extrajo de entre los papeles una carta arrugada y la observó críticamente—. El Superior Goyle decía de usted que era un témpano de hielo, que no tenía ni una gota de sangre en las venas. Pensaba que no llegaría usted a ninguna parte, que no sacaría ningún provecho de usted.

Goyle. Ese hijo de la gran perra. Ese carnicero. Prefiero mil veces no tener sangre a no tener cerebro.

—Pero, al cabo de tres años, la producción había aumentado. Se había doblado, de hecho. Por eso se le trajo de vuelta a Adua para que trabajara a las órdenes del Superior Kalyne. Pensé que tal vez aprendería un poco de disciplina con él, pero, al parecer, estaba equivocado. Sigue usted empeñado en hacer las cosas a su manera —el Archilector le miró levantando el entrecejo—. Para serle sincero, tengo la impresión de que Kalyne le tiene miedo. Yo diría que todo el mundo se lo tiene. A nadie le gusta su arrogancia, a nadie le gustan sus métodos, a nadie le gusta su peculiar forma de entender... nuestro trabajo.

—¿Y usted qué opina, Archilector?

—Sinceramente, yo tampoco estoy muy seguro de que me gusten sus métodos y dudo mucho que su arrogancia esté justificada. Lo que sí me gusta son sus resultados, que me parecen extremadamente satisfactorios —cerró de golpe el paquete de documentos y, posando una mano sobre él, se inclinó hacia Glokta.
Igual que me inclino yo cuando pido a uno de mis prisioneros que confiese
—. Tengo una misión para usted. Una misión que le permitirá dar a sus habilidades un mejor uso que andar a la caza de contrabandistas de poca monta. Una misión que tal vez le permita redimirse a los ojos de la Inquisición —el Archilector hizo una breve pausa—. Quiero que arreste a Sepp dan Teufel.

Glokta torció el gesto.
¿Teufel?

—¿El Maestre de la Ceca, Eminencia?

—Él mismo.

El Maestre de la Ceca del Rey. Un hombre importante perteneciente a una familia igualmente importante. Un pez muy gordo al que echar el anzuelo para mi pequeña pecera. Un pez con amigos poderosos. Podría resultar peligroso arrestar a un hombre así. Podría resultar letal.

—¿Puedo preguntar por qué?

—No, no puede. Deje que sea yo quien se ocupe de los porqués. Usted limítese a obtener una confesión.

—¿Una confesión de qué, Archilector?

—¡De qué va a ser, de corrupción y alta traición! Según parece, nuestro amigo el Maestre de la Ceca se ha mostrado bastante indiscreto en algunos de sus tratos privados. Al parecer, ha aceptado sobornos y ha conspirado con el Gremio de los Sederos para defraudar al Rey. En este sentido, resultaría muy útil que algún ilustre sedero mencionara su nombre en relación con alguna circunstancia desafortunada.

Difícilmente puede considerarse una mera coincidencia que en este preciso momento tenga a un ilustre sedero en la sala de interrogatorios
. Glokta se encogió de hombros.

—Es sorprendente la cantidad de nombres que pueden llegar a mencionarse una vez que la gente se decide a hablar.

—Bien —el Archilector hizo un gesto con la mano—. Ya puede retirarse, Inquisidor, mañana a esta misma hora vendré a recoger la confesión de Teufel. Será mejor que la tenga lista.

Glokta trataba de respirar a un ritmo acompasado mientras regresaba trabajosamente por el pasillo.
Coge aire. Expúlsalo. Así, con calma
. No había pensado salir con vida de aquella sala.
Y ahora resulta que me muevo en las altas esferas. El Archilector en persona me encomienda una misión, arrancar una confesión de alta traición a uno de los dignatarios más respetados de la Unión. Las más altas esferas, sí, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Y por qué yo? ¿Por mis resultados?

¿O por qué no se me echará de menos si fracaso?

—Acepta mis más sinceras disculpas, con tantas idas y venidas esto parece un burdel —los labios rotos y abotargados de Rews se retorcieron para esbozar una sonrisa triste.
Sonriendo en una situación como ésta; este hombre es un portento. Pero todo tiene su final
—. Te voy a hablar claro, Rews. Nadie va a venir a sacarte de ésta. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. Acabarás confesando. Lo único que está en tu mano es decidir cuándo y en qué estado te encontrarás llegado ese momento. No obtendrás nada postergándolo. Sólo dolor. Y de eso tenemos mucho para ti.

No era fácil desentrañar la expresión del rostro ensangrentado de Rews, pero sus hombros se habían venido abajo. Alargando una mano temblorosa, mojó la pluma en la tinta y escribió su nombre, ligeramente inclinado, al final del pliego de confesión.
He vuelto a ganar. ¿Hace eso que me duela menos la pierna? ¿He recuperado mis dientes? ¿Me ha servido de algo destruir a un hombre al que en tiempos consideré mi amigo? ¿Por qué lo hago entonces?
La única respuesta que obtuvo fue el rascar de la plumilla sobre el papel.

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